viernes, 3 de abril de 2020

RECUERDAME: CAPITULO 29





Había empezado el primer fin de semana de agosto, cuando volvió a casa después de un viaje de negocios a Australia. El año anterior, cuando se casaron, habían acordado que lo mejor sería que ella se quedase en Milán mientras él estaba de viaje. Su familia estaba cerca y también lo estaba su ginecólogo.


Pero cuando nació Sebastian a finales de enero Paula empezó a pasar más tiempo en Pantelleria, estuviese allí Pedro no.


—Aquí estoy más relajada —le decía— y tengo más tiempo para estar con el niño. Tú estás tan ocupado durante la semana que, de todas formas, apenas nos vemos.


Lo que no dijo, aunque Pedro lo sabía, era que quería escapar de su madre, que no disimulaba su aversión hacia ella.


—Es una muerta de hambre que ha atrapado a nuestro hijo y no la nuera que yo esperaba —había oído que le decía a su padre.


—Tampoco tú eras la nuera que mis padres esperaban —le había recordado Edmundo Alfonso—, pero mi madre por fin te aceptó y sugiero que sigas su ejemplo. Pedro ha elegido a Paula y, por lo que yo veo, está muy contento.


Pero en mayo todo el clan Alfonso se había ido a Pantelleria. Como él, su padre y su cuñado pasaban la semana en Milán y volvían a la isla el viernes por la tarde, dejando a las mujeres haciéndose compañía hasta entonces.


Y ahí habían empezado los problemas
Juliana y Paula se habían llevado bien desde el primer día, pero lo de Paula y su madre era otra historia, como Pedro había descubierto cuando volvió de Australia.


Celeste no perdió el tiempo, arrinconándolo en el jardín en cuanto llegó a la isla.


No tiene experiencia y debería agradecer mi ayuda —se quejó, refiriéndose a una confrontación que había tenido lugar unos días antes porque, según ella, Paula no hacía bien su papel de madre—. Yo sé lo que es mejor para mi nieto.


—Tienes que dejar de entrometerte, madre —había replicado Pedro—. Y deja de minar la confianza de Paula.


—Deberías agradecerme que la vigilase cuando tú no estás aquí.


—Paula no necesita que nadie la vigile. Yo confío en ella por completo. 


Demasiado, en mi opinión —había replicado su madre.


Cuando iba a dirigirse hacia la casa, enfadado, Celeste sacó el tema de Yves Gauthier, un hombre nuevo en la isla del que Pedro no sabía mucho.


—Es canadiense, como ella, y dice ser artista, aunque nadie ha oído hablar de él. Ha alquilado la casa de Belvisi para el verano, pero no es ningún secreto que mientras estabas fuera ha pasado más tiempo aquí que allí. Según parece, tu mujer y él se han hecho muy buenos amigos.
No me sorprende. 


Son compatriotas y tienen cosas en común —replicó Pedro, negándose a morder el anzuelo—. Y deberías saber que no vale de nada crear problemas donde no los hay, madre. No funcionó cuando lo intentaste con Juliana y Lorenzo y no va a funcionar ahora. Paula es mi mujer y la madre de mi hijo y eso no va a cambiar.


Ella se encogió de hombros.


Si eso es lo que quieres, de acuerdo. Pero al menos deja que te diga una cosa: me alegro de que hayas decidido pasar una semana aquí porque me creas o no, alguien tiene que recordarle a Yves Gauthier cuál es su sitio. Y su sitio no es tu casa, hijo.


Pedro rió, acusándola de dejarse llevar por la imaginación, pero la semilla de la duda ya había sido plantada.



Empezó a notar que Paula nombraba a Gauthier frecuentemente y que el canadiense parecía haberse hecho un sitio en su círculo social como si fueran amigos de toda la vida.


El nunca había sido un hombre celoso porque las mujeres con las que salía nunca le habían dado razones para serlo. Y que como marido se encontrase ahora a merced de tal debilidad lo avergonzaba y lo enfurecía.


El problema llegó cuando sus padres y él tuvieron que volver urgentemente a Milán para asistir a una reunión con el consejo de administración.


—Pero si acabas de llegar —protestó Paula—. ¿No pueden ir tus padres sin ti?


—No, lo siento. Tenemos un problema en una empresa norteamericana que podría costarnos mucho dinero.


Pero ya nunca estamos juntos.


—Ven conmigo —dijo él entonces—. Podríamos enseñarle la ciudad a Sebastian, ir de compras, visitar museos.


