lunes, 6 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 6





Voló hasta Salt Lake City y luego hasta Miami. Hacía un calor del demonio, para nada paradisíaco.


Recogió su equipaje en la cinta transportadora y se encaminó hacia el autobús que había de conducirlo hasta el barco.


Trató de imaginarse lo que ella diría cuando lo viera aparecer y luego trató de olvidarlo.


Al subir al autobús, sonrió a los demás pasajeros e intentó no sentirse como un pez fuera del agua que estuviera a punto de encontrarse con un cuchillo afilado


Pero todo el mundo lo miraba y dedujo que sería por su sombrero de vaquero.


Nadie iba como él. Casi todos los hombres llevaban camisetas de polo y, alguno que otro, una gorra.


Pedro se descubrió la cabeza y se pasó la mano por el pelo, con la intención de sentirse mejor, más integrado en el grupo. Lo único que consiguió fue una mayor sensación de vulnerabilidad, como si estuviera desnudo.


Y eso era lo último que necesitaba. Al diablo con todo. Él era un vaquero. ¿Qué había de malo con que lo pareciera? Los demás parecían jugadores de golf profesionales y seguro que ni siquiera lo eran.


No podía permitirse comprarse ropa para una sola semana. 


Además de la camisa de manga larga que llevaba, también había metido en la maleta una camiseta de polo y otras dos normales de manga larga. El agente turístico que le había
vendido los billetes le había recomendado que incorporara unos pantalones negros y él había optado por los que se había comprado para la boda de su hermana Julia, hacía diez años, y que luego había utilizado en el funeral de su padre.


En aquel momento, llevaba puestas unas botas. Y eso era lo que pensaba seguir llevando, pues no estaba dispuesto a comprarse unos mocasines necios. En Elmer se reirían de él si aparecía con ellos.


Claro que se iban a reír igualmente si aparecía sin Paula.


No era lo más grave. Lo grave era la vida sin ella.


Así que trató de no pensar en eso y creyó oportuno centrarse en mostrar algún interés en los pasajeros del autobús. Él era generalmente sociable, y le gustaba hablar con la gente, escuchar, aprender cosas.


Así que sonrió a la mujer que estaba sentada a su lado.


—¿Qué tal? —dijo él—. ¿Es este tu primer crucero? El mío sí.


La dama sonrió complacida y dejó de mirar su sombrero. 


Respondió que sí, que también era su primer crucero. Enseguida se unieron otras dos mujeres y para cuando llegaron al barco ya se habían convertido en una alegre y numerosa familia: él y tres alegres féminas.


Una de ellas le preguntó si iba contratado por el barco.


—A veces recluían caballeros, que vienen al crucero sin pagar nada, para que bailen con mujeres solas como nosotras.


—Vaya —dijo él—. No lo sabía. Pero no, he venido para ver a una amiga.


—¿Tu novia? —preguntó una de ellas.


—Bueno, no es exactamente mi novia… aún.


Todas lo interrogaban ávidas de información.


—¿Cómo se llama?


—¿Es una pasajera?


—No —dijo él—. Trabaja en el barco


No quería decirles mucho más. Lo último que necesitaba era tener espectadoras.


—No presionéis al pobre muchacho —dijo la mujer que estaba sentada junto a él—. Lo vais a poner nervioso.


Pero al llegar a la cola de registro ya lo estaba. El barco era gigantesco, como un grandísimo y lujoso hotel flotante. Había hombres guapos elegantemente uniformados dándoles la bienvenida por todas partes. Saludaban a los pasajeros y también lo saludaron a él, sin poder evitar reparar en su sombrero.


Pedro se fijó en que ninguno de ellos llevaba anillo. 


Seguramente habrían ido a ese barco para encontrar pareja, lo mismo que Paula.


Se tropezó torpemente y una de las mujeres que había conocido en el autobús evitó que se cayera.


—¿Estás bien? —le preguntó otra.


—Bien, sí, muy bien… —farfulló.


Otra de ellas estaba estudiando la relación de pasajeros y camarotes.


—Vaya, parece que te han puesto en el mismo pasillo que a nosotras —dijo—. Yo soy Lisa, ellas son Deb y Mary. No te preocupes, vente con nosotras y cuidaremos de ti.


Pedro, sintiéndose como si acabaran de darle un mazazo en la cabeza, hizo exactamente lo que ellas le dijeron.


