martes, 16 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 6



Aquel lugar reavivó los recuerdos de Paula. A los trece años, había llegado decidida a cuidar con esmero el caballo que su abuelo le había ofrecido para montar durante el verano. Pero no habían hecho buena pareja. Ella no sabía montar, y el
caballo no era especialmente paciente.


Cuando Pedro encendió las luces, la joven descubrió sorprendida que el establo estaba vacío. Y parecía llevar mucho tiempo así.


—Supongo que las cosas estaban peor de lo que yo pensaba —murmuró.


—Sí y no —replicó Pedro—. La vida de un ranchero sin demasiados medios es dura, sobre todo después de la sequía y el frío que tuvimos durante el invierno. Y después, hemos tenido una primavera muy lluviosa, algo que siempre causa problemas.


—Pero si aquí no hay nada. ¿Por qué hace falta que me quede? No hay animales, ni cultivos… no lo entiendo.


—Nuestro grupo, en el que estaba incluido tu abuelo, ha tenido que hacer un gran esfuerzo. Y, francamente, la situación para los rancheros independientes no parece que vaya a mejorar —Pedro se entusiasmaba con el tema; su voz iba adquiriendo un tono más propio de un predicador—. Las grandes extensiones de terreno están en manos de importantes empresas y no podemos competir con ellas,
Los habitantes de esta zona están perdiendo ranchos que habían pertenecido a sus familias durante generaciones. Si queremos conservar nuestros ranchos, tenemos que
cambiar nuestra forma de hacer negocios.


—Parece que estás dando un discurso.


Pedro esbozó una sonrisa cargada de ironía.


—Realmente lo es.


—¿De verdad?


—Sí, Paula —sonrió—. Otras veces ha funcionado, así que he decidido aprovecharlo contigo.


Paula se echó a reír y se sacudió una brizna de paja de la falda.


—Esa fue tu manera de convencer a los demás de que debían invertir en avestruces.


—Pues no creas que no me costó conseguirlo. Ven a ver esto.


En el establo hacía un calor insoportable, pero la camisa blanca de Pedro continuaba tan inmaculada y lisa como cuando habían salido de Nueva York. ¿Cómo lo conseguiría? Paula suspiró. Ella se había vestido con materiales tan naturales como la lana, la seda y el ante, y, sin embargo, nunca había tenido la sensación de ir vestida de una forma tan artificial.


—Hicimos algunas modificaciones para poder colocar las incubadoras en la parte trasera de los establos. Aquí queremos montar los criaderos —señaló una zona en la que antes estaban los pesebres.


A continuación, pasaron a una dependencia en la que habían instalado lámparas de calor y un fregadero.


—Parece una habitación para recién nacidos.


—Y es exactamente lo que es —respondió Pedro—. Como Beau era ya mayor y no estaba interesado en seguir ocupándose del ganado, pensábamos traer los huevos
aquí para que él se encargara tanto de ellos como de los polluelos recién nacidos.


—¿Y eso es lo que quieres que haga yo? ¿Dedicarme a ser la niñera de un puñado de huevos?


—No.


—Pues me lo ha parecido.


Pedro frunció el ceño con gesto de exasperación, agarró un par de bidones de plástico, les dio la vuelta, los limpió y le indicó a Paula que se sentara.


Paula se sentó, resignándose definitivamente a que su traje terminara haciendo un viaje a la tintorería.


—Lo que pensábamos hacer —le explicó Pedro—, era comprar huevos y algunos polluelos para empezar. De todas maneras, nos iba a llevar un par de años reconvertir nuestros ranchos, y la forma más barata de montar una granja de avestruces es comprar polluelos y huevos fecundados. Beau nos ofreció su establo para montar aquí las incubadoras.


—¿Y de qué pensaba vivir él? —Preguntó Paula—. Si ya no tenía animales y lo único que podía hacer era esperar a que crecieran los polluelos, ¿cómo iba a poder mantenerse?


—Esa es la razón por la que montamos esta sociedad —respondió Pedro—. Los demás pensábamos ir reduciendo los animales y los cultivos, pero más lentamente, y parte de los beneficios que sacáramos irían destinados a Beau.


