martes, 10 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 18




La despertó su teléfono móvil. Frotándose los ojos, se volvió para mirar el reloj de la mesilla. 


La una y media. Nada bueno podía presagiar una llamada a esas horas.


—¿Diga? —murmuró, soñolienta.


—¿Paula Chaves?


—¿Sí?


—Hola. Paula. Bienvenida de nuevo a la pesadilla.


Era una voz masculina que no reconocía. El pulso se le aceleró. Se había quedado paralizada de horror. Aquello no podía estar sucediendo… Otra vez no. Tenía ya treinta años. Era madre. Los absurdos terrores que la habían acosado de niña no podían retornar con la misma fuerza, como si nada hubiera sucedido entre tanto…


—¿Quién es usted?


—Mantente callada, Paula.


—¿Que me mantenga callada sobre qué? No sé de qué me está hablando.


—Adivínalo.


Maldijo en silencio. Debía de referirse a los cadáveres de Meyers Bickham.


—Yo no sé nada, y por tanto nada tengo que decir sobre eso…


—Bien. Porque si hablas, tu cadáver será el siguiente que encuentren.


Y se cortó la comunicación.


No supo durante cuánto tiempo permaneció tumbada, muy quieta, mirando al techo. 


Finalmente se obligó a levantarse para echar un vistazo a su hija.


Kiara tenía un sueño intranquilo. Estaba murmurando algo que Paula no podía entender, mientras daba vueltas y más vueltas en su camita, abrazada a su oso de peluche. Y todo ello sin abrir en ningún momento los ojos.


La quería tanto… Se acercó para besarla tiernamente en una mejilla, teniendo buen cuidado de no despertarla. «No te fallaré, corazón. No te contagiaré mis pesadillas. No dejaré que ese horror manche tu vida».


Pero aquellas palabras parecieron revolverse contra ella mientras se alejaba de la cama. Era la misma promesa que su madre le había hecho antes de desaparecer de su vida, dejándola completamente sola en el mundo.


Volvió al dormitorio, se sentó en la cama y recogió su móvil. Detestaba suplicar nada a nadie, pero seguramente Sergio lo comprendería. Después de todo, Kiara también era hija suya.


—Hola.


—Hola, Sergio. Soy Paula.


—¿Qué pasa? ¿Se trata de Kiara?


—Sí. Tienes que llevártela para que pase contigo el verano, Sergio. Sé que tienes planes, pero tendrás que cambiarlos.


—Son las dos de la madrugada. ¿Estás borracha o es que te ha dado un ataque de soledad?


—Ninguna de las dos cosas. Mi vida se ha complicado mucho últimamente. Se ha vuelto incluso… Peligrosa. Y necesito que te hagas cargo de Kiara por una temporada.


—¿De qué diablos estás hablando?


Le contó lo de la nota, la visita de los hombres del FBI y la llamada que acababa de recibir.


—Meyers Bickham… Debí haberlo adivinado.


—No sé quién me está amenazando ni lo que ese tipo o el FBI piensa que sé, pero no quiero poner en peligro a Kiara.


—No se trata de Kiara. Se trata de ti y de tus traumas del pasado.


—No son imaginaciones mías, Sergio. Esos cadáveres son reales.


—Pero la paranoia es tuya, Paula. Arrastras tu propio pasado como si fuera una bola con una cadena, arruinándolo todo a tu paso…


—Ya sé lo que piensas de mí, Sergio, pero no te estoy pidiendo esto por mí. Lo único que quiero es que aceptes tu responsabilidad como padre. Llévate a Kiara para que esté a salvo contigo, si no todo el verano, al menos un par de semanas.


—Si yo pensara por un segundo que Kiara está en peligro, me plantaría en esa cabaña ahora mismo y me la llevaría conmigo. Pero ese no es el caso. Esos agentes del FBI te dijeron que solamente se trataba de un interrogatorio de rutina.


—¿Y qué me dices de la carta y de la llamada de teléfono?


—En ningún momento mencionaron a Meyers Bickham. Probablemente sería alguno de tus alumnos intentando asustarte, o castigarte por haberle suspendido. Sucede todo el tiempo. ¿Te acuerdas de la vez que a mí me pincharon las ruedas del coche?


