miércoles, 6 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 12




–Tengo algo para ti –dijo Pedro.


Metió la mano en el bolsillo del traje en busca de la cajita de terciopelo que había guardado allí esa mañana antes de salir del piso.


–¡Oh, Dios! –gimió Paula. Tendió la mano hacia su copa de vino blanco–. Por favor, nada más. Ya tengo ropa suficiente para diez mujeres. No necesito más.


Él sonrió. Nunca había conocido a una mujer como ella. La mayoría de las que conocía estaban encantadas de ir de compras. Pero ella no había dejado de quejarse como si le doliera que gastaran dinero en ella.


Y cuanto más doloroso le resultaba a ella, más disfrutaba él con el ejercicio. La había vestido como tenía que ir vestida. 
Con colores brillantes que hacían brillar su pelo como fuego oscuro. Con faldas ceñidas, camisas tenues y zapatos de tacón alto que hacían que sus piernas parecieran todavía más largas de lo que eran. Y él, en un par de ocasiones, al verla salir del probador, había tenido que recurrir a todo su autocontrol para no volver a empujarla dentro y poseerla allí mismo.


En aquel momento estaban en uno de los restaurantes más exclusivos de Londres y solo podía pensar en quedarse a solas con ella para que pudieran «practicar» amarse. Movió la cabeza y renunció a intentar comprender por qué Paula Chaves tenía aquel efecto en él. Ella era un peligro para su futuro y para la libertad de su familia. Y sin embargo…


El local estaba en silencio salvo por las conversaciones apagadas que se daban a su alrededor.


Ella estaba agotada y él se sentía tan lleno de adrenalina como en la víspera de un trabajo importante. Ella lo ponía nervioso y Pedro no estaba acostumbrado a eso. En su mundo, las mujeres eran intercambiables. Rubias, pelirrojas o morenas, antes de conocer a aquella mujer, le daba igual. 


Cuando quería una mujer, la tomaba y luego la dejaba ir. 


Nunca prolongaba la aventura más de una o dos noches porque, en su experiencia, eso hacía que ellas empezaran a mirarlo como deseando algo más.


Pero Paula no.


En sus ojos verdes brillantes solo leía determinación. 


Conseguiría lo que necesitaba de él y seguiría su camino. Y aquella era la primera vez en su vida que era la mujer la que planeaba marcharse.


¿Y por qué eso le resultaba tan interesante?


–¿Quieren pedir ya o necesitan más tiempo?


Pedro miró al camarero que estaba al lado de su mesa.


–Pedimos ya –dijo. Cerró la carta–. Dos platos de roast beef, por favor.


–Inmediatamente –el camarero recogió las dos cartas y se alejó.


–¿Y si yo no quiero roast beef?–Paula, sentada a su lado en el banco, lo miró de hito en hito–. ¿Y si me apetece pollo o pescado?


–Pues te llevarías una decepción –respondió él.


–¿Tú siempre tienes que asumir el control?


–¿No es eso lo que intentas hacer tú? –replicó él. Pasó el pulgar por la cajita que tenía en la mano.


–Yo no soy una controladora –repuso ella–. Simplemente sé cuál es el modo correcto de hacer algo.


–Ah, yo también –dijo él, sonriendo ante la frustración evidente de ella–. Como te he dicho antes, tengo algo para ti.


Ella entornó los ojos y lo miró con recelo.


–¿Qué?


Pedro deslizó la cajita por la mesa en dirección a ella.


Paula se quedó inmóvil. Miró la cajita como si esperara que se alzara como una cobra y la atacara. Al fin alzó la vista hacia él.


–¿Un anillo?


–Estamos prometidos –Pedro se encogió de hombros–. Y he visto que la última dependienta te miraba el dedo anular.


–No importa.


–Sí importa. Es una pieza importante de toda la historia que estamos forjando. Esta mañana me metí el anillo al bolsillo antes de salir de casa y luego olvidé dártelo.


Ella volvió a mirar la caja y suspiró.


–Mi familia esperará que lleves mi anillo. Es parte de la interpretación que aceptaste.


Paula tomó la cajita, la abrió y lanzó un respingo.


–No puedo llevar esto. Es casi una pista de hielo.


Pedro sintió orgullo. Era un diamante grande. Uno de los más grandes que había robado en su vida. Pero, sobre todo, ese anillo era un símbolo y por eso lo había guardado cuando debería haberlo vendido una docena de años atrás.