—Parece razonable.


—Bueno, a tus primos no se lo pareció, y se las arreglaron para retrasar todo el proceso de cambios.


—Lo siento —se disculpó Paula, como si tuviera alguna responsabilidad familiar, aunque en realidad no había tenido nada que ver con aquella situación.


—La cuestión es que después de aquella paralización, estábamos ya empezando a avanzar. Habíamos comprado la incubadora, Beau había construido esta habitación y ya habíamos contratado la compra de los polluelos y los huevos con un criador.


Ahora estábamos buscando algunos ejemplares más crecidos.


—¿Te refieres a avestruces adolescentes?


—Sí.


Paula lo había preguntado a modo de broma, pero Pedro había contestado muy serio. Empezaba a comprender que los avestruces se habían convertido en una
pasión para Pedro.


Este gesticulaba entusiasmado mientras hablaba y la miraba fijamente a los ojos, como si estuviera intentando convencerla de que tanto él como los otros granjeros, entre los que incluía a su abuelo, andaban metidos en un asunto de gran envergadura.


Desgraciadamente, más que escucharlo, Paula estaba dedicándose a observarlo.


Jamás había visto un rostro con tanta vida, ni una voz capaz de transmitir de forma tan vibrante el entusiasmo.


Entendía perfectamente que los otros rancheros lo hubieran elegido como portavoz.


—¿Te estoy aburriendo?


Paula se sonrojó al ser sorprendida en medio de sus ensoñaciones.


—No, pero estaba pensando…



—¿En qué?


Por supuesto, no iba a decirle la verdad.


—Si Chaves es tan crucial para el éxito de vuestro negocio, ¿por qué mi abuelo no dejó el rancho al consorcio? ¿O a ti, por ejemplo?


Pedro asintió, como si reconociera la validez de la pregunta.


—Aunque sólo te conozco desde hace un par de días, una de las cosas de las que me he dado cuenta es de que eres una mujer con determinación. Tienes una idea clara de lo que quieres y estás dispuesta a trabajar para conseguirlo. También sabes distinguir lo que está bien de lo que está mal y tienes sensatez, orgullo y responsabilidad —se llevó la mano al ala del sombrero—. De hecho, estoy encantado
de conocerte.


—¿De verdad?


—Sí, de verdad.


Paula sintió que se extendía por su rostro una sonrisa radiante, acompañada de un ligero rubor. Complacida y avergonzada al mismo tiempo, desvió la mirada del atractivo rostro de Pedro para clavarla en el suelo.


¿De qué le servía en ese momento toda su sofisticación? No era la primera vez que la halagaban, aunque quizá nunca le habían dirigido alabanzas de ese calibre.


Esa debía de ser la razón por la que se sentía como una niña a la que acabaran de anunciarle que era la más popular del colegio.


Pero debía disimular sus sentimientos. Pedro era un hombre inteligente y, si se daba cuenta de que sus cumplidos la habían afectado de tal manera, utilizaría aquella
ventaja para presionarla. Si no se andaba con cuidado, iba a terminar haciendo de mamá gallina con un puñado de polluelos de avestruz.


—Muchas gracias —le dijo con voz serena—, pero eso no explica lo del rancho.


—Creo que Beau quería dejarte algo, algo que pudiera ayudarte a ir a París, quizá. Pero la verdad es que ahora mismo lo único que tenemos son beneficios potenciales.


O sea, que empezaban a hablar de dinero.


—¿Y eso qué significa?


Pedro señaló a su alrededor.


—Todo esto nos ha costado mucho. Es una inversión que no recuperaremos hasta dentro de un par de años, bueno eso era lo que pensábamos, porque la situación ha cambiado. ¿Ya te he comentado que esta primavera ha sido muy
lluviosa? El caso es que un tipo que tiene el rancho en el camino de Fredericksbourg quiere salirse del negocio de los avestruces. Se le inundaron los campos y por lo visto a los pájaros les afectó mucho, dejaron de comer y están muy nerviosas. No les gusta la humedad.


—Así que queréis comprárselos vosotros.


