viernes, 10 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 12




Paula había estado sonriendo, pero, de repente, se sintió muy tímida.


Se llevó la mano al cabello, que el día anterior había tenido largo y que, en aquellos momentos, apenas si le rozaba los hombros, y dijo:
—Me he cortado el pelo.


—Eso ya lo veo.


—Entonces, ¿por qué me lo has preguntado?


Pedro no respondió. Se limitó a rodearla y a mirarla de arriba abajo.


Ella levantó la barbilla, como si estuviera desafiándolo a que la criticara. El corte de pelo era moderno más que sexy, pero no era el único cambio. En lugar del ceñido vestido rojo del día anterior, Paula llevaba puesto un sencillo conjunto de punto de color rosa pálido. Las sencillas prendas eran bonitas, pero naturales. Las sandalias rosas sin tacón eran el polo opuesto de los zapatos de tacón de aguja. Paula se sentía cómoda, como si por fin fuera ella misma en vez de alguien que sólo trataba de llamar la atención con su ropa.


Pedro frunció el ceño.


—No lo comprendo. ¿Dónde has comprado eso?


—En una boutique en la Mercerie que me recomendaron en recepción.


—¿Te ha acompañado Kefalas?


—Sí. Yo no quería, pero él insistió. Ni siquiera me permitió utilizar mis tarjetas de crédito. Insistió en que lo cargara todo en tu cuenta.


—Bien. Estás muy distinta… ¿A qué se debe el cambio?


Paula respiró profundamente. ¿Cómo podía explicarle lo horrible que era que los hombres la miraran constantemente?


—Bueno —dijo—. La ropa que tenía en la maleta simplemente no me parecía adecuada.


—Eso no fue lo que dijiste cuando te la compraste en Atenas.


—¿Tú me compraste esa ropa? ¿El vestido rojo también?


—Sí.


—Bueno, era todo muy bonito, pero… —susurró. No quería parecer desagradecida.


—¿Si?


—Pero no me resultaban cómodos. Además, hacía que la gente me mirara.


—Yo creía que eso te gustaba.


—A pesar de todo, fue un regalo muy bonito —tartamudeó ella—. Te estoy muy agradecida. Fue muy amable por tu parte que me compraras todo eso. No quiero criticar tu gusto, pero…


—Yo no te las elegí. Simplemente lo pagué todo. Lo elegiste todo tú.


¿Cómo? ¿En qué diablos había estado pensando?


—Oh… Bueno, estoy segura de que se venderá bien en las tiendas de segunda mano —dijo—. Son tan bonitas…


Pedro miró sorprendido hacia la maleta y vio que estaba vacía.


—¿Me estás diciendo que has regalado toda tu ropa de diseño? —preguntó con incredulidad—. ¿Los Gucci? ¿Los Versace?


—¿Son tus diseñadores favoritos?


—¡No! ¡Son los tuyos!


—Oh… Bueno, esa ropa era demasiado ceñida para mí, por no mencionar demasiado sexy. Tal vez mis gustos han cambiado porque estoy a punto de ser madre. Seguramente es eso, ¿no te parece?


Pedro la miró fijamente. Por fin, extendió una mano, que Paula la tomó en la suya.


—Estás muy hermosa —dijo.


—¿De verdad?


—Sí. De hecho, jamás te he visto tan radiante.


Paula suspiró y soltó el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta mientras se preguntaba cómo iba a reaccionar él. Lo miró atentamente y vio que, efectivamente. Pedro parecía aprobar lo que veía.


—Está bien. Vayamos a dar un paseo —dijo él con una sonrisa.


Durante el resto del día, exploraron los encantos de Venecia. A lo largo del día, la niebla fue cayendo sobre la ciudad y dándole un aspecto melancólico. Sin embargo, Paula casi no se dio cuenta de que la luz del sol había desaparecido. Se sentía alegre y contenta. Pedro le sonreía mientras charlaban y reían. Entonces, él le compró una rosa de color naranja en un mercadillo al aire libre. Cuando le dijo en voz baja lo hermosa que era para él, lo mucho que deseaba que se convirtiera en su esposa, Paula
se sintió feliz.


