jueves, 9 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 11




EL LUNES por la mañana Pedro llegó a trabajar muy temprano. La noche anterior no había dormido bien... de hecho, había dormido mal todo el fin de semana.


De niño, a menudo le había costado dormir. Se quedaba despierto durante horas, atento a los sonidos que hacían las otras personas del hogar adoptivo en el que lo habían dejado. En ocasiones había sido precavido al mostrarse cauteloso. En otras, la gente había resultado buena. Aunque eso no importaba. No era capaz de relajarse con desconocidos cerca.


Al crecer y volverse más listo y duro, por la noche había empezado a asolarlo la inquietud, no la cautela. Entonces salía a la calles oscuras a tratar de mitigar la intensa energía física en alguno de los muchos campos de baloncesto públicos. O con alguna joven también dispuesta a quemar energía.


En la actualidad, empleaba las oscuras horas insomnes a desarrollar proyectos de trabajo. Había descubierto que era tan buen remedio como cualquiera... y decididamente beneficioso para su carrera. Sin embargo, no recordaba la última vez que la culpa lo había mantenido despierto.


La culpa, algo desconocido e incómodo, lo atravesaba. Hizo a un lado el informe que había estado escribiendo y se reclinó en el sillón. Todo el fin de semana había pensado en Paula, preguntándose si debía llamarla para tratar de disculparse otra vez por insultarla sin darse cuenta. Pero al final había llegado a la conclusión de que debería darle un tiempo a solas para superar el dolor que le había causado. 


Decidió disculparse cuando se presentara a trabajar. En terreno neutral.


Miró otra vez la hora. Faltaba poco para que se presentara. 


Esperaba que no siguiera molesta con él; no había sido su intención hacerla sentir tan mal.


Al recoger el informe para volver al trabajo, tiró la pluma de oro al suelo. Se inclinó para levantarla de debajo del escritorio. Estiró el brazo... e hizo una pausa.


Enmarcadas en la abertura que había bajo su mesa podía ver un par de piernas que se acercaban... largas y femeninas, terminadas en tobillos finos y pies pequeños enfundados en unos zapatos de altos tacones de aguja.


Curioso por ver el resto del envoltorio, alzó la cabeza... y se golpeó contra el borde de la mesa.


Vio las estrellas. Hizo una mueca y cerró los ojos.


—¡Maldita sea! —musitó, frotándose el punto dolorido.


—¿Te encuentras bien? —preguntó una voz suave.


—Sí, estoy... ¿Paula?


—Mmm.


Pedro abrió los ojos... y sintió que se quedaba boquiabierto. 


Se obligó a cerrar la boca, aunque no apartó la vista de la mujer que tenía ante sí. Se preguntó si veía visiones por el golpe que se había dado.


—¿Paula? —repitió con incredulidad—. ¿Qué te has hecho?


—Unos pocos cambios.


No cabía duda de ello. La recorrió para catalogar dichos cambios mientras se dirigía a su silla. Había pasado de los tops por lo general apagados y holgados a un jersey rosa que se ceñía a su silueta esbelta y revelaba las curvas altas y delicadas de sus pechos. Llevaba una falda negra de lana que le apretaba las caderas estrechas y que se subió por encima de las rodilla al sentarse y cruzar las piernas. Por no mencionar esos zapatos negros letales, con tacones lo bastante altos como para provocarle una hemorragia nasal por el cambio de altitud.


Y las diferencias no se detenían ahí.


—No llevas gafas —comentó estúpidamente.


Ella asintió y apoyó las manos sobre el portapapeles que tenía en el regazo.


—Me he puesto lentillas. De hecho, las tengo hace tiempo, pero nunca las traje al trabajo porque me humedecen mucho los ojos. Pero Jay cree que estoy mejor sin las gafas, así que trato de acostumbrarme a ellas.


«Otra vez Jay... y maldita sea si no tiene razón», pensó Pedro. Sin la montura negra dominando su rostro pequeño, los ojos parecían más grandes y brillantes... quizá porque se le humedecían, como ella había dicho. Pero el color gris azulado también parecía diferente. Más brumoso, protegidos por unas pestañas que eran sorprendentemente largas, oscuras y tupidas.


—Supongo que Jay te sugirió también el corte de pelo —aventuró.