—Sí. Tiene una pareja que está ya en edad de criar y está dispuesta a vendérnosla. No es fácil encontrar ejemplares ya criados en el mercado, y cuando los encuentras tienen un precio impagable. Pero pensamos que poder contar con adultos dos años antes de lo que pensábamos, merece la pena.


Paula lo miró con los ojos entrecerrados.


—¿Cuánto cuesta un ejemplar adulto?


Pedro dijo una cifra con la que se habría podido comprar un pequeño apartamento en Manhattan.


—¿Por dos pájaros?


—Pueden darte muchos más en una sola estación. Y la gente está loca por comprarlos. En eso nos quedamos cuando Beau murió.


—Y por mi culpa, las cosas no están avanzando como debieran, ¿verdad?


—No es culpa tuya. Supongo que si Beau me hubiera dejado a mí el rancho, tus primos y tú habríais impugnado el testamento y, en ese caso, habríamos perdido mucho más tiempo. Algunos de los rancheros están empezando ya a desesperarse. Han invertido en esto todos sus ahorros.


—Ya veo —y, desgraciadamente, no le estaba gustando nada lo que veía.


Pedro continuó.


—Si pusieras el rancho en venta, ninguno de nosotros estaríamos en condiciones de comprarlo ahora. Además, podrías tardar una buena temporada en venderlo, y es probable que sus nuevos propietarios no quisieran saber nada sobre la cría de avestruces.


—Entonces, ni habría pájaros ni habría nada.


—Exacto.


—Pero no entiendo por qué no puedo contratar a alguien para que trabaje en el rancho y así podáis continuar con vuestros planes.


—¿Tienes dinero para eso?


—Bueno, no, pero quizá podría compartir los gastos con la asociación o algo así —se levantó y empezó a caminar por la habitación—. ¡Tiene que haber alguna solución!


Pedro suspiró y cerró los ojos.


—No sé en qué estaba pensando Beau cuando te dejó el rancho, pero probablemente no esperaba irse tan pronto.


Paula se detuvo a poca distancia de Pedro.


—¿Había estado enfermo?


—No. Jamás se quejaba, nunca mencionó ningún dolor. Pero una mala noche le sorprendió un infarto estando en la cama.


—¿Y qué motivo tenía para dejarle el rancho a la Universidad de Texas, en caso de que yo no cumpliera las condiciones que exige la herencia?


—Si tus primos hubieran decidido impugnar el testamento, habrían tenido que luchar contra todo un ejército de abogados. Además, la universidad podría ser un buen socio durante algún tiempo —se llevó la mano a las sienes—. Pero preferiría no tener que pensar en esa posibilidad.


—¿Sabes? Estoy empezando a comprender el sentido de algo que no debería tenerlo.


—Claro que lo tiene. Chaves no tiene mucho valor en este momento, pero dentro de un par de años…


—¿Un par de años?


—De acuerdo, de acuerdo —alzó las manos con un además tranquilizador—. Ahora no puedo comprar Chaves, por lo menos si quiero comprar la pareja de avestruces. Pero si te quedas aquí durante un año, te compraremos el rancho. No sé cuánto puede costar la vida en París, pero estoy seguro de que con los beneficios de la venta podrías vivir allí durante una buena temporada.


Sonaba bien. Demasiado bien.


—¿Y si digo que no?


Pedro la miró con expresión sombría.


—Durante los nueve meses que tardes en tomar una decisión, todo permanecerá como hasta ahora. Procuraríamos mantener el proyecto, pero… — señaló hacia el establo—, tendríamos que construir un nuevo criadero y perderíamos la pareja de avestruces. Habría que retrasar toda la operación —la miró—. Será un duro golpe para todos nosotros, un golpe muy duro. Algunos se quedarían sin nada…


—¡Déjalo ya! —Paula se pasó la mano por el pelo—. Estás intentando responsabilizarme de todo lo que pueda ocurrir.


Pedro se levantó y se acercó a ella.


—No, de todo no.


Pero Paula no lo creyó.


—Acabas de decirme que la gente perderá sus casas y no podrá quedarse aquí —se sentó en el bidón y enterró el rostro entre las manos.