Con su nueva ropa, recibió alguna que otra mirada de los hombres, pero nada como el día anterior. Se sintió segura. Libre. No quería que el día terminara. Miró la mano con la que Pedro le sujetaba una de las suyas. Era tan posesivo, tan atento…


Tan romántico y cariñoso.


Cuando empezó a llover con fuerza, él la empujó hacia una puerta con un rico artesonado. 


Entonces, para su sorpresa, se dio la vuelta y llamó a la puerta del palazzo.


—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó ella, confusa.


—Ya lo verás.


Les franqueó la entrada un ama de llaves. La mujer les dijo, a duras penas, que el marqués y la marquesa, los amigos de Pedro, estaban de vacaciones. Sin embargo, cuando Pedro, con la más encantadora de sus sonrisas, le pidió a la mujer que les dejara ver el salón de baile, ella no se pudo resistir.


Cuando el ama de llaves los dejó a solas en el amplio salón, Paula se quedó impresionada por su tamaño y su belleza. Para poder observar mejor el maravilloso techo, subió hasta la mitad de las escaleras.


—Ahí es donde te vi por primera vez —le dijo Pedro.


—¿Aquí?


—Sí. Antes de ese día, no había hecho caso alguno a los rumores que circulaban sobre ti. Ninguna mujer podía ser tan hermosa como se decía —añadió, mirándola con el deseo reflejado en los ojos—. Entonces, nos conocimos. Te vi bajando esas escaleras con un vestido rojo. Ibas del brazo de mi mayor rival en los negocios, pero supe enseguida que te apartaría de él —añadió. Lentamente, fue subiendo las escaleras hasta llegar hasta donde ella se encontraba—. Te habría apartado hasta del mismo diablo. Me hiciste perseguirte por toda Venecia durante una semana hasta que, por fin, accediste a acompañarme a Atenas. Allí, descubrí, para mi sorpresa, que eras virgen. Por primera vez en toda mi vida, me encontré deseando más a una mujer después de haberme acostado con ella que antes de hacerlo.


Pedro inclinó la cabeza hacia ella. Paula no podía moverse ni respirar.


—Cuanto más me dabas, más quería.


Sin embargo, cuando estaba a punto de besarla, se detuvo de repente y se puso tenso. Sin tocarla siquiera, se apartó de ella. Le dirigió una mirada glacial.


—Vamos. Ya hemos terminado aquí.


Tras darle las gracias al ama de llaves, los dos abandonaron el palazzo. En el exterior, el bochorno reinante parecía indicar que estaba a punto de producirse una tormenta, igual que estaba ocurriendo entre ellos.




UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 11





Tres meses atrás, era perfecta. Su figura era esbelta, pero con curvas en los lugares adecuados. Sin embargo, en aquel momento, sus pechos de embarazada eran tan turgentes y su cintura seguía siendo tan esbelta, que Paula se había convertido en el sueño de cualquier hombre.


Incluido él mismo.


Había permanecido a propósito en el despacho hasta las tres de la mañana contestando e-mails y llamadas de teléfono referentes a su contrato de Australia.


Había estado a punto de dormirse sobre el ordenador antes de entrar en el dormitorio para acostarse en el sofá.


Incluso dormido, no había dejado de soñar con que le hacía el amor a Paula. Se había despertado con una erección.


Lanzó una maldición y trató de estirar el cuello. 


Le dolía por todas partes. Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Siempre había sabido que Paula era superficial y egoísta, pero le habían intrigado profundamente todas sus contradicciones, que fuera virgen, que jamás le hiciera preguntas ni revelara ninguno de sus sentimientos. Al contrario de otras mujeres, había disfrutado en la cama sin emoción alguna.


Pedro se había sentido completamente cautivado por ella. Cuando, en la cama, la empujaba hasta llegar al clímax, los ojos azules le habían brillado con repentina vulnerabilidad. Ese hecho le había llevado a pensar que había algo más dentro de su alma. Un misterio que sólo él podía resolver. Había seguido creyendo aquello hasta el día en el que ella se levantó de la cama, rebuscó en su caja fuerte y robó información financiera de gran importancia, que le entregó a Luis Skinner durante un
romántico desayuno.