Vio cómo oscilaba con gentileza cuando asintió. En vez de colgarle liso y muerto, en ese momento se le curvaba bajo el mentón. Lustroso y tupido, con inesperadas vetas de color miel entre los ricos mechones castaños, tenía un aire revuelto. Como si se lo hubiera mesado nada más levantarse.


A regañadientes, reacio a concederle algún mérito a Jay, reconoció que el estilo le sentaba bien. Los pómulos parecían más pronunciados. La línea limpia y delicada de la mandíbula quedaba revelada, y la boca... Posó la vista en ese punto. El nuevo lápiz de labios, de la misma tonalidad roja de un vino exuberante, le hacía la boca más plena, carnosa. Húmeda y suave, tentadora, para besarla.


Con un esfuerzo, apartó la vista de los labios. Lo único conocido que quedaba en ella era la expresión seria y decidida que mostraba.


Pedro...


—¿Sí? —se movió incómodo, volviendo a recorrerla con la mirada. Parecía más refinada, ecuánime y decididamente sofisticada. Pero, al mismo tiempo, parecía más suelta. Suave. Sexy. El tipo de mujer que podía imaginar tendida en su cama, con la piel acalorada después de... «Tranquilo, amigo. Estás fantaseando con Paula. No con un bombón al que acabas de conocer».


—Me gustaría pedir un traslado.


Pedro se sobresaltó por la nota determinada que captó en la voz de Paula.


—¿Has dicho traslado?


—Sí. Quiero extender un poco las alas. Ganar experiencia en otros departamentos.


«Y alejarme de ti», concluyó él mentalmente, sintiendo una inesperada punzada de dolor ante el pensamiento. Diablos, no podía hablar en serio. Solo estaba enfadada por lo que le había dicho.


—Paula, si es por lo de la otra noche...


—No lo es —interrumpió sus disculpas—. Mi petición no tiene nada que ver con eso.


No le creyó. Pero sabía que ella no reconocería la verdad. 


Reflexionó en su petición, tratando de decidir la mejor manera de llevarla. Era evidente que Paula estaba preparada para una batalla. Lo revelaba la blancura de sus nudillos al apretar el portapapeles.


Pues si esperaba una batalla, Pedro decidió no presentarle ninguna.


—De acuerdo —aceptó—, te lo concedo.


Ella lo miró con ojos llenos de sorpresa. Aunque antes de que pudiera decir algo, él añadió:
—... pero no antes de que concluya la fusión Bartlett. No quiero tener que entrenar a otra secretaria en medio de un negocio tan importante como este.


Paula frunció el ceño. Se mordió el labio, meditando en las palabras de él.


—¿Cuánto tiempo crees que tardará? —preguntó al fin.


—Espero terminarla en nuestro viaje a Hillsboro —se encogió de hombros.


Ella titubeó mientras estudiaba la expresión velada de Pedro.


—Muy bien —aceptó a regañadientes. Alzó el mentón y añadió con el tono distante empleado la última noche—. Pero te agradecería que empezaras a procesar mi solicitud de inmediato.


Pedro sintió un poco de irritación. Lo que le había hecho había sido grosero, completamente imperdonable. Pero ya era hora de olvidarlo y de volver a la normalidad.


—Y yo creo...


Calló cuando llamaron a la puerta abierta. Miró en esa dirección. Brandon Levy, un universitario que trabajaba en el departamento de correspondencia de la empresa mientras por la noche acababa su carrera de empresariales, entró sin aguardar invitación. Atravesó media estancia en menos de dos segundos con la vista clavada en los sobres.


—Lamento interrumpir —dijo al tiempo que alzaba la vista para ver la expresión ceñuda de Pedro—. Pero estas cartas están marcadas como urgentes, así que pensé que lo mejor era entregarlas de inmediato.


—Dámelas —indicó Paula, extendiendo la mano.


—Muy bien —giró hacia ella mientras revisaba algunas cartas—. También tengo algunas para Maggie, así que... —levantó la cabeza... y se paralizó.


Pedro observó cómo el joven se quedaba quieto, aturdido como un cachorro enamorado, con expresión de asombro y la mano extendida.


Entonces Paula sonrió y se inclinó para aceptar la correspondencia, quebrando el hechizo. Brandon regresó a la vida con un sobresalto.


—Ah, aquí tiene.


—Gracias, Brandon —respondió ella.


