lunes, 27 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 37




Pedro despertó justo antes del amanecer, desconcertado pero muy consciente de quién dormía a su lado.


Se apoyó en un codo con cuidado, para no molestarla. Paula murmuró algo y se apoyó contra su pecho desnudo. A él le dio un vuelco el corazón. Eso era lo que quería para el resto de su vida. Lo había sabido a ciencia cierta desde el nacimiento de Emilia, pero había estado tomándose su tiempo, poniendo sus planes en marcha. Lo había pensado todo muy bien.


La casa estaba casi acabada y aunque él volvería al piso de la ciudad, no pensaba venderla. Tampoco tenía ninguna intención de vivir en Manhattan sin Paula y Emilia. Había convertido la habitación de invitados de su piso en un cuarto para la niña. Y pensaba hacer lo mismo con una de las de la granja, que utilizarían los fines de semana.


Iba a pedirle a Paula que se casara con él. Ya tenía el anillo. Sólo estaba esperando la sentencia de divorcio. Se inclinó y la besó en la sien. La noche anterior, si él no se hubiera dormido, habrían hecho el amor. Sólo pensarlo le provocó una oleada de deseo, pero lo controló. Quizá fuera mejor así. Habían esperado tanto que podían esperar a que ella fuera legalmente soltera. A que Emilia estuviera a cargo de una niñera de confianza. Quería que fuera perfecto. Paula no se merecía menos.


Ella se puso de lado y apoyó el trasero contra él. 


Pedro cerró lo ojos y gruñó. Un momento después salió de detrás de ella, diciéndose que si quería mantener sus planes tendría que evitar la tentación.




MILAGRO : CAPITULO 36




Paula estaba en la cama, despierta, mientras Emilia roncaba suavemente en su cuna. Oyó el coche de Pedro. La luz de los faros iluminó su dormitorio un momento. Miró el reloj que había en la mesilla. Eran más de las once. Se dio la vuelta y pensó que tal vez conseguiría dormirse, sabiendo que estaba en casa. Poco después, oyó un golpecito en la puerta.


Se puso una bata y bajó las escaleras.


Pedro parecía agotado. Tenía la barba crecida, los ojos rojos y la camisa arrugada tras un largo día.


Paula sonrió y lo envolvió en un abrazo.


—Me gusta volver a casa —suspiró él.


—Y a mí que vuelvas —sintió que sus brazos apretaban su cintura y oyó un susurro que habría jurado que le sonó a «pronto».


—Tengo una botella de pinot en la nevera —dijo ella, apartándose y dejándolo entrar—. Podemos sentarnos en el sofá y charlar un rato. Así me contarás tu día.


Ella iba hacia la cocina, pero Pedro agarró su mano y la retuvo. Sus cuerpos chocaron. Él puso las manos en sus caderas.


—El vino puede esperar, y también la conversación. Ah, Paula— musitó su nombre en su cabello y luego la apartó y le besó el cuello. 


Ella agradeció el contacto íntimo, disfrutando de las sensaciones que la recorrían como fuegos artificiales.


Buscó la boca de él, anhelando más. Había pasado mucho tiempo. Demasiado. La necesidad le dio coraje. Acarició su lengua y mordió su labio inferior con los dientes. Un gemido vibró en la garganta de él. Apartó las manos de su cintura, abrió la bata y se la quitó de los hombros. Las palmas callosas se engancharon con el tejido sedoso del camisón, pero Pedro lo levantó y se lo sacó por la cabeza.


Paula sintió un momento de vergüenza al encontrarse desnuda ante él, exceptuando unas braguitas. Casi había vuelto al peso de antes de el bebé, pero el embarazo había alterado permanentemente su anatomía. Tenía la cintura más gruesa y la piel de su abdomen estaba más flácida.


Pedro, yo... —se sonrojó intensamente.


—Estas preciosa, Paula —puso un dedo sobre sus labios—. Absolutamente preciosa.


Él hizo que se sintiera preciosa y su confianza resurgió junto con una intensa oleada de deseo.


Llevó las manos a su camisa y desabrochó los botones, siguiendo el recorrido de sus dedos con lo labios. La camisa cayó al suelo con el resto de las prendas y Pedro gimió.


Paula tenía las manos en su cinturón cuando la niña empezó a llorar.


—Había olvidado que teníamos compañía —se rió al decirlo, pero después soltó un suspiro.


Paula recogió la bata y se la puso.


—Tardaré poco. Diez minutos como mucho. Sírvete una copa de vino, y pon una para mí —empezó a subir las escaleras y luego se dio la vuelta—. No te vayas, Pedro, ¿de acuerdo?


—Ni se me ocurriría —él sonrió—. Aquí estaré.


Media hora después, cuando Emilia se durmió de nuevo, Paula encontró a Pedro en el sofá. 


Había dos copas de vino en la mesita de café. 


Estaba sin camisa y sin zapatos y profundamente dormido.


Pero había cumplido su promesa. Allí estaba.


Ella se tumbó en la franja de sofá que quedaba libre y apoyó la cabeza en la esquina del almohadón del que se había apropiado. Aunque él no se despertó, la rodeó con un brazo, protector incluso en sueños.


—Te quiero —susurró ella antes de dormirse.



MILAGRO : CAPITULO 35





Si Pedro no podía llegar a Gabriel’s Crossing a cenar, siempre telefoneaba. El teléfono sonó justo cuando Paula ponía a la bebé en el cochecito y se preparaba para ir a hacer la compra.


—Eh, Paula, soy yo.


—No vendrás a cenar —adivinó ella con un suspiro.


—No. Lo siento. Ha surgido algo —últimamente surgían cosas a menudo—. Espero que no hayas sacado nada para la cena.


Ella tomo nota mental de volver a guardar la chuletas que acababa de sacar del congelador.


—No. No te preocupes. Sé que tu horario puede ser impredecible.


—No lo será siempre —sonó como una promesa—. Estoy trabajando en algo importante en este momento. Algo enorme.


—¿Quieres contarme qué es? —Paula había sonreído al oír el entusiasmo de su voz, sabía que Pedro le encantaba su trabajo.


—Sí. Más de lo que imaginas. Pero no puedo aún, Paula —calló—. Quiero que sea una sorpresa.