miércoles, 2 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 9




Con la llegada de Paula Chaves esa mañana, 
Pedro había tenido el presentimiento de que, para ese viaje, nada iba a salir como lo había planeado. De hecho, en cuanto les mostró al profesor Sheldon y a su hija sus dos camarotes, el hermano pequeño de su grumete, Ramiro, apareció en el muelle agitando frenéticamente los brazos.


El chico fue brincando hasta que llegó al Gaby.


—¡Señor Alfonso, señor Alfonso!


—¿Qué pasa, Javier?


—Ramiro no puede venir —le dijo el joven—. Tiene apendicitis.


—¿Está bien? —le preguntó él con preocupación.


Recordó entonces cómo Ramiro le había dicho el día anterior, al llegar al puerto de Miami, que no se encontraba demasiado bien.


—Tienen que operarlo. Me ha pedido que le diga que siente mucho dejarlo así.


Pedro agitó la cabeza.


—Dile que no se preocupe. Gracias por venir a avisarme, Javier.


—Claro —repuso el chico.


Se dio la vuelta y se fue corriendo de allí. Igual que había llegado.


Suspirando, Pedro pensó que quizá lo mejor fuera suspender el viaje. Todo parecía estar saliendo mal y ni siquiera habían dejado aún el muelle, creía que las cosas sólo podrían ponerse más difíciles durante los diez días que duraba el trayecto.


Pensaba que ese grupo iba a traerle problemas. 


Estaba abocado al fracaso.


Miró el Gaby. Los pasajeros charlaban animadamente en la cubierta. Desde allí podía oír sus risas. Se fijó en todos. Paula Chaves daba la impresión de que no había trabajado en toda su vida.


Lyle y Lily Granger llevaban puestos los pertinentes chalecos salvavidas, con los cinturones de seguridad bien apretados alrededor de sus gruesas cinturas. Aquel detalle le hizo pensar que ninguna de las dos señoras sabía nadar.


Por último, se fijó en el profesor Sheldon y en su hija Margo. Parecían muy inteligentes y cultos, pero se imaginó que ninguno de los dos tendría la habilidad ni la experiencia necesarias para ayudarlo a navegar y mantener el barco a flote.


Miró el reloj. Era ya tarde y no le quedaban muchas opciones. Podía quedarse en el muelle hasta el día siguiente y tener así tiempo para encontrar a otro ayudante o podía pedirle a Hernan que se sumara a ellos.


No le hacía gracia tenerlo a bordo, pero necesitaba a alguien de su confianza al que poder dejar al mando del barco si el detective Alejandro lo llamaba durante el viaje con noticias importantes. A pesar de su extravagante personalidad, Hernan tenía mucha experiencia navegando.


Vio que no le quedaba más remedio que pedirle que le echara una mano.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 8




Estaba claro que el pensaba que era una auténtica imbécil.


Le había pedido que doblara una lona. Como si fuera urgente, como si el barco pudiera hundirse si ella no la doblaba enseguida. Terminó de guardarla y miró al capitán.


—Gracias por el consejo. Lo tendré en cuenta.


—No hay de qué.


Oyó una voz desde el otro extremo de la cubierta.


—¡Hola! ¡Hola!


Dos mujeres de edad avanzada y con pelo canoso subieron al velero. Las dos parecían entusiasmadas. Detrás de ellas, un chófer con uniforme y gorra de plato empujaba un carro con maletas. Una de las mujeres los saludó con la mano. Llevaba las uñas pintadas de un vibrante color coral.


—¿Capitán Alfonso?


Él se quedó estudiando a las dos mujeres con suspicacia.


—¿Puedo ayudarlas en algo?


—Eso espero. ¿Es este el Gaby?


Él asintió.


—Así es —les dijo de mala gana.


—¡Que bien! Lily, parece que estamos en el sitio adecuado —dijo una de las señoras a la otra.


—Somos las hermanas Granger —anunciaron hablando a la vez.


Paula miró a Pedro Alfonso de reojo. Estaba serio. Parecía que la lista de pasajeros le estaba dando muchas sorpresas desagradables ese día.


Ella, en cambio, estaba empezando a disfrutar con todo aquello.


—Yo soy Lyle —dijo la más habladora de las hermanas—. Y ella es Lily.


El capitán carraspeó antes de hablar.


—Pensé que eran… Bueno, cuando recibí su e-mail… Había pensado que eran un matrimonio.
Fue el turno entonces de la más callada de las dos.