Aquella noche, las acciones del grupo Alfonso bajaron casi medio punto, lo que provocó que Pedro perdiera casi su empresa entera. Si él no hubiera tenido el recurso de su fortuna personal para respaldar a su empresa, lo habría perdido todo. En vez de comprar pequeñas empresas en apuros, habría pasado a ser uno de los pobres diablos que se veían obligados a vender.


Lanzó una maldición en griego.


Y, a pesar de todo eso, había estado a punto de besarla aquella noche. Había querido poseerla contra la pared de un pequeño callejón una y otra vez, hasta que se hubiera saciado de ella.


Apretó los puños y se metió en la ducha. Dejó que el agua caliente le cayera por su cuerpo desnudo y se enjabonó. ¿Tan malo sería ceder a la tentación? ¿Tan malo sería tomar lo que tanto deseaba?


Recordó la primera vez que saboreó un carísimo whisky escocés.


Sólo tenía diecinueve años y acababa de llegar a Nueva York. Había trabajado muy bien para su jefe estadounidense en Atenas, pero aquél era un país nuevo. Un nuevo mundo. Llevaba esperando más de media hora en el despacho de Damian Hunter y cada vez estaba más nervioso.


Al final, decidió servirse una copa de whisky. 


Acababa de dar un sorbo cuando se dio cuenta de que Damian lo estaba observando desde la puerta.


Mientras se preguntaba si lo iban a despedir en su primer día de trabajo, levantó la barbilla y había observado con gesto desafiante:
—Está muy bueno.


—Es cierto —replicó Damian—. Bébetelo todo.


—¿Todo? —preguntó Pedro, mirando horrorizado la botella. Estaba casi llena.


—Sí. Ahora mismo o márchate de aquí.


Pedro se bebió la botella entera como si fuera agua. Sin embargo, su arrogancia se vio castigada cuando se pasó casi toda la mañana vomitando en el cuarto de baño de la oficina, consciente de que el resto de sus compañeros se estaban riendo de él en el pasillo. Cuando por fin regresó al despacho de su jefe, tenía el rostro enrojecido y sudoroso y se sentía profundamente humillado.


—Ahora, ya sabes que no debes robarme —le dijo Damian—. Ahora, ponte a trabajar.


Pedro aún se echaba a temblar cuando recordaba aquel día. No había podido volver a tocar el whisky. Casi veinte años después, sólo el olor lo ponía enfermo.


Así era como deseaba sentirse sobre Paula. Deseaba poder liberarse de su obsesión de una vez por todas hasta que no pudiera ni verla.


Hasta que el hecho de pensar en que podía acostarse con ella le resultara tan desagradable como una botella de whisky.


Cerró el grifo y se secó. Sacó la ropa necesaria del armario y se vistió.


Mientras se miraba en el espejo, se juró que jamás se dejaría llevar por la lujuria.


No dejaría que Paula volviera a seducirlo. Lo único que quena de ella era su hijo. No descansaría basta verlo sano y salvo entre sus brazos. Hasta que Paula desapareciera de sus vidas para siempre después de que el niño naciera.


Se abotonó la camisa blanca y se miró en el espejo. Se juró que jamás volvería a ser el estúpido necio que había sido meses atrás. No volvería a bajar la guardia. No perdería nunca más el control. Tenía que convencerla de que se casara con él tan pronto como fuera posible.


Aquel mismo día, si podía. No podía arriesgarse a que recuperara la memoria antes de haberla convertido en su esposa. Entonces, la ayudaría a recordar. Cuando naciera el niño, le haría elegir entre dinero o su hijo. No le cabía la menor duda de lo que ella elegiría.


Por ello, aquel día, se comportaría como un enamorado amante. La tentaría. Le susurraría dulces palabras al oído. Poesía. Flores. Joyas. Lo que fuera.


En aquel momento, oyó que la puerta de la habitación se abría y se cerraba. En menos de un segundo, vio a Paula de pie detrás de él. Se quedó boquiabierto por lo que vio en el espejo. 


Ella le dedico una serena sonrisa.


—Buenos días.


—Paula —dijo él dándose la vuelta sin poder creer lo que veía—. ¿Qué has hecho?




UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 10




Las rodillas de Paula comenzaron a temblarle. 


