viernes, 4 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 3




A la mañana siguiente, Paula salió de Mops & Brooms, la agencia de servicios de limpieza. Llevaba a Joaquin de la mano. Miró aturdida el tráfico que circulaba en ambas direcciones por Oak Avenue. ¡Los de la agencia la acababan de despedir! Le habían dado una excusa muy amable aunque muy poco convincente, pero ella adivinaba la verdadera razón.


El niño, viendo a su madre ensimismada en sus pensamientos, le tiró de la mano para que le hiciera más caso. Tenía el pelo castaño y los ojos azules como ella.


—¿Me vas a llevar ahora al colegio?


Paula tenía ya organizadas las actividades del día. Llevaría a Joaquin al colegio. Los Lambert irían a recogerlo a la salida. 


Olga y Manuel, los padres de Eduardo, se ofrecían siempre gustosos a quedarse con el niño cuando ella tenía que ir a trabajar.


Aquel viernes tenía que ir de once a cuatro al restaurante LipSmackin’ Ribs. Ese día no tenía el turno de noche. Hasta entonces, con el trabajo que le proporcionaba la agencia de limpieza y su empleo como camarera en el restaurante, había conseguido salir adelante. Pero ahora, que la habían despedido de Mops & Brooms, no tenía claro cómo llegaría a fin de mes.


—Sí —respondió ella, mirando a su hijo con ternura.


Paula no podía aún creer que el «hombre de la montaña» la hubiera traicionado y hubiera ido a quejarse a la agencia. Habían hecho un trato. Aún podía recordar el calor de su mano, el perfume a campo que emanaba de su cuerpo varonil y la sobriedad de su mirada.


Lo tendría que haber pensado mejor antes de fiarse de un desconocido. Ahora tendría que buscarse otro trabajo que pudiera simultanear con el del restaurante. Y eso no sería nada fácil.


Caminaba por Oak Avenue con Joaquin de la mano, cuando vio un todoterreno de color gris plateado deteniéndose en la acera junto al parquímetro. El vehículo se parecía mucho al que había visto en el garaje de la casa de la montaña.


Reconoció entonces al hombre de la montaña. Llevaba el sombrero calado y se había puesto gafas de sol. Se bajó del vehículo y se dirigió hacia la agencia Mops & Brooms. ¿Qué iría a hacer allí? ¿No le había hecho ya bastante daño?


Él se detuvo en seco al verla.


—Hola. No esperaba verte por aquí —dijo él a modo de saludo con una leve sonrisa.


—Yo tampoco —respondió ella con frialdad.


Paula no podía verle los ojos. Lo único que veía era su propia imagen reflejada en los espejos de las gafas.


—Está la mañana un poco fría, ¿verdad? —exclamó él tratando de relajar la tensión que había advertido en ella—. ¿Es hijo tuyo? —preguntó él, al no ver ningún anillo en su mano.


¿Por qué estaba tratando de ser amable, después de lo que le había hecho?, se preguntó ella.


—Me llamo Joaquin —respondió el niño muy orgulloso.


Paula no pudo ocultar su contrariedad. Le había dicho muchas veces a su hijo que no hablase ni se acercase a un extraño, pero era obvio que el niño no le había hecho ningún caso.


—Joaquin es un nombre muy bonito. ¿Adónde vas con esa mochila tan moderna? ¡Vaya, pero si tiene a Bob Esponja! Supongo que ibas a la escuela, ¿no?


—Sí —respondió Joaquin—. Voy a preescolar. Mamá dice que tengo que portarme bien. No sé si me va a gustar mucho. Pero me ha dicho también que podré dibujar y pintar. Y eso ya me gusta más.


El hombre de la montaña no pudo evitar una sonrisa. 


Paula agarró entonces a Joaquin de la mano y se encaminó con él hacia el coche.


—Si vas a preescolar, eso significa que debes tener… cuatro años —dijo el hombre.


—No, soy más mayor. Tengo ya cuatro años y medio —respondió Joaquin—. Mi cumpleaños es en febrero. Mamá dice que yo fui su regalo de San Valentín.


Paula pudo ver el esfuerzo que el hombre tuvo que hacer para no echarse a reír de nuevo. Pero ella solo quería seguir su camino, a pesar de que seguía sintiendo aquella extraña atracción por él y de que sabía que aquello era una insensatez.


