viernes, 22 de octubre de 2021

SIN ATADURAS: CAPÍTULO 12

 


Paula estuvo a punto de quedarse boquiabierta, pero en seguida comprendió que Pedro le estaba tomando el pelo y fue a sentarse en la camilla.


–No estabas bromeando –murmuró Pedro cuando vio el círculo rojo que tenía en el interior del muslo.


–Claro que no. Y duele bastante.


Pedro se inclinó para mirarlo mejor.


–Creo que el aguijón no ha quedado dentro. Abre las piernas –dijo Pedro en tono indiferente, aunque sin perder aquel peligroso brillo en la mirada.


Paula se sintió externamente paralizada, pero por dentro se derritió.


–¿Hasta qué punto? –logró preguntar.


–Lo suficiente para que yo quepa entre ellas.


La expresión de Pedro era de puro reto. ¿Se estaba divirtiendo a sus expensas? Pero ella también sabía jugar, se dijo Paula. No pensaba hacerse la inocente y avergonzada… aunque se sintiera así. Y ella, que nunca había abierto las piernas para ningún hombre, las abrió tanto como pudo.


–¿Así está bien? –preguntó con voz ronca.


Pedro bajó la mirada. Abrió la boca. La cerró. Tragó saliva cuando volvió a bajar la mirada.


–Más o menos –murmuró a la vez que se situaba entre las piernas de Paula, a escasos centímetros de su sexo.


Paula ignoró el rubor que sabía que cubría cada centímetro de su piel y, sintiéndose triunfante, sonrió de oreja a oreja.


–No sabía que prometiste flirtear con tus pacientes cuando hiciste el juramente hipocrático.


–Tú no eres una paciente.


–¿No? ¿No me está examinando usted, doctor?


–No como profesional. Solo voy a darte un poco de pomada para que te la apliques en la picadura.


Paula no sabía lo que le pasaba, pero el deseo de seguir con aquel jugueteo resultó irresistible. Por primera vez en su vida se sentía llena de confianza.


–¿No vas a aplicármela tú? –ronroneó.


–No –Pedro dio un paso atrás–. No voy a hacerlo.


–Oh –Paula lo miró con expresión inocente–. ¿Solo te gusta dar crema a esos enormes jugadores de Rugby?


Pedro volvió a acercarse a ella. La observó en silencio, asegurándose de obtener su atención, y luego deslizó una mirada deliberadamente sexual por su cuerpo.


–Tu pelo no es lo único que ha cambiado desde ayer –dijo, mirando atentamente el pecho de Paula. Era evidente que se había dado cuenta.


Paula alzó el mentón, negándose a dejarse vencer por la vergüenza.


–Es asombroso lo que puede hacer por una chica la ropa interior adecuada.


–Asombroso –dijo Pedro, y de pronto rio.


A pesar de la tensión que sentía, Paula no pudo evitar devolverle la risa.


–¿Crees que ese no es mi busto real?


–Ambos sabemos que no lo es.


Sí, ambos lo sabían. Lanzada, Paula batió las pestañas con afectación.


–Pero debes admitir que, si no lo supieras, te habría engañado por completo.


–Por completo –asintió Pedro.


–Y, aunque conozcas la verdad, ¿te gusta el efecto?


Pedro suspiró profundamente, casi con esfuerzo. Luego movió la cabeza.


–Habría que ver qué pasaría con uno de esos jugadores de rugby. ¿Qué harías cuando descubriera la verdad?


Paula arrugó la nariz.


–Entonces, ¿qué llevas? ¿Algodón?


–Almohadillas de gel. Son mucho más cómodas.


–¿Parecen naturales al tacto?


Paula miró los oscuros ojos de Pedro, que se hallaban a escasos centímetros de los suyos.


–¿Quieres comprobarlo por ti mismo?


–Paula… –Pedro carraspeó y se volvió rápidamente, fue hasta una vitrina y empezó a ordenar algunos paquetes de gasas con total concentración.



