miércoles, 30 de mayo de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 12




Pedro lo hizo, pero sólo porque tenía un aspecto particularmente enternecedor con los ojos tan brillantes. 


Aquella mujer era una montaña rusa, pensó. ¿Qué más daba esperar unos minutos más?


Paula dejó escapar un suspiro de alivio al ver que se sentaba. Antes miraba el reloj temiendo que sus padres volvieran del Ayuntamiento y ahora lo miraba temiendo que bajasen de la habitación.


‐Les conté todas esas cosas porque lo que hubo entre nosotros no fue sólo una aventura... bueno, yo les he contado que no lo fue. Y antes de que me preguntes qué quiero decir con esto —Paula hizo un gesto con la mano al ver que iba a interrumpirla—. Antes de decirte a qué me refiero —repitió, llevándose una protectora mano al abdomen— quiero que sepas que supuestamente has estado en todos esos sitios.


‐¿En África, en medio de alguna guerra?


—Les dije que estabas en África porque allí habría sido fácil que desaparecieras. Podría haberles dicho que estabas en Nueva York o en Tokio o en cualquier otra ciudad occidental, pero eso habría complicado las cosas.


Pedro estuvo a punto de soltar una carcajada al pensar que las cosas pudieran complicarse aún más.


—Pero si estuvieras, por ejemplo, en el Congo —siguió Paula— entonces sencillamente habríamos ido separándonos poco a poco. Una pareja no puede mantener una relación cuando uno está aquí y el otro a miles de kilómetros, en un país en guerra...


—¿Una pareja?


Ella asintió con la cabeza, alargando una mano para mostrarle un anillo.


—No es de verdad, pero tenía que enseñarles algo a mis padres.


Pedro no se había fijado en el anillo, tal vez porque no había prestado demasiada atención a sus manos. Pero ahora se daba cuenta de que las había mantenido escondidas todo lo posible bajo las mangas del jersey.


—No entiendo nada. ¿Creen que estamos prometidos?


—Debes pensar que estoy loca, ¿verdad?


—¿Loca? Eso es decir poco.


—Bueno, escúchame. Sé que vas a enfadarte, pero... —Paula oyó pasos en la escalera. Era ahora o nunca, pensó—. He tenido que contarles una pequeña mentira...


—¿Una pequeña mentira? —repitió Pedro—. ¿Y a qué llamas tú una gran mentira entonces?


—Como te he dicho —siguió ella, como si no lo hubiera oído— mis padres son personas un poco anticuadas y se habrían llevado un disgusto al saber que su hija había tenido una aventura fuera del país y había vuelto a casa embarazada.



HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 11




Paula imaginó que debía estar pensando en marcharse para volver a su privilegiada vida. Esa vida privilegiada y maravillosa que había creído erróneamente que ella conocía bien.


Y sentía la tentación de dejarlo marchar sin decir nada, ¿pero cómo iba a explicárselo a sus padres? La telaraña de engaños que había empezado a tejer cuando aceptó su invitación a cenar cinco meses antes parecía ahogarla en aquel momento.


También había descubierto que la idea de no volver a verlo nunca estaba empezando a clavar sus garras en ella, pero hizo un esfuerzo por esconder tan inapropiada reacción.


—Estaba diciendo que tengo que decirte algo antes de que bajen mis padres.


Pedro se puso en alerta roja de inmediato.


—¿Quieres decir aparte de explicarme por qué parecen saber quién soy?


—Pues verás... es que les he hablado de ti —dijo Paula, sentándose en un sillón, frente a él.


—¿Ah, sí? ¿Y qué les has dicho exactamente? Considerando tu enorme capacidad para la mentira, me interesa mucho saberlo —la mirada de Pedro se deslizó perezosamente desde su cara a sus pechos, unos pechos que conocía íntimamente. Daba igual que estuvieran escondidos bajo un ancho jersey, su memoria era más que capaz de reproducir una imagen del sensual cuerpo que había debajo.


—Les he dicho que... bueno, que nos conocimos en Italia.