—Siempre nos pasa lo mismo. ¿Verdad, Lyle?


—Lily no podía decir Lila cuando era pequeña, pronunciaba mi nombre como Lyle y, aunque es un nombre masculino, me quedé con él. Espero que esto no suponga un problema de alojamiento. Ya contábamos con que tendríamos que compartir camarote. Estamos listas para la vida dura de un barco, capitán.


Paula observó toda la escena con satisfacción. Le encantó ver la desesperación en los ojos de Pedro Alfonso mientras observaba el gran número de maletas que transportaba el chófer.


—Señoras, me temo que sí que tenemos un problema, si es que tienen la intención de llevar consigo todas esas maletas…


—Ya. Supongo que es demasiado, ¿no? —comentó Lily con gesto pensativo—. Pero es que nunca puedo decidir qué llevarme cuando me voy de vacaciones y Lyle pensó que habría sitio suficiente para todo esto.


—Me temo que Lyle se equivocaba —repuso el capitán con seriedad.


Lily se entristeció al instante.


—Bueno, entonces…


—Espera, querida. Tranquila —le dijo Lyle a su hermana mientras le frotaba con cariño la espalda—. Tendrás que deshacerte de unas cuantas cosas. Eso es todo. No es para tanto.
Lily pareció animarse un poco.


—Claro. Así lo haré.


Empezó a darle instrucciones al chófer para que descargara maletas y baúles y los fuera abriendo uno por uno.


Entre los contenidos del equipaje, Paula pudo distinguir un vestido de noche dorado, un traje negro, zapatos de tacón y otros lujosos atuendos. Parecía claro que las hermanas también se habían hecho una idea equivocada sobre lo que iban a encontrarse en ese crucero por el Caribe.


El capitán Alfonso aprovechó el momento para irse de allí y les dijo a las hermanas Granger que volvería en cuanto encontrara una aspirina.


Mientras Lily y Lyle seguían clasificando su equipaje y deshaciéndose de algunas cosas, llegó otro pasajero. Era un hombre de unos cincuenta y tantos. Su pelo canoso estaba engominado hacia atrás, parecía salir de una película antigua. Llevaba gafas de cristal grueso, una chaqueta de cuadros y una camisa blanca. 


Una mujer joven, que era como una versión femenina del primero, lo seguía a poca distancia. Ella llevaba también una chaqueta de cuadros encima de una blusa de algodón. Sus ojos también quedaban ocultos tras gruesas gafas y llevaba el pelo retirado de la cara con una diadema.


—Perdonen, ¿es éste el Gaby? —dijo el hombre a modo de saludo.


Como no estaba el capitán, fue Paula la que tomó la palabra.


—Sí, así es.


—Soy el profesor Lorenzo Sheldon. Y esta es mi hija, Margo.


—Yo soy Paula Chaves —repuso ella ocultando una sonrisa.


Aquello estaba volviéndose cada vez más estrambótico.


—¿Está aquí el capitán Alfonso? —preguntó el profesor.


—Sí, ha ido a por una aspirina —contestó ella.


Le costó no echarse a reír.


—Creo que se ha levantado con dolor de cabeza —añadió.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 7





Desde un extremo de la cubierta, Pedro observaba a la encantadora señorita Chaves intentando doblar una de las lonas. Era la primera tarea que le encargaba.


Lo podía haber hecho él mismo. No tenía por que pedirle que subiera desde su camarote para hacerlo, pero tenía la esperanza de que cambiara de opinión y se fuera de allí antes de que llegara el resto de los pasajeros. Tenía un mal presentimiento con esa mujer y no sabía muy bien por qué.


Y, para colmo de males, Hernan estaba entusiasmado desde que la viera llegar al barco y parecía decidido a emparejarlos. Tenía la convicción de que Dios se había apiadado de él y de su célibe existencia y le había enviado a esa mujer. Según Hernan, una mujer a la que ningún hombre podría resistirse.


La brisa levantó parte de la lona y a la mujer se le escapó el extremo que sujetaba a duras penas. Su jersey azul marino empezaba a pegarse a sus brazos y hombros. Desde allí podía ver cómo sudaba, cómo le brillaba la frente con el esfuerzo. Algunos mechones de pelo se habían escapado del prendedor que sujetaba su pelo.


Cruzó la cubierta y agarró un extremo de la lona. 


Miró su jersey. Empezaba a pegarse peligrosamente a alguna de sus curvas.


—Por cierto, los colores oscuros no son buenos para este clima, absorben mejor el calor del sol—le aconsejó.