sábado, 14 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO FINAL




¿Cuándo podría dejar de sonreir?, se preguntó Paula, intentando respirar dentro de aquel ajustado vestido de color gris plata.


¿Se daría cuenta alguien?


Estaba en la boda de su hermana y debía sentirse muy feliz por ella. Catrina se había casado con un hombre estupendo, que la miraba como si fuera el sol y la luna.


Como Pedro decía que su padre miraba a su madre...


Alguien se acercó entonces para saludarla y Paula volvió a sonreir. ¿A cuánta gente había saludado aquella noche? ¿Cómo podía recordar todos los nombres? ¿Y quién estaba casado con quién?


Las habitaciones de la mansión estaban maravillosamente decoradas y su excéntrica prima Pixie insistía en que el mérito de la boda era todo suyo. Al fin y al cabo, ella había presentado a los novios.


—Lo digo en serio, chicas. Esto es como el cuento de La Cenicienta.


Eso hizo que Paula recordase aquel baile en Las Vegas, con un vaquero desconocido de ojos negros como el terciopelo.


Su píncipe azul.


Era curioso. Pedro la salvó de un matrimonio falso con algún borracho y también la había salvado de un desastroso matrimonio con Alan Jennings.


Cuando se encontraron en Chicago, Paula descubrió que no podía ser. No podía mentirse a sí misma.


Después de cenar, cuando Santiago estaba dormido, Alan sacó una cajita del bolsillo.


—Es el anillo de pedida. Pero me temo que no te interesa, ¿verdad?


—No, Alan. Vas a tener que devolverlo.


—¿Qué ha pasado? ¿Es esa magia de la que hablabas?


—Sí.


—¿Y por qué no te has quedado con él?


—La magia no es suficiente, ¿sabes?


Intuición, había dicho Pedro. El amor crece poco a poco, como el musgo en un árbol. Pero ellos no habían tenido oportunidad.


—No, no es suficiente. Con mi mujer empezó así y después conseguimos una relación de amigos. Sigo echándola de menos. Pero contigo pensé hacerlo al revés. Primero amigos y después...


—No puede ser, Alan.


—Ya lo veo.


De mutuo acuerdo, decidieron volver a casa al día siguiente. Y al llegar, Paula recibió la noticia: su hermana se casaba con un millonario.


La última pareja del «Maratón de Cenicienta» había ganado el premio la noche anterior. 


Cuando les preguntaron qué pensaban hacer, ellos contestaron al unísono: ¡Divorciarnos!


Matrimonios, divorcio... todo era tan complicado.


Su hermana se acercó entonces y Paula volvió a sonreir.


—Paula, ¿tú crees que he hecho bien? —le preguntó Catrina, con expresión preocupada.


—¡Catrina¡ Patrick es...


—¡No, eso no! Es que esta mañana alguien llamó preguntando por ti y yo le dije... el caso es que está... —balbuceó su hermana, señalando por encima de su hombro—. Paula, está aquí.
Pedro Alfonso.


Pedro...


Llevaba un traje oscuro y se dirigía a ella a grandes zancadas. Con ese paso que Santiago había copiado y que a Paula volvía loca.


Todo el mundo estaba mirando y Pedro la tomó de la mano para salir al patio.


Cuando estuvieron solos, dejó escapar un suspiro.


—Mira, lo que dije sobre el amor...


—Era cierto, Pedro —lo interrumpió ella—. Lo he pensado muchas veces y no pienso casarme...


—Era una tontería —dijo Pedro—. A veces no ocurre lentamente. A veces te explota en la cara y no puedes trabajar y no puedes pensar —añadió, nervioso—. Le dije a tu hermana que venía para acá. A su boda... encontrarnos en una boda... Te quiero, Paula. Quiero casarme contigo.


—Pero Pedro...


—Ya sé que todavía estamos casados, pero la primera vez no era de verdad. Quiero hacerlo todo otra vez, Paula.


—Oh, Pedro...


—Y esta vez lo diré de corazón. Te quiero, Paula. Y quiero a Santi. Y mi madre te quiere a ti...


—Y a mí me encanta tu familia, Pedro. Y el rancho y...


Hablaron los dos a la vez, quitándose las palabras, intentando controlar la emoción que amenazaba con desbordarse.