El muchacho se ruborizó hasta las raíces de su pelo rubio.


—De nada, Paula —la voz ronca se demoró en el nombre al tiempo que su cara se llenaba con una amplia sonrisa.


Pedro contuvo el impulso de echarlo del despacho. Sabía que a Paula no le gustaría. Pero cuando transcurrieron diez segundos y el chico no se había movido, decidió ayudarlo a entrar en acción.


—Dijiste que también tenías correspondencia para Maggie, ¿no?


—Oh. sí. Así es —indicó con pesar en la voz.


Lo observó dirigirse hacia la puerta. El joven casi iba marcha atrás para poder mantener el tiempo que fuera posible la vista sobre Paula. A Pedro no le sorprendió que chocara contra el cubo que servía como cesta de baloncesto. 


Trastabilló, recobró el equilibrio y con otra oleada de rubor, terminó por salir de la estancia.


Pedro movió la cabeza en gesto de incredulidad. Se reclinó en el sillón y observó a Paula, con la esperanza de que compartiera su diversión.


—¿Te lo puedes creer?


—¿Creer qué? —repitió ella sin alzar la vista de los sobres que estaba abriendo.


—Brandon —indicó él con impaciencia—. ¿No te has fijado en su manera de comportarse? Casi se le van los ojos detrás de ti.


Eso captó la atención de ella. Levantó la cabeza con las cejas enarcadas.


—Es una exageración. Solo me entregó unas cartas.


—Y prácticamente babeó sobre ti.


—Oh, por favor —volvió a centrarse en los sobres.


Con cualquier otra mujer, Pedro habría creído que fingía no haber notado el arrobamiento de Brandon. Pero Paula, simplemente, no lo había visto. Supo que lo mejor era olvidar el tema, pero no pudo evitar hacer una pregunta más.


—En todo caso, ¿hace cuánto que ese chico te llama Paula?


—Desde que trabaja en la empresa.


—Me parece un exceso de confianza, casi una falta de respeto, ¿no crees? —frunció el ceño.


—Tienes que estar bromeando —lo miró fijamente—. Ese «chico» apenas es cuatro años menor que yo. Existe el doble de diferencia entre nosotros dos. ¿Se trata de una insinuación no muy sutil de que quieres que te llame señor Alfonso? ¿Que he sido irrespetuosa?


—Diablos, no —se apresuró a decir.


Era lo último de lo que podía acusarla esa mañana.


Además, las situaciones no se parecían en nada, y ella lo sabía. Brandon era un muchacho y ella una mujer. Él, por otro lado, era un hombre y ella... bueno, seguía siendo una mujer.


Paula lo miraba expectante, como si quisiera que debatiera la cuestión, pero Pedro tomó la decisión de dejar pasar el tema. No quería que lo llevara a otra discusión ridícula como la que habían tenido la otra noche, y menos cuando sospechaba que no podría ganar. Lo que pretendía era solucionar el tema que tenían pendiente.


—Paula, con respecto a la otra noche... —sonrió con pesar—. Lo siento. Nunca fue mi intención decir lo que dije —para su sorpresa, ella le devolvió la sonrisa.


—Está bien. Olvídalo —pidió casi con alegría—. En realidad, me hiciste un favor.


—¿Sí?


—Pensé en lo que me dijiste —asintió—, y decidí que tenías razón.


Eso debería haber sido algo positivo, pero de pronto se sintió receloso, como si volviera a estar en los marines y avanzara por un campo lleno de minas.


—¿En qué? —preguntó con cautela.


—En lo que siempre estás diciéndome. Que necesito desarrollar un poco de firmeza. Establecer objetivos, salir más, aprender a luchar por lo que quiero.


Pedro volvió a relajarse. Asintió con gesto de aprobación, complacido de que al fin ella siguiera su consejo.


—Bien. Me alegra oírlo. ¿Y qué es lo que has decidido que quieres?


—Un hombre.


—¡Qué! —se enderezó de repente y casi tira el sillón—. ¿Qué has dicho?


—He dicho un hombre, Pedro. ¿Recuerdas? Esas criaturas sobre las que tú lo sabes todo —recogió los papeles, preparándose para irse.


El apretó los labios.


—Supongo que es otra sugerencia que te ha hecho tu nuevo amigo Jay. E imagino que él pretende ser el hombre en cuestión.