Comenzaron a caminar hacia el hotel. La cama estaba esperándoles. Se mordió el labio inferior y lo miró de reojo. Era tan guapo y tan fuerte… 


Sin embargo, más allá de aquella increíble sensualidad, era un hombre paciente. No se había mostrado enojado ni herido por el hecho de que ella no pudiera recordarlo. No. Lo único que le había importado era que ella se sintiera cómoda.


Eso no era del todo cierto. Había querido otra cosa.


Quería casarse con ella. El padre de su hijo, un guapo y poderoso magnate griego, quería casarse con ella. ¿Por qué no podía aceptar?


¿Por qué no podía dejarle al menos que la besara?


«Y tienes motivos para tenerlo».


De repente, sintió mucho frío.


—¿Me das mi gabardina, por favor? Tengo mucho frío.


—Por supuesto, khriso mu —respondió él. La envolvió tiernamente con la prenda. Durante un momento, ella se sintió presa de su mirada—. Te llevaré al hotel.


Así fue. A los pocos minutos, se encontraban en el interior de la suite. Pedro inmediatamente le soltó la mano. Cuando ella salió del cuarto de baño después de lavarse los dientes, él ni siquiera levantó la mirada del escritorio en el que se encontraba trabajando.


—Gracias por prestarme la parte de arriba de tu pijama —dijo ella, incómoda—. He debido de perder el mío. No había ninguno en mi maleta.


—Siempre duermes desnuda.


—Bueno, yo…


—Quédate tú con la cama —dijo Pedro. Se puso de pie y cerró el ordenador. Su oscura mirada era fría y distante—. Trabajaré en el despacho para no molestarte. Cuando esté cansado, dormiré en el sofá.


Paula jamás habría esperado que Pedro la tratara como si fuera una invitada.


—¡No vas a caber en ese sofá!


—Ya me las arreglaré. El bebé y tú necesitáis descansar —apostilló. Entonces, se dispuso a abandonar el dormitorio—. Buenas noches.


Pedro apagó la luz. Como a Paula no le quedaba más elección, se metió en la cama y se tapó hasta el cuello. Se sentía a la deriva. Triste. Sola.


Suspiró y trató de acomodarse para poder dormir un poco.


¿Por qué no había dejado que él la besara?


Había ansiado saber lo que se sentía al notar la boca de Pedro contra la suya.


Suspiraba sólo pensándolo y, sin embargo, se había alejado de él.


«Y tienes motivos para tenerlo».


¿De qué? ¿De qué debía tener miedo? Pedro era un buen hombre. Su amante. El padre de su hijo. Se había mostrado tan cariñoso, tan romántico, tan paciente con ella… Además, quería casarse con ella.


Tenía que recuperar la memoria por el bien de Pedro. Por el bien de su hijo. Por su propio bien.


Se prometió que, al día siguiente, sería valiente. 


Al día siguiente. Al día siguiente permitiría que él la besara.


Cuando Pedro se despertó a la mañana siguiente. Paula no estaba. Se sentó en el sofá. Debía de ser muy tarde. Efectivamente, el reloj que había sobre la chimenea marcaba las once. ¿Dónde estaba Paula?


La cama estaba vacía. Vacía y hecha.


¿Había hecho la cama?


Con un gruñido, se levantó y se acercó la cama. 


Entonces, vio que sobre la almohada había una nota manuscrita. Me he ido de compras. Volveré pronto.


Pedro respiró aliviado. No había recuperado la memoria y había salido huyendo. Había ordenado a Kefalas que la vigilara por si acaso.


No volvería a escaparse de él.


Paula había salido de compras. Sonrió. 


Aparentemente, no había cambiado tanto
como se había imaginado.


Bostezó y se estiró. Le dolía todo el cuerpo y no sólo porque hubiera conseguido encajar su cuerpo de más de un metro ochenta en un sofá que medía mucho menos. Era por estar tan cerca de Paula.


Escuchando cómo respiraba. Recordando la última vez que había dormido en el mismo dormitorio con ella.


Se mesó el cabello. Le había resultado muy difícil pasarse el día anterior con ella, mostrándose cariñoso. Pasar la noche en la misma habitación de hotel había estado a punto de destrozarle los nervios.


Odiaba el hecho de que aún siguiera deseándola.