domingo, 8 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 3




Había muchas cosas que le gustaban de Paula Chaves. Pero había algo que no le gustaba nada, y estaba sentado en el mismo asiento trasero del Cadillac.


Sencillamente, Pedro no estaba interesado en una mujer con un hijo.


Aunque estuviera casado con ella.


Pero, por su forma de reaccionar ante aquel precioso trasero, lo del hijo era algo que debía recordarse a menudo.


—Volveremos al motel enseguida y te meteré en la camita, ¿de acuerdo? Cenaremos y veremos una película de dibujos animados.


—Me duele la cabeza.


—Lo sé cariño. Tengo aspirinas en la maleta, no te preocupes.


—¿Está enfermo? —le preguntó Pedro, con cierta frialdad.


Paula debió de pensar que era un canalla. A él le gustaban los niños. Pero no cuando eran parte del paquete. No sabía que Paula tenía un hijo cuando se casó con ella. En realidad, se enteró de su nombre cuando pronunciaron los votos. El maestro de ceremonias la llamaba simplemente «Cenicienta».


Desde luego, fue una locura y cuanto antes arreglasen los papeles del divorcio, mejor. No debería haber desechado la carta que recibió unas semanas antes.


—Hola, Pedro —lo saludó Raul Thurrell, sacando un momento la cabeza por la ventanilla para después ponerse a mirar unos papeles.


Era un gesto de desinterés por la conversación, pero Pedro no se fiaba. No le gustaba Raul el sentimiento era mutuo. Raul Thurrell fue quien llamó a una ambulancia cuando su padre sufrió el infarto, pero ni eso había conseguido afianzar una amistad entre ellos.


De echo, lo sorprendía que se hubiera ofrecido a llevar a Paula hasta su rancho. Y en cuanto a hacer negocios con su padre... que él supiera los negocios solo habían consistido en que Raul llenara el tanque de gasolina de los coches de la familia Alfonso.


Paula se volvió entonces y Pedro vio que parecía muy cansada. Su cabello oscuro estaba despeinado y el verde esmeralda de sus ojos parecía intensificarse por los bordes enrojecidos. 


No llevaba maquillaje y estaba muy pálida, aunque seguía siendo una chica preciosa.


Pero estaba incómoda. Lo cual era lógico si su hijo estaba enfermo y tenia que llevarlo al motel de Blue Rock. Él había tenido que ir a ese motel para despabilar la borrachera de algunos de sus peones y sabia que no era sitio para un niño.


Pero Paula no parecía saberlo.


—Espero que sólo sea un catarro —murmuró entonces—. Pero tengo que meterlo en la cama lo antes posible. Tiene que estar en un sitio tranquilo...


No, definitivamente, no conocía el motel Sagebrush. Ni el ruidoso bar que había en el piso de abajo.


—No puedes ir al Blue Rock. Seguro que C.J. Rundle ni siquiera ha puesto la calefacción.


—¿C.J.?


—La propietaria del motel Sagebrush —dijo Pedro en voz baja—. Es la hermana de Raul. Y llamar a ese motel un «sitio tranquilo» es como decir que Nueva York es un sitio despoblado.


—¿Hay algún otro hotel por aquí? —preguntó Paula, también en voz baja.


—No. Para encontrar un sitio medio decente, tendrías que ir a Bozeman.


—Muy bien. Pues dame el nombre de algún hotel de Bozeman...


—No, es mejor que te quedes en mi casa. Vivo con mi madre y mi abuelo y tenemos mucho espacio. No es nada elegante, pero tu hijo tendrá una cama con sábanas que no huelan a tabaco. Además, seguro que mi madre está haciendo un estofado ahora mismo. Mientras Santiago duerme podemos arreglar lo del divorcio.


Estaba hablando como si Paula fuera una visita, como si todo fuera completamente natural. Pero cuanto antes desapareciera de su vida, mejor. El problema era que su madre no sabía que estaba casado con ella.


—Yo... eso sería estupendo, Pedro —murmuró Paula, apartándose un mechón de pelo de la cara—. ¿Lo dices en serio?


Pedro no pensaba perder el tiempo con un «claro que es en serio«, para que ella dijese: «Pero es que no quiero molestar...».


En lugar de hacerlo, abrió la puerta del coche.


—¿Te importa llevarlos a mi casa, Raul? A la antigua, donde vivimos ahora.