Ella lo miró un momento antes de levantarse.


—No, no lo creo. Jay y yo somos... solo amigos.


Pedro pudo ver diversión en la cara de ella, lo que aumentó su irritación.


—Pensaba que la noche pasada te habías sentido insultada cuando inadvertidamente di a entender que podrías haber tenido una aventura de una noche —espetó.


—Inadvertida o no, con esa sugerencia me sentí insultada, y todavía me siento agraviada —lo miró a los ojos—. No todo el mundo es como tú, Pedro, solo capaz de tener aventuras breves. Yo busco una relación seria. Una que conduzca al matrimonio.


—¡Matrimonio!


Ella asintió, entre divertida y triste.


—Sí. Matrimonio —dijo pronunciando bien cada sílaba, como si le enseñara una palabra extranjera. Se dirigió hacia la puerta.


—Vamos, Paula —no le cupo ninguna duda de que debía estar de broma—. Eso es ridículo —indicó exasperado—. No puedes decidir casarte, y salir a buscar a un hombre con tanta sencillez. No es así como sucede.


Hasta ese momento Paula quizá hubiera estado de acuerdo. 


Había decidido seguir adelante con el plan de transformación de Jay, más para quitarse a Pedro de la cabeza que porque pensara que podía funcionar. Sabía que seguía siendo la misma persona, a pesar de la ropa y el maquillaje nuevos.


Pero oírlo descartar con tanto desdén, con tanta seguridad, el objetivo que ella se había puesto, despertó su determinación como nada más habría podido lograrlo.


—¿Quieres apostar algo? —musitó. Luego salió cerrando la puerta a su espalda.


Pedro apretó los dientes y resistió el impulso de ir tras ella. 


Empezaba a ser buena en eso de cerrar una puerta entre ellos antes de poder hacerla recuperar el sentido común.


Apretó los reposabrazos del sillón. No podía creer que hubiera seguido su sensato y práctico consejo de negocios para tergiversarlo con el fin de hacerlo encajar en un absurdo objetivo como el matrimonio. El matrimonio no era algo que una persona persiguiera. Era algo que sucedía cuando menos se lo esperaba... como un accidente de coche.


Paula no podía querer eso. Ninguna persona cuerda lo haría


.¿Es que de verdad buscaba atarse a una sola persona? ¿Ir todas las noches a casa para hablar, acostarse, hacer el amor... con alguien como ese Jay Leonardo? La sola idea de pensar en Paula con un personaje como Leonardo le provocaba náuseas.


Por el amor del cielo, si solo tenía veinticuatro años. Era demasiado joven para andar suelta por ahí. Pasaron por su mente los recuerdos de sí mismo a esa edad, pero los desterró. Había estado en los marines. Y era un hombre. 


Paula era... bueno, Paula.


Y eso lo resumía todo. Era demasiado joven, demasiado dulce, demasiado inocente para saber lo que decía. No necesitaba a un hombre. Tenía a un jefe. Él.


Y pretendía seguir siéndolo. Recogió la solicitud de traslado que había dejado sobre su escritorio. Trabajaban bien juntos. 


En realidad ella no quería el traslado...
solo creía quererlo porque la había irritado. Las cosas estaban bien de esa manera. O al menos como habían estado antes de que Kane Haley se hubiera presentado en su despacho para iniciar toda esa confusión. Maldijo los problemas de embarazo de Kane.


De no haber sido por Haley, Paula no habría iniciado esa loca cruzada en busca de un hombre, algo que él desaprobaba por completo. Estaban en una empresa, no en un maldita agencia de citas.


No era más que un pánico femenino. Una persona no cambiaba tan drásticamente de la noche a la mañana. Se cansaría de su búsqueda... no tardaría en volver a su yo normal. Estaba seguro.


Pero hasta entonces, tendría que estar alerta por ella, cerciorarse de que no se metía en problemas con su «nuevo aspecto».


Podía hacerlo. No había problema. Se le daba bien solucionar dificultades. Estrujó la solicitud de traslado y la arrojó a la papelera.


Se le daba muy bien.







UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 10




Paula cerró y echó el cerrojo. Luego fue al salón y se hundió en el sofá.