–Es exactamente el tipo de anillo que yo le compraría a mi prometida –dijo. Lo sacó de su lecho de terciopelo.


–¿Te refieres a ostentoso y llamativo?


Una vez más, ella suscitaba su curiosidad.


–Eres la primera mujer a la que he oído decir que un diamante es demasiado grande.


–Yo no soy como otras mujeres –señaló ella.


–Sí, eso también lo he notado.


Paula entornó aún más los ojos.


–Has dicho que lo tenías en tu casa. ¿Cuándo lo compraste? ¿Hay otra prometida por ahí?


–Oh, no lo he comprado –le aseguró él.


Ella abrió mucho los ojos.


–Lo robaste.


–Presuntamente –contestó él. Después de todo, no sería prudente darle más munición para que la usara contra él–. Este anillo tiene un valor sentimental para mí.


–¿Y eso por qué?


Él la miró un momento, pensativo.


–Si vamos a fingir que somos amantes, tenemos que conocernos, y eso implica contarnos cosas de nuestro pasado. Sin embargo –añadió él–, estoy en la posición de tener que preocuparme por si mi prometida contará a sus amigos polis lo que yo le diga.


Ella pareció sentirse insultada.


–¿Qué? –preguntó en voz baja y furiosa–. ¿Tú crees que tomo notas? ¿Que llevo un micrófono oculto?


–No había pensado en eso –musitó él.


Pero lo pensó en aquel momento. No sería la primera vez que la policía utilizaba a una mujer hermosa para intentar sacarle información. Por supuesto, esos intentos habían fallado porque él los había detectado.


Pero con ella… Ella bien podía trabajar de infiltrada. ¿Tenía orden de aprovechar aquella proximidad para recabar más información contra su familia y contra él?


Pedro la miró a los ojos y, cuando ella habló, escuchó no solo sus palabras, sino también el tono. Igual que observaba su lenguaje corporal. Había aprendido de niño a pillar a un mentiroso. Y las señales que transmitía Paula no eran de engaño.


–No llevo un micrófono. Puedes cachearme luego si quieres asegurarte.


Pedro pensó en eso. En quitarle la blusa blanca nueva, desabrocharle el sujetador y registrar su cuerpo en busca de micrófonos plantados por la policía. Y pensando en eso, se excitó y se alegró de estar sentado, pues en ese momento le habría resultado doloroso andar.


–Cachearte suena tentador –dijo.


Un brillo de calor le cruzó la mirada antes de que pudiera ocultar su reacción. Y su respuesta solo consiguió alimentar aún más el fuego de él. ¡Maldición!


–Dejando a un lado lo de que me registres –dijo ella–. ¿Por qué iba a contar yo nada de lo que me digas?


–Podrías estar trabajando en secreto con la ley y que todo esto sea una trampa elaborada –Pedro no lo creía así, pero era mejor ponerlo todo sobre la mesa.


–Nadie se inventaría un escenario como este –lo miró sorprendida–. Pero si te ayuda, lo diré. No trabajo para nadie. Y si intentara hablar con la policía, no me creerían. No tendría pruebas para apoyar lo que dijera y tú les dirías que te he hecho chantaje para que me ayudaras, así que yo no quedaría muy bien, ¿verdad?


–Una explicación elocuente –asintió él–. Aun así, me gustaría tener tu palabra de que no contarás nada de lo que nos oigas a mi familia o a mí.


–¿Tú aceptarías mi palabra sobre eso? –preguntó ella.


Pedro sonrió para sí. Paula era policía hasta la médula, aunque en ese momento no tuviera ese trabajo. La honradez era algo innato en ella, a pesar de su intento actual de chantaje. La miró a los ojos y vio lo que tenía que ver antes de contestar:
–Sí, aceptaría tu palabra.


Ella le dedicó una sonrisa que él sintió como una victoria.


–Entonces la tienes. No contaré nada de lo que hablemos aquí o en la isla.


Él inclinó brevemente la cabeza.


–Teniendo eso en cuenta… –sacó el anillo de su lecho de terciopelo y lo examinó–. Robé este anillo hace doce daños. Fue el primer trabajo importante que mi hermano Paulo y yo llevamos a cabo solos.


Ella respiró hondo y contuvo el aliento.


–Estábamos en España –dijo él, recordando una noche cálida de verano en Barcelona. Una noche en la que su hermano y él habían forjado un plan, declarado su independencia de la familia y demostrado que se habían ganado entrar en el legado de los Alfonso.