La mayoría de la gente en Blue Rock sabia que se habían trasladado a la casa vieja. Y todos sabían por qué.. aunque los Alfonso intentaron mantener su situación económica en secreto.


—De acuerdo —asintió el hombre.


—Nos veremos allí, Paula —dijo Pedro entonces.


—Si estás seguro...


—Estoy seguro.


—Pero tendrás que trabajar en el rancho, ¿no? Tendrás que marcar reses... o lo que sea.


Pedro no se molestó en decir que no se marca las reses en septiembre.


—De todas formas, tenía que ir a comer a casa. Voy a tomar un atajo por el río, pero cuando llegues... si no he llegado todavía, dile a mi madre que te he mandado yo. Te tratará bien.


«Seguramente, mucho mejor que yo», pensó Pedro.


—Muchas gracias.


—De nada.


Tenía aspecto de no haber tomado más que un café aquel día y Pedro se alegró de poder hacerle un favor.


—¿Has oído eso, Santi? Hoy vamos a dormir en un rancho de verdad.


Poco despues, el Cadillac volvía a ponerse en marcha por la carretera de tierra.


No debería sorprenderlo que aquella locura de Las Vegas hubiera vuelto para darle un golpe en la cara. Tendría que ocurrir, tarde o temprano.


Y habría sido antes si la carta de Paula no hubiera llegado en un mal día. El día que su administrador le dijo que no podían ampliar el préstamo, que no había ninguna posibilidad.


Por eso le envió una nota, escrita rápidamente:
Lo siento, pero ahora mismo no puedo ocuparme de eso.


Ni siquiera una carta, una simple nota. Desde entonces, no había vuelto a pensar en el asunto, ocupado como estaba en cosas más importantes.


Su matrimonio fue tan absurdo, tan irreal, tan falso... Daría igual que pospusieran el divorcio durante unos meses, pensó. Pero evidentemente, a Paula no le daba igual. Por
eso había ido hasta Blue Rock.


Debería lamentar haberse casado con ella. 


Debería estar enfadado porque la expresión de tristeza de Paula lo obligó a actuar impulsivamente. Debería estar enfadado con la cadena que había organizado en vergonzoso maratón, intentando ganar audiencia a toda costa.


Pero no estaba enfadado. Por alguna absurda razón, el tiempo que habían pasado juntos, apenas ocho horas, era el único recuerdo bonito con el que volvió a casa después de un desatinado viaje a Las vegas.


Seis meses más tarde, su cuerpo había vuelto a reaccionar nada más verla. Seis meses más tarde, recordaba prácticamente cada palabra que se habían dicho durante esas ocho horas, cada gesto, cada sonrisa.


Sin embargo, seis meses más tarde y en su casa, era más realista, más consciente de su vulnerabilidad. Y sólo quería que la preciosa Paula Chaves desapareciese de su vida cuanto antes.




BESOS DE AMOR: CAPITULO 2




—Santiago estaba enfermo.


Paula había empezado a sospecharlo antes de que el viejo coche de alquiler los dejara tirados a 10 kilómetros de su destino. En aquel momento, sentada con Santiago en el asiento trasero de un viejo Cadillac, estaba completamente segura.


—No has terminado el cuento, mamá —gimoteó el niño.


Él nunca gimoteaba. A menos que estuviera realmente enfermo. Paula le puso una mano en la frente; estaba ardiendo.


—Sí la he terminado, cielo —murmuró, abrazándolo.


—Pero no has dicho lo de «vivieron felices y comieron perdices».


Eso era verdad. No lo había dicho y todo el mundo sabe que los cuentos de hadas terminan así.


Paula dejó escapar un suspiro.


Lo que acababa de narrarle no era un cuento de hadas. Simplemente, intentaba explicarle a un niño de cuatro años por qué habían ido en tren desde Pensilvania hasta Montana para resolver una situación en la que ella no habría querido estar metida.


Santi adoraba los trenes y no había hecho una sola pregunta desde que salieron de casa. Ni siquiera cuando bajaron del tren en Trilby y alquilaron un viejo coche que los había dejado tirados antes de llegar a Blue Rock.


En aquella historia no había un final feliz. Pero Santi, aburrido, harto y muerto de cansancio, por fin le había preguntado qué estaban haciendo.


Quizás no debería haber intentado alegrar la historia. Era lógico que Santiago quisiera un final feliz cuando empezó a contar lo del vestido blanco de tul, la Cenicienta con patines y un príncipe muy guapo con sombrero tejano que la había sacado de aquella pesadilla de baile...


