domingo, 17 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 3




Tan pronto como Paula entró en el coche, se quitó los zapatos y metió la mano en el bolsillo de Jorge para sacar las gafas.


—¡Jamás volveré a salir sin ellas puestas! —juró mientras se las ponía.


Los coches, los edificios y las luces de la noche se hicieron visibles claramente. Las gafas, con sus gruesas lentes, le pesaban en la pequeña nariz. A pesar de la incomodidad, Paula recordó lo vulnerable que se había sentido sin ellas. 


No había podido ver nada y había quedado a merced de… ¡Aquel hombre!


Debió lanzar un gruñido en voz alta porque Jorge la miró fugazmente.


—¿Quién? ¿Spencer? —preguntó con incredulidad mientras se metía en la autovía.


—No, un hombre con quien… me he tropezado y al que espero no volver a ver nunca.


—Ya me parecía que no podías estar hablando de Spencer. Me ha dado la impresión de que le has gustado, Pau.


—Puede, pero ya no importa —suspiró, Spencer había acabado con sus esperanzas respecto a la tienda de modas.


Todos los esfuerzos de Jorge y la madre de Paula, desde el peinado y el maquillaje hasta los zapatos y quitarle las gafas no habían servido para nada. Paula se tocó el tejido del vestido, una de sus mejores creaciones. Ahora tendría que llevarlo a la tintorería antes de devolverlo a La Boutique, que se llevaría el cincuenta por ciento de lo que sacara por él al margen del coste del material y del trabajo. Si tuviera su tienda propia…


—¿Por qué dices que ya no importa? ¿A Spencer no le ha gustado la idea de la tienda de modas? ¿No va a ayudarte financieramente?


Paula sacudió la cabeza.


—Oh, Pau, lo siento. Quería ayudarte.


—Y lo has hecho. De no haber hablado con Spencer, seguiría persiguiendo un sueño imposible, continuaría matándome a trabajar para empezar un negocio que, casi con toda seguridad, fracasaría.


Pensó en Spencer, en la rapidez con que había considerado los problemas en los que a ella no se le había ocurrido pensar.


—Me alegro de haber hablado con él. Gracias, Jorge —dijo con cariño, tocándole el brazo.


Jorge era su mejor amigo, era como un hermano mayor para ella. Era el amigo que la había defendido cuando sus compañeros y vecinos la llamaban cuatro ojos, la había acompañado a los bailes del instituto cuando nadie más quería hacerlo. Jorge terminó sus estudios universitarios el mismo año que ella acabó el instituto, y ese mismo verano se casó con Joanne y se fue a vivir a Nueva York. Pero mantuvieron la amistad y, dos meses después, cuando Jorge volvió para realizar la venta de la casa de sus padres, ella le habló de sus planes y de sus problemas para conseguir un crédito. La semana anterior, se había alegrado enormemente cuando Jorge la llamó para decirle que él y su jefe iban a ir a Sacramento el martes y que quizá a Spencer le interesase invertir en la tienda.


—Sé que debe haber sido un golpe para ti, lo siento —dijo Jorge.


—¡No digas eso! Me has librado de meterme en una aventura desastrosa. Ya se me ocurrirá algo mejor —contestó Paula, que no quería que Jorge se enterase de lo desesperada que era su situación.


Rápidamente, cambió de conversación y le preguntó por Stella, su madre.


—¿Qué le parece la gran ciudad?


—Está mucho mejor desde que tiene un nieto a quien cuidar.


—La echo mucho de menos —dijo Paula pensando en las felices tardes que había pasado delante de la máquina de coser de Stella mientras sus padres estaban en fiestas o de viaje—. Fue ella quien me enseñó a coser.


—Y yo echo de menos a tu padre —comentó Jorge—, era el único que venía a los partidos de liga.


Continuaron hablando de los viejos tiempos hasta que llegaron a la enorme y tradicional casa de Paula.


—Dales a Stella y a Joanne un beso de mi parte, y otro para el niño —dijo ella mientras abría la puerta del coche—. Que tengas buen viaje. Y gracias otra vez, Jorge. Me alegra saber lo que no debo hacer.


Una vez en la casa, cerró la puerta con llave y, durante un momento, se apoyó en ella. Estaba cansada y se sentía vencida y angustiada. 