—Ah, entonces saben que estuviste en Italia, un comienzo prometedor. ¿Y saben que estabas cuidando un apartamento de lujo?


‐¡Sí, saben que estuve cuidando un apartamento!


—Pero supongo que no les has dicho ni pío sobre que te hiciste pasar por la propietaria.


Paula sentía que le sudaban las manos, pero las mantuvo escondidas bajo el jersey.


—No —admitió por fin.


—Ya me lo imaginaba. Tus padres no parecen la clase de personas que verían eso como una anécdota divertida. ¿Y qué les has contado exactamente sobre mí?


Paula se aclaró la garganta.


—Imagino que te parecerá un poco raro que les hablase de ti, considerando que las cosas no terminaron bien entre nosotros.


‐Eso es decir poco, ¿no te parece?


‐Mis padres son personas decentes y creen en la seriedad de las relaciones...


—Evidentemente, algo que tú no has heredado. 


Paula suspiró de nuevo.


‐No, vas a ponérmelo fácil, ¿verdad?


—¿Alguna razón para que lo haga?


—No creo que sea un buen momento para discutir—dijo ella, mirando hacia la puerta. Conociéndolos como los conocía, sus padres estarían tomándose su tiempo para dejarla un rato a solas con Pedro y se angustió al pensar en lo terrible del engaño.


—¿Qué tienen que ver los valores morales de tus padres con esta situación? — siguió Pedro.


Astuto siempre, dos y dos en aquel caso no sumaban cuatro. Incluso tratándose de ella, mentirosa, oportunista y persona totalmente impredecible, aquella conversación resultaba incomprensible.


—¿Puedo decir que nunca, jamás, habría esperado que aparecieses aquí? —el corazón de Paula latía tan aprisa que casi le hacía daño—. Tú eres una persona sofisticada y pensé que no le darías tanta importancia a lo que pasó. No imaginé cómo reaccionarías al saber que...


Pedro se daba cuenta de que estaba evitando decir algo, pero la dejó seguir porque tarde o temprano tendría que responder a sus preguntas.


—Extraordinario —dijo entonces.


—¿Perdona?


—Le dijiste a tus padres que yo era extraordinario.


—Ah, sí, bueno... y aventurero.


—¿Extraordinario y aventurero?


Paula asintió con la cabeza.


—¿Por qué empiezo a encontrar esta situación un poco surrealista? —Pedro se levantó y empezó a pasear por el salón, deteniéndose para mirar las fotografías sobre la chimenea, en la estantería, en las mesas. Los Chaves eran personas orgullosas de sus hijas, evidentemente. En un radio de cinco metros había una vida entera de recuerdos.


—Sé que esto va a sonar un poco absurdo...


—¿Un poco? —repitió él, volviéndose para mirarla. Y la miraba con tal intensidad que Paula sintió que se le ponía la piel de gallina.


Le había parecido difícil lidiar con el recuerdo de Pedro, pero ahora sabía que la palabra «difícil» adquiría otra dimensión cuando se trataba de lidiar con él en persona.


Mientras intentaba ordenar sus pensamientos y encontrar una manera de explicar aquella situación surrealista, Pedro se acercó al sillón y apoyó una mano en cada brazo.


Su aroma masculino la envolvió, inflamando sus sentidos. 


Extraordinario era decir poco, pensó. Aunque estaba asustada, su cuerpo reaccionaba ante la proximidad de Pedro, sus pezones endureciéndose al recordar el placer que le había dado. Paula apartó la mirada enseguida, pero no tan rápido como para que Pedro no se diera cuenta.


Y, al hacerlo, sintió una inmensa satisfacción. De modo que algo de aquel teatro había sido real. 


Había mentido sobre todo lo demás porque un viaje a Barbados era demasiado emocionante como para decir que no, pero no había mentido cuando cayó en sus brazos. Y si él siguiera deseándola, y ése era un enorme condicional, Paula sería suya cuando quisiera.


—Así que soy extraordinario y aventurero.