—Ese podría ser Pedro, el que va montado a caballo —dijo el hombre calvo que conducía el viejo Cadillac—. Voy a parar un momento.


—Yo... —empezó a decir Paula. Pero no terminó la frase.


Desde el principio, Raul Thurrell, el propietario de la gasolinera de Blue Rock, no le gustó un pelo. Además, era quien le alquilo el cacharro que le había dejado tirada en medio de la carretera.


Debería caerle bien. Al fin y al cabo, se había ofrecido a llevarla hasta el rancho de Pedro Alfonso, a veinte kilómetros de donde estaba el coche.


Intentaba ayudarla, pero a Paula no le caía bien. 


Por eso no quería admitir que Pedro no sabia nada de su llegada. Y, por supuesto, no le había contado la razón de su visita.


El señor Thurrell detuvo el Cadillac y Paula vio que un hombre montado a caballo se dirigía hacia ellos. Nerviosa, salió del coche, cerró la puerta para que Santi no se enfriase y se apoyó en la cerca de madera.


No sabía si Pedro la había visto. Para probar, levantó la mano. Después, se quitó el gorrito de lana y lo movió en el aire para garantizar que no pasaba de largo.


Pedro Alfonso, si era él, acababa de verla. 


Observándolo acercarse, Paula se dio cuenta de lo cómodo que parecía sobre el animal. Aunque no sabía nada de caballos, se daba cuenta de que él era un buen jinete.


Parecía un caballero de reluciente armadura, pero esa era una comparación de la que debía alejarse.


Medio minuto después comprobó que, efectivamente, era Pedro. No había vuelto a verlo desde el mes de marzo, seis meses antes, pero lo recordaba bien.


No había olvidado lo alto que era, ni su pelo liso de color negro, suave como la seda. No había olvidado el mentón cuadrado, ni la nariz recta, ni la piel bronceada... y sobre todo no había olvidado sus ojos negros.


Y tampoco lo que sintió cuando Pedro Alfonso la besó. Eso sí que era material para un cuento de hadas.


Él la había reconocido, lo cual no era tan fácil. 


La última vez que se vieron iba perfectamente maquillada y llevaba un vestido de novia. Aquel día llevaba vaqueros, un jersey de color rosa, una coleta y nada de maquillaje.


Pero la reconoció. Mientras se acercaba, Paula vio los ojos negros de él. Seguían siendo amables, pero un poco recelosos.


Cuando llegó a la cerca, comprobó con qué facilidad se movía sobre el caballo.


Como si hombre y animal fueran uno solo.


El caballo, de color castaño, se movió, impaciente. Quizá sabía que aquel no era el sitio al que debían dirigirse.


—Hola —la saludó Pedro.


—Hola —intentó sonreír Paula.


—Me alegro de volver a verte —dijo él, quitándose el sombrero. El viento movió su pelo negro, despejando su frente—. ¿Qué tal estás?


—Bien, gracias.


—Me alegro.


—Alquilé un coche en Trilby y me dejó tirada en medio de la autopista. El señor Thurrell se ha ofrecido a traernos... dice que conoció a tu padre porque tuvo negocios con él.


Paula hizo un gesto hacia el viejo Cadillac, nerviosa. Alan estaba en lo cierto; era mejor haber ido en persona para solucionar el asunto. 


Tenía muchas cosas que arreglar y Alan Jenning lo entendía bien. Era un hombre sensato, con la cabeza sobre los hombros.


Por eso pensaba decir a Alan que sí, que se casaría con él. Cuando hubiese solucionado un pequeño detalle.


—Siento que hayas tenido problemas —dijo Pedro.


Debía saber por qué estaba allí. Sólo tenían una cosa en común y era el momento de ponerla en palabras.


—Sé que en la carta me decías que estabas muy ocupado y eso... pero de verdad necesito el divorcio, Pedro.


—¡Mamá¡ —escucharon entonces la voz de Santi, desde el coche.


Los dos volvieron la cabeza.


—¿Es tu hijo?


—Sí.


—Santiago, ¿verdad?


—Santiago —contestó Paula.


—Parece cansado.


—Está agotado.


—Es un viaje muy largo para un niño.


—Vamos a tomarnos unas vacaciones después de... esto.


Alan pensaba reunirse con ellos en Chicago para pasar unos días. Si sus negocios iban bien...


—Ah, ya —asintió Pedro.


—Siento aparecer así, sin avisar.


