domingo, 11 de septiembre de 2016

EL ANONIMATO: CAPITULO 14





—¿Qué tal te fue anoche con Pedro? —le preguntó Esteban, mientras desayunaban a la mañana siguiente.


—¿Qué estuviste anoche con Pedro? —quiso saber Karen, asombrada.


—Se pasó por aquí —contestó ella muy tensa—. Estuvimos charlando durante un rato, aunque tuvo una conversación mucho más interesante con Esteban.


—¡Maldita sea! —exclamó él.


Enseguida, el rubor le cubrió las mejillas.


—Me alegra saber que te pusiste de mi parte. En realidad, es bastante tierno por parte de Pedro sentirse tan preocupado por mí, aunque me moleste que piense que no tengo ni un gramo de sensatez en la cabeza.


Karen escuchaba atentamente, completamente atónita por lo que oía.


—Dios santo… Pedro es tierno y enojoso a la vez. ¿Y dónde estaba yo cuando ocurría todo esto?


—Metida en la cama, esperando a tu marido —dijo Paula—. ¿Ves lo que ocurre cuando se piensa solo en una cosa? Te pierdes toda la diversión que pasa por aquí.


—Bueno —susurró Karen, sonrojándose. Entonces, miró apasionadamente a su marido—, yo no estaría tan segura.


—Yo me marcho al establo. Si los caballos están en celo, al menos no tengo que escucharlos…


—Pero yo quiero que me cuentes todo lo que hablaste con Pedro, Paula. No me voy a olvidar…


—Sí, ya lo sé —suspiró ella—. Es una triste verdad que voy a tener que aceptar. Eres la celestina más insistente de las de tu clase, y yo tengo la mala fortuna de vivir bajo tu mismo techo.


—Podrías irte a vivir con Pedro —sugirió Esteban.


—¿Qué es lo que he hecho yo? —suspiró ella, resignada—. Eres peor que ella.


—En realidad, yo creo que formamos un equipo fantástico —dijo Karen—. Acéptalo, tesoro. No puedes escapar a tu destino.


—Me niego.


—Lo sé —replicó Karen, con una sonrisa—. Precisamente por eso esto resulta tan divertido.





EL ANONIMATO: CAPITULO 13




Después de varios días, Pedro se vio obligado a aceptar el hecho de que había subestimado a Paula cuando pensó que no era nada más que una niña mimada y rica que estaba de paso en el rancho. Tenía la cabeza bien asentada sobre los hombros y una habilidad real con los caballos. 


Parecía tener un don mágico para aquellos animales. 


Aunque todavía no había conseguido resolver el problema de Señorita Molly, le iba muy bien con Medianoche. El semental se acercaba a ella inmediatamente en cuanto la veía, algo que Pedro podía entender perfectamente. El caballo era macho, ¿no? Y Paula era una hembra de los pies a la cabeza.


Se sentía más impresionado por el modo en que se ponía a trabajar sin que nadie se lo pidiera. No le importaba mancharse, ni se quejaba nunca del calor, de las uñas rotas o de la paja que se le enredaba en el cabello.


Al final de la primera semana que pasaron trabajando juntos, se acercó a él y, con las manos en las caderas, los vaqueros muy sucios, la blusa húmeda y las mejillas arreboladas, le dijo:
—¿Algo más?


Pedro no pudo resistirse.


—Solo esto —murmuró.


Entonces, le dio un beso que subió la temperatura del establo a niveles peligrosos.


En el minuto en que la soltó, Pedro se dio cuenta de que había cometido un error. Un hombre que cruzaba esa clase de línea y descubría que la tentación era tan espectacular como prometía ser, estaba más o menos destinado a repetir la experiencia.


—¿A qué ha venido esto?


—Ojalá lo supiera —susurró él.


Como el deseo de volver a besarla era irresistible, se dio la vuelta antes de poder repetir la experiencia.


Trabajó hasta el agotamiento durante el resto del día. 


Desgraciadamente, nada pudo borrar de su memoria el recuerdo de los labios de Lauren ni de la suavidad de sus curvas.