Todos los Alfonso eran educados para eso. De niños les enseñaban a forzar cerraduras, a caminar sin hacer ruido, a andar por el borde de los tejados como otras personas caminaban por su jardín. Aprendían a diferenciar los diamantes buenos de los malos, a encajar en cualquier situación y a esquivar persecuciones. Los Alfonso habían sido ladrones durante generaciones. Los mejores. Y el negocio familiar había crecido con los años.


Teresa, la hermana de Pedro, había sido la única Alfonso en generaciones que no había aceptado esa vida. Siempre había elegido el camino de la honradez y tener una profesión de verdad. Nadie de la familia había comprendido sus deseos hasta un año atrás, cuando Pedro por fin había entendido lo que su hermana había sabido desde el principio. Que robar no era un buen modo de vivir. Que quitarle cosas a la gente significaba que también robabas un pedazo de sus vidas.


Curiosamente, robarle una daga antigua al hombre que se había convertido en el marido de Teresa era lo que había impulsado a Pedro a hacer algunos cambios personales. 


Había sido una revelación que lo había dejado aturdido y dispuesto a cambiar su estilo de vida.


–La mujer que perdió este anillo era encantadora. Recuerdo que a Paulo le gustaba mucho –musitó, recordando.


–Pero se lo robó de todos modos.


–Por supuesto. Es nuestro trabajo. Había una fiesta de fin de semana en su casa de campo en las afueras de Barcelona. Paulo y yo nos colamos en la fiesta, nos mezclamos con los invitados y después robamos las joyas que ella guardaba en una caja fuerte en su dormitorio. Todo fue de maravilla.


–¿Y no sospecharon de vosotros?


–¿Por qué iban a hacerlo? –él sonrió y apretó un momento el puño para sentir los bordes afilados del anillo clavándosele en la mano–. Nosotros éramos dos invitados más de los cientos que había en la fiesta, y nos marchamos mucho antes de que llegara la policía a investigar.


–No sé si sentirme impresionada u horrorizada.


Él soltó una risita y miró el anillo.


–Voto por impresionada. Horrorizada parece propio de una mente muy cerrada.


El camarero se acercó, les sirvió la cena y volvió a marcharse. Paula miró su plato.


–El roast beef tiene buena pinta –admitió de mala gana.


–Es su especialidad –dijo él–. Yo vengo mucho por aquí cuando estoy en Londres.


–Pero no estás en Londres a menudo.


Pedro se encogió de hombros.


–No. Paso mucho tiempo viajando.


–Eso ya lo sé.


Pedro le tendió el anillo, esperando que lo tomara. Como no lo hizo, le agarró la mano derecha y se lo puso.


–No es mi anillo. Es de esa mujer de Barcelona.


–No, no lo es. Ha sido mío durante doce años.


–Tenerlo no significa que sea tuyo.


–Según mi modo de pensar, sí –él tomó el cuchillo y el tenedor–. Llévalo. Es parte de tu disfraz para nuestra interpretación. Una parte más de la farsa.


Ella miró el anillo, que le ocupaba toda la primera falange del dedo anular.


–No sé si eso ayudará.


Pedro movió la cabeza.


–Tendrás que reprimir esas tendencias honradas tuyas durante unos días. Para jugar al juego que tú quieres, tendrás que ver más sombras grises que blancas y negras –dijo.


Pero mientras la observaba, vio que parecía preocupada y nerviosa. Y tuvo la clara impresión de que Paula Chaves era demasiado honesta para sacar aquello adelante.


Paula no estaba segura de poder hacer aquello.


Vivir con Pedro era más difícil de lo que había imaginado. En los últimos días había pasado horas con él. Solo tenía paz cuando se retiraba a su habitación. Solo entonces tenía tiempo para pensar. Para preguntarse cómo se había metido en aquello y cómo iba a sobrevivir.


Pedro era sexy y encantador. Era algo más que un ladrón. 


Era divertido. A menudo dirigía su sentido del humor contra sí mismo, lo cual ella encontraba muy atractivo. Le gustaba ir a sitios, ver cosas, y eso también la atraía. Le había enseñado Londres. Todos los puntos turísticos de los que ella había oído hablar y algunos de los que no. Habían visto las joyas de la corona, la Torre de Londres y el cambio de guardia en Buckingham Palace.


Le había mostrado la abadía de Westminster, Trafalgar Square y Carnaby Street. Habían almorzado en pubs, cenado en restaurantes elegantes de cinco estrellas y la noche anterior habían ido a bailar a un club privado.