—Kiara no es un coche, Sergio.


—Sabes lo que quiero decir. Y si reflexionaras seriamente sobre ello, te darías cuenta de lo absurdo que es todo esto. ¿Cómo iba alguien a hacer daño a todas y cada una de las personas que vivieron en algún momento en ese orfanato?


—¿Así que la respuesta es no?


—Me marcho del país la semana que viene. Ya tengo todos los planes hechos.


—¿Y qué pasa con tu hija?


—Quédate en la cabaña con ella, Paula. Descansa y diviértete un poco. Y olvídate de ese maldito orfanato.


—Ya. Que me divierta. Eso lo resuelve todo, ¿verdad?


—Dale a Kiara un beso de mi parte. Dile que su papá la quiere.


—Claro. Se lo diré.


Paula cortó la comunicación y soltó el teléfono. Se sentía exhausta. Liberada por puro agotamiento, del terror que la había asaltado unos minutos antes. No se había creído todo lo que Sergio le había dicho, pero tampoco podía negar que algo sí tenía algún sentido.


Cientos de niños habían vivido en Meyers Bickham. Era absurdo que alguien quisiera matarlos a todos… Se levantó nuevamente de la cama y se dirigió descalza a la cocina. Después de servirse un vaso de agua, repasó los acontecimientos de los dos últimos días como si estuviera rebobinando rápidamente una película. 


Pero fue perdiendo velocidad cuando evocó a Pedro sentado en el porche después de cenar, tomando café y contemplando las estrellas.


Supuestamente era un solitario, pero en poco tiempo parecían haber sintonizado de una manera extraña, indefinible. Sabía muy poco sobre él, y sin embargo no encajaba con la imagen de hombre tosco y agreste que pretendía proyectar.


Apenas podía creer que le hubiera contado lo de sus pesadillas y la carta de amenaza que había recibido. O que en aquel preciso instante estuviera pensando en él y preguntándose si volvería a verlo alguna vez.



ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 17




El leve chirrido del columpio del porche parecía acompasarse con el canto de los grillos y el ocasional ulular de una lechuza. Paula tomó un sorbo de café, sorprendida de que la cena hubiera transcurrido tan bien. Los incómodos silencios que tanto había temido, apenas habían hecho acto de presencia. Aunque el mérito había sido más bien de Kiara, que no había parado de hablar.


Pero Kiara ya se había ido a la cama, y Pedro estaba sentado en el escalón superior del porche, con la mirada fija en la oscuridad. Le había sorprendido que se hubiera quedado a tomar café, y aún más que le hubiera fregado los platos mientras ella acostaba a su hija.


—En este lugar se respira una paz y una tranquilidad maravillosas —comentó Paula.


—Silencio hay, por lo menos.


—Aunque no sé si lo soportaría durante mucho tiempo. Quizá echaría de menos los restaurantes, las tiendas… Y sobretodo, los amigos.


—Se tarda tiempo en acostumbrarse.


—Pero a ti te gusta. Llevas tres años aquí.


Se encogió de hombros, sin responder. Paula se dijo que estaba insistiendo demasiado. Era mejor dejar en suspenso la conversación y disfrutar del momento. En lugar de ello, sin embargo, su mente divagó de nuevo a lo ocurrido en Meyers Bickham.


—Parecías bastante alterada cuando se marcharon esos tipos del FBI.


El comentario la sorprendió. De hecho, casi había esperado que se levantara para marcharse sin añadir otra palabra.


—No me gustó su actitud.


—¿Vinieron a preguntarte por los cadáveres encontrados en el orfanato?


—Sí.


Se estremeció. Era la reacción lógica cuando pensaba en aquel lóbrego sótano convertido en mausoleo de niños. Además, ignoraba que se hubiera enterado.


—Por lo que he visto en las noticias, se trata de recién nacidos. Incluso de niños de edad algo avanzada.


—Supongo que si ese es el caso, tiene que haber algún registro de los enterramientos. Quizá en el archivo parroquial de la antigua iglesia. O partidas de defunción. Algo, cualquier cosa…


—Ya. ¿Qué les dijiste a esos tipos del FBI?