Pedro no dijo nada. No hacía falta tampoco que lo hiciera.


Paula intentaba pensar a toda velocidad. Sabía que estaba atrapada.


—Pero yo no quiero asumir esa responsabilidad. Ahora ya entiendo por qué mi abuelo no me dijo nada. ¡Sabía que diría que no!


—¡No digas que no! —le pidió Pedro, arrodillándose frente a ella.


—Aunque me quedara, no sabría lo que tengo que hacer…


—Yo te ayudaré —hablaba con voz firme y calmada, el contrapunto ideal para el creciente nerviosismo de Paula.


—Y qué voy a hacer con mi trabajo, con mi apartamento… ¿Sabes lo difícil que es encontrar vivienda en Nueva York?


—Pero tú quieres irte a París. No vas a necesitar tu apartamento —la agarró de los brazos—. Paula, mírame. Yo puedo conseguir que esto salga bien. Sé que va a salir bien.


Paula bajó la mirada y se encontró con el brillo firme y decidido de sus ojos. Era una mirada hipnótica.


—Harás esto por mí, por todos nosotros, y yo conseguiré que vayas a París —le prometió.


—No puedes prometerme una cosa así.


—Sí, puedo porque sé que esto va a funcionar. Estamos pidiéndote mucho, no creas que no lo sabemos.


Por vez primera, Paula empezó a considerar la posibilidad de quedarse.


—No puedo dejar de trabajar en mis diseños, perdería mi clientela.


—Puedes trabajar aquí.


—¿Y quién se ocupará de los avestruces y de los huevos?


—Nos encargaremos nosotros.


Paula se mordió el labio.


—Tendría que renunciar a mi trabajo.


—Eso no podemos evitarlo, pero podemos apoyarte de la misma forma que pensábamos apoyar a Beau —le soltó los brazos—. Te aseguro que no pasarás hambre. Además, piensa que te ahorrarás todo el dinero del alquiler.


Que el cielo la ayudara, Paula estaba pensando seriamente en quedarse en el rancho.


No tendría que hacer nada. Podría trabajar en sus diseños y, al cabo de un año, irse a París.


Y si no se quedaba, sería responsable de que mucha gente tuviera que abandonar el lugar en el que habían vivido durante años.


Realmente, no tenía otra opción.


—¿Paula? ¿Te quedarás?


La joven suspiró, miró a su alrededor y después hacia aquel vaquero de ojos castaños que había vuelto su vida del revés.


—Sí —le contestó—. Todavía no me lo puedo creer, pero me quedaré.






ANIVERSARIO: CAPITULO 5




—¿Me está diciendo que tengo que vivir durante un año en este lugar para poder heredarlo?


—Esa es la condición que aparece en el testamento —replicó Aaron.


—Tiene que haber un error —repuso Paula categóricamente—. Mi vida y mi trabajo están en Nueva York. Beau lo sabía —miró a su alrededor y vio que todo el mundo tenía la mirada fija en Pedro—. ¿Tienes tú algo que ver con esto? —le preguntó.


Pedro se inclinó hacia delante y, sin levantar la mirada, le explicó.


—Cuando inicié este negocio, estuve hablando con Beau de quién podría encargarse de sus intereses en el caso de que él no pudiera —alzó la mirada y esbozó una sonrisa completamente carente de humor—. Sólo tenía dos opciones: o tú, o la rama de la familia que pensaba que estaba loco. Así que se decidió por ti.


—Bien, ¿y cómo sabía que yo no pensaba que estaba loco? Francamente, escoger a una diseñadora de moda que trabaja en Nueva York y es alérgica a Texas para llevar un rancho, no me parece una elección muy razonable.


—Fue idea mía —admitió Pedro con calma.


—Entonces, eres tú el que estás loco.


Pedro miró a todos los reunidos con expresión desafiante. 


Nadie se atrevió a decir nada, aunque todos le dieron un trago a su cerveza.


Paula no tenía nada que beber, aunque en ese momento le habría encantado.


Era evidente que tanto los rancheros como los abogados consideraban a Pedro como una especie de líder. Y Paula se había atrevido a insultarlo.