En conjunto, se mostraba tan encantador que a ella le resultaba muy difícil resistirse. Él aprovechaba cualquier oportunidad para tocarla, para tomarle la mano o apartarle el pelo de la cara. Todavía no la había besado y Paula no sabía si sentirse aliviada o no. Besarlo haría que sus noches le parecieran más largas y los días más confusos.


Miró el anillo en su dedo y suspiró. Era enorme. Y robado. Y empezaba a gustarle la sensación de llevarlo.


La voz de Pedro interrumpió sus pensamientos.


–Estás ahí.


Ella se volvió desde la barandilla de piedra y lo miró acercarse. Llevaba una camisa negra de manga corta, vaqueros y botas negras y su atuendo le hacía parecer atractivo y peligroso a la vez. Una combinación embriagadora.


Portaba dos vasos largos y le tendió uno.


–¿Café con leche?


Gracias.


–¿Qué estabas pensando? –preguntó él, apoyando los codos en la barandilla de piedra.


–Nada en concreto –ella miró la otra orilla del Támesis, donde se levantaban el Big Ben y los edificios del parlamento.


–Todavía no se te da bien mentir. La honradez sigue brillando en tus ojos. Es una lástima.


Paula se echó a reír.


–La honradez no es una enfermedad, ¿sabes? No es contagiosa.


–Díselo a mi hermano Paulo –él apoyó los codos en la barandilla de piedra y observó el movimiento del agua–. Desde que hice el trato con la Interpol, mantiene las distancias como si pudiera atacarle el virus de la honradez que atacó a nuestra hermana desde su nacimiento.


–¿Vuestra hermana Teresa? ¿La que vive en Tesoro?


–Sí –él sonrió con ternura–. Es mi única hermana. Y desde que era niña, supo que no quería ser una ladrona como todos los demás.


–¿Y cómo se lo tomó tu padre? –preguntó Paula.


–Creo que al principio se llevó una decepción. Pero lo único que ha querido siempre es que sea feliz, así que, aunque no lo entendía, apoyó sus sueños.


–Parece un buen padre.


Pedro se volvió a mirarla.


–Lo es. Siempre ha estado a nuestro lado. Desde que murió nuestra madre, creo que se siente solo, pero nunca lo transmite.


–Mi padre también era estupendo –musitó ella, que lo echaba mucho de menos–. Era muy gracioso. Siempre me hacía reír. Y siempre estaba allí para abrazarme y decirme que todo iría bien. Siempre. Hasta que dejó de estar.


–¿Cuánto tiempo hace que lo perdiste?


–Cinco años. Un conductor borracho chocó con su coche patrulla. Murió en el acto.


–Lo siento –Pedro le tomó la mano.


El calor de su contacto se instaló en la piel y los huesos de ella y le produjo una sensación de consuelo… y algo más. 


Ese más era lo que la preocupaba.


Pedro se enderezó y echó a andar sin soltarle la mano.


–¿Adónde vamos?


–A hacer las maletas. Mañana salimos para Tesoro.


–¿Mañana?


–Sí. La Interpol espera que esté allí para vigilar antes de que empiece la exposición de joyas. Y mi hermana querrá que tenga tiempo de admirar a mi nuevo sobrino.


–Bien –musitó ella.


Se dijo que lo mejor era empezar cuanto antes. Estarían en el bautizo, Pedro haría su trabajo para la Interpol y luego podrían ir a buscar a Jean Luc y recuperar el collar. Y después ella volvería a casa. A Nueva York.


Curiosamente, la idea de ir a casa no le resultaba tan atractiva como unas semanas atrás.




¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 11






Ir de compras con Pedro fue una experiencia reveladora.


La gente lo adulaba cuando entraba en una tienda. Y no eran tiendas corrientes, no. Solo se conformaba con los mejores diseñadores.


Esa tarde Pedro la llevó por todas las tiendas de Bond Street. Entraban en ellas y salían cargados de bolsas elegantes llenas de ropa que costaba lo suficiente como para comprar una casa.


Después de la primera docena de prendas, ella dejó de mirar los precios, aunque, en honor a la verdad, en muchos de los artículos no los ponían. Pedro le hizo probarse ropa que ella normalmente no habría mirado dos veces y, cada vez que se la probaba, tenía que admitir que le sentaba bien. Él tenía un gusto excelente.


Cuando terminaron de comprar zapatos de Ferragamo y bolsos a juego, Paula estaba al borde del desmayo. Tenía hambre, le dolían los pies y prefería quedarse desnuda a vestirse y desvestirse una vez más.