—Que no sabía nada sobre los cuerpos. Pero no parecieron muy convencidos. Me preguntaron si había estado en ese sótano antes.


—¿Y estuviste?


—No… Despierta no, al menos.


—¿Eres sonámbula? —le preguntó, arqueando las cejas.


Sabía que no debería haber dicho nada, pero una vez que había empezado, sentía la extraña necesidad de contarle lo de las pesadillas.


—No. La verdad es que me costó mucho acostumbrarme a ese orfanato. De hecho, comencé a tener horribles pesadillas. Una noche me desperté gritando que había un bebé fantasma en el sótano, y que estaba llorando por mí…


—Pero tú nunca estuviste en ese sótano.


—En aquel entonces creía que sí —cerró los ojos, intentando recordar—. Creía haber visto un desfile en el sótano… Un desfile de fantasmas. 
Por suerte había una persona en el orfanato, una doctora, que pareció comprender lo que estaba pasando.
Estuvo hablando conmigo durante horas y me dio unas pastillas. No sé lo que eran. Supongo que algo para calmar mi estado de ansiedad.


—¿Y ella te convenció de que sólo era una pesadilla?


—Sí, pero la pesadilla se repitió. Una y otra vez. Sigo teniéndola de vez en cuando, pero la mayor parte de las veces sólo oigo el llanto del bebé fantasmal. Sobretodo cuando estoy estresada. Es curioso que en mis pesadillas, yo estuviera convencida de que el sótano estaba embrujado. Y ahora resulta que en realidad estaba lleno de cadáveres…


Pedro volvió a quedarse en silencio. Aquello no la sorprendió. Pero sí las preguntas que le había hecho, y el interés que había demostrado por su estancia en el orfanato.


Se levantó, acercándosele, y apoyó la espalda en la barandilla del porche.


—No creo que esos tipos fueran del FBI, Paula.


—Me enseñaron sus credenciales.


—Una credencial es muy fácil de falsificar. Un buen profesional puede incluso engañar a un experto.


Y ella no era ninguna experta. No había mirado sus placas de cerca. Ni siquiera estaba segura de que Roberto le hubiese enseñado la suya.


—¿Por qué piensas que eran unos impostores?


—Por el momento en que han venido. El FBI no reacciona tan rápido en un caso que no es de emergencia. Dudo incluso que hayan recibido el aviso a estas alturas. Aún no hay evidencia alguna de que se trate de un crimen interestatal, o de algo que escape al ámbito de las autoridades locales.


—Pero si no eran del FBI… ¿Entonces quiénes eran?


—Quizá una parte interesada en averiguar si sabes o no algo que pueda incriminarlos.


—¡Dios mío! Has estado pensando a fondo en esto, ¿no?


—Sólo te estoy comentando lo que me parece obvio.


A ella no se lo había parecido. Quizá Pedro dedicara a aquel pasatiempo todas las horas que pasaba solo. A especular y a inventarse todo tipo de teorías paranoicas.


Sólo que su actitud le parecía mucho más razonable, que la de los dos hombres que la habían visitado en su cabaña para hacerle todo tipo de preguntas absurdas.


Y además, estaba la nota que había recibido antes de dejar Columbus.


Se preguntó qué pensaría de eso. Dado que ya había compartido sus problemas con él, bien podría pulsar su opinión al respecto.


—Tengo algo que me gustaría que leyeras.


Pedro asintió con la cabeza.



Fue a su dormitorio y sacó la carta de su bolso. Antes de salir, recogió la linterna que estaba al lado de la cama. No atraía los mosquitos tanto como la luz del porche. Le entregó ambas a Pedro y se quedó a su lado, esperando a que leyera la nota.


—Alguien está convencido de que tú sabes algo sobre esos cadáveres.


—Pero eso es absurdo. Yo estuve cinco años en ese orfanato y no recuerdo que ningún bebé muriera.


—¿Pero había bebés allí?


—Por supuesto, pero la mayoría no se quedaban mucho tiempo. Eran adoptados rápidamente. La gente adora a los bebés. Eran los niños flacuchos de diez años, con la cara llena de pecas como yo, los que nadie quería.