Aquellos hombres no eran como los que trataba en Nueva York. El veneno de la civilización tenía una escasa presencia en Texas. Aquellos hombres estaban acostumbrados a enfrentarse a la vida a un nivel mucho más elemental que ella. Más que de palabras, eran hombres de acción.


Aun así, no le convenía subestimar a ninguno de ellos.


El ambiente de la cocina había cambiado. Aunque nadie iba a discutir la decisión de Pedro, la joven podía percibir la desaprobación que había causado en sus compañeros.


Volvió la cabeza y descubrió que Pedro la estaba mirando impasible.


—No esperarás que me quede a vivir aquí, ¿verdad?


Se dirigía a Pedro, pero fue Aaron el que comenzó a contestar:
—Si quiere heredar el rancho…


Pedro alzó la mano, y el abogado se interrumpió inmediatamente.


Paula tomó nota de lo ocurrido. Definitivamente, Pedro era el que estaba a cargo de la reunión,


—Desgraciadamente, tu abuelo eligió un mal momento para morir.


—Qué poco considerado por su parte —replicó Paula, asombrada. Acababa de morir su abuelo y lo único que se le ocurría decir era que no había muerto en un momento conveniente.


Pedro ignoró su comentario.


—Necesitamos los recursos de Chaves para sacar adelante los compromisos a los que se comprometió con el consorcio. La intención de Beau al dejarte el rancho era garantizar que los planes podían continuar sin ningún tipo de interrupción.


—Entiendo —dijo Paula—, pero yo también tengo mis planes y tampoco quiero interrumpirlos. Por lo tanto, ¿por qué no voy a poder vender el rancho?


—Señorita Chaves —susurró Aaron—, lo que tiene que entender es que no puede disponer del rancho, ni tomar posesión de él, hasta que haya cumplido las condiciones que fija el testamento.


—¿Quiere decir eso que no puedo vender el rancho?


—De momento, no —le contestó el abogado—, no podrá venderlo hasta que haya vivido aquí durante un año.


Era increíble. Aquel parecía un testamento redactado en la Edad Media.


—Beau debería habérmelo dicho.


—¿No hay una carta para ella, ni nada parecido? —le preguntó Pedro a Aaron.


—No, al menos que yo sepa. 


Pedro tomó aire y se volvió hacia ella.


—Paula… —empezó a decir.


Pero a Paula acababa de ocurrírsele una idea.


—Si no puedo vender el rancho, lo regalaré. Sonrió al ver la expresión de los abogados y los rancheros. Evidentemente, los había pillado desprevenidos.


Pero la diversión no duró mucho.


—Señorita Chaves —Aaron suspiró—, tampoco puede regalarlo. No podrá disponer de la propiedad hasta…


—Hasta que haya vivido en ella durante un año. Sí, ya me lo ha dicho. Pero, ¿qué sucedería si decidiera, como pienso hacer, no vivir aquí durante ese año que exige el testamento?


Esa posibilidad pareció molestarlos. Pablo musitó algo para sí. Pedro y Lucas se quedaron mirándose el uno al otro y los abogados se dedicaron a remover sus papeles.


—¿Y bien? Supongo que lo que ocurriría sería que mis primos se quedarían con el rancho y causarían todo tipo de problemas, ¿no es cierto?


—No —Aaron sacó otro papel—. El rancho sería cedido a la Universidad de Texas. Pero según la ley, tendrían que pasar nueve meses para que pudiera renunciar a la herencia.


—Entonces, ¿puedo renunciar? —nadie se lo había dicho. Miró a Pedro arqueando una ceja con gesto interrogante.


Pedro se levantó bruscamente.


—Tengo que hablar con Paula en privado. Los demás ya os podéis ir.


—¿Ahora vas a empezar a presionarme? —le preguntó Paula en cuanto se cerró la puerta de la casa tras ellos.


—Sí —respondió Pedro bruscamente.


La brisa de la tarde removía las hojas del enorme roble del patio. Reinaba fuera de la casa un silencio estremecedor.


—¿Dónde están los animales? —preguntó Paula. No había oído ni un mugido, ni un relincho desde que había llegado.