—¿Te importaría apartarte un poco? —le rogó Paula. Pero él no se movió.


—¿Por qué? ¿Te sientes incómoda? ¿Tu conciencia te molesta cuando estoy tan cerca? O tal vez... —de repente, Pedro sintió una oleada de deseo— lo que te da miedo es que quieres que tu extraordinario y aventurero ex amante se acerque incluso más.


El brillo de sus ojos le dio la respuesta que buscaba y Pedro sonrió antes de volver a sentarse en el sofá. Si aquello fuera un juego, que no lo era en absoluto, acabaría de ganar un punto.


‐Bueno, estabas diciéndome por qué se te ha ocurrido contarle lo nuestro a tus padres.


Esta vez fue Paula quien se levantó para cerrar la puerta. Sus padres tardarían unos minutos en bajar, pero bajarían tarde o temprano y lo último que quería era que escuchasen aquella conversación.


Cuando volvió a sentarse lo hizo en uno de los sillones, más cerca que antes para no tener que levantar la voz. No quería pensar en lo humillante que era que Pedro se hubiera dado cuenta de que seguía deseándolo. Era lógico que estuviera furioso con ella, incluso que usara esa debilidad contra ella.


Pero si hubiera intentado besarla seguramente no habría sido capaz de resistirse.


‐Y, por cierto, ¿qué clase de aventurero soy? 


Puala dejó escapar un largo suspiro.


—No te lo podrías ni imaginar.


—Me sorprende que le hayas contado a tus padres lo que hacíamos en la playa.


—¿Perdona?


Pedro se encogió de hombros.


—Si tus padres tienen tan altos valores morales como dices, me sorprende que hables con ellos de lo que haces en la cama con un hombre.


‐¡Yo no he hablado de eso con ellos!


—¿Entonces de qué estamos hablando?


—Me refiero a tu trabajo.


Esta vez Pedro la miró, perplejo.


—No te entiendo.


—Ganas mucho dinero y diriges un imperio —empezó a decir Paula—. Pero eso no era suficiente.


—¿Ah, no?


No le gustaba nada que no lo mirase a los ojos. Podría haberle mentido durante todo el tiempo que estuvieron juntos, pero ni una sola vez había evitado mirarlo a los ojos. Y, sin embargo, ahora lo hacía.


—No, la verdad es que no —Paula suspiró, pero lo inevitable de aquella confesión la animó a seguir adelante—. No estabas satisfecho con dirigir un imperio, así que creaste un programa de buenas acciones.


—¿Un programa de buenas acciones? Lo siento, pero no entiendo nada.


—Sí, ya me lo imagino. Y sé que no te va a gustar lo que voy a decir, pero es inevitable. Bueno, seguramente podríamos haberlo evitado...


—¿Se puede saber de qué estás hablando?


Paula lo miró, en silencio, durante unos segundos. Quería grabar aquel rostro en su cerebro para siempre. No era la mejor imagen porque estaba enfadado, pero no tanto como cuando le dijera de qué estaba hablando.


—Le dije a mis padres que construías hospitales en sitios como África, en zonas asoladas por la guerra. Ya sabes, que hacías lo que podías para aliviar el sufrimiento de los menos afortunados.


Pedro sacudió la cabeza, como si ese simple gesto pudiera resolver algo. Y luego se pasó una mano por el pelo antes de mirarla con el ceño fruncido.


—¿Construyo hospitales en África?


—Y colegios, centros sanitarios...


—¿En África?


—Y en otros países donde son necesarios.


—¿Has perdido la cabeza? Sé que eres una mentirosa compulsiva, pero no entiendo a qué demonios estás jugando ahora.


—¡Se supone que tú no ibas a saberlo nunca!


—Pues debo haberme perdido algo porque... ¿qué sentido tiene convertirme en un filántropo? No, deja que te pregunte algo más importante: ¿por qué les has hablado a tus padres de mí si no esperabas volver a verme nunca? Por muy moralistas que sean, imagino que sabrán que los hombres y las mujeres tienen relaciones sexuales, algunas de las cuales no duran para siempre. Además, tienes dos hermanas, ¿no? ¿Vas a decirme que nunca han salido con nadie?