Una mezcla de furia y dolor asomó a su tono de voz. Había pasado mucho tiempo, pero el dolor seguía agazapado, esperando para saltar sobre ella a la menor oportunidad.


—Yo no sé nada de eso. No alcanzo a imaginar de dónde pudieron haber salido esos bebés ni cuándo fueron enterrados allí. Tampoco sé de cuántas tumbas están hablando…


—Ocho, hasta el momento.


—Aun así, todavía no estoy segura de que se trate de un crimen —repuso Paula—. Tal vez aquel sótano fuera utilizado como cripta…


—Es posible. Pero también lo es que esos niños fueran asesinados.


Paula tuvo que apoyarse en la barandilla del porche, presa de una repentina náusea. Le flaqueaban las piernas.


—No mataban niños en Meyers Bickham, Pedro. Era un orfanato, por el amor de Dios.


—Pero no parece que tengas muy buenos recuerdos de ese lugar, aparte de la doctora que me has mencionado.


—No tengo ningún recuerdo bueno de Meyers Bickham. Los guardianes eran estrictos y severos. Me castigaban y me hacían sentirme como si fuera una basura que nadie quería. Pero nunca llegaron a pegarme, a maltratarme físicamente. El maltrato era más bien psíquico.


Se volvió, dándole la espalda. Se estaba poniendo demasiado sentimental, y revelando cosas sobre sí misma que Nat no necesitaba saber. Ni siquiera eran amigos. Hacía apenas un día que se conocían.


—Puede que esté equivocado, Paula. Quizá esos tipos fueran del FBI y estuvieran recopilando información de todas las personas que han pasado por ese orfanato.


Pero él no se lo creía… Era la conclusión inevitable. Si hubiera sido así, no habría sacado el tema a colación. Parecía inquieto. Incluso había desviado la mirada.


—Bueno, se está haciendo tarde. Gracias otra vez por todo.


Le tocó un brazo, y Pedro lo retiró como si su contacto lo hubiese quemado. De nuevo había tropezado con aquel muro invisible que había levantado en torno a su persona.


Se volvió para marcharse, sin mirar atrás.


Acababa de bajar el último escalón del porche cuando se detuvo en seco.


—Ten cuidado, Paula, Yo no tengo teléfono, pero si necesitas algo, cualquier cosa, ven a mi casa. Es el primer desvío según sales por la carretera Delringer.


Lo observó hasta que desapareció en lo oscuro, sorprendida de su invitación, pero asustada al mismo tiempo. Si le había hecho un ofrecimiento, era porque pensaba, que podía estar en peligro. Justo lo que necesitaba después de haberse trasladado a una aislada cabaña en las montañas.


Pero por fuerza tenía que estar equivocado. Ella no sabía nada de aquellos cadáveres de Meyers Bickham. Y no estaba dispuesta a consentir que los demonios sin rostro de su pasado volvieran a enseñorearse de su vida. Ya no era ninguna niña desvalida. Aun así, al día siguiente iría a una ferretería de Dahlonega a comprar cerraduras para las ventanas.






ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 16




El hombre se pegó el móvil al oído, intentando escuchar algo pese a las interferencias:
—Hemos hablado con Paula Chaves.


Más interferencias.


—¿Qué dices? No puedo oírte. Te he preguntado por lo que has averiguado.


—Dice que no sabe nada, o al menos que no recuerda nada, pero no me fío. Es muy lista. Quizá nos ha estado mintiendo. No puedo asegurarlo.


—¿Por qué habría de mentirle al FBI?


—Mira, yo sólo te estoy diciendo lo que me pareció. ¡Ah! Y no está sola con su hija en esa cabaña.


—¿Quién más está con ella?


—Una especie de montañés. Tenía una hoz y por su aspecto parecía como si fuera a cortarnos la cabeza de un momento a otro.


—¡Un montañés! Es increíble el gusto que pueden llegar a tener esas profesoras de universidad.


—¿Entonces… Qué quieres que hagamos?


—Tendré que pensarlo. Puede que me decida a visitar yo mismo a la señora Chaves.


—No se alegrará de verte. Es evidente que Meyers Bickham no ocupa un lugar preferente en su corazón.


—Ni en el mío. Pero Paula Chaves tampoco.