—Beau ya no tenía mucho ganado. Los caballos están en mi propiedad y la esposa de Pablo se está encargando de llevarse tus gallinas y tus pollos.


Sus gallinas y sus pollos. Paula se echó a temblar. Aquella vida no era para ella, y tenía que hacérselo entender a Pedro.


Pedro, yo no quiero el rancho. No pensaba heredarlo, de modo que, si me quedo sin él, para mí no va a representar ninguna pérdida. Y, desde luego, no quiero vivir aquí. Mírame —se señaló a sí misma—. No estoy hecha para la vida del rancho.
Tengo un trabajo que adoro, y quiero seguir dedicándome a él. No puedes ofrecerme nada que me incite a quedarme.


Pedro caminó hasta el final del porche y se quedó con la mirada fija en los campos.


—¿Qué es lo quieres, Paula? —le preguntó.


—Volver a Nueva York.


—No —se volvió y se inclinó contra la cerca del porche—. Lo que te estoy preguntando es lo que esperas de la vida. ¿Dinero?


—Supongo que eso es algo que quiere todo el mundo.


—Pero si tuvieras dinero, ¿qué te gustaría hacer con él?


—Ir a París —respondió inmediatamente—. Quiero ir a París a estudiar, a aprender —se acercó a él—. Para vivir, para crear —la mera idea de pensar en ello le hacía resplandecer—. He estado trabajando para conseguir esa meta desde que terminé los estudios. Y Beau lo sabía.


—¿Y por qué no te has ido? —quiso saber Pedro.


—Porque no he tenido dinero —respondió Paula.


Pedro asintió, como si por fin hubiera visto algo claro.


—Paula, ¿y no se te ha ocurrido pensar que dejarte a ti el rancho puede haber sido la única manera que tenía Beau de ayudarte a ir a París?


—¿Obligándome a quedarme aquí?


—Bueno, eso es por el asunto de los avestruces.


—Pues mira —dijo Paula señalando a su alrededor—, todavía no he visto ninguna.


—Ven, voy a enseñarte todo lo que habíamos planeado —empezó a bajar los escalones del porche y esperó a Paula en el último con cierta impaciencia.


En cuanto Paula estuvo abajo, Pedro empezó a caminar por la grava y ella lo siguió, maldiciendo sus botas. A cada paso, el tacón se clavaba entre las piedras, que debían estar haciendo estragos en el ante. Desde luego, haciéndole echar a perder unas botas tan caras, era difícil que Pedro consiguiera mejorar su opinión sobre la vida
en el rancho, se dijo malhumorada.


Pedro advirtió que la joven tenía dificultades para seguirlo y aminoró el paso.


Volvió la cabeza a tiempo de ver a la diseñadora torciéndose el tobillo y a punto de caer al suelo. En cuestión de segundos, estuvo a su lado.


—Agárrate a mí —le ofreció su brazo.


—Encantada —Paula se aferró a él y sintió al hacerlo la fuerza de sus músculos, que estaba segura, no había adquirido en ningún gimnasio.


Estaba impresionada, aunque no sabía por qué. Al fin y al cabo, aquel hombre había trabajado durante toda su vida en el campo, era lógico que estuviera en forma.


Su trabajo, sin embargo, no contribuía al desarrollo de su musculatura. Pertenecían, por lo tanto, a mundos opuestos. 


Y hacía bien en recordárselo y dejar de concebir ideas estúpidas sobre posibles coqueteos con vaqueros de Texas.


—Supongo que recuerdas que éste era el establo de los caballos —le comentó Pedro, mientras se detenían frente a un edificio más grande que la propia casa del rancho.


—Sí, lo recuerdo —Paula arrugó la nariz, pero no debía tener miedo.


Afortunadamente, había tomado la medicación para la alergia.


—Beau añadió otra parte para instalar en ella el criadero de avestruces.


Paula señaló hacia un montón de tablas.


—Parece que todavía no está terminado.


—No del todo. Pensaba construir también una zona para los avestruces más pequeños, pero eso no tenía importancia… —la miró—, por lo menos entonces.


—¿Y debo de suponer que ahora sí?


Pedro asintió mientras entraban en el establo.