domingo, 9 de abril de 2017

DESCUBRIENDO: CAPITULO FINAL




Aunque ya era casi verano en Italia, hacía fresco cuando Paula salió con Pedro a la terraza del Sorella para enseñarle su vista favorita de Monta Correnti.


—Ven aquí —le dijo él al verla temblar. La abrazó—. Deja que te dé calor.


Paula rió.


—Eso, siempre.


Se acurrucó contra él y miró hacia el mar de tejados de terracota, de hileras de olivos con las colinas de fondo.


—¿Qué te parece mi ciudad natal?


—Es increíble. Preciosa. No sé cómo pudiste marcharte de aquí.


—Porque sólo un paisaje no puede hacerte feliz.


Pedro le dio un beso en la mejilla.


—Eso no te lo voy a discutir.


Paula se giró y le sonrió. Luego levantó la mano para admirar, una vez más, el bonito zafiro verde de su anillo de compromiso.


—Estos últimos días han sido los más felices de mi vida.


—Y los más ajetreados.


—Sí —recordó las reuniones, las conferencias de prensa. Pero ya había pasado todo—. Me alegro de haber dimitido. Qué alivio. Aunque todavía no me he acostumbrado a la libertad.


—No creo que te arrepientas.


—Yo tampoco.


Pedro le dio otro abrazo y otro beso en los labios.


Cuando se separaron, Paula le preguntó:
—¿Qué te parece la sugerencia que ha hecho mi madre de celebrar nuestra boda en el palacio de Romano?


—¿A ti te gustaría?


—Tengo que admitir que parece sacado de un cuento de hadas. En el lago Adrina. No te asustes, pero creo que sería estupendo invitar a toda la familia, incluso a mis primos de Nueva York.


Pedro sonrió.


—Haré lo que sea siempre y cuando te cases conmigo.


—Podría ser la excusa perfecta para reunir a toda mi familia.


—En ese caso, decidido. Invitaremos a todo el mundo.


—¿Te has dado cuenta de que has impresionado a toda mi familia?


—Han sido muy amables conmigo.


—¿Amables? —Paula rió—. Te adoran, Pedro. Los has conquistado. En especial, a mi madre. E incluso a Isabella, y eso que está loca por Max.


Paula llamó esa misma noche a su prima para contarle sus últimos planes, pero a Isabella no pareció gustarle demasiado la idea de una recepción en el palacio.


Más tarde, en la cama de la habitación de invitados de la casa de Lisa, Paula se lo contó a Pedro.


—Tengo la sensación de que esta boda va a unir o a romper definitivamente a mi familia.


—No te preocupes más de la cuenta. Todo irá bien.


—¿Cómo puedes estar tan seguro?


—Porque estamos tan enamorados que vamos a contagiárselo a todos los demás.


Paula lo abrazó.


—Sería estupendo que tuvieses razón.


—La tengo —dijo Pedro, dándole un beso en los labios. El primer beso de la noche—. Espera y lo verás.


Fin






DESCUBRIENDO: CAPITULO 34




«Sólo un par de pasos más».


Paula miró el avión y sólo pudo pensar en su llegada a Savannah. Aquello había sido el principio.


Miró a Pedro de nuevo. No se había movido de donde estaba. Y era evidente que estaba sufriendo. Y mucho.


Pensó que se había centrado en su carrera durante mucho tiempo, y que si en esos momentos estaba dándole la espalda a Pedro, era por eso.


Pedro quería formar una familia con ella y sus gemelos. La amaba. Y quería a sus hijos también. Y ella iba a hacer lo mismo que había hecho la madre de Alessandro y Angelo con su tío Luca, lo mismo que su madre con su padre.


¿Cómo podía hacer algo así? ¿Cómo podía hacérselo a sí misma? ¿A sus hijos? Y, sobre todo, ¿cómo podía hacérselo a Pedro?