SIN ATADURAS: CAPÍTULO 11

 


Tenía la cabeza inclinada, de manera que no podía verle el rostro. Como era de esperar, era rubia. Tenía los miembros largos y esbeltos de una bailarina… y un atuendo igualmente mínimo. Entonces alzó los ojos y le dedicó una mirada retadora. Se había ruborizado. Cuando se fijó en sus labios, carnosos y firmes, la reconoció.


¿Realmente tenía ante sí a su jovencísima arrendadora?


–Hola, Pedro –a pesar del rubor de sus mejillas, estaba intensamente pálida.


–¿Qué haces aquí?


–¿Aún no lo has deducido? –los ojos azules de Paula destellaron, pero no a causa de las lágrimas, sino desafiantes.


Pedro no podía creer lo que estaba viendo. El ralo pelo castaño había sido teñido de rubio y, aunque estaba algo más vestida que el día anterior, los pantalones cortos que llevaba eran aún más cortos y la camiseta mojada había sido sustituida por una ceñidísima malla rosa.


–Creía que habías dicho que te ibas al extranjero –dijo, tontamente.


–Y me voy –Paula lo miró a través de unas pestañas perfectamente maquilladas.


–Entonces, ¿por qué estás haciendo la prueba para entrar en el grupo de animadoras de los Blade?


–Me iré cuando termine la temporada.


–¿Cuando termine la temporada? –repitió Pedro, consternado. Creía que iba a irse en una o dos semanas a lo sumo. ¿Cómo iba a ser capaz de vivir a menos de un tiro de piedra de ella durante seis meses? Especialmente si iba a seguir llevando un atuendo como aquel…


–Sí, pero me temo que esa estúpida abeja ha estropeado mis planes. Y no, no he dejado que me picara solo para que me pudieras echar un buen vistazo al interior del muslo.


Pedro cerró la boca y tuvo que esforzarse para no sonreír y a continuación reír. Se acercó a ella para observarla mejor. Su transformación era espectacular, pero captó un matiz de inseguridad en su expresión en cuanto invadió su espacio. Una especie de locura se apoderó de él cuando Paula alzó levemente la barbilla y se negó a apartar la mirada. Su audacia lo impresionó. Pero si quería sacarle sus uñas de gatita, jugaría con ella un poco. No podía resistir la tentación de ver hasta dónde estaba dispuesta a llegar. Sospechaba que no muy lejos.


–¿De verdad simulan algunas bailarinas una lesión para poder venir a verte?


Su incredulidad descolocó a Pedro. Carraspeó, consciente de que había sonado arrogante.


–Ha sucedido en un par de ocasiones.


Paula dejó escapar una risita, encantada al ver que su inquilino había lanzado una nueva mirada a su atuendo; al menos había logrado uno de sus objetivos.


–Pero tú no eres una estrella del rugby. Seguro que las chicas tienen peces más gordos que freír en este lugar.


–Puede que algunas prefieran mis valores.


Con el corazón desbocado, Paula respiró cuidadosamente antes de responder.


–Estoy segura que la mayoría prefieren los valores y los ingresos de las verdaderas estrellas.


La sonrisa de Pedro fue la de un auténtico tiburón.


–Puede que haya otros factores a mi favor.


Paula supuso que se refería a su aspecto. Ciertamente, este era tan bueno que sentía todos los músculos del cuerpo tensos, especialmente los de sus partes íntimas.


–Por mí no tienes que preocuparte, porque no eres mi tipo –mintió, sintiéndose descarada, divertida, y sorprendentemente controlada.


–Ah, ¿no?


Paula se quedó paralizada. No esperaba un reto tan directo. Entrecerró los ojos.


–Definitivamente no. Eres demasiado arrogante.


Pedro se inclinó hacia ella sin dejar de sonreír.


–A muchas chicas les gusta la seguridad.


–También hay muchas chicas a las que les gustan los chicos malos, pero yo no soy como la mayoría de las chicas.


–Eso es cierto –Pedro frunció el ceño–. ¿Pero qué estás haciendo aquí, Paula?