—Idiota —murmuró


A medida que la noche fue pasando, las lamentaciones de Pedro se fueron haciendo aún mayores. El sabor de los labios de Paula seguía dentro de él, igual que ocurría con la pasión, con el anhelo. Iba de un lado a otro de su casita de tres habitaciones, lleno de inquietud. Por fin, se acomodó en el porche. Cuando el balancín no consiguió relajarlo, se dirigió a la casa principal, decidido a verla. Tal vez un enfrentamiento con ella, el intercambio de unas palabras algo caldeadas le recordaría por qué no había debido besar a Paula en primer lugar. Dado que casi nunca tenían una conversación civilizada, se dio cuenta que la posibilidad de una discusión era bastante alta.


Encontró a Paula sentada en los escalones del porche, con unos vaqueros y una camiseta de hombreras que deberían haber estado prohibidos para alguien con un cuerpo como el de ella. ¿Cómo podía pensar un hombre cuando una mujer iba vestida de aquella manera?


—Esteban está dentro —dijo ella, cuando lo vio.


—No he venido a ver a Esteban.


—¿Cómo?


—Sobre lo de esta mañana… —comenzó, metiéndose las manos en los bolsillos, mientras se mantenía a una prudente distancia.


—¿Sí?


—No tenía ningún derecho a hacer lo que hice.


—¿Te refieres a lo de besarme?


—Claro que me refiero a eso —le espetó—. ¿Por qué si no me iba a estar disculpando?


—¿Eso lo que estás haciendo? —preguntó ella, con una ligera sonrisa en los labios —. ¿Estás disculpándote?


—Sí, maldita sea.


—Eso debe de ser una experiencia completamente nueva para ti —comentó, entre risas.


—¿Por qué?


—Porque no se te da muy bien —replicó Paula—. No importa —añadió, cuando vio que Pedro estaba a punto de darse la vuelta y marcharse—. No tienes por qué disculparte, pero no te acostumbres.


—Créeme, no lo haré —prometió él.


Decidió que, en lo sucesivo, mantendría las distancias con ella.


—¿Te apetece un poco de té helado?


—¿Cómo dices?


—No es una pregunta muy difícil —respondió ella, entre risas—. Es una noche muy calurosa. Te he preguntado si te apetecía un poco de té helado. Tengo aquí una jarra. Puedo entrar en la cocina a buscar otro vaso.


Pedro consideró aquel gesto de amistad. ¿Qué mal podría haber en ello, especialmente cuando acababa de dejar todas las cartas encima de la mesa? Paula sabía que no iba a haber más besos. Además, había planeado mantenerse alejado de ella en lo sucesivo. Mientras tanto, no había razón para no compartir con ella unos minutos de cortés conversación.


—Claro —dijo él, por fin—, pero iré yo a buscar el vaso. Sé dónde están…


Así tendría la oportunidad de disfrutar de unos minutos para despejarse y olvidarse de la tentación de volver a besarla. Se imaginó que sentaría un muy mal precedente si la besaba cinco minutos después de haber prometido que no volvería a hacerlo.


—Como quieras —replicó ella, como si no le importara en absoluto.


Por alguna razón, aquello molestó a Pedro casi tanto como todo lo que Paula hacía.


Pasó a su lado, entró en la cocina y tomó un vaso. Iba camino del porche cuando Esteban lo sorprendió.


—¿Necesitas algo, Pedro?


—Solo he entrado por un vaso.


—¿Es que no tienes ninguno en tu casa?—le preguntó Esteban, con cierta sorna.


—Es que Paula me ha invitado a que me tome un vaso de té helado con ella —respondió, apretando los dientes.


—Entonces, ¿os lleváis ya los dos mejor?


—Es una prueba constante para nuestro instinto natural, pero lo estamos intentando.


—Me alegro. Bueno, que os divirtáis.


—Podrías salir y unirte a nosotros —dijo Pedro, desesperado por tener más compañía.


—No. Yo tengo planes y no os incluyen a vosotros. Karen está arriba.