Pero si vas a estar todo el día trabajando —suspiró Paula—. No, gracias. Estoy harta de sentirme insignificante. Prefiero quedarme aquí.




RECUERDAME: CAPITULO 28




La llevó a un maravilloso restaurante en el corazón de la Medina. Era un local con arcos mudéjares, antigüedades árabes y lámparas de aceite; un sitio que le recordaba a las películas de espías de los años cuarenta.


Después de descalzarse, sentados sobre almohadones, cenaron un suculento cordero hecho con azafrán, acompañado del tradicional cuscús y un buen vino local. Eso sorprendió a Paula, no sólo por su calidad sino porque lo sirvieran en un país de mayoría musulmana.


—Túnez no es un país tan rígido en sus costumbres como otros países musulmanes —le explicó Pedro—. En la mayoría de los restaurantes sirven vino, al menos en la ciudad, seguramente una costumbre que dejaron los franceses. ¿Cómo está el cordero, por cierto?


—Riquísimo —sonrió ella.


Tienes que dejar sitio para el postre. Aquí hacen unos pastelillos de miel rellenos de dátiles y almendras que están para chuparse los dedos. Como te gusta tanto el dulce, seguro que quieres probarlos.


Parece que conoces bien este sitio, de modo que no es tu primera visita.


—No, he estado aquí un par de veces —admitió él—. Cuando estaba soltero, antes de conocerte. Pero estar contigo aquí ahora es mucho mejor.


—Lo estoy pasando muy bien, Pedro.


—Entonces volveremos en otra ocasión e iremos a dar un paseo en camello por el Sahara.


—No sé si me gustaría eso —rió Paula—. Nunca he montado a caballo siquiera.


—Seguro que tampoco has hecho nunca el baile del vientre, pero hay una primera vez para todo —sonrió Pedro señalando el escenario.


Allí acababan de aparecer unas mujeres que empezaron a moverse sinuosamente mientras un cuarteto de músicos vestidos con ropas beduinas tocaban unos instrumentos que a Paula le resultaban extraños.


Las bailarinas llevaban una especie de pantalón de pijama y sujetadores de los que colgaban cuentas doradas que se movían con cada ondulación de sus caderas. En vista de la cantidad de piel visible entre el pantalón y el sujetador, era asombroso que ambas piezas siguieran en su sitio con tanto movimiento.


—¿Quieres que les pregunte si te darían clases? Seguro que no les importaría.


—Muy bien... si tú pruebas la pipa que están fumando esos hombres de allí.


—Lo siento, no fumo.


—Entonces yo no bailo —rió Paula, apoyándose en su hombro.


Salieron del restaurante poco después de las once y Túnez al anochecer era una sorpresa. En lugar de las prisas y los gritos de la mañana, la gente se sentaba en la calle, fuese en un banco, en la acera o en los escalones de sus casas, charlando tranquilamente mientras se recuperaban del intenso calor del día.


Una vez de vuelta en el hotel, Paula se apoyó en la barandilla de la terraza, mirando el Mediterráneo.


—Ha sido una experiencia maravillosa. Como una cena de Las mil y una noches.


Detrás de ella, Pedro bajó la cremallera del vestido para besarla en el hombro.


Y esta noche en particular aún no ha terminado. 


Si no recuerdo mal, tenemos un asunto que resolver —murmuró.


¿Ah, sí?


—Ponte algo más cómodo, cara mia, mientras pido una botella de champán.


Pero Paula no necesitaba champán. No necesitaba nada en absoluto salvo a su marido. El champán se calentó, el camisón no salió del armario y Pedro la amó con una imaginación y una sabiduría que la dejaron sin aliento.


Exploraba cada centímetro de su cuerpo, besando sus pies, sus rodillas, sus pechos, jugando con su ombligo, enterrando la cara entre sus piernas...


La hacía temblar, pero cuando pensaba que iba a perder la cabeza volvía a entrar en ella y se apartaba para volver a hacerlo una vez más.


Cuando por fin la poseyó, Paula se contrajo en interminables espasmos de placer que la estremecían de los pies a la cabeza. Y cuando Pedro llegó al orgasmo fue glorioso; un viaje delirante al final de la tierra.


Agotados, cayeron uno en brazos del otro, sabiendo que ocurriera lo que ocurriera en el futuro, aquélla era una noche que no olvidarían nunca.


Paula dormía como una niña, totalmente relajada, su respiración tranquila y pausada, con la mano sobre su pecho.