¿Cómo podía sentir una cosa así por un hombre que había sido el causante de que la hubieran despedido? Y sin embargo, él se estaba comportando con toda naturalidad como si nada hubiera pasado.


—Tenemos que irnos —dijo ella con frialdad.


Él, sin embargo, no se apartó y se quedó mirándola unos segundos fijamente como tratando de descubrir la causa por la que se estaba comportando con él de aquella forma tan fría.


—Siento lo de ayer. Creo que tuve una reacción desproporcionada cuando entré y te vi en casa. No debería haber sido tan… grosero.


Paula no conseguía entenderlo. ¿Se estaba disculpando por haberse comportado de forma grosera con ella cuando había sido el responsable de que la hubieran despedido?


Joaquin, consciente de que había pasado a un segundo plano, trató de recuperar su protagonismo tirándole al hombre de la manga de la camisa.


—Mamá y yo nos levantamos esta mañana temprano para venir aquí. Pero a ella la han despedido y ahora no sabe qué hacer.


El hombre, sorprendido, se quitó las gafas de sol y se las metió en un bolsillo de la camisa.


—Así que esa es la razón por la que has estado comportándote conmigo de esa manera tan fría. Porque crees que yo me he quejado a la agencia de servicios de limpieza, ¿no es verdad?


—¿Y no es así? —dijo ella con voz temblorosa.


—No. Había venido a la agencia precisamente para todo lo contrario. Iba a proponerles que te aumentaran el sueldo, por todo lo que has hecho por mí. Además, te hice una promesa ayer, ¿no lo recuerdas?


—Las palabras se las lleva el viento —replicó ella, recordando la de veces que Eduardo le había prometido casarse con ella, pero luego había encontrado siempre alguna excusa para darle largas.


—Yo mantengo mis promesas. ¿Qué ha pasado?


—El gerente de la agencia me dijo que el negocio no iba muy bien y que tenía que prescindir de parte del personal. Y como yo era de las últimas que había entrado…


—Sí, son tiempos difíciles para todos. Pero, si quieres, yo podría conseguir que te readmitieran.


Ella se quedó mirando al hombre de los ojos verdes, preguntándose por qué mostraba ese interés por ella.


Joaquin se estaba aburriendo como una ostra, con aquella conversación de mayores.


—¿Nos vamos ya? —dijo el niño—. Tú también puedes venir con nosotros.


—Joaquin, estoy segura de que este señor tendrá cosas más importantes que hacer.


—Me encantaría ver todas esas cosas que aprendes en el colegio —dijo el hombre, y luego añadió mirando de nuevo a Paula—: ¿Qué te parece si almorzamos juntos? Así podríamos seguir hablando de tu trabajo con más tranquilidad.


—Oh, no. No puedo. Empiezo en mi otro empleo a las once. Trabajo de camarera en el LipSmackin’ Ribs —dijo ella con toda naturalidad, y luego añadió al ver cómo él fruncía el ceño con un gesto de contrariedad—. Tengo que pagar las facturas del mes.


En los últimos cuatro años, había tenido todo tipo de empleos para sacar adelante a su hijo, desde peluquera de perros hasta ayudante en un salón de belleza.


Y no se avergonzaba de nada, pues todo lo hacía por su hijo.


—Creo que he vuelto a meter la pata —dijo él, moviendo la cabeza a uno y otro lado—. El caso es que soy amigo de Daniel Traub y resulta que su primo DJ es el propietario del Rib Shack, el restaurante rival del LipSmackin’ Ribs, donde tú trabajas. No me gustaría poner el pie en ese restaurante, pero, ¿por qué no nos vemos cuando termines de trabajar?


—Tendré que ir a recoger a Joaquin a casa de un matrimonio que cuida de él cuando estoy trabajando.


—¿Tal vez podamos tomar entonces un café durante el descanso? —dijo él con una sonrisa.


Cada vez que veía sonreír a aquel hombre, ella sentía como si, en vez de sangre, corriera por sus venas una especie de fluido pastoso y caliente, parecido a la mantequilla derretida. Estaba confusa por la insistencia que demostraba en salir con ella. Habían pasado ya siete años desde aquella primera cita que tuvo con Eduardo. Y desde el día de su trágico accidente, hacía ya casi cinco años, no había vuelto a salir con ningún hombre.