—Sí, claro —musitó Pedro. ¿Cómo no se lo habría imaginado?—. Bueno, hasta mañana.


—Nos vemos al alba. Tenemos que llevar la manada a los pastos del oeste.


Pedro se le había olvidado completamente que se había ofrecido a ayudarle.


—¿Y Paula?


—¿Qué pasa con Paula?


—Tal vez sea mejor que le diga que se pase el día de compras o algo por el estilo.


—Claro, ¿por qué no? —dijo Esteban, con una enorme risotada—. Creo que, después de todo, voy a aceptar tu invitación.


—No crees que le parezca bien, ¿verdad?


—Creo que te cortará en trocitos si le sugieres algo como eso —comentó Esteban alegremente.


—Solo era una idea. No quiero que esté con Medianoche a solas sin nadie para echarle una mano.


—Entonces, cuéntale lo que te preocupa y deja que sea ella quien decida.


—¿Ella? Paula es impulsiva y testaruda. Se pasará todo el día con ese maldito caballo solo para molestarme.


—Será su elección.


—¿Y si regresamos y la encontramos tumbada en el suelo con un par de costillas rotas o algo peor? ¿Será eso también su elección?


—Estás realmente preocupado, ¿verdad, Pedro? ¿Es que no van tan bien las cosas como yo había esperado?


—Hasta cierto punto, pero Paula es la clase de mujer que siempre va al límite, y tú lo sabes.


—Habla con ella. Paula es mucho más sensata de lo que tú te piensas. No va a hacer ninguna locura.


—Está bien —dijo Pedro, en tono sombrío—. Hablaré con ella, aunque no creo que sirva de nada.


Con eso, abrió la puerta y salió al porche tras dar un buen portazo. Así, ella no podría acusarlo de moverse solapadamente.


—Me alegra saber que tienes una impresión tan favorable de mi sentido común —dijo Paula, suavemente.


Pedro lanzó un gruñido. No se le había ocurrido pensar que ella podría escucharlo todo.


—Lo siento…


—¿De verdad? ¿O es que sientes que te haya oído?


—Más bien lo último —contestó él, con cierto candor—. Trato de no insultar a las mujeres en su cara.


—¿Y por la espalda?


—Si vamos a tener un enfrentamiento verbal, ¿te importa darme un poco de té?


—Ahí está la jarra. Sírvete tú mismo.


Muy a su pesar, Pedro reprimió una sonrisa. Debería haberse imaginado que Paula no iba a servirle. Se sirvió él té, dio un largo trago y trató de encontrar una excusa para defenderse.


—Dado que has oído todo lo que hemos dicho, supongo que no habrá posibilidad alguna de que consideres irte mañana a Winding River para pasarte el día de compras, ¿verdad?


—No. La constancia es algo muy importante cuando se trabaja con un caballo. Necesito quedarme aquí.


—¿Me prometes al menos no meterte en el corral? —sugirió él, sabiendo que Paula tenía razón.


—Medianoche no va a hacerme ningún daño.


—Maldita sea, eso no lo sabes. Hace unas pocas semanas era completamente salvaje.


—Y cada día confía más en mí. Lo has visto tú mismo.


—No quiero que confíes y que corras riesgos, especialmente cuando no hay nadie para ayudarte.


—Esta no es una típica orden machista, ¿verdad? —preguntó ella. De repente, la expresión de su rostro se había suavizado—. Estás realmente preocupado por mí.


—No estoy seguro que el seguro de Esteban y Karen tenga suficiente cobertura como para repararte la cabeza —respondió, sin admitir que realmente le preocupaba.


—No. Estás realmente preocupado por mí, ¿verdad, Pedro? Admítelo.


—De acuerdo —confesó él, tras una pequeña pausa—. Sí, estoy preocupado por ti.


—¿Por qué?


—Porque todo lo que tenga que ver con los caballos de por aquí es responsabilidad mía.


—Entonces, esto es puramente una preocupación egoísta por tu parte —afirmó ella, desafiándolo para que lo negara.


—Sí.


—Es mentira, pero esta vez lo dejaré pasar.