Empezó a rompérsele el corazón y se dio la vuelta.


Echó a correr.


Pedro vio a Paula corriendo.


Tenía lágrimas en las mejillas, pero estaba sonriendo. 


Riendo.


Soltó las maletas y corrió hacia ella también.


—No puedo hacerlo —dijo Paula—. Te quiero.


—Claro que sí.


—Pensé que podía marcharme, pero no puedo. Si me marcho, ambos seremos infelices para el resto de nuestras vidas.


—Mi amor.


—No es porque quiera que me ayudes con los niños, Pedro. Se trata de ti, de lo que siento por ti.


Él la besó en la nariz, en los párpados.


—Podemos hacer que funcione. Yo puedo dejar la política.


—No lo hagas por mí, senadora. Hazlo sólo si de verdad quieres hacerlo.


—Quiero dejarlo. Te quiero a ti, Pedro. Quiero que formemos una familia. Te prometo que te haré feliz.


—Ya me has hecho feliz. Sólo hay una cosa que podría hacerme todavía más feliz.


—Haré lo que haga falta. Te quiero. ¿Qué es?


—Cásate conmigo.


Ella lo miró a los ojos.


—La respuesta es sí. Mil veces sí. Y te prometo que vamos a tener el matrimonio más feliz del mundo.





DESCUBRIENDO: CAPITULO 33





Esa noche, a las diez, las maletas de color verde claro de Paula ya estaban cerradas al lado del armario. Sus libros estaban en el bolso de viaje, su ordenador en la funda y había organizado un vuelo chárter para la mañana siguiente a primera hora.


No tenía ni idea de dónde estaba Pedro. No lo había visto durante la cena. Y ella estaba sola en su habitación, sintiéndose fatal.


Intentó concentrarse en la idea de que cinco meses más tarde tendría dos bebés.


Ellos lo serían todo en su vida, dos compañeros perfectos, dulces. Tenía que ser así.


Entonces se dio cuenta de que ya los estaba presionando, antes de que naciesen, de que estaba esperando que llenasen el vacío que Pedro iba a dejar en su vida.



****


El avión debía llegar a las nueve y cuarto.


Pedro se levantó bastante temprano y se saltó el desayuno para meter a los caballos en el establo y limpiar la pista de aterrizaje. Cuando volvió a la granja, vio el equipaje de Paula al final de las escaleras.


Lo metió en la parte trasera del coche sin pensar. Desde que había leído la nota de Paula, había intentado que no le afectase. Había actuado como un robot, era el único modo de hacerlo.


Paula apareció vestida con los vaqueros favoritos de Pedro, unos azules claros, y con una camiseta verde clara con volantes en la parte delantera.


Pedro pensó que había fracasado. Una vez más.


No había conseguido convencer a Paula de que la amaba y de que tenían que estar juntos. Tal vez debía de habérselo dicho antes, con flores y la rodilla clavada en el suelo. En cualquier caso, lo había estropeado todo.


Y ella había vuelto a convertirse en la senadora Chaves.


En esos momentos, ya era demasiado tarde. Se iba a marchar.


Se saludaron brevemente y fueron hacia la pista de aterrizaje. Llegaron a ella al mismo tiempo que el avión.


Paula estaba pálida cuando salió del coche.


—¿Estás segura de que puedes volar? —le preguntó Pedro—. No tienes buena cara.


—Estoy bien. Es sólo que no he dormido mucho. Pedro, quiero darte las gracias… por todo.


Él estaba muriéndose por dentro, pero se obligó a hablar.


—Mírame, Paula.


Ella negó con la cabeza, con la mirada clavada en el avión.


—Paula.


Por fin, giró la cabeza. Tenía lágrimas en los ojos, le temblaba la barbilla.


—Te quiero —le dijo Pedro, y los ojos se le llenaron de lágrimas también—. Te quiero tanto que haría cualquier cosa por ti.