Después, respiró profundamente, enderezó los hombros y, sin hacer ruido, comenzó a subir la gran escalinata. Alicia se acostaba muy pronto; sin embargo, cuando llegó al vestíbulo del primer piso y vio la luz a través de la rendija de la puerta, sintió un súbito temor. ¿Le ocurriría algo? Olvidándose de su cansancio, entró en la habitación de su madre rezando por que no le hubiera dado otro ataque de asma.


Sintió un gran alivio al ver a Alicia recostada sobre las almohadas, con los ojos cerrados y un libro abierto en su regazo. El pequeño rostro de rasgos perfectos tenía aspecto juvenil, su piel era suave y sin arrugas. Las escasas canas realzaban los rubios cabellos de la mujer de cuarenta y nueve años.


Sonriendo, Paula se acercó para quitarle el libro.


—¡Oh, Pau, ya has vuelto! —Alicia parpadeó y habló rápidamente—. No sabes cuánto me alegro, me pongo muy nerviosa cuando estoy sola en casa. ¡No he podido pegar ojo!


—Lo siento —Paula le quitó el libro y lo puso encima de la mesilla de noche—. Voy a traerte un vaso de leche caliente, eso te ayuda a dormir.


—Muchas gracias, querida. No he comido desde que almorcé al mediodía.


—¡Alicia! Te he dejado pollo y ensalada en el frigorífico, y…


—Ya lo sé, pero no tenía hambre. Además, sabes que no me gusta comer sola.


—Bueno, ahora mismo lo solucionaremos —respondió Paula en tono animado—. Deja que antes me quite el vestido.


En su dormitorio, se desnudó, se puso una bata y luego fue al piso bajo, a la cocina.


—Oh, cariño, eres un encanto —dijo Alicia cuando su hija volvió con una bandeja—. Vamos, siéntate a mi lado y cuéntame qué tal te ha ido. Jorge ha sido muy amable al arreglar esta cita con su jefe. ¿Qué tal es?


—Muy simpático.


—¿Dónde habéis estado? ¿Te lo has pasado bien?


—Sí —respondió Paula sin mencionar que el motivo de la salida no era pasarlo bien porque a Alicia no le gustaba hablar de problemas económicos.


Por tanto, Paula le contó dónde habían estado, lo que habían comido y que el señor Spencer era un hombre muy interesante y muy guapo.


—Oh, me alegro de que lo hayas pasado bien —dijo su madre poniendo la bandeja a un lado después de comer—. Estabas guapísima, Pau, no parecías la misma. Me alegro de que Jorge haya logrado convencerte de que te quitaras las gafas. Es una pena que no puedas llevar lentes de contacto.


—Alicia, por favor, ya lo hemos intentado y no ha resultado.


Paula recordó la terrible irritación de sus ojos cuando se las probó. No podía llevar lentes de contacto porque, según el doctor, era alérgica a ellas.


—Lo sé, pero las gafas te comen la cara.


—Puede que no sean bonitas, pero me dejan ver —contestó Paula lanzando una breve carcajada.


Pobre Alicia, pensó Paula, ya no había fiestas ni viajes en su vida. Lo único que le quedaba de su vida social eran las partidas de bridge que seguían teniendo lugar en su casa los jueves por la tarde.


Después de estirarle las almohadas, apagó la luz de la mesilla de noche, se despidió de su madre y bajó a la cocina a dejar la bandeja. 


Preocupada por ella, pensaba en la radiante y activa mujer que había sido hasta hacía dos años, hasta la muerte de su esposo. La repentina muerte de Pablo Chaves fue un verdadero descalabro para ambas. Paula interrumpió sus clases en la escuela de diseño para ir al funeral y, casi antes de que éste acabara, Alicia tuvo que ser hospitalizada tras el primero de sus numerosos ataques de asma.


—Ha sido un golpe muy duro para ella —le dijo el médico a Paula—. No toleraría otra impresión tan fuerte.


Por ese motivo, fue a Paula a quien el abogado explicó la situación económica de la familia. Y fue Paula quien asumió la responsabilidad de la casa y de cuidar a su madre. Los ataques de asma continuaron, mermando la energía de Alicia y, a pesar del tiempo transcurrido, no había dejado de llorar la muerte de su esposo.


—Se casó con él cuando tenía dieciocho años —le dijo Stella a Paula en cierta ocasión—, y él la adoraba. Su vida de casados ha sido una larga luna de miel. Tu madre no te tuvo hasta diez años después de casada. Creo que nunca ha sabido qué hacer contigo.