–¿Almuerzo, querida? –preguntó Pedro. Y ella lo miró, sobresaltada por la suavidad seductora de su voz.


En las dos últimas horas él había estado practicando ser su amante. Aprovechaba cada oportunidad para tomarle la mano, acariciarle el pelo o susurrarle algo suave y sexy lo bastante alto para que lo oyera la gente que los rodeaba. Le había dicho que tenía que acostumbrarse a estar cerca de él. A dar y recibir afecto abiertamente. Él era italiano y esas muestras de afecto le salían de un modo natural y su familia esperaría verlas.


Paula estaba nerviosa. Por supuesto, haber dormido muy poco la noche anterior probablemente tenía mucho que ver con eso. La cama del cuarto de invitados de Pedro era mucho más cómoda que la de su habitación del hotel. Pero la comodidad acababa allí. Saber que él estaba en la habitación de al lado le había impedido relajarse.


¿Cómo era posible que él la afectara tanto? No se había sentido atraída por un hombre desde… nunca. Pero ni siquiera podía fantasear con él porque era una locura. Ella le estaba haciendo chantaje. Él era un criminal. El tipo de hombre al que ella metía en la cárcel sin pensarlo dos veces.


Y sin embargo…


Él le pasó una mano por el brazo y ella se sobresaltó y sintió que el corazón le latía con fuerza.


Intentaba acostumbrarse a que la tocara, pero aquel día estaba siendo abrumador. La ponía nerviosa tener a un hombre como Pedro pendiente de ella. Además, nunca le había gustado ir de compras y las tiendas de ese día la hacían sentirse incómoda. La mujer que la miraba en aquel momento desde detrás de la caja registradora exacerbaba aún más aquella sensación.


Como todas las demás vendedoras del día, aquella era alta, exuberante, con una melena rubia que lograba que Paula se sintiera despeinada. La mujer tenía pómulos salientes, una elegancia innata y un acento británico de clase alta, y Paula a su lado se sentía como una bárbara. Era la clase de mujer con la que Pedro probablemente acostumbraba a salir. Sofisticación elegante bordeando el aburrimiento. Paula se sentía cada vez más como una campesina en medio de un grupo de princesas.


La vendedora aceptó la tarjeta de crédito de Pedro, le sonrió y lanzó a Paula una mirada de pura envidia mezclada con confusión, como si intentara adivinar cómo había conseguido estar con un hombre como aquel.


Paula decidió empezar su interpretación allí mismo y sorprender a Pedro con lo buena actriz que podía ser. Se tomó de su brazo, se apoyó en él y echó la cabeza atrás como si esperara un beso.


–Me encantará ir a almorzar, cariño. ¿Adónde vamos hoy? ¿A un lugar íntimo? –su voz sonaba ronca y lo miraba a los ojos, así que notó la chispa caliente que apareció en las profundidades de los ojos oscuros de él.


–Muy tentador, querida mía –susurró él. Alzó una mano para acariciarle la espalda y bajarla por el trasero.


Paula se puso tensa y vio que los ojos de él expresaban regocijo. Se estaba vengando.


–Pero antes haremos más compras.


–Genial –susurró Paula, intentando mostrar entusiasmo.


–Es una mujer afortunada –dijo la vendedora con un suspiro–. Por tener un novio al que le gusta comprarle cosas bonitas.


–No es mi novio –dijo Paula. Le apartó la mano del trasero.


–Sí, soy su prometido –corrigió él, y no pareció darse cuenta de que la vendedora miraba el dedo sin anillo de Paula. Pero sí dio un pellizco a esta como para recordarle que seguían actuando.


Paula entonces se inclinó más hacia él, casi hasta frotarle los pecho. Le colocó la mano en el pecho y la fue bajando. Pedro le atrapó la mano antes de que llegara al cinturón.


–¿Me dejas firmar el recibo y nos vamos a casa a almorzar? Estoy deseando tenerte otra vez para mí solo, amor mío –le mordisqueó levemente los nudillos.


Ella contuvo el aliento, el estómago le dio un vuelco y un calor nuevo se instaló en su cuerpo. No tenía más remedio que declararlo ganador de aquel pequeño rifirrafe.


Había intentado demostrarle algo y él había terminado el torneo derrotándola. Ahora tenía a una vendedora celosa de ella, un falso prometido enfadado con ella y su cuerpo en punto de ebullición.