Un día te casaste conmigo con un vestido prestado. ¿Podrías pedir otro y volver a casarte conmigo esta noche, Paula?


Pedro no esperó respuesta. La aplastó contra su pecho y la beso como si quisiera convencerla de que nadie en el mundo podría besarla como él.


Ella no podía respirar. No sabía si era por el beso o porque estaba llorando. De felicidad, de asombro, de incredulidad...


¡Pedro estaba allí, pidiéndole que se casara con él!


—¿Quieres que le pida a mi hermana el vestido? ¿De verdad?


—Sí, mi amor.


—Te quiero, Pedro.


De modo que en la mansión Van Shuyler hubo dos bodas aquella noche. Catrina se quitó el vestido y lo prestó a su hermana para que se casara con el guapo vaquero por segunda vez.


—¿Segunda y última? —le preguntó Pedro más tarde, de vuelta en casa de Pixie.


Santiago estaba dormido, pero Paula y Pedro no pensaban dormir en toda la noche.


—Sí, aunque me da pena que Luisa y tu abuelo no hayan podido estar presentes —suspiró ella.


—Mi abuelo sigue en el hospital. En cuanto vuelva a casa, mi madre se irá a Las Vegas para conocer a su nieto... Ah, no te he dicho que Lena llamó hace unos días para decirnos que Manuel y ella están prometidos.


—Habría estado bien invitarlos a nuestra boda.


—Me parece que tendré que comprarte otro vestido de novia y hacer una tercera ceremonia en el rancho —suspiró Pedro.


—En el rancho... —sonrió ella.


—Tus hermanas vendrán a la tercera boda, por supuesto.


—Esto de casarse contigo podría convertirse en una adicción —rio Paula.


—¿Por qué no? Estás guapísima con un vestido de novia. Eso es lo que pensé cuando te vi en Las Vegas.


—¿De verdad, vaquero?


—Tan guapa, mi amor...


Paula besó a su marido y él le devolvió el beso. 


Y, como la noche que se conocieron, no pegaron ojo hasta el amanecer.


Pero aquella vez no estuvieron hablando.




BESOS DE AMOR: CAPITULO 23




Pedro había oído voces un segundo antes de que santiago saliera de la oficina. El pobrecito estaba pálido y corría como un loco.


—¡Pedro! ¡Ese hombre le está haciendo daño a mi mamá! ¡Tienes que salvarla!


—Cariño... —murmuró Luisa, tomándolo en brazos.


Pedro no perdió un segundo. Entró en la oficina como una tromba, mientras no podía dejar de pensar algo quizá absurdo: «Santiago ha venido a pedirme ayuda». «Ha confiado en mí».


—¿Qué estás haciendo? —exclamó, apartando la mano del hombre.


Pedro, ha dicho algo de un dinero —se apresuró a decir Paula—. Pregúntale. Yo creo que sabe algo. ¿Qué es, un seguro? Dígalo, Thurrell.


—Mi padre no tenía ningún seguro —murmuró Pedro—. ¿Qué es eso de un dinero Raul?


—No sé de qué está hablando...


—¿Qué es eso de un dinero? —repitió él, con expresión amenazante.


Thurrell se dejó caer sobre la silla.


—No hemos hecho nada. Mi hermana y yo sólo queríamos recuperar lo que era nuestro —murmuró, con la cara entre las manos—. Todo esto ha sido un error. Pensábamos que abandonaría hace meses y... Cálmate, Alfonso. Te lo contaré todo.



****

—Señor Garrett, ¿le importaría explicarme todo eso otra vez? —dijo Luisa, atónita.


Estaba pálida, pero había un brillo de esperanza en sus ojos.


Había pasado una hora desde la extraordinaria revelación de Raul Thurrell y se encontraban en el despacho de Haydon Garrett, el abogado de la familia Alfonso.


—Pues es muy simple... Bueno, quizá no. el caso es que Francisco Alfonso sabía perfectamente lo que estaba haciendo cuando compró Thurrell Creek. El único problema es que no tuvo tiempo de explicárselo a nadie.


—Lo sabía —murmuró Luisa—. Sabía que quería decir algo en el hospital.