Pedro, por favor —dijo ella, con las lágrimas corriendo por su rostro—. No lo hagas más difícil.


—No puede ser más difícil —dijo él desesperado—. Sabes que vas a tardar mucho tiempo en superar esto, ¿verdad?


Ella se giró de repente y empezó a andar hacia el avión.


Pedro no la siguió. Sólo deseaba soltar las maletas, echarse a Paula al hombro y llevársela de allí.


¿Cómo iba a dejarla marchar?


¿Cómo iba a vivir sin ella?


Paula se detuvo y lo miró. Él seguía allí, con una maleta en cada mano.


Ella miró el avión, después otra vez a Pedro.


Era evidente que estaba dudando. Él se quedó inmóvil, con el corazón acelerado.








DESCUBRIENDO: CAPITULO 32





Paula todavía estaba aturdida cuando entró en la cafetería. Vio a Pedro de pie, al lado de la mesa que daba a la ventana, lo vio saludarla y sonreír y sintió ganas de besarlo.


—Tengo la sensación de que necesitas sentarte —comentó él, ofreciéndole una silla.


—Gracias.


Pedro le pidió a la camarera té para los dos.


—¿Qué tal ha ido? ¿Estás bien? —le preguntó con cierta ansiedad.


—No ha ido como esperaba —admitió ella, todavía en estado de shock.


—¿Pasa algo? ¿Tú estás bien?


—Sí, estoy bien. Fuerte como un toro —se inclinó sobre la mesa y bajó la voz para continuar—: Pero me temo que no voy a tener una Madeline, sino dos niños.


—¿Dos? ¿Gemelos? Eso es estupendo, Pau —Pedro le agarró la mano—, pero creo que es mejor que nos vayamos a otra parte para que me lo cuentes todo.


—Sí, por favor.


—He pedido unas hamburguesas, les diré que nos las pongan para llevar.


—Buena idea.


Pronto estuvieron fuera de la cafetería con la comida.


—¡Gemelos! ¡Vaya! Es increíble. Enhorabuena —la abrazó con un solo brazo—. ¿No estás contenta?


—No lo sé —contestó ella con toda sinceridad. Todavía no podía creérselo.


Compaginar un bebé con su carrera era factible. ¿Pero gemelos? ¿Cómo iba a criar a dos niños sola, aunque contase con la ayuda de una niñera?


—Sube al coche —le sugirió Pedro—. Iremos a Emu Crossing. Hay un lugar que es agradable para hacer un picnic.


—Gracias.


Mientras llegaban allí, Paula siguió dándole vueltas al tema. Gemelos. El doble de trabajo.


¿Y qué sabía ella de niños? Se había repetido la historia de su tío Luca, que también había tenido gemelos. En cualquier caso, ella nunca abandonaría a sus hijos. Ya fuese trabajando en política o en cualquier otra cosa, haría todo lo que estuviese en su mano para que sus hijos tuviesen la mejor vida posible.


Animada por esa decisión, sonrió a Pedro.


—Creo que poco a poco estoy haciéndome a la idea.


—Me alegro.


Pedro redujo la velocidad y llegó hasta un lugar perfecto para hacer un picnic, cubierto de hierba y situado al lado de un arroyo. Echó la manta al suelo y se sentaron a comer las hamburguesas.


—Qué rica. No me había dado cuenta de que tenía tanta hambre —comentó Paula.


—Tienes que comer por tres —luego, levantó su botella de agua—. Por tu nueva noticia.


—Es una buena noticia, ¿no crees?


—Por supuesto que sí —dijo él, pero poco a poco dejó de sonreír y se puso serio—. ¿No crees que tus hijos van a necesitar un modelo masculino?


—Bueno, yo crecí sin padre y no me ocurrió nada.


—Pero en cuanto tuviste dieciocho años, viniste a estar con él. Y estoy seguro de que te recibió con los brazos abiertos.