Pero aquel hombre de la montaña parecía tener algo especial.


—Puedes llamar a Daniel si necesitas referencias mías —dijo él, sacando una tarjeta de visita de su cartera y dándosela en la mano.


Era del doctor Daniel Traub. Ella había oído hablar de él en el restaurante. Al parecer se trataba de un médico que además era heredero de una empresa petrolífera. Había dos números en la tarjeta. Estuvo tentada de llamar al primero, pero su sentido común le dijo que no debía aceptar aquella invitación. Además, con qué cara iba a presentarse en casa de los padres de Eduardo a pedirles que se quedasen con su nieto porque ella tenía una cita con un hombre.


Había oído que el doctor Traub había abierto una clínica en Thunder Canyon, en el centro de la ciudad. Era un ciudadano muy respetable. Su hermano Javier, en cambio, había protagonizado una escena bastante desagradable durante el banquete de bodas de su otro hermano, Claudio, el pasado mes de junio.


—Ni siquiera sé su nombre —dijo ella sin levantar la mirada de la tarjeta de Daniel.


—Me llamo Pedro —respondió él, tras unos instantes de duda.


—¿Solo Pedro?


—Sí, solo Pedro. Por ahora.


Ella podía tener muchos defectos, pero entre ellos no estaba el ser impulsiva.


¿Cómo iba a serlo teniendo un hijo a su cargo? Pero en la situación en que estaba, tras haber perdido uno de sus dos trabajos y con un horizonte bastante oscuro, se sintió menos prudente de lo habitual. Aunque no tanto como para aceptar quedarse a solas con aquel hombre tan apuesto.


—¿Por qué no vienes esta noche a cenar a mi apartamento? Joaquin nos haría compañía —dijo ella, pensando que eso acabaría disuadiéndole.


Imaginó que él pondría alguna excusa y se marcharía de allí con viento fresco.


Pero estaba muy equivocada si pensaba que él iba a hacer una cosa así.


Él se quedó un buen rato pensativo, como para darle a entender que estaba sopesando la invitación y que tal vez pudiera rechazarla, pero finalmente dijo algo que ella nunca hubiera esperado.


—Me parece bien. Pero yo llevaré la comida. No quiero que después de volver del restaurante tengas que seguir trabajando para nosotros.


Ella se le quedó mirando asombrada. ¿A qué hombre, al que una mujer le había invitado a su casa, se le ocurriría llevar la comida?


—¡Qué bien! —dijo el niño, radiante de alegría—. Te enseñaré mis juguetes. Mamá dice que tengo juguetes por toda la casa.


—Sí, me gustará mucho verlos —dijo Pedro muy sonriente, mirando a Paula, que no parecía poder apartar de él la mirada.


Iba a invitar a cenar a un extraño en su apartamento. ¿Se estaría volviendo loca?


—¿Te arrepientes ahora? —preguntó Pedro, con gesto serio, como si le estuviese leyendo el pensamiento—. Está bien, toma, llama a Daniel —dijo él, sacando el móvil del bolsillo—. No empieza la consulta hasta las nueve.


Paula se quedó mirando pensativa el teléfono de Pedro. Ella no tenía móvil, a pesar de que había pensado, más de una vez, comprarse uno. Marcó el número de Daniel Traub, antes de que pudiera cambiar de opinión.


—Hola, Pedro. ¿Qué tal…? —respondió una voz al otro lado de la línea.


—No soy Pedro —le interrumpió ella en seguida—. Soy Paula Chaves. Pedro me ha dado su nombre como referencia. Vamos a cenar juntos esta noche y me gustaría saber… Bueno, tengo un hijo y…


Hubo un breve silencio. Luego se oyó la voz serena del doctor Traub.


—Respondo de Pedro. Nos conocemos desde pequeños. Es un buen amigo y siempre ha estado a mi lado cuando le he necesitado. Y además le gustan mucho los niños. ¿Desea saber alguna cosa más de él?


Todo, pensó ella. Pero no fue eso lo que dijo.


—No, eso es todo por ahora. Gracias.