—Desde luego —asintió Garrett—. Cuando Stannard firmó el acuerdo de venta, fue al garaje de Raul Thurrell para contárselo. Él se puso furioso y fue corriendo a pedirle explicaciones a Francisco.


—Fue a ver a mi padre...


—Y lo encontró en su coche. Tuvieron una discución muy acalorada y su padre sufrió un infarto. Raul llamó a una ambulancia, como sabe, y esperó unos días. Al descubrir que Francisco había muerto sin recuperar el conocimiento, decidió actuar. O, más bien, no actuar. No decir nada sobre esto. Haydon Garrett sacó un papel y se lo entregó a Luisa.


—Un seguro de vida. Y por muchísimo dinero —murmuró la mujer.


—Muy generoso, cierto.


—Yo no sabía nada. Francisco tenía un seguro de vida y no me lo dijo... Por Manuel, claro. Mi marido siempre era muy discreto sobre todo lo que tenía que ver con el dinero.


—Tampoco me lo dijo a mí —asintió el abogado.


—No quería que Manuel lo supiera. Nunca confío en mi hijo.


—No, mamá —intervino Pedro—. Era Manuel quien no confiaba en papá. Él intentó...


—La culpa era de los dos —lo interrumpió su madre—. Tu padre conoció a Blaine y siempre vio en Manuel a mi primer marido. Lamento tener que decir eso, pero es la verdad. Francisco nunca confió en Manuel, nunca le dio una oportunidad.


Pedro la miró, confuso. Estaba tan pálido que a Paula se le encogió el corazón.


—El seguro de vida cubrirá todos los gastos del rancho. Podrán volver a contratar peones, comprar ganado... —siguió diciendo Clayton Garrett.


—¿Y qué es lo que Raul y C.J. Thurrell querían? —preguntó Luisa entonces.


—Que les vendieran el rancho —contestó el abogado—. Tendrán que decirme si quieren poner una demanda. Pero ahora mismo, yo creo que deberían irse a casa a descansar.


—Yo tengo que irme —dijo Paula, levantándose—. Debo estar en Trilby a las doce y...


—Quizá tengamos que ponernos en contacto con usted, señorita. En caso de que haya demanda.


—Muy bien —murmuró ella—. Me alegro mucho por el rancho, Luisa —añadió entonces, sin saber qué decir.


Se lo habría dicho a Pedro, pero si se dirigía a él se pondría a llorar. Estaba segura.


—Gracias —dijo la mujer.


—Llámanos cuando llegues a casa —le pidió Pedro.


Tenía la boca seca y un peso en el corazón. 


¿Ella se marchaba? ¿Se iba de verdad?


—Lo haré —dijo Paula.


Sus ojos se encontraron, pero ninguno de los dos dijo nada. ¿Qué podía decir, adiós?


—Te acompaño al coche.


—No, por favor.


—Muy bien.


Menos de un minuto después, Pedro oía el motor del coche. Y después lo vio desaparecer por la carretera.




BESOS DE AMOR: CAPITULO 22




A las siete de la mañana, Paula ya había guardado sus cosas en la bolsa de viaje.


Cuando levantó la cabeza encontró a su hijo mirándola, con los ojitos llenos de sueño.


—¿Las vacaciones han terminado? —preguntó, al verla con la bolsa.


—Es un poco triste, ¿verdad?


—¿Podemos volver la semana que viene, mamá?


Oh, no.


—Esto está muy lejos, cariño.


—Pero entonces Luisa, Pablo y Pedro podrían venir a casa —dijo Santiago.


—Quizá algún día —sonrió Paula.


No irían, pero era difícil explicarselo a un niño.


Era mejor decir: «quizá», «algún día». Los niños olvidan fácilmente.


Mucho más que los adultos.


Apenas había visto a Pedro desde el día anterior. Comió a toda prisa y después se
fue a Bozeman para ver a su abuelo y llevar a Luisa de vuelta al rancho.


Por lo visto, Pablo estaba bien, pero tendría que quedarse en el hospital durante, al menos, quince días.


Luisa había empezado a planear casi inmediatamente cómo se distribuirían el trabajo en el rancho, pero Pedro la interrumpió muy serio.