Las tres primas Lisa, Deb y Mary se autoproclamaron sus guardianas. Eran tres maestras de escuela que venían de Alabama, rubias y de unos treinta y tantos años. Todos los veranos se embarcaban en un crucero para estar juntas, sin
despreciar la idea de encontrar al hombre de sus sueños.


—No ha ocurrido aún —le dijo Deb.


—Pero seguimos manteniendo la esperanza —afirmó Mary.


—O somos masoquistas —protestó Lisa.


—Lo que sea —dijo Deb—. Pero no te quitaremos ojo.


—Yo… —Pedro empezó a protestar, porque no era el hombre de sus sueños y quería asegurarse de que ellas eran conscientes de eso.


Lisa le dio unas palmaditas en la mejilla y se detuvo delante de su habitación.


—No vamos a intentar quitarle su posesión a otra chica, estate tranquilo. Ya sabemos que estás comprometido.


—Yo…


Mary sonrió y asintió.


—Ya, lo sabemos. Eres de otra. ¡Y nos parece tan romántico!


¿Era romántico?


—Cierto —asintió Deb fervorosamente—. Nos alegra saber que todavía hay hombres de verdad como tú.


Esperaba que Paula opinara lo mismo y estaba preocupado. 


Todavía no sabía lo que le iba a decir cuando se lo encontrara.


El maldito barco era tan grande que podría pasarse una semana entera sin dar con ella.


Se planteó el volver a casa y decirle a Arturo que la había buscado sin éxito. Pero sabía que no sería una buena idea.


En cuanto las «trillizas de Alabama» lo dejaron solo, se encaminó a su camarote con intención de pensar en un plan.


La habitación le pareció sorprendentemente grande y muy elegante, con una gran cama, excesiva para dormir solo. 


Rápidamente se imaginó a Paula con él allí.


De pronto, todo aquello tomó sentido.


Había aprendido una cosa a lo largo de los años y era que jamás se tenía ninguna posibilidad de ganar el premio si uno se preocupaba por los peligros de la carrera. Lo que importaba era visualizarse en el momento final.


Le resultaba muy fácil imaginarse a sí mismo en la cama con Paula Chaves.


El problema era que no lograba visualizar los pasos intermedios.


Se tumbó sobre el colchón con la cabeza apoyada sobre las manos. Trató de ver la sonrisa de ella al verlo aparecer, sus labios pronunciando su nombre como si se alegrara de verlo. 


Luego se imaginó a sí mismo abrazándola, llevándosela al
camarote, desnudándola lentamente…


Unos golpes en la puerta lo sobresaltaron.


Se puso de pie con el corazón latiendo a toda prisa. ¿Y si era Paula?


Se pasó la mano por el pelo, se metió la camisa en el pantalón y se encontró con la sorpresa de su miembro viril pujante y encendido. Tras unos segundos de indecisión, optó por ponerse el sombrero y dirigirse hacia la puerta.


Por supuesto, no era Paula, sino las «trillizas», vestidas en refulgentes vestidos de colores brillantes.


—Vamos a cubierta, donde van a hacer una demostración de las medidas de seguridad. ¿Te vienes?


Tenía que ir. Según le había dicho un miembro de la tripulación era el único evento obligatorio al que todos los pasajeros debían asistir.


Mary lo miraba fijamente.


—¿Estás bien? —le preguntó.


Pedro se sintió como un adolescente cuya mente y cuyo cuerpo estuvieran fuera de control.


Asintió.


—Sí… es que… me había quedado medio dormido.


Sin esperar a ver si lo creían o no, cerró la puerta, se metió en el baño; se lavó la cara, se puso una camisa limpia y se la metió por los pantalones, todavía demasiado apretados por efecto de su imaginación erótica.


Hacía demasiado tiempo que no había estado con una mujer. Desde febrero exactamente, desde el día en que Paula había pujado por Santiago y se había ganado una
semana en su compañía. Aquella noche, Támara Lynd se había metido en su habitación y se le había insinuado, asegurándole que Paula no era la única del mundo.


Furioso por lo que esta había hecho, decidió desahogarse con Támara.


Había sido un desastre, al menos para él. Esperaba que Támara no lo odiara. Ya se odiaba bastante a sí mismo por aquello.


Agarró su sombrero y se encaminó a la puerta. Al abrir se encontró a Lisa, Deb y Mary con idénticas sonrisas esperando allí. Pedro reparó en que llevaban sus chalecos salvavidas en las manos.