—Si necesita cualquier cosa, ya sabe mi número. No dude en llamarme.


Paula colgó y miró a Pedro.


—Despejadas todas las dudas —dijo ella con una sonrisa, y luego añadió tras darle la dirección de su apartamento—: ¿Te parece bien a las siete?


—Muy bien.


Ella le devolvió el móvil. Al hacerlo, sus manos se rozaron levemente. Ella se apartó en seguida como si hubiera sentido una corriente eléctrica atravesándole el cuerpo.


Tenía una cita esa noche con un extraño del que desconocía su apellido pero del que tenía muy buenas referencias.





UNA CANCION: CAPITULO 2




Cuando Paula Chaves salió de la casa, Pedro Alfonso se sintió confuso y desconcertado. No solo había conseguido perturbarle, sino también excitarle.


Se quitó el sombrero Stetson y lo dejó colgado del perchero que había en la entrada de la cocina. Se pasó la mano por la cara como tratando de reconocerse a sí mismo. Sabía que era otro hombre después de lo que había ocurrido en abril. 


Ya no podría volver a componer música y mucho menos cantar.


Entró en el cuarto de estar y se quedó mirando la guitarra que estaba apoyada en el escritorio.


¿Cómo podía componer canciones cuando sabía que una chica de trece años había resultado muerta después de uno de sus conciertos? ¿Cómo podía escribir canciones cuando las revistas sensacionalistas e incluso la prensa seria le presentaban como una celebridad a la que no le importaba lo más mínimo lo que pudiera pasarle a la gente de a pie?


Su vida se había convertido en un verdadero caos de la noche a la mañana.


Oyó que alguien llamaba a la puerta. Giró la cabeza, pensando que sería la chica de la limpieza, seguramente se habría olvidado algo.


Tenía que reconocer que no le disgustaría volver a verla. Era una joven muy atractiva. Tenía el pelo rubio y sedoso, los ojos de un color azul casi violeta y un cuerpo que satisfaría las fantasías eróticas del hombre más exigente.


Tal vez le hubiera reconocido. ¿Sabría guardar un secreto?


Se dirigió al vestíbulo y abrió la puerta.


No sabría decir si se sintió aliviado o decepcionado cuando vio a Daniel Traub, la única persona que sabía, hasta entonces, que él vivía en aquella casa.


—He visto un coche saliendo de la casa. ¿Quién era? —preguntó Daniel, entrando en la cocina y dejando en la mesa unas bandejas con comida china.


—Era la chica de la limpieza. Estaba aún aquí cuando regresé de mi paseo por la montaña.


—Vaya, vaya…


—Pero hicimos una especie de trato. Ella me prometió que no se lo contaría a nadie.


—¿Y tú qué le vas a dar a cambio? —preguntó Daniel con aire cauteloso.


Daniel hacía un año que se había trasladado a Thunder Canyon. Estaba felizmente casado y tenía una niña de casi tres años. Pedro y él habían ido juntos de niños a la escuela en Midland, Texas. Se conocían demasiado bien como para andarse con rodeos.


—La chica estaba recogiendo del suelo algo que se le había caído, cuando yo entré. Se mostró muy asustada, pensando que podría perder su trabajo si iba a quejarme a la agencia. Así que le propuse un trato: si ella no contaba a nadie que me había visto en esta casa yo tampoco iría a la agencia a quejarme de ella. Me pareció una persona en la que se podía confiar.


—¿Cuánto tiempo estuviste hablando con ella?


—El tiempo justo para recoger el café del suelo y echarlo a la basura.


Daniel comenzó a abrir las bandejas de comida que había comprado y miró a su amigo con aire aún más receloso que antes.


—Entonces, ¿qué? ¿Te ha caído bien esa chica por alguna razón? ¿Qué edad tiene?


—No soy muy bueno calculando la edad de las personas, pero diría que puede tener unos veintiocho o veintinueve años. Y sí, tienes razón, me ha caído bien.


—Está bien —dijo Daniel mirando a Pedro con una sonrisa de complicidad.


—Está bien, ¿qué? —exclamó Pedro con gesto malhumorado.