No, no lo sabía, pensó Paula por aquel entonces. En vez de ser la réplica de la rubia y delicada belleza de Alicia, Paula era el patito feo, con el pelo negro y la desgarbada estatura de su padre. En realidad, Paula no era tan alta, uno sesenta y nueve de estatura; sin embargo, había alcanzado dicha estatura a los doce años, poniendo en evidencia el uno cincuenta y siete de su madre.


Al igual que su padre, Paula también adoraba a Alicia. En los recuerdos más felices de su infancia se veía sentada en el dormitorio de su madre, envuelta en una fragancia de perfume, mientras contemplaba a Alicia probándose un vestido tras otro. A menudo, se le había permitido elegir el vestido apropiado para la ocasión antes de que la enviaran con Stella, que parecía ser más su madre que la exquisita diosa llamada Alicia.


Durante su infancia y adolescencia, gran parte de su tiempo libre lo había pasado haciendo dibujos de mujeres parecidas a su madre que vestían trajes creados por su imaginación. 


Su padre la había animado, asegurándole que tenía mucho sentido artístico y mucha creatividad.


«Debería haberme obligado a estudiar cómo empezar un negocio, es mucho más práctico», pensó ahora Paula. Pero Pablo Chaves no era un hombre práctico; de haberlo sido, el despacho de abogados, fundado por su padre, no se habría ido abajo con tanta rapidez. Bajo la dirección de Pablo, los viejos clientes desaparecieron y entraron muy pocos nuevos. Paula se daba cuenta ahora de que su padre había descuidado los negocios, dedicando la mayor parte del tiempo a sus aficiones: la talla de madera y el tenis. A pesar de que el negocio no iba bien, ni él ni Alicia redujeron gastos; viajaban, daban fiestas fabulosas y enviaron a Paula a los mejores colegios. Hasta la muerte de Pablo, no supieron la precariedad de su situación económica.


AT FIRST SIGHT: CAPITULO 2




Eso era difícil. Paula sabía que jamás sería tan hermosa ni tendría el encanto de su madre. 


Además, sentía casi reverencia por Spencer, el rico hombre de negocios del que Jorge tanto hablaba. A los treinta y cinco años, Spencer era un mago de las finanzas. ¿Cómo podía ella hacer que un hombre así se interesase por una pequeña tienda de vestidos? Sin embargo, era una cuestión de vida o muerte y por eso tenía que intentarlo.


—He oído hablar tanto de usted… —le había murmurado aquella tarde cuando Jorge los presentó.


Había tratado de comportarse como Alicia lo habría hecho y, para su sorpresa, las primeras palabras de Spencer fueron:
—Jorge, ¿dónde has tenido escondida a esta preciosidad hasta ahora? —le había hablado con tal admiración que Paula se ruborizó al instante.


—Ha sido muy amable al aceptar mi invitación a cenar, señorita Chaves. Esto hace que mi viaje a California valga mucho más la pena —después de ayudarla a sentarse a la mesa, añadió—: A propósito, Jorge, ¿no tenías que irte ya a firmar ese contrato?


—Ahora mismo me marcho —respondió Jorge—. Pau, volveré a recogerte a las once. Disfruta la cena.


Después, para consternación de Paula, Jorge se marchó con sus gafas en el bolsillo.


«No puedo esperar más», se dijo a sí misma ahora, mientras el camarero servía el café. Era su única oportunidad. Si no sacaba el tema ya…


—Señor Spencer —dijo tímidamente cuando el camarero se hubo retirado—, me gustaría pedirle consejo sobre una cosa.


No lo estaba haciendo bien, no era lo apropiado pedirle consejo cuando lo que realmente quería era su dinero.


—Por supuesto, querida.


—He estado pensando en… Verá, yo vivo en Roseville, a unos cuarenta y cinco minutos de Sacramento. Es un barrio residencial —Paula titubeó, bebió un sorbo de café y continuó—. Es un lugar excelente para una tienda de modas.
Se refería a las bases militares cercanas y a las nuevas empresas. Hablaba del creciente número de mujeres que realizaban un trabajo cualificado y a las esposas de los ejecutivos que vivían allí y se veían forzadas a ir a Sacramento o a San Francisco a hacer las compras. Su entusiasmo aumentó, olvidándose de su reverencia a Spencer y de comportarse como Alicia. Era Paula, típicamente franca y directa.