—Un momento —entró de nuevo en la habitación y agarró el suyo—. Ya estoy.


Deb lo agarró de un brazo y Mary del otro, mientras Lisa encabezaba la expedición.


—Seguidme. Ya he estado aquí antes.


La cubierta estaba llena de gente y los miembros de la tripulación que iban a hacer la demostración los miraban sonrientes.


Gary, uno de ellos, los recibió con una de esas sonrisas exclusivas de los cruceros y comenzó la instrucción. Si se daba una emergencia, todo el mundo debía acudir a aquel punto a esperar órdenes.


—Ahora, asegurémonos de que todos saben cómo ponerse el chaleco salvavidas —dijo Gary.


Les mostró cómo se hacía y les dio paso a ellos.


—Les toca a ustedes —los animó—. Tenemos mucho personal que les puede ayudar.


Había demasiada gente en cubierta, todos tratando de ponerse aquello con muy poco éxito.


Él también tenía problemas y se arrepentía de haberse subido el sombrero.


—¡Eh, vaquero! Déjame que te sujete el sombrero —dijo una voz familiar detrás de él.


Se volvió y se encontró con los hermosos y brillantes ojos de Paula Chaves, cuya sonrisa de crucero iba desvaneciéndose a toda prisa.


HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 5






Arturo había tenido alguna que otra descabellada idea a lo largo de sus noventa años, pero dudaba que jamás hubiera tenido una tan estúpida como aquella.


Así que, eso, ¿en qué convertía a Pedro por haberla seguido? ¿Cuan necio era habiéndose gastado una fortuna en «siete días y siete noches de crucero por el Caribe» en el barco en que Paula Chaves cortaba el pelo?


Debía de estar completamente loco.


—Por supuesto que lo estás —le dijo Arturo alegremente, mientras lo llevaba hacia el aeropuerto de Bozeman—. Todos nos volvemos locos cuando nos enamoramos.


«Enamorado». La idea no dejaba de darle vueltas en la cabeza. Eso era algo que les ocurría a otros, pero no a él. Entonces, ¿por qué estaba a solo una hora de tomar el
avión que lo llevaba al encuentro de Paula Chaves?


Por un momento, consideró la posibilidad de echar marcha atrás.


Pero Arturo no se lo permitió.


—No, señor. Si no lo haces, te arrepentirás.


Pedro pensaba que se podía arrepentir mucho más si lo hacía. ¿Y si al llegar Paula lo miraba de arriba abajo y daba media vuelta? ¿Y si le confesaba su amor y ella lo mandaba al infierno? Y lo que era peor, ¿y si no era capaz de abrir la boca?


—¿Tú? —dijo Arturo—. ¿No hablar? No me lo puedo imaginar.


Era cierto que, generalmente, no tenía problemas de locuacidad y, menos aún, con las mujeres. Pero Paula era otra cosa.


—Seguro que tú nunca hiciste nada tan estúpido como esto —dijo Pedro.


Se hizo un silencio, mientras Arturo recapitulaba sobre su vida.


—Puede que sí —dijo el viejo al fin.


Pedro levantó las cejas.


—¿Sí?


—Quizá, sí —Arturo se encogió de hombros—. Quizá, no.


Pedro esperó a que él le narrara una historia que no narró.


—Gracias —murmuró finalmente Pedro—. Eres de gran ayuda.


—Yo te he dado la idea —dijo Arturo mientras aparcaba el coche y paraba el motor—. No tienes nada que perder, muchacho.


Sí, sus esperanzas. En tanto en cuanto no se enfrentara a Paula y no recibiera un «no» rotundo, podía seguir soñando con un futuro común.


—Venga, Pedro —dijo Arturo antes de salir del coche—. Un corazón débil no es bueno para ganarse el favor de una dama.


—Preferiría que dejaras esas citas Zen —farfulló Pedro mientras se disponía a abrir la puerta. —No es Zen. Es de las novelas románticas. 


Pedro lo miró perplejo.


—Joyce me las dio. Un hombre tiene que hacer algo con su tiempo cuando es lo único que le queda. Además, yo creo en el amor. Y creo en ti. 


Aquel comentario de aprobación era algo excepcional en Arturo.


—¿Qué quieres decir…? —comenzó a preguntar Pedro.


Pero Arturo no estaba dispuesto a repetir.


—Vamos —se puso en marcha hacia la terminal del aeropuerto.


Pedro agarró el asa de su maleta tal y como lo hacía con las riendas de un caballo.