—No pasa nada Paula. De verdad. Es más culpa mía que tuya.


—Es que no podía encontrarte. El número de teléfono que me diste estaba desconectado y... bueno, además, pensé que debía venir en persona.


—Hemos alquilado la casa grande y han tardado un poco en darnos otro número de teléfono —explicó él.


Paula presintió que aquella era una larga historia, pero decidió concentrarse en lo
suyo.


—Para empezar, tenemos que decidir en qué estado vamos a pedir el divorcio.


—Sí, claro.


—He pensado que lo mejor seria hacer todo el papeleo en Pensilvania. Si vuelvo a Blue Rock con el señor Thurrell, ¿podrías encontrar un rato esta tarde para charlar? Solo será un momento.


—¡Mamá¡


—Voy enseguida, cariño —contestó Paula, acercándose al coche.


Pedro desmontó, ató las riendas del caballo a la cerca y de un salto se colocó al otro lado.


Ella estaba inclinada sobre la ventanilla, hablando con el niño. Eso permitió que echara un vistazo a su redondo trasero... un trasero en el que no debía pensar. La oyó hablar con su hijo en un tono suave, tranquilizador, y recordó cuanto le había gustado su voz en Las Vegas.





BESOS DE AMOR: CAPITULO 1




Paula ni siquiera sabía su nombre. Las capas de tul del vestido de novia de rozaban la pierna del hombre, que estaba mirándola con unos ojos negros en los que se reflejaban las luces multicolores de la sala.


—¿Tú crees que hacemos bien? —le preguntó en voz baja, con un acento de Montana.


—Sí —asintió Paula.


—Pues antes no parecías contenta.


—Ya se me ha pasado.


—¿Estás segura de que quieres hacerlo? Podríamos marcharnos.


—No puedo irme. Estoy sustituyendo a una compañera y si no lo hago, ella perdería su trabajo. Por lo visto, el maratón está en el contrato.


—Ah, entiendo —asintió el hombre.


—Estoy bien, de verdad —murmuró ella.


Pero no lo estaba. Odiaba Las Vegas y echaba de menos a su hijo, que estaba a miles de kilómetros, en Pensilvania.


Paula había conseguido interpretar el papel de Cenicienta en el espectáculo sobre hielo que hacía gira por todo el país, sustituyendo a la protagonista, que estaba enferma. Era el papel que siempre había soñado, pero el contrato incluía ciertas condiciones.


En el salón de baile del casino había fotógrafos, cámaras de televisión y extraños mirándola con expresión de deseo. Y el maestro de ceremonias la llamaba «nuestra Cenicienta sobre hielo», animando a los hombres para que pujasen por ella. Y lo hicieron. Con la cara abotargada, borrachos la mayoría de ellos.


Pero no aquel hombre, el que ganó la «subasta« por quinientos dólares. Había algo muy equilibrado en él. Sus ojos oscuros, su presencia, sus atenciones. Y cuando se pusieron uno al lado del otro, dispuestos a interpretar la charada de la boda, él apretó su mano para darle ánimos.


El cartel de neón la cegaba: Maratón de Cenicienta, decía. Gana la carroza, el palacio, la luna de miel...¡y a la novia¡


—¿Preparados? —preguntó un hombre vestido como un paje del siglo dieciocho, con peluca llena de bucles, calzones de raso y chaleco bordado.


Por primera vez, el público quedó en silencio. 


Las otras parejas estaban esperando y el maestro de ceremonias empezó a lanzar un discurso que Paula apenas escuchaba.


—...de cada una de estas bodas... la pareja que más tiempo esté casada... los ganadores se llevaran todo.


Había una bola de espejo sobre sus cabezas y la orquesta empezó a tocar una canción romántica mientras las cámaras se acercaban.


Pedro Alfonso, ¿quieres a Paula Chaves como esposa, para amarla y honrarla hasta que la muerte los separe?


Pedro Alfonso. Ese era su nombre. Paula levantó la cabeza y sus ojos se encontraron.


Y aunque sabía que no tenía sentido, que era una charada, de repente se le encogió el corazón.


Mirar aquellos ojos era como sentirse envuelta en una capa de terciopelo negro.


¿Y si pronunciase las palabras de verdad, si no fuera parte de un espectáculo televisivo?


—Sí, quiero.


Tenía la voz ronca, profunda. Y lo había dicho sin dejar de mirarla a los ojos.


Fue un momento que Paula no olvidaría jamás.