Cruzó los brazos y contuvo las lágrimas que le quemaban los ojos, negándose a dejarlas caer. Bajo ningún concepto iba a venirse abajo en es momento. Había tenido abundante práctica en el control de sus emociones; en los últimos dos años se había convertido en su segunda naturaleza.


Desde que se había enamorado de Pedro.


Incluso en su momento había sabido que era una estupidez dejar que sucediera. Pedro no era el tipo de hombre al que había soñado amar algún día. Siempre había creído que elegiría alguien como su padre, un hombre tranquilo, atractivo, en absoluto ambicioso, pero cuya vida había girado alrededor de su mujer y de su hijita.


Pedro no era excepcionalmente atractivo. Tenía un rostro anguloso y la nariz un poco torcida a la altura del puente, de su época de boxeo con los marines. La boca era demasiado ancha, los labios demasiado finos y los ojos mostraban demasiado a menudo una expresión de cinismo que lo hacía parecer mucho mayor que los años que tenía.


Y era ambicioso; implacablemente ambicioso. Las adquisiciones que orquestaba eran despiadadas y rápidas, por lo general concluidas antes de que la otra empresa supiera lo que estaba pasando. Era perfecto para el cargo que desempeñaba en Kane Haley, S.A.... pero no el tipo de hombre con el que soñar. Paula había sido consciente de ello nada más conocerlo.


Pero entonces Pedro había aparecido con un árbol para su primera Navidad en la ciudad. Su primera Navidad sola. 


Paula había mirado esos ojos castaños y risueños, había visto esa sonrisa burlona en la cara mientras entraba en su casa con el árbol, y se había enamorado por primera vez en la vida.


Y en cuanto comenzó a caer por esa pendiente resbaladiza, le fue imposible parar. Y cuando el día acabó y él se marchó, Paula se había dicho que solo era su imaginación creer que se había llevado su corazón con él. Algo provocado por el día festivo y las emociones. Se había esforzado en enterrar sus sentimientos en lo más profundo de su ser, y durante meses logró fingir que solo era su jefe. Un gran tipo con el que trabajar. Un amigo.


Pero últimamente cada día le resultaba más duro ocultar sus sentimientos. Sentía un nudo en el estómago cuando le dedicaba una sonrisa inesperada o se producía un roce de las manos. No dejaba de preocuparla la posibilidad de delatarse, incluso esa noche llegó a pensar que Pedro había adivinado su secreto. Menos mal que no había sido así. Sabía que Pedro no estaba interesado en ella de esa manera. Aunque hasta ese momento no había comprendido que él consideraba que carecía de atractivo sexual para cualquier hombre.


Tragó saliva y cerró más los brazos... luego se puso rígida al oír que llamaban a la puerta. Sintió un aguijonazo de dolor. 


No podía volver a enfrentarse a Pedro otra vez esa noche.


Pero un segundo más tarde oyó una voz femenina.


—¿Paula? ¿Te encuentras bien?


Se sintió aliviada al ver que no era Pedro que volvía a atormentarla, sino Jay.


Por lo general le encantaba que su vecina la visitara. La había conocido en el albergue de mujeres, donde Jay, que era cosmetóloga, demostraba técnicas de maquillaje para ayudar a las mujeres a preparar entrevistas de trabajo. 


Rápidamente se habían hecho amigas, tanto que cuando el apartamento de al lado se quedó vacío un mes atrás, se lo había dicho a Jay, quien de inmediato lo había alquilado.


Aunque el enfoque estrafalario de Jay hacia la vida siempre resultaba divertido, esa noche Paula no tenía ganas de diversión. Pero al oír que volvía a llamarla con creciente preocupación, supo que no podía ignorarla. Con un suspiro fue a abrir la puerta.


Jay la miró, la apartó con suavidad y entró. El largo cabello negro caía por su espalda como una capa.


Paula fue a sentarse en el sofá y le indicó a Jay que hiciera lo mismo.


—Muy bien, ¿qué pasa aquí? ¿Quién era ese hombre y por qué te ha hecho llorar? —exigió Jay.


—No estoy llorando —se tragó el nudo en la garganta—. Era mi jefe... Pedro.


—¿Te ha despedido? —hurgó en el bolso y sacó un paquete de pañuelos de papel.


—No, por supuesto...


—¿Se te ha insinuado entonces? —interrumpió. Sin esperar una respuesta, añadió con tono más sombrío—. Sabía que terminaría por hacerlo algún día.