–Presentarme a la audición –susurró Paula, decidida a mantener el tono–. Y me llamo Paula.


Sí, era divertido volver a poner en marcha los músculos del coqueteo, que tanto tiempo llevaban dormidos. Porque podía ver la reacción de Pedro, el revelador brillo de su mirada.


Pedro detuvo la mirada en su rostro, en sus ojos, sus labios, y luego la deslizó hacia su pecho.


–De manera que ahora eres Paula.


–Sí. Siempre he sido Paula –replicó, consciente del efecto que estaba teniendo en Gabe. Para algo le había servido tener un novio. Un novio que la dejó colgada en su momento de mayor necesidad. Había merecido la pena cada penique que se había gastado en la peluquería aquella mañana. La pobre Paula nunca había tenido una oportunidad, pero con un poco de tinte rubio y un poco de maquillaje la cosa cambiaba. Resultaba increíble que los hombres fueran tan superficiales. Pero en aquellos momentos le daba igual. Estaba disfrutando viendo el calor que emanaba de aquellos ojos.


Pedro movió la cabeza lentamente.


–Bueno, Paula, será mejor que echemos un vistazo a eso.


Paula bajó la mirada hacia su muslo y suspiró.


–Te quiero en la cama.



SIN ATADURAS: CAPÍTULO 10

 

Pedro llegó al trabajo a media tarde, tras haber pasado la mañana preparando algunas cajas que había logrado llevar en tan solo dos viajes. Al salir del coche y escuchar la música que estaba atronando por los altavoces del estadio masculló una maldición. Esperaba que ya hubieran terminado para esa hora. Avanzó por los pasillos hasta su despacho y, una vez dentro, cerró la puerta. Encendió el ordenador y echó un vistazo a su correo. Excelente. Las pruebas que esperaba ya habían llegado. Se acomodó en su asiento y comenzó a leerlas. Pocos minutos después se abrió la puerta del despacho.


–Me alegra encontrarte aquí, Pedro. Necesito que eches un vistazo a una de las chicas.


Damián, el director ejecutivo del estadio. Damián, que no tenía ningún problema en asistir a las audiciones de las bailarinas.


–No –contestó Pedro sin molestarse en apartar la mirada de la pantalla.


–Necesito que lo hagas. En serio. Le ha picado una abeja y es alérgica.


–Supongo que estás bromeando. ¿Una picadura de abeja? –gruñó Pedro–. Es las excusa más patética que he escuchado hasta ahora.


–Pero auténtica. Deberías…


–He visto torceduras de tobillos, de muñecas, golpes en las pantorrillas… todos falsos. Pero lo de la picadura de una abeja es una auténtica primicia. El problemas es que no hay abejas.


Pedro


–No quiero ocuparme de otra bailarina desesperada por conseguir una cita, Damian. Ya he tenido suficiente.


Más que suficiente. Tras provocar una guerra fría en su familia por negarse a aceptar la tradición, y el horror de una examante loca que no dejaba de acecharlo, Pedro había aprendido dos cosas: la primera, que no pensaba limitar su vida casándose y teniendo que comprometer sus propias metas por el resto de sus días. Y para asegurarse de escapar de ese dogal sabía que tenía que dejar sus intenciones claras desde el principio… y no relacionarse con ninguna mujer que tuviera algo que ver con su trabajo. Especialmente en un trabajo como aquel, donde la tentación, exacerbada por los continuos viajes, era demasiado para la mayoría de los hombres. Ya había visto demasiados matrimonios vergonzosamente breves, e incluso escándalos mayores.


–Debería haberte dicho que la he traído conmigo –Damian se apartó con una maliciosa sonrisa en el rostro y Pedro comprobó que no estaba solo–. Y, por si te interesa, prácticamente he tenido que traerla a rastras. Ella dice que está bien, pero yo no me fío.


Pedro hizo una mueca de desagrado. Sin duda, la chica había escuchado toda la conversación. Tras dedicar una mirada asesina a la espalda de Damián, que ya se estaba alejando, se levantó de su silla para echar un vistazo a su nueva paciente.