¿Habría ocurrido un milagro?, se preguntó Pedro. ¿Podría un fin de semana romántico arreglar un matrimonio que había ido degradándose con el paso de los meses, culminando en una terrible pelea que casi le había costado la vida a su mujer?


No había querido contarle por qué habían discutido esa noche, pero él no podría olvidarlo nunca. Los detalles seguían grabados en su memoria, como el sentimiento de culpa y las sospechas.




RECUERDAME: CAPITULO 27




PENSÉ que era lo que tú querías.


Eso era lo que pasaba cuando un hombre se dejaba llevar por su apetito carnal, pensó Pedro. Había racionalizado cada decisión, aunque algunas no tuvieran sentido, pero la verdad era que no podían escapar del pasado.


Lo que quiero es dejar atrás el pasado, pero no fingir que no ha tenido lugar. Nuestra historia, lo que hemos hecho, todo lo que ha pasado, nos convierte en lo que somos ahora, Paula.


¿Y si descubrimos que no nos gusta quienes somos?


—Entonces tendremos que cambiar ciertas cosas. Uno no se corta una pierna o un brazo porque le duela y nosotros no podemos cortar un pedazo de nuestro pasado porque no nos guste.


—¿Entonces por qué me has traído aquí?


Pedro se apoyó en un codo para mirar sus preciosos ojos azules.


—Porque sé que estás haciendo un esfuerzo para recordar y esperaba que un sitio nuevo, nuevas caras, pudieran ayudarte. Y porque soy un egoísta y te quiero toda para mí durante un par de días.


Yo también quería eso —suspiró Paula—. Ojalá pudiéramos quedarnos aquí más tiempo. Ojalá no tuviéramos que volver a Pantelleria.


—¿Puedes decirme qué tiene Pantelleria que tanto te disgusta?


—Allí me siento demasiado confinada. Toda mi vida se limita ahora a las cuatro paredes de la casa... y me está sofocando.


Por su propio bien, tenía que ser así. No había nadie en la isla que no supiera lo del accidente y las circunstancias que lo rodeaban. Era algo de lo que todo el mundo había hablado durante semanas y si Paula iba al pueblo, sin la menor duda alguien le contaría lo ocurrido. Y le hablaría de Sebastian.


—Hay algo en ese sitio que me angustia, pero no sé qué es —siguió—. Es como algo oscuro y terrible esperando saltar sobre mí para destrozarme. Y si tú sabes lo que es me gustaría que me lo dijeras.


—Podría ser que discutimos y nos dijimos cosas terribles el uno al otro antes del accidente.


—¿Qué clase de cosas?


Pedro hizo un gesto con la mano


—Mis obligaciones como empresario, las tuyas como esposa... lealtades, prioridades, desacuerdos en general —le dijo, encogiéndose de hombros—. No es algo de lo que me sienta orgulloso.


—¿Es así como ocurrió el accidente? ¿Discutimos, yo me salí de la carretera
porque estaba disgustada y te culpas a ti mismo por dejarme conducir en ese estado?


Pedro deseó no haber dicho nada porque, si seguían así, Paula se encontraría tarde o temprano con la verdad. Y no sabía qué pasaría entonces.


—No, yo no estaba en la isla el día que ocurrió. Estaba en Milán. Y tú no ibas conduciendo.


—Ah, ya. ¿Entonces quién?


Pedro hizo una mueca. Ésa era la cuestión que había intentado evitar...


—Una persona que había alquilado una casa cerca de la nuestra. No puedo contarte mucho más, Paula.


—Pero...


—Pero nada, amore mio —murmuró él sobre sus labios, pensando que sólo así podría silenciar sus preguntas—. ¿Por qué estamos hablando de otras personas cuando sólo deberíamos pensar en nuestra segunda luna de miel?


—No lo sé —susurró Paula, cerrando los ojos cuando empezó a besarla.


Cuando por fin la hizo suya de nuevo, enterrándose en ella hasta el fondo, lo hizo con cierta desesperación, como si así pudiera enterrar sus dudas.


Porque no era Paula la única que temía que la verdad destrozase su recién encontrada felicidad.


El vestido de noche que había llevado con ella era uno que había encontrado por accidente al fondo del vestidor, detrás de los demás, la mayoría aún demasiado anchos para ella.


Negro, de falda recta y con un adorno de lentejuelas en el escote y el bajo, resultaba chic y elegante sin ser demasiado formal. Un chal de seda negra, un bolsito de noche y unas sandalias plateadas completaban el atuendo.


Y, por el silbido admirativo de Pedro, había elegido bien.