Lauren aceptó el pañuelo que Jay le extendió.


—No —soltó una risa breve y amarga—. De hecho, no podrías estar más equivocada. En todo caso, hizo lo contrario.


Las cejas perfectas de Jay se elevaron.


—¿Se negó a acostarse contigo?


—Sí... bueno, no —Paula se limpió la nariz—. Es decir, el tema no surgió... pero de haber salido, lo habría hecho.


—Entonces, ¿para qué vino?


—Porque creía que estaba embarazada.


Jay se quedó boquiabierta.


—¿De su bebé?


—¡No! Claro que no.


—¿Creía que era de otro?


—Oh, por el amor del cielo, no estoy embarazada —indicó exasperada—. Simplemente cree que soy ingenua y que no sé nada sobre los hombres y que habría podido pasar algo. Sonaba como si... como si el único motivo que tendría un hombre para salir conmigo fuera que estuviera desesperado por tener sexo. Muy desesperado.


Jay no tuvo ningún problema en descifrar el objetivo del comentario confuso.


—¡El muy imbécil!


—Oh, no tenía intención de herirme —reconoció Paula—. Pedro no es así. De hecho, estoy convencida de que siente un cierto... afecto por mí. Siempre bromea conmigo, como lo haría con una hermana menor. Soy yo quien se ha engañado a sí misma creyendo que alguna vez me consideraría de otra manera.


—¿Y por qué no iba a hacerlo? Eres una mujer maravillosa.


Paula apretó la mano de su amiga, pero movió la cabeza con sonrisa melancólica.


—Desde luego, no puedo competir con las mujeres con las que suele salir. Son deslumbrantes... además de sofisticadas. Sin contar con que todas tienen cuerpos de modelo de Victoria’s Secret.


—Pechos grandes, ¿eh? —soltó Jay sin ambages. Olvidó el comentario de Paula y formuló la pregunta que más le interesaba—. ¿A qué te refieres con mujeres, en plural? ¿Qué es ese tipo? ¿Una especie de vividor?


—No. No exactamente. Al menos... sé que es honesto con las mujeres con las que sale. Les expone que no cree en el amor.


—Pero apuesto que todas creen que ellas serán las que lo hagan cambiar de idea —comentó Jay con astucia.


—Probablemente —acordó con desánimo. ¿Cómo iba a dudarlo? ¿Acaso no había albergado la misma esperanza? Cuando Pedro ni siquiera salía con ella.


—Es un vividor, desde luego —afirmaba Jay convencida—. Y lo bastante inteligente como para saber que en la cantidad hay seguridad. Bueno, será mejor que lo olvides. No se merece a una mujer como tú.


—No —acordó desolada—. Se merece a una mujer sofisticada y hermosa. El tipo de mujer con quien le gusta salir.


—Paula Chaves, para de inmediato —reprendió Jay con ojos centelleantes—. Tú eres hermosa...


—Oh, claro...


—Sí, lo eres. Pero hasta que no consigas que lo crea una persona, nadie más lo hará.


Volvió a limpiarse la nariz y reflexionó en las palabras de su amiga.


—¿Te refieres a Pedro? —preguntó titubeante, mirándola por encima del borde del pañuelo.


—Santo cielo, no. ¿No te acabo de decir que olvidaras a ese hombre? ¡Me refiero a ti!


—¿Yo? Si no soy hermosa —no quería enfadar a Jay, pero en ese punto tenían que enfrentarse a la realidad. Aunque su amiga parecía reacia a eso.


—¿Oh? —demandó—. ¿Qué te hace decir eso?


—Que soy tan... corriente.


Jay la miró desesperada.


—Entonces deja de ponerte ropa que parece un charco de barro. Cómprate algo con color, que resalte tu maravilloso tono de piel. Y prendas más ceñidas que revelen tu figura. La mayoría de mujeres moriría por tener tu esbeltez.


—Pero no mi complexión.


—Oh, por favor —puso los ojos en blanco—. Solo porque tus pechos no sean enormes...


—Esa es una subestimación de la realidad.


—... no significa que tengas una mala figura. Tus piernas son largas y torneadas, tu cintura es estrecha y tienes el estómago liso. Eres perfecta —estudió la cara de Paula—. ¿No lo ves? El modo en que te consideras afecta cómo te vistes, piensas y reaccionas con otras personas... y cómo estas reaccionan contigo. No deberías querer ser otra persona... ni siquiera el tipo de mujer que crees que podría desear algún hombre. Debes ser el tipo de mujer que tú quieres ser.