—Bien, señorita Chaves, ya veo que ha meditado mucho sobre este proyecto.


—Sí.


Paula se inclinó hacia él y deseó poder verle el rostro. Había empleado un tono de voz neutral, por lo que no sabía si estaba aburrido, interesado o indiferente.


—Me ha pedido mi opinión y, con franqueza…


Spencer se interrumpió debido a que, en ese momento, el camarero apareció con los postres y los cafés. Después, continuó.


—Veamos… una tienda pequeña… Verá, antes de embarcarse en una aventura así, es necesario estudiar la situación.


—Sí —Paula tomó con fuerza el tenedor y respiró profundamente.


—Si echase un vistazo a las estadísticas, vería que semejantes tiendas fracasan en un ochenta por ciento. Vaya, esta tarta de queso es deliciosa. Buena elección. A propósito, aún no la ha probado.


—¡Oh! —Paula se llevó un trozo pequeño a la boca y le supo a goma, pero consiguió tragárselo—. ¿Así que no le parece una buena idea?


—Para empezar, los establecimientos pequeños no pueden competir, ni en volumen ni en precios, con los grandes almacenes.


—Ya —no se le había ocurrido pensar en eso.


—Además, fíjese en los clientes potenciales. Mujeres que viven en comunidades pequeñas como Roseville… eso es lo que ha dicho, ¿no?


Ella asintió.


—En mi opinión, en vez de parecerles una pesadez, a semejantes mujeres les gusta un día de excursión a la ciudad. Es más, esto les ofrece una buena variedad de tiendas y almacenes. No querida, creo que semejante negocio sería un fracaso.


—¿Aunque la tienda tuviera prendas especiales?


—¿Como cuáles?


—He pensado en vestidos de diseño exclusivo.


—¿Y cómo lo conseguiría?


—Bueno… yo diseño ropa y, a veces…


—¡Vaya! —exclamó él como si le alegrase el cambio de tema de conversación—. Dígame, ¿cómo es que una chica tan bonita como usted encuentra tiempo para dedicar a una afición?


—Lo consigo. Verá, me gusta diseñar y…


—Y cualquiera encuentra tiempo para algo que le gusta, ¿verdad? Dígame, ¿qué otras aficiones tiene?


—Bueno, yo…


Paula se interrumpió. ¿Una chica tan bonita? No le parecía serlo.


—¿Con qué frecuencia va a Nueva York, señorita Chaves… Paula?


—¿A Nueva York? Nunca he estado allí.


—¡Eso sí que es una vergüenza! Debe ir, lo digo en serio. Siento mucho haber venido aquí por tan poco tiempo, pero me gustaría verla más. Quizá podamos arreglar un viaje a Nueva York. Me encantaría enseñarle la ciudad. Escuche, ahora están estrenando nuevas obras de teatro en Broadway y… Oh, ahí viene Jorge. Jorge, le he dicho a esta joven que tiene que venir a Nueva York.


A Paula le alegró ver a Jorge. Quería quitarle sus gafas y salir de allí cuanto antes. Pero Jorge se sentó y pidió un café, por lo que a Paula no le quedó más remedio que sonreír y charlar de cosas que no le interesaban durante otra media hora antes de poder escapar.


—Gracias por la cena, señor Spencer —dijo ella cuando, por fin, se dispusieron a salir—. Ha sido una velada encantadora.


—Sí, lo ha sido. Y, desde luego, no va a ser la última vez que cenemos juntos. Jorge, tienes que convencer a esta mujer encantadora de que venga a Nueva York. ¿Sabías que nunca ha estado allí? Tendremos que enseñarle la ciudad.


AT FIRST SIGHT: CAPITULO 1



Se dio cuenta de que se había equivocado de mesa al oír la voz del hombre; pero, para entonces, ya se había sentado en la silla que él le había ofrecido y se había quitado el zapato que la estaba matando.


—Ha sido muy amable al sentarse a mi mesa —la voz era profunda y ronca, y el acento británico.


Paula casi no lo escuchó. Le preocupaba no saber dónde estaba su mesa, jamás debería haberse dejado las gafas en casa.


—Lo siento. Por favor, discúlpeme —se inclinó hacia él con el fin de enfocarle el rostro, lo único que vio fue una masa de cabello claro que no tenía nada que ver con el pelirrojo de Bruno Spencer que la esperaba en su mesa y que debía estarse preguntando por qué no había regresado.