—Me parece una buena noticia que hayas decidido volver a la vida y que, por fin, te hayas dado cuenta de que no puedes seguir viviendo eternamente en esta montaña. Llevas aquí ya cuatro meses, Pedro. Y en todo ese tiempo no has visto a nadie más que a Erika y a mí. Ni siquiera tienes un teléfono en esta casa para poder hablar con tu madre, tu abogado, tu manager o alguno de tu grupo de música. Yo tengo que actuar de intermediario. Por cierto, tu madre me ha llamado para quejarse de que apenas hablas con ella.


—Sabes que hablo con mi madre todas las semanas. Aquí, en la montaña, no hay cobertura y para hablar con el móvil tengo que bajar hasta la carretera. ¿Qué ocurre? ¿Te has cansado ya de trasmitirme los mensajes?


Daniel abrió un cajón de la cocina con gesto imperturbable. 


Sacó un cucharón y lo metió en una bandeja de cartón que parecía tener pollo lo mein: unas tiras de carne de pollo con verduras y fideos muy finos.


—No, no es eso, y tú lo sabes. Erika y yo sabemos que necesitas tiempo y tranquilidad. Tienes que mantenerte alejado de esos paparazzi que te persiguen como perros de presa. Pero en algún momento tendrás que volver a la vida y enfrentarte al mundo y a los problemas.


Pedro miró de nuevo a su guitarra.


—Ahora no. Aún no es el momento —replicó él, pensando que tal vez ya no lo sería nunca.


Daniel sacó unos tenedores del cajón y se volvió hacia su amigo con gesto sonriente.


—¿De qué color tenía los ojos?



UNA CANCION: CAPITULO 1




Paula Chaves metió la aspiradora en el armario y se ajustó la cinta del pelo. Estaba agotada. Más agotada aun que cuando corría detrás de su hijo de cuatro años y medio. Pero tenía que terminar su trabajo en aquella casa de la montaña si no quería que la despidieran.


Le temblaban las manos. Al echar un paquete de café molido en un frasco de cristal, se le cayó el café al suelo.


Estaba acostumbrada a las adversidades, sobre todo después de la muerte de su prometido, unos meses antes de que Joaquin naciera. Pero ahora se sentía realmente angustiada, sabiendo que después de salir de esa casa tendría que ir a su otro trabajo en el restaurante LipSmackin’ Ribs. Un trabajo que no le gustaba nada. Sin embargo, el desánimo era una palabra que no estaba en su vocabulario. Todo lo hacía por su hijo Joaquin.


Abrió de nuevo el armario, sacó el recogedor y el cepillo, y se puso de rodillas en el suelo a recoger el café que se le había caído.


Oyó entonces un ruido. Era la puerta de la calle. Alguien había entrado.


Cuando giró la cabeza, vio a un hombre alto con un sombrero Stetson negro mirándola con cara de sorpresa. 


Parecía tan sorprendido como ella misma. Tenía aspecto de llevar casi una semana sin afeitar y parecía algo demacrado. Llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa de color azul pálido con las mangas remangadas, que remarcaban sus antebrazos fuertes y musculosos. Sus botas de color marrón estaban cubiertas de polvo. Paula se quedó mirándolo extasiada durante un buen rato. Creyó ver una mezcla de tristeza e impaciencia en sus ojos verdes.


—Siento estar aún aquí —dijo ella—. Pero no se preocupe, me iré en seguida. Me he retrasado un poco porque cuando ya estaba a punto de salir se me ha caído el café al suelo.


—Déjelo —replicó él secamente.


—En realidad, solo me va a llevar un par de minutos.


—Váyase —insistió él—. Yo me encargaré de recogerlo.


Ella sabía que él valoraba mucho su intimidad, que era un hombre solitario al que no le gustaba que le molestasen. Trató de reprimir las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos. No quería parecer débil a sus ojos. No le costaba mucho dar la imagen de una mujer segura de sí misma en aquel restaurante de costillas a la barbacoa donde recibía tantos comentarios lascivos por parte de los clientes. Pero la
mirada triste y penetrante de aquel hombre la conmovía. Y, a pesar de que se le notaba claramente enfadado con ella, había algo en su porte, en el tono de su voz y en la mirada de sus ojos verdes que la atraían poderosamente.


El hombre de la montaña se dio cuenta de su angustia y suspiró profundamente. Cerró la puerta de la calle y se acercó a ella, que seguía arrodillada.