Eso era cierto. De repente, Paula sintió que le quemaba la garganta. Le picaban los ojos y había perdido el apetito.


¿Había cometido un tremendo error al intentar hacer aquello sola? Durante mucho tiempo, lo primero había sido su carrera, pero después había deseado tanto ser madre, que había planeado ser madre y padre al mismo tiempo, pero eso no era posible.


Miró a Pedro, que era perfecto para ser padre: cariñoso, divertido, masculino y atlético, duro, pero sin ser brusco. Los niños lo adorarían.


Y ella lo adoraría.


Pedro se dio cuenta de que Paula se estaba poniendo tensa.


La vio abrazarse las rodillas y se dio cuenta de que le estaba temblando la barbilla. Y vio correr una lágrima por su rostro.


Al ver aquello no pudo contenerse más.


—Eh —se echó hacia delante y la abrazó—. Eh, Pau. Pau.


No podía soportar verla llorar, pero si lo hacía, él la reconfortaría. La amaba, y ella lo necesitaba. De eso seguía estando seguro.


—Lo siento —sollozó Paula.


—No pasa nada, estás sometida a demasiada presión.


—Sí —admitió ella, sonriendo débilmente. Levantó una temblorosa mano y le tocó la barbilla—. Gracias.


—Paula, tienes que dejar que te ayude. Si me das una oportunidad, no te defraudaré.


—No puedo pedirte tanto, Pedro. Ya me has ayudado demasiado. Y tengo cuarenta años, me voy a poner enorme, voy a tener dos bebés y…


—No me importa, Paula. Nada de eso me importa. ¿Por qué no puedes creerme?


Paula sacudió la cabeza.


—Te quiero, Paula. Quiero formar parte de tu vida. De verdad. Te quiero.


A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.


—Por favor, no digas eso —susurró—. No debes hacerlo.


—Es la verdad. Me enamoré de ti en cuanto te vi. Estoy loco por ti. Y sé que me necesitas. Y tus niños van a necesitarme.


—Oh, Pedro —apartó las manos de las suyas y se levantó.


Pedro la imitó.


—¿No lo entiendes? —le dijo ella—. No puedo acudir a ti porque tenga problemas. Ya me siento bastante mal por haber estado explotándote.


—¿Explotándome? ¿Estás loca? Eres lo mejor que me ha pasado en toda mi vida.


—Creo que va siendo hora de que me marche de Savannah, para que tú puedas volver a la normalidad.


—¿A la normalidad? ¿Qué dices, Paula? —rió Pedro—. Lo normal para mí sería volver a tenerte en mi cama.


Ella gimió y cerró los ojos.


Sin dudarlo, Pedro se acercó, la abrazó y le dio un beso.


Ella deseó protestar, apartarlo, pero no podía dejar de pensar en que la amaba, la amaba, la amaba… y se sentía bien, feliz.


Hasta que Pedro la soltó.


De repente, volvió a la realidad, entró en razón.


—Ese beso no me ha ayudado nada, Pedro.


—Te equivocas.


—¿Qué crees que me has demostrado al besarme?


—Que me deseas.


Por desgracia, era cierto. Se puso recta.


—Ya hemos hablado de todos los motivos por los que no podemos tener un futuro. ¿Por qué quieres hacer que mi marcha sea tan difícil?


—Porque estás siendo muy testaruda. No quieres admitir lo que sientes.


—Tengo que marcharme, Pedro —insistió ella sin mirarlo a los ojos—. Siento haber permitido que nuestra aventura se me fuese de las manos.


Pedro no contestó. Se giró hacia el arroyo y empezó a tirar palos. No la miró.


—Tengo que hacer esto sola, Pedro. Son mis responsabilidades, no las tuyas.


El trayecto de vuelta a Savannah fue tenso y silencioso.


Paula intentó decirse a sí misma una y otra vez que estaba haciendo lo correcto