Paula se puso de pie. El movimiento fue suficiente para que Pedro pudiera aspirar el aroma de su perfume. 


Entonces, ella le colocó la mano en la mejilla y luego la retiró muy lentamente.


—Gracias por preocuparte de mí.


Se marchó antes de que a Pedro se le ocurriera una respuesta satisfactoria.



EL ANONIMATO: CAPITULO 12




Hacía falta mucho para dejar atónita a Paula, pero Pedro había conseguido desconcertarla completamente la noche anterior. Mientras se tomaba el primer café de la mañana, sentada en el porche, recordó todo lo ocurrido en el restaurante. No estaba segura de qué la había sorprendido más, si la respuesta física que había experimentado hacia él o descubrir que tenía parte en los caballos del rancho.


Dado que lo último resultaba muy amenazante para su equilibrio personal, decidió enfrentarse a ello en primer lugar.


¿Por qué se había sorprendido tanto? ¿Sería porque Esteban no lo había mencionado o porque Pedro era mucho más que el empleado del rancho? ¿Significaría aquello que no era más que una esnob, la niña mimada que Pedro la había acusado de ser?


No, imposible. Siempre se había llevado bien con todo el mundo y había respetado a las personas por quienes eran, no por su trabajo. Aquello era algo que había hecho desde niña, cuando trabajaba en el rancho de su padre, e incluso en los estudios de Hollywood.


Aquello significaba que el modo en que había reaccionado hacia Pedro se había visto influido por su actitud, no por su posición. Aquel análisis la alivió profundamente, aunque solo significara que no le debía una disculpa inmediata.


Con respecto al otro asunto, el modo en que su cuerpo había reaccionado cuando él le había besado los nudillos, al notar el roce del muslo de él contra el suyo, al ver la intensidad de su mirada… Seguramente debía tener una explicación sencilla. Su reacción había sido completamente desproporcionada con la importancia de los incidentes. La habían besado apasionadamente en la pantalla y no había significado nada. Aquello tampoco. Sin embargo, no podía ignorar que el ligero roce de sus labios le había subido la tensión hasta la estratósfera. ¿A qué se debía?


Seguramente era soledad. Se había debido a la ausencia de una relación importante en su vida, a la ausencia de sexo, mientras todas sus amigas estaban apasionadamente enamoradas del hombre de sus sueños. Con toda certidumbre, todo lo ocurrido durante el año transcurrido desde la fiesta de antiguos alumnos había sido más que suficiente como para que una mujer segura de sí misma se viera poco atractiva o deseable. No obstante, ella estaba mandando deliberadamente señales de «manteneos alejados» a todos los hombres. Pedro había sido el primero en ignorarlas, tal vez incluso en considerarlas un desafío.


Igualmente, él había estado jugando con ella. Quería que comprendiera algo. Tratar de averiguar de qué se trataba la había tenido en vela toda la noche. Le daba la extraña sensación de que todo había sido una advertencia, no solo un bálsamo para su muy crecida autoestima.


—¿Vas a quedarte todo el día sentada aquí o tienes intención de regalarnos con tu presencia en el corral? —le preguntó Pedro, acercándose a ella por detrás.


—Me gustaría que dejaras de acercarte a mí solapadamente.


—Oye —dijo él, con aspecto molesto—, que he llamado a la puerta de la cocina. Cuando nadie me respondió, entré y llamé. Entonces, te vi aquí fuera y salí a buscarte. No creo que eso pueda calificarse de hacer algo solapadamente.


—Lo que sea…


—Bueno, ¿qué? ¿Vas a trabajar hoy?


—En cuanto me termine el café. Además, solo puedo pasar una hora más o menos con Medianoche.


—Sí, es cierto, pero tengo una yegua a la que me gustaría que echaras un vistazo. Si te interesa.


—¿Qué le pasa?


—Ojalá lo supiera. La compré en una feria de Cheyenne hace un par de meses. Parecía estar perfectamente, pero, desde que llegamos aquí, no come bien. El veterinario no consigue averiguar lo que le puede pasar.