Una frase le vino a la mente.


—Esta es la carrera de tu vida —decía siempre antes de salir al ruedo uno de sus viejos compañeros, Garrett King.


Pedro había mantenido esa máxima en mente cada vez que se disponía a montar.


Y siempre había confiado en que alguna lo sería. La fuerza de la juventud le había hecho pensar que llegaría muy lejos. Había tenido siempre todo lo necesario para triunfar: empuje, coraje, fuerza, talento y vigor.


Pero nada de eso había sido suficiente. Había muchas cosas que no había podido controlar.


En diciembre, en las finales de Las Vegas, había estado a punto de conseguirlo.


Pero ya jamás alcanzaría lo que quería.


Mientras estaba en los ruedos, tenía esperanza. Pero ya no le quedaba nada.


Solo, tenía un sueño: Paula. Pero no quería admitirlo, no sabiendo lo que ella sentía por él. No hasta que no cambiara de opinión. Porque si él le decía: «Te quiero», y ella respondía: «Pues yo a ti no y nunca te querré», todo habría acabado.


Á pesar de todo, allí estaba, dirigiéndose hacia su incierto destino. Y no podía dar marcha atrás con Arturo allí, vigilante. Además, ya se había gastado el dinero y todo el mundo se había enterado, gracias al anciano, a dónde se dirigía.


Eso le había costado más de una mirada especulativa y burlona, como las de Cloris y Alice, o las de Felicity Jones y Tess Tanner. La última vez que había ido a casa de Jones a llevar unas cosas, Felicity lo había mirado de arriba abajo.


—No se te olvide cortarte el pelo mientras estés allí. A lo mejor hasta te apetece un masaje si lo da Paula Chaves.


Y lo peor era que, pensar sobre ello hacía que sintiera los pantalones un tanto constreñidos en cierta zona viril.


Pero se suponía que todo aquello lo hacía por amor, no por sexo, o al menos, no solo por sexo. Lo que sentía por Paula era más que simple deseo. Tenía que ver con palabras como «para siempre» y «compromiso», y «levantarse juntos cada mañana».


Sin embargo, no podía negar que también sentía deseo.


Volvió a pensar en lo de recibir un masaje de Paula en el barco. ¿Se atrevería?


—¿Vienes o te vas a quedar ahí de pie como si hubieras echado raíces? —le dijo Arturo.


Agarró el asa de su equipaje con más fuerza. «Esta es la carrera de tu vida», volvió a pensar.


Solo esperaba no darse contra el suelo.



HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 4




Trabajar en un barco era muy diferente a hacer un crucero. 


Paula se había dado cuenta a los diez minutos de embarcar.


Se pasaba largas horas haciendo exactamente lo mismo que hacía en Elmer: lavando, cortando, tiñendo y peinando, y dando masajes dos veces por semana. Solo que todo aquello debía hacerlo con el suelo moviéndose bajo sus pies.


Dormía en una habitación compartida en la que apenas si tenía espacio para vestirse.


La supervisora no llevaba látigo, pero podría haberlo llevado. 


Se llamaba Simone. La mujer había despedido a la primera compañera de habitación de Paula porque la había visto salir una mañana del camarote de un pasajero con el mismo vestido del día anterior.


—Hay que atender a los pasajeros, pero no acostarse con ellos —decía Simone.


Paula se aprendió bien la lección. No porque hubiera tenido intención alguna de acostarse con ellos. Ya era bastante con ser amable.


Había conocido a mucha gente, a muchos hombres. En sus días libres, visitaba los puertos caribeños con algunos de ellos. En ocho semanas había recabado más experiencias y recuerdos que en toda una vida en Elmer.


—¿No echas de menos tu hogar? —le había preguntado Patricia la primera vez que la había llamado en una de sus escalas.


Por supuesto que lo echaba de menos. Pero la respuesta había sido otra.


—No tengo tiempo de echar de menos nada.


Lo que, por otro lado, era verdad.


Además, aunque algunas noches se tumbaba en la cama y no hacía más que pensar en Elmer y en la vida que había dejado allí, también sabía que en aquella ciudad no habría encontrado nunca lo que necesitaba.


No había ningún hombre en Elmer que la pudiera amar como Santiago amaba a Patricia.


Recordaba el día que había llamado a Arturo desde Kauai para contarle lo maravillosa que había sido la boda de su hermana y lo enamorados que estaban los novios.