—Escuche, he cometido un error.


—Pero muy agradable. Creía que me esperaba una velada muy solitaria.


¡Dios del cielo! ¿Acaso pensaba que era una de esas mujeres que utilizaban esos trucos para ligar?


—No me ha comprendido, me he equivocado de mesa.


No debería haberse levantado de la mesa. Sin embargo, le había apremiado ir al baño y, al oír a una mujer en la mesa contigua decir que tenía que ir al servicio, aprovechó la oportunidad que se le brindaba, se levantó inmediatamente y siguió a la mujer. Al salir del baño, debía haberse equivocado de camino.


—Óigame, tengo un problema con la vista.


—¡Con esos ojos! Jamás lo habría imaginado —el hombre se inclinó hacia ella—. El cabello negro azabache y los ojos azul profundo resultan una combinación extraordinaria.


Paula se quedó sin saber qué decir durante unos segundos. 


Jamás le habían dicho nada parecido. De todos modos, lo importante era volver a la mesa de Spencer y…


—Si tuviera la amabilidad de ayudarme a volver a mi mesa —mientras hablaba, Paula buscó con el pie el zapato que no encontraba—. El caballero con el que estaba sentada es pelirrojo y lleva puesto… Es alto y lleva un traje oscuro.


Marrón oscuro, azul marino o quizá negro, no estaba segura. 


Aquella mañana, cuando se cruzaron el vestíbulo del hotel, llevaba un traje claro. Era un hombre muy guapo, lo había visto porque entonces Paula llevaba las gafas, aunque lo vio fugazmente ya que Jorge la sacó del hotel apresuradamente.


—¿Qué problema tiene con la vista?


—Soy muy miope —Paula continuó buscando el zapato—. Por favor, ¿tendría la amabilidad de indicarme?


—¿Miope? Pero unas gafas…


—Tengo gafas. Me las he dejado en…


En el bolsillo de Jorge porque éste le había dicho: «las gafas estropearían el efecto». Y cuando ella se quejó de que no podría ver, Jorge le respondió que se pegara a Spencer, que le gustaba que las mujeres se pegaran a él. Y ahora…


—Por favor, tengo que volver a mi mesa, es muy importante. Es una cuestión de vida o muerte.


—Odio esa expresión. Se habla de la vida y de la muerte como si fueran lo mismo, aunque son lo opuesto. La vida es…


—No necesito un discurso —le espetó ella—, lo único que quiero es que me indique mi mesa. Si tuviera la amabilidad de…


—Querida, ha sido usted quien ha decidido sentarse a mi mesa. Y ahora que estoy tratando de entablar una agradable conversación… ¡Oh, por favor, discúlpeme! ¿Le apetece una copa de vino?


—¡Yo no he decidido nada! Y no quiero vino. Se está divirtiendo con mi problema, ¿verdad? Apuesto a que es una de esas personas que disfrutan con el sufrimiento de los demás. Apuesto a que aparca en los espacios destinados para los inválidos y apuesto…


—No, desde luego que no. Los inválidos cuentan con mi simpatía y comprensión. Me temo que su problema es la vanidad.


¡Vanidad! nunca la habían acusado de ser vanidosa; por el contrario, su madre la acusaba de todo lo contrario.


—¿Va a negar que se ha dejado las gafas en casa a propósito con el fin de estar más atractiva?


—En fin, da lo mismo, ya encontraré yo sola mi mesa. Si fuera tan amable de mirar debajo de la mesa y empujar mi zapato hacia mí…


El hombre se echó a reír.


—¡Dios mío! ¿También se ha dejado por ahí el zapato?


—No. Llevo los zapatos de mi madre, que tiene una talla menos que yo, y… —se interrumpió, ¿por qué tenía que darle explicaciones?—. Deje de reír y empuje el zapato hacia mí.


—Quizá sea lo mejor.


Pero el alivio de Paula al meter el pie en el zapato se acabó cuando le oyó añadir:
—Veo al hombre que me ha descrito, está mirándonos con expresión furiosa desde su mesa.


—¡Oh, Dios mío! —Paula comenzó a ponerse en pie.


—¡Espere! —el hombre le puso una mano en el brazo y la sujetó—. Quiero su nombre y dirección.