—¿Esa yegua es tuya y no de Esteban?


—Sí. ¿Representa eso un problema? Te pagaré lo que creas conveniente si crees que puedes ayudarla.


—No se trata de dinero. Es que me gusta saber ante quién tengo que responder —replicó, poniéndose de pie—. Vamos a echarle un vistazo, pero primero voy a la cocina por unas golosinas para Medianoche.


—Si llevas una zanahoria para Señorita Molly le alegrarás el día. Eso es lo único por lo que muestra cierto interés.


—¿Señorita Molly?


—Sí. A mi madre le gustaban mucho los clásicos —respondió él. Paula lo miró sin comprender—. Es una canción de Little Richard.


Entonces, para sorpresa de Paula, él interpretó una parte de la canción. Mientras lo hacía, no dejó de mirarla a los ojos.


—Ya me acuerdo —susurró, con un nudo en la garganta.


Rápidamente se dirigió a la cocina y se puso a cortar una zanahoria en trozos. Entonces volvió a salir al porche.


—¿Debería considerar como una señal de respeto que me dejes acercarme a tu yegua? —le preguntó, mientras se dirigían al establo.


—No te habrías vuelto a acercar a Medianoche si no me hubiera dado cuenta de que sabes manejar muy bien a los caballos.


—Pensé que Esteban te había ordenado que me dieras una oportunidad.


—Así fue, pero me habría enfrentado a él con uñas y dientes si hubiera pensado que había algún riesgo para los caballos. En realidad, me preocupaba más que tú corrieras algún riesgo. Hay un momento en el que ser intrépido y seguro de sí mismo se convierte en algo peligroso.


—Gracias… creo —susurró ella, algo azorada por aquellas palabras.


—De nada. Señorita Molly está todavía en el pesebre. No quiere salir a menos que la obligue.


Paula entró en el establo, donde se encontró con una hermosa yegua baya.


—Eres muy guapa —dijo Paula, acercándose un poco al animal.


La yegua demostró poco interés por ella o por Pedro. Siguió en silencio, con la cabeza gacha. Incluso cuando Paula le ofreció un trozo de zanahoria, la yegua mostró poco interés por olisquearlo. Finalmente, con poco entusiasmo, lo tomó con la boca, lo masticó lentamente y luego se dio la vuelta para sacar la cabeza por la ventana y contemplar los pastos.


—¿Qué me puedes contar sobre ella? —preguntó Paula.


—Como te he dicho, la compré en una feria de Cheyenne. Era muy animada y la doma iba bien. Entonces, vinimos aquí y… Bueno, ya ves cómo está.


—¿Cómo era donde estaba antes?


—Era otro rancho y el establo no era ni la mitad de bueno que este.


—¿Había muchos caballos?


—No más que aquí —respondió él, mirándola con curiosidad—. ¿En qué estás pensando?


—Bueno, tal vez esto te parezca una locura, pero podría tener añoranza.


—¿Añoranza? Es una yegua —respondió él, entre carcajadas—. Además, tampoco estuvo demasiado tiempo en aquel establo. ¿Cómo pudo haberle tomado tanto afecto?


—Bueno, solo es una opinión —dijo ella, reaccionando a la defensiva ante la burla que había en la voz de Pedro—. No me hagas caso si crees que es una tontería.


Con eso, se dio la vuelta y se marchó del establo.


Estaba en la valla, observando a Medianoche, cuando Pedro se unió a ella por fin.


—Lo siento.


—¿El qué?


—Te pedí tu opinión. No tenía ningún derecho a burlarme de ti cuando me la diste.


—En eso tienes razón.


—Bueno, digamos que tienes razón. ¿Qué diablos hago con esa yegua? ¿Volverme al otro rancho?


—Creo que eso es algo un poco extremo —dijo, sonriendo por la frustración que se le notaba en la voz—. Déjame pensarlo. Tal vez se me ocurra algo menos drástico.


—Eso espero —replicó él, lanzándole otra de sus desconcertantes miradas—. Me estaba empezando a gustar el paisaje de por aquí.