—¡No, claro que no!


—¿Entonces por qué esa elaborada mentira? ¿Por qué no te has limitado a contar los hechos como fueron? Conociste a un hombre, lo pasaste bien durante dos semanas y luego le dijiste adiós.


Tan racional observación. fue recibida en silencio. Un silencio durante el cual el rostro de Paula pasó de la palidez al color escarlata, mientras rezaba para que se la tragase la tierra o, mejor, para despertar de repente y darse cuenta de que los últimos meses sólo habían sido un sueño.


—¿Tu obsesión por mentir no tiene fin? —siguió Pedro—. Pues si es así, creo que necesitas ayuda profesional —dijo luego, levantándose—. Y me niego a tomar parte en el engaño.


Paula se levantó a su vez para agarrarlo del brazo.


—¡Espera, no he terminado!


—¿Ah, no? ¿Aún hay más? ¿Aparte de mi trabajo como misionero en sitios del mundo que nunca he visitado? No se me ocurre qué más podrías haber añadido a tan brillante currículo.


‐¿Te importa sentarte un momento? Imagino que pensarás que estoy loca, pero hay otras cosas que... tienes que saber.



HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 10




Paula se preguntó si podría esconder a Pedro, que se había levantado de la silla, aumentando más su desconcierto. Tal vez podría meterlo en un armario o sacarlo de un empujón al jardín y darle con la puerta en las narices.


Lo único bueno de la repentina llegada de sus padres era que al menos sabía que estaba equivocado sobre lo de que esperaba a otro hombre.


Paula corrió al pasillo y encontró a sus padres quitándose los abrigos y comentando que hacía mucho frío en la calle. 


Aparentemente, iba a caer una buena nevada.


—Pero el evento ha sido un éxito —le dijo Aylen Chaves—. Hemos recaudado más de quinientos euros. Ya sé que no parece mucho, pero todo ayuda. El hombre que nos ha explicado dónde iría el dinero era muy interesante, ¿verdad que sí, Mauricio? He estado a punto de decirle que viniera a cenar a casa. El pobre iba a tener que conformarse con un bocadillo en el hostal porque Maura ha ido a visitar a su hija...


Su madre no terminó la frase, un fenómeno que ocurría en raras ocasiones, y Paula no tuvo que darse la vuelta para saber por qué. ¿Por qué no podía haberse quedado en la cocina un rato más? ¿Por qué no le había dado tiempo para advertir a sus padres?


—Mamá, papá, os presento a...


—Soy...


—Sabemos quién eres, hijo —lo interrumpió el padre de Paula—. Y me alegro mucho de conocerte por fin. ¿Verdad que sí, Aylen? Bueno, no te preocupes, ella misma te lo dirá en cuanto pueda respirar —Mauricio Chaves estrechó su mano y le hizo un guiño a su hija, que estaba colorada hasta la raíz del pelo—. Aunque tal vez deberíamos alegrarnos de que se haya quedado sin palabras. No sé si Pau te lo ha contado, pero eso es muy raro.


No tan raro, pensaba Paula rezando para que el suelo se abriera bajo sus pies, como ver que Pedro se quedaba sin palabras. Aunque era lógico, claro. No podía ni imaginar lo que estaría pensando.


Aunque se recuperó enseguida para estrechar la mano de su padre y rozar la de su madre con los labios, en un gesto típicamente italiano que hizo que Aylen Chaves se ruborizase como una adolescente.


—Dijiste que era extraordinario, cariño, pero no nos dijiste que, además, era un caballero.


—¿Extraordinario? —Pedro miró a Paula con una sonrisa que a sus padres podría parecerles inocente pero que estaba cargada de preguntas.


—Lo siento, pero no me ha dado tiempo a hacer la cena —Paula cambió de tema rápidamente y sus padres, por supuesto, se apresuraron a decir que no importaba en absoluto.