—¿Para qué?


—A juzgar por la forma como se deja sus cosas por ahí, sería conveniente por si tengo que devolverle… algo.


—¡No voy a dejarme nada aquí con usted y tampoco tengo intención de volverle a ver!


—Si pudiera ver, no estaría aquí sentada —respondió él riendo.


Paula se soltó de él y se levantó. Tenía que escapar de aquel hombre aunque fuese en dirección contraria a su mesa. Quizá, si hablase con un camarero…


—Por aquí, querida —él se había levantado y la agarró del brazo—. ¿Su nombre? ¿No le parece que, si la acompaño a la mesa, será mejor que me presente como a un amigo?


—Paula Chaves —respondió ella apresuradamente.


—En ese caso, encantado de conocerla, Paula Chaves. ¿No le parece que debería sonreír? —su voz era baja y burlona—. Es sorprendente cómo consigues sonreír y fruncir el ceño al mismo tiempo.


Pero Paula no tuvo tiempo de responder puesto que acababan de llegar a su mesa.


—Me alegra que hayas decidido volver —dijo Spencer con el tono de voz de un hombre no acostumbrado a que las mujeres le abandonasen.


—Ha sido culpa mía —dijo el hombre que había acompañado a Paula a la mesa—. Me he alegrado tanto de volver a ver a Paula que la he retenido para preguntarle por su familia. Por favor, le ruego me disculpe. Me llamo Pedro Alfonso.


Pedro ofreció la mano a Spencer y éste se vio obligado a estrechársela.


—Bruno Spencer.


—Encantado de conocerlo —declaró Pedro ayudando a Paula a sentarse—. Bueno, Paula, saluda a tu madre de mi parte.


Entonces, Paula sintió los labios de él en su sien, cálidos y sorprendentemente íntimos. Al momento, él se dio media vuelta y se alejó.


¡Cómo se había atrevido! Paula se llevó la mano a la mejilla, sorprendida por la audacia de aquel hombre y por su propia reacción.


—Debe ser muy buen amigo —comentó Spencer con desdén.


—No, sólo un amigo un poco pesado —respondió ella secamente.


Estaba irritada. Se olvidó de que ella era la responsable de lo ocurrido, lo único en lo que podía pensar era en el poco tiempo de que disponía para persuadir a Spencer de que apoyara la propuesta de la tienda de vestidos; además, había que tener en cuenta los esfuerzos de Jorge para organizar con su jefe aquel encuentro.


«Spencer invertirá en cualquier cosa que pueda proporcionarle beneficios», le había dicho Jorge. Paula estaba convencida de que una boutique exclusiva en el centro comercial de Roseville daría beneficios. Sin embargo, no había logrado convencer de ello ni a su banco ni a la Administración de Pequeños Negocios. No, sin un capital que respaldara su optimismo.


¡Una verdadera estupidez! ¿Para qué iba a necesitar pedir dinero prestado la gente que ya lo tenía? La pequeña suma que le habían dado del seguro de vida de su padre lo había gastado ya, dado que lo que ganaba haciendo arreglos para La Boutique no le daba lo suficiente para vivir. Ahora que ya se había gastado el dinero del seguro, estaba asustada. 


Apenas podían sobrevivir con su pequeño sueldo, y si a su madre volvía a darle otro infarto…


—¿Café, señorita Chaves? ¿Postre?


—Café, gracias. ¡No, espere! —miró al camarero que le estaba sirviendo ya el café—. Creo que tomaré tarta de queso.


No le gustaba la tarta de queso, pero era una forma de prolongar la entrevista. Aún no había tenido el valor ni había encontrado la oportunidad de hablarle de la tienda de modas.


«No se lo sueltes a bocajarro», le había advertido Jorge.


 «Por una vez en tu vida, muestra tus encantos. Compórtate como Alicia».


AT FIRST SIGHT: SINOPSIS




Quitarse las gafas había sido uno de esos locos impulsos. 


No encajaban con su nueva imagen de diseñadora de éxito, y Paula quería causar una buena impresión. Ciertamente, causó un gran impacto en Pedro Alfonso


Paula apenas podía ver el restaurante y mucho menos al extraño de voz ronca con cuya mesa tropezó. Pero Pedro Alfonso no tuvo ningún problema en verla… y le gustó lo que vio. Tanto que pensó que aquella mujer de mirada ardiente le había robado el corazón.