Medía más de un metro ochenta, tenía unos hombros anchos y un aire tan varonil…


Sin saber bien por qué, ella sintió un ligero temblor por todo el cuerpo. Él la observó fijamente como si estuviera tratando de descubrir su secreto más íntimo.


Luego se agachó.


—Déjeme que la ayude a limpiar todo esto.


Eso era algo que ella nunca hubiera esperado. Se hizo un silencio tenso mientras ella pasaba el cepillo por el suelo. Luego él deslizó la mano por las baldosas de color teja y empujó hacia el recogedor el café que había quedado en el suelo.


—Necesito este trabajo. Tengo un hijo. Le compraré otro paquete de café —dijo ella, tratando de justificarse, sintiéndose como una colegiala—. Le prometo que no volverá a ocurrir —añadió ella muy azarada, tragando saliva y agarrándole del brazo.


Estaba quedando en evidencia. No podía ocultar la atracción que sentía por aquel hombre. ¿Cuándo había sido la última vez que se había comportado de una manera tan torpe?, se preguntó ella, sintiendo la dureza de aquel brazo cálido y musculoso y la suave aspereza de su vello. Tenía que controlarse. Apartó la mano de su brazo.


—Está bien, está bien —dijo él—. Son cosas que pasan. Debí haberme fijado que estaba su coche en la entrada cuando volví de dar un paseo por la montaña. Pero no se me ocurrió hacerlo.


—Ha sido culpa mía. No volverá a suceder —repitió ella.


Una vez recogido el café que había caído al suelo, él se puso de pie, echó al cubo de la basura todo lo que había en el recogedor y luego lo dejó en el armario de la cocina, con el cepillo.


Se limpió las manos con uno de los trapos de la cocina y se volvió hacia ella.


—Vamos a hacer una cosa. Vamos a olvidar todo esto, como si nada hubiera sucedido. Será nuestro secreto. Pero con una condición.


Paula se incorporó también e inclinó la cabeza un poco hacia atrás para mirarle a los ojos. Estaba confusa e incluso algo asustada. ¿Qué esperaría él a cambio de su silencio? Dada su fuerza y su corpulencia, poco podría hacer si él intentase…


El hombre esbozó una sonrisa irónica como si le adivinase el pensamiento.


—No le diga a nadie que me ha visto aquí.


Paula suspiró aliviada. Sin embargo, no pudo evitar sentir también una pequeña sensación de decepción. Había llegado a imaginar que él la estrecharía entre sus brazos y la besaría.


—Descuide, no se lo diré a nadie.


El hombre de la montaña se inclinó ligeramente hacia ella y le tendió la mano para sellar el trato. Ella sintió su calidez y su aroma varonil, al estrecharla. El corazón comenzó a latirle de forma acelerada. Se apartó ligeramente para tratar de recobrar la calma.


—¿Seguro que no quiere que lave un poco el suelo?


—No, déjelo.


Ella recogió el bolso y las llaves del coche que había dejado en la mesa y se dirigió hacia la puerta. Pero la detuvo la voz profunda y penetrante del aquel hombre de la montaña.


—¿Cómo se llama?


—Paula, Paula Chaves.


—Has olvidado algo, Paula—dijo él entregándole el billete que había debajo del bote de café.


—Creo que hoy no me lo he ganado.


—Tonterías. Te lo has ganado con tu trabajo. El que se te haya caído al suelo un poco de café no desmerece todo el trabajo que has hecho en esta casa.


Paula pensó en Joaquin y en el apartamento al que se habían trasladado hacía unos meses. Tenía que hacer frente a una buena colección de facturas todos los meses. Decidió entonces tomar el dinero que le ofrecía aquel hombre misterioso y enigmático.


Salió corriendo de la casa, preguntándose si él habría utilizado alguna vez el todoterreno de color gris que había en el garaje y si viviría solo en la ladera de aquella montaña.


Pero ella ya tenía bastante con sus propios problemas como para preocuparse de los de los demás. Tenía otro trabajo en el Smackin Ribs.


Mientras conducía el coche por aquel sendero desierto, lleno de baches y sin asfaltar, rezando para que no se le pinchase una rueda, recordó la sonrisa fugaz del hombre de la montaña.