—Deberías habernos llamado, habríamos vuelto enseguida —la regañó Aylen, estirando su falda gris—.Aunque imagino que tendríais muchas cosas que contaros.


‐Sí, claro.


—Bueno, tú quédate aquí con Pedro... qué bonito nombre, por cierto. O mejor, ¿por qué no lo llevas al salón? Mauricio, cariño, ve a encender la chimenea.


‐No hace falta, lo haré yo misma —se apresuró a decir Paula.


—Y no te preocupes por la cena —Mauricio se volvió hacia Pedro—. Le he dicho a esta jovencita mil veces que...


—Papá, por favor. Pedro no quiere escuchar historias aburridas.


—¿Aburridas? Si hay algo que he descubierto sobre tu hija, Mauricio, es que el adjetivo «aburrida» jamás se le podría aplicar. ¿Verdad que no, Paula?


¿Era su imaginación o su voz sonaba amenazadora?


—Nosotros iremos al salón mientras vais a cambiaros de ropa. Y luego...


‐Luego podremos conocernos mejor —terminó su padre la frase, con una sonrisa en los labios.


‐Y yo intentaré hacer algo de cena, pero tendrá que ser algo sencillo —dijo su madre.


Pedro, de inmediato, intentó ganar puntos invitándolos a todos a cenar fuera, pero su padre le recordó que estaba a punto de nevar y lo mejor sería quedarse en casa.


‐En ese caso, nada me apetece más que una cena casera. Imagino que tu hija te habrá dicho que soy un hombre de gustos sencillos.


Con eso se ganó una palmadita en la espalda, por supuesto.


—Imagino que es lo normal con los riesgos que corres a diario, ¿eh? —dijo su padre.


Pedro sonrió. Por supuesto, no sabía de qué estaba hablando, pero no dijo nada. Su vida, hasta que conoció a Paula, había sido muy ordenada: trabajo, mujeres, trabajo. Todo en su sitio. Él siempre había creído que ejerciendo un férreo control sobre su vida uno podía limitar las sorpresas desagradables y, por el momento, no había tenido ocasión para dudar de esa filosofía. De modo que no estaba preparado para la sensación de estar caminando sobre arenas movedizas que era lo que sentía en aquel momento.


¿Riesgos? Sí, él se arriesgaba en su trabajo, pero tenía la impresión de que los riesgos a los que se refería el padre de Paula no tenían nada que ver con las altas finanzas.


¿Entonces de qué estaba hablando? ¿Y cómo era posible que conocieran su identidad antes de que Paula los presentase?


Tras él, Paula se aclaró la garganta en ese momento y Pedro se volvió para mirarla mientras sus padres desaparecían escaleras arriba.


Le molestaba, pero incluso en aquella modesta casa, a miles de kilómetros de las lujosas tiendas de Roma, seguía teniendo la presencia de una mujer que podría engañar a cualquier hombre fingiendo haber nacido en una familia privilegiada. No parecía alguien que mirase a los demás por encima del hombro, algo que encontraba terriblemente irritante en muchas de las chicas con las que salía. Paula sencillamente parecía una persona refinada. No sabía por qué, tal vez por el vibrante color de su pelo o tal vez era su piel, transparente y libre de maquillaje. O tal vez su postura, orgullosa y segura, pero siempre de manera discreta.


Enfadado consigo mismo por pensar en ella como algo más que una mujer que había tenido la temeridad de jugar con él, Pedro la fulminó con la mirada.


Y, como siempre, el silencio fue su mejor aliado porque Paula apartó la mirada mientras lo llevaba al salón, contándole que sus padres eran pilares de la comunidad, siempre involucrados en causas benéficas, auténticos santos si había que fiarse de ella.


Mientras escuchaba, Pedro miraba la profusión de fotos familiares y los objetos coleccionados durante toda una vida. 


En realidad, era una casa muy espaciosa y la planta de abajo consistía en una serie de habitaciones que se conectaban unas con otras. En una de ellas, que parecía hacer las veces de estudio, había un gato durmiendo tranquilamente sobre un sillón.