—Ya da igual, mamá —dijo, como si cada una de esas palabras lo estuviera matando—. No podemos contratar peones y... No quería hablar de esto hoy, pero...


—¿Cómo que da igual? ¿Por qué dices eso, hijo?


—Tenemos que vender el rancho.


—¡Pedro!


—Por favor, no discutas. Deberíamos haber vendido antes, la primavera pasada. Pero ahora ya no hay nada que hacer —dijo él, sin mirarla—. No pienso dejar que te sigas matando a trabajar. Y no pienso dejar que el abuelo se mate por buscar unas malditas vacas. Quiero que conozcas a tu nieto, quiero que estés con Manuel una temporada.


—Pero...


—El rancho está en venta, mamá.


Después de decir eso Pedro salió de la cocina, dejando a Luisa con la boca abierta.


Y aquel momento, mientras cerraba la bolsa de viaje, Paula sentía el deseo de decirles que se quedaba. Que quería compartir con ellos lo que les deparase el futuro.


Qué absurdo, pensó.


Los Alfonso no querrían compartir su dolor. Era privado. Lo único que deseaban era que se fuera con su hijo para poder llorar a gusto.


Cuando Santiago estuvo vestido, bajaron a la cocina. Luisa y Pedro estaban en los establos y Paula llamó a Raul Thurrell para confirmar que iba a alquilar un coche.


Le dio el desayuno a Santiago, puso una lavadora y cuando estaba limpiando la cocina oyó entrar a Pedro.


—Ya estamos listos.


—Voy por las llaves —dijo él—. Mi madre viene también.


Llegaron a Blue Rock enseguida. Qué curioso, a Paula le había parecido que estaba mucho más lejos.


Pedro guardó su bolsa de viaje en el maletero del coche de alquiler sin decir nada.


—Con este no tendrá ningún problema —le aseguró Raul Thurrell—. Si no le importa firmar los papeles...


El hombre la llevó a su oficina y Paula se sintió angustiada. Aquel despacho era un desastre, con papeles manchados de grasa, papeles con el logo de una empresa mezclados con los de otra, facturas hechas a mano...


—Nosotros esperaremos fuera —dijo Pedro.


—De acuerdo.


No había necesidad de que él y Luisa esperasen. Podrían haberse despedido en aquel momento y todo habría terminado. Pedro firmó los papeles del divorcio la noche anterior y Alan había aceptado encontrarse con ellos en Chicago.


Pero Paula no quería decirles adiós.


Aún no. Quería esperar unos minutos más.


—¿Lo ha pasado bien en el rancho? —preguntó Thurrell que, al menos, aquel día no estaba borracho.


—Muy bien.


—¿Vuelve a casa?


—Sí.


—¿Qué tal les va a los Alfonso? —preguntó él entonces, como si no estuviera muy interesado.


—Bien.


—¿Ah, sí? Pues parece que usted huye del barco que se hunde. Me han dicho que el viejo Pablo está en el hospital y no creo que puedan seguir adelante con el rancho —dijo Thurrell entonces, sin poder disimular la satisfacción.


—¡Claro que pueden! —exclamó Paula, furiosa.


—No diga tonterías. ¿Cuánto tiempo podrán aguantar? Mi hermana y yo queremos comprar ese rancho desde hace tiempo. ¿Por qué no nos lo venden? Si hubiera sabido que iban a poder tirar sin el dinero que les...


Thurrell no terminó la frase.


—¿Qué dinero? —preguntó ella.


—El que no tienen.


—No, no ha dicho eso. Ha dicho «sin el dinero». ¿A qué dinero se refería?


—Me ha entendido mal, señorita —dijo él entonces, con expresión amenazadora.


—¿Ah, sí? —replicó Paula, sin amedrentarse.


—No se meta en esto, ¿vale?


—Me meto porque me concierne —replicó ella.


—Esto no es asunto tuyo. Creáme, vuelva a su casa o lo lamentará —dijo Thurrell entonces, apretando su brazo.


Santiago había salido corriendo de la oficina, seguramente para llamar a Pedro. Y Paula no tenía miedo. Sabía que él la protegería.


—¿Lo lamentaré?


—Eso he dicho.


—¿Cómo, señor Thurrell? ¿Qué piensa hacerme?