Paula sabía todo eso. Era la misma exposición que le había oído a Jay en el albergue infinidad de veces. Pero jamás la había aplicada a sí misma... ni siquiera había pensado en ello.


—Soy el tipo de mujer que quiero ser —protestó.


—¿Lo eres? —preguntó su amiga—. No creo que te tengas en mucha estima. ¿Te gusta el gris? —preguntó clavando la vista en el chándal de Paula.


—No especialmente...


—¿Y llevar el pelo largo?


Paula se tocó los mechones que caían sobre sus hombros.


—No en particular. Lo que pasa es que es más sencillo...


—Olvida eso. ¿Te gusta el aspecto que tiene?


—No —respondió... y comprendió que hacía siglos que estaba cansada del estilo de su pelo—. Creo que quedaría mejor corto. Pero siempre estoy tan ocupada. Con el trabajo, ayudando en el refugio y... —calló.


—Y sentada en casa soñando con ese Pedro —la voz de Jay fue severa, pero en sus ojos brillaba la gentileza—. Debes parar, Paula. Si no, algún día él va a descubrir lo que sientes. Y entonces quizá termines siendo una de las mujeres de Pedro. ¿De verdad quieres eso?


No, no quería eso. A pesar de lo mucho que le dolía en ese momento, sabía que pertenecer a Pedro para que luego la dejara, le dolería mil veces más.


—Entonces, ¿cómo lucho contra ello?


—Debes dejar de centrarte tanto en ese hombre, deja de pensar en él todo el tiempo y empieza a buscar al tipo de hombre que quieres.


—Visualización —repuso de forma automática—. Los atletas lo hacen. En el trabajo la empleamos en todo momento. Visualizas lo que quieres, luego imaginas que sucede —hizo una mueca—. Pedro es un maestro en eso.


—Pues tú también puedes aprender a serlo —afirmó Jay.


Paula no estaba muy segura, pero sí sabía una cosa. No podía continuar de esa manera, anhelando a un hombre que no la deseaba. No podía desperdiciar su vida a la espera de que Pedro algún día se enamorara de ella, solo de ella. 


Jamás se había enamorado de ninguna de las mujeres extraordinarias con las que había salido, ¿por qué imaginaba que lo haría de ella? Pensar que algún día los sentimientos serían recíprocos era una simple fantasía.


En especial desde que en ese momento sabía lo que él pensaba realmente de ella. Que no era hermosa ni lo bastante inteligente como para interesar a un hombre como Kane Haley... o Pedro Alfonso. Que era el tipo de mujer tan desesperada por obtener atención masculina, que pensaría en tener una aventura de una noche.


—Tienes razón... sobre Pedro, sobre todo —le dijo a Jay, luego bajó la vista a su chándal y acentuó la mueca al recordar la expresión de Pedro al verla vestida de esa manera—. Y no hay mejor manera de empezar que con un nuevo guardarropa.


—¡Esa es mi chica! —Jay juntó las manos—. Este fin de semana tú y yo iremos de compras, y nos cortaremos el pelo y nos acicalaremos —entusiasmada, se puso de pie y descubrió que había estado sentada sobre algo—. Santo cielo... ¿qué es esto? —recogió el jersey que Paula había estado tejiendo. Lo alzó y luego miró en silencio a su amiga.


Pero Paula tenía la vista clavada en la prenda que sostenía Jay. Volvió a pensar en lo bien que le sentaría a Pedro ese profundo color chocolate. En lo abrigado que lo mantendría durante los duros inviernos de Chicago.


Alargó la mano para quitarle a Jay el jersey. Acarició la lana gruesa y suave y pensó en las horas, semanas y meses que había trabajado en él.


—¿Aún piensas regalárselo? —preguntó Jay en voz baja.


—No —repuso con un movimiento de cabeza—. Ya no.


Sacó las agujas y tiró de las hebras de lana. Comenzó a deshacerlo y a enroscar otra vez la madeja en una bola.


Miró a su amiga y se obligó a sonreír.


—Mientras me dedico a esto, ¿por qué no me enseñas qué llevas en ese bolso lleno de trucos?