Aquello no tenía nada que ver con la mansión que le había hecho creer era el hogar de su familia y Pedro se agarró a ese pensamiento para seguir furioso con ella.


—Tus padres tienen una casa muy acogedora —le dijo, mientras se dejaba caer en el sofá—. Nada que ver con la mansión de la que tú me hablaste, claro. 


Paula se puso colorada. Ella nunca había visto ese lado brutal de Pedroaunque imaginaba que lo tenía porque todos los hombres poderosos eran implacables. Aun así, le resultaba difícil encajar a esas dos personas: el hombre guapo y divertido que la había llevado a un paraíso tropical y el extraño que la miraba con un brillo cruel en los ojos.


Claro que nunca habría conocido a ese hombre guapo y simpático si le hubiera dicho que era simplemente Paula Chaves, una chica normal.


—Nunca dije que mi familia tuviera una mansión, sólo que había una en mi pueblo. Y es la verdad.


—A veces resulta difícil distinguir entre una mentira y el económico uso de la verdad.


—Te resulta difícil porque ni siquiera quieres intentarlo —replicó ella.


—¿Y por qué debería hacerlo?


—Ya te he pedido disculpas, Pedro —Paula dejó escapar un suspiro.


—Sí, bueno, es verdad que no tiene sentido recordar lo que pasó porque no va a llevarnos a ningún sitio, así que hablemos de otra cosa, ¿de acuerdo?


Su helada sonrisa despertó un escalofrío de auténtico miedo y, al verlo, Pedro se relajó un poco. Se había preguntado muchas veces por qué se molestaba en hacer ese viaje, pero ahora lo sabía. Sí, había tenido que verla cara a cara para exorcizar parte de la furia que sentía contra ella por haberle mentido, contra él mismo por haber caído en su trampa. Y también sentía el deseo de cerrar aquel capítulo de su vida porque lo que había habido entre ellos estaba sin cerrar.


Durante las dos semanas que habían pasado en Barbados había perdido el control por completo. Había sido como un buen estudiante que, de repente, hubiera decidido hacer novillos. Naturalmente, entonces no se daba cuenta.


Pedro no sabía cómo lo había conseguido Paula, pero así era y cuando volvieron a Italia no estaba preparado para decirle adiós.


Sin embargo, verla de nuevo estaba teniendo el efecto negativo de recordarle por qué seguía excitándolo. Había esperado no sentir nada más que desprecio y sí, era una mentirosa, pero saberlo no evitaba que esa extraña atracción siguiera ahí.


Incluso mirándola ahora, sentada en el sofá como una niña, las largas mangas del jersey ocultando sus manos, le parecía excitante y exasperante a la vez.


Como un matemático concentrado en resolver un complicado problema, Pedro intentó usar su frío y lógico cerebro para entender aquella ilógica situación. ¿Qué mejor manera de terminar con su rabia y su frustración que tomando lo que ella le había negado?


¿Podría fingir haber olvidado sus mentiras hasta que la llevase a la cama y se saciara de ella? Porque el ansia seguía corriendo por sus venas, saboteando todos sus esfuerzos por volver a la normalidad.


Tendría que pensarlo, pero se relajó por primera vez desde que puso los pies en la casa. Tener una solución a mano, aunque decidiera no usarla, lo ayudaba a mantener el control.


No había sido capaz de olvidar su cara o el recuerdo de sus gemidos en la cama debajo de él, encima de él, en la bañera de su casa en Barbados, en la piscina, en varias habitaciones de la casa. Y muchas veces en su playa privada donde sólo la luna y las estrellas eran testigo de su inagotable pasión. Sería una dulce venganza, aunque no quería pensar en ello como algo tan primitivo, tomarla de nuevo y luego dejarla plantada. Paula carraspeó entonces, interrumpiendo tan agradables pensamientos.



—¿Me has oído?


—No, repítelo. Estaba pensando en otra cosa.