—Ojala algún día yo encuentre un hombre así.


Ya Arturo solo se le había ocurrido decir:
—¿Y Pedro?


—¿Pedro? —había preguntado ella genuinamente anonadada—. ¿Pedro y yo?


—¿Qué tiene de malo Pedro? —había preguntado el viejo.


«Todo», podría haberle dicho ella. Pedro era demasiado guapo, demasiado sexy, demasiado ligón y además se creía el centro del universo. Ella era una chica que hasta un perdedor como Mateo Williams había rechazado.


—Dejémoslo en que no funcionaría —dijo finalmente ella—. Sería como casar a Caperucita con el lobo.


—Bueno, ahora… —había empezado a decir Arturo, pero ella lo había interrumpido.


—No, Arturo, olvídalo.


Precisamente, una de las cosas buenas que tenía aquel nuevo trabajo era haber podido alejarse de Pedro.


Eso no quería decir que estuviera huyendo. Al contrario, lo que hacía era abrirse nuevas posibilidades, ver mundo, conocer gente maravillosa, sobre todo hombres.


Su objetivo con aquel viaje era encontrar el amor verdadero.


Por supuesto, eso era algo que no le podía confesar a nadie. 


Si los demás miembros de la tripulación se hubieran dado cuenta, no la habrían dejado vivir. Ya pensaban que aquella inocencia suya era una mezcla entre algo entrañable y digno
de una enorme carcajada.


Carlos, uno de los camareros, que era de Barcelona, le tomaba el pelo todo el día.


—¡Tienes unos ojos enormes! —le decía con sorna, pues siempre miraba perpleja las maravillas que visitaban.


—Yo te los abriría aún más con gusto —decía Yiannis, un griego especializado en la carta de vinos—. Si quieres, te enseño los lugares que los turistas no visitan.


Allison, la otra peluquera y compañera de camarote desde el despido de Tracy, no se lo permitió.


—No vas a ir a ningún sitio con él. Lo que quiere es desnudarte en un rincón oscuro.


Vivir es aprender.


Así que, cuando Armand se la llevó a medianoche a dar un paseo a la luz de la luna y él la tomó apasionadamente en sus brazos, ella le puso la rodilla en la entrepierna y le dijo que solo tenía dos opciones: sufrir un duro golpe o dejarla en
paz. Se había comportado como todo un caballero liberándola de inmediato.


—Sí, estás aprendiendo —le había dicho Allison cuando se lo había contado.


Era cierto, estaba aprendiendo y mucho. Pero, aunque en los últimos dos meses había visto cosas que no había visto nunca antes, había conocido a mucha gente y había enviado una docena de postales a casa, no había encontrado el amor
verdadero. Aún.


Pero lo encontraría. Estaba decidida a hacerlo.


Sin embargo, no podía esperar que el amor se presentara en su puerta. Tendría que hacer algo. Así que decidió visitar algunos puertos con hombres que a Allison le parecían bien.


—Caballeros —había dicho Allison, lanzándoles a Armand, a Carlos y a Yiannis una mirada asesina, que los había obligado a retirarse y a dejarlas solas.


—Pero Carlos es un caballero —había protestado Paula.


—Carlos es un casanova —le había dicho Allison con firmeza—. No es tu tipo. Tú necesitas un hombre honrado.


Así que siguió los consejos de Allison.


Paseó con un encantador escocés de nombre Scot por Nassau, hizo esquí acuático en St. Thomas con un australiano, Fergus, y bebió margaritas en una isla privada con un canadiense de nombre Jimmy.


Eran dulces, divertidos, unos auténticos caballeros y, sin duda, mejor que quedarse en casa en Elmer. Pero ninguno de ellos era el hombre de su vida.


¿Y si nunca llegaba a encontrar tan codiciado espécimen? ¿Y si pasaban no días ni meses, sino años, esperando algo que no ocurría? No podía soportar pensar en eso.


Tarde o temprano ocurriría. Tendría que pasar.


Cuando menos lo esperara, lo vería subiendo a bordo. Él la miraría y, con sus ojos, se encontrarían sus almas también.


Se comprometerían y se irían a Elmer a casarse. Y todo el valle tendría que celebrar junto a ella que Paula Chaves hubiera encontrado al fin al hombre de sus sueños.


Y cuando se encaminara hacia el altar, por el pasillo de la iglesia, al encuentro de su futuro esposo, podría sacarle la lengua a Pedro Alfonso.