miércoles, 18 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 3




Pedro apoyó la cabeza en el reposacabezas del asiento del avión. Enfrente, su asistente seguía aumentando la lista de asuntos que le había ido dictando desde que despegaron hacía cuatro horas. La miró. Su rostro era inexpresivo, como de costumbre, y sus dedos volaban por el teclado. El pelo rubio seguía recogido en el mismo moño impecable que llevaba esa mañana cuando llegó a trabajar a las seis en punto. Inconscientemente, la miró de arriba abajo y volvió a sentir que sus sentidos se avivaban. El traje negro y blanco era sobrio y los pendientes de perlas eran pequeños y sin pretensiones. Bajó la mirada por su cuello, sus hombros y el resto del cuerpo, como pocas veces se permitía hacer. La delicada curva de sus pechos, el abdomen plano y las piernas largas y bien torneadas hicieron que agarrara con fuerza el brazo del asiento.


Estaba en forma, aunque un poco delgada. A pesar de que trabajaba casi como una esclava, nunca se había retrasado o se había puesto enferma. Sabía que últimamente se quedaba cada vez más en el piso que tenían en las torres Alfonso en vez de volver a… A lo que ella considerara su casa. Volvió a dar gracias a ese dios que la había mandado.


Después de la experiencia infernal con Gisela, su anterior asistente, se había planteado seriamente que un robot se ocupase de sus actividades cotidianas. Cuando leyó el currículo de Paula, se convenció a sí mismo de que era demasiado bueno para ser verdad. Solo pensó en ella cuando las demás candidatas mostraron en la entrevista que tenían otras intenciones, como acostarse con él en cuanto tuvieran la primera oportunidad. Según su currículo, Paula Chaves tenía tantos talentos que le hizo preguntarse por qué no se la había quedado algún competidor. Nadie así de bueno podía estar sin empleo ni siquiera en ese momento económico. Se lo preguntó y la respuesta de ella fue muy sencilla.


—Usted es el mejor en lo que hace y yo quiero trabajar para el mejor.


Se sintió halagado, pero ella no bajó las pestañas con coquetería ni cruzó las piernas insinuantemente. Si acaso, le pareció desafiante. En ese momento, al acordarse, se dio cuenta de que esa fue la primera vez que sintió esa punzada en los sentidos que lo sacudía cuando la miraba a los ojos. Naturalmente, sofocaba esa sensación en cuanto aparecía. Los sentimientos no cabían ni en su vida ni en su trabajo. Lo que había buscado era una asistente que pudiera sortear cualquier situación que él le planteara. 
Chaves las había sorteado y seguía sorprendiéndolo cada dos por tres, algo excepcional para un hombre de su posición.


Se fijó por fin en sus pies y, para su pasmo, vio que tenía un tatuaje muy pequeño en el tobillo izquierdo. Era una estrella negra y azul del tamaño de su pulgar que desentonaba tanto con el resto de su aspecto formal que se preguntó si no estaría alucinando. No, efectivamente, era un tatuaje grabado en su piel inmaculada. Intrigado, volvió a mirar los dedos sobre el teclado y ella, como si lo hubiese notado, levantó la cabeza para mirarlo.


—Aterrizaremos dentro de tres horas —comentó él mirando el reloj—. Vamos a descansar un poco y lo retomaremos dentro de media hora.


Ella cerró el ordenador portátil, pero él se dio cuenta de que no desviaba la atención del aparato. Nunca desconectaba del trabajo y eso era algo que debería haberle agradado.


—He pedido que nos sirvan la comida dentro de cinco minutos. Puedo retrasarlo un poco si quiere repasar las biografías de las personas con las que tenemos que hablar cuando aterricemos.


Ella lo miró con los ojos azules fríos e inmutables y él volvió a mirarle el tobillo. Ella cruzó las piernas para taparse el tatuaje.


—¿Señor Alfonso…? —insistió ella.


Pedro tomó aliento lentamente para recuperar el dominio de sí mismo. Cuando volvió a mirarla a los ojos, el interés por el tatuaje había pasado a un segundo plano, pero no había desaparecido.


—Que la sirvan dentro de diez —contestó él—. Voy a darme una ducha rápida.


Se levantó y fue a uno de los dormitorios que había al fondo del avión. Una vez en la puerta, miró por encima del hombro y la vio con el intercomunicador en una mano mientras abría el ordenador portátil con la otra. Su asistente era supereficiente y superprofesional, como le había explicado a Ariel y como ella había puesto en su etiqueta. Sin embargo, después de año y medio trabajando con ella, nunca se había molestado en mirar lo que había debajo de esa etiqueta.





PROHIBIDO: CAPITULO 2



Paula nunca olvidaría lo que pasó después. 


Aparentemente, Pedro Alfonso siguió siendo el magnate del petróleo tranquilo y controlado con el que había trabajado durante año y medio, pero no habría llegado a ser indispensable para él si no hubiese aprendido a leer entre líneas. Los dientes apretados y su forma de agarrar la toalla le indicaron cuánto le había afectado la noticia. También vio que Ariel Alfonso, detrás de Pedro, dejaba de hacer lo que estaba haciendo. Algo de su expresión debía de haberla delatado porque el hermano mayor estaba acercándose e ellos. Era tan imponente e impresionante como su hermano menor, pero si bien la mirada de Pedro era penetrante como un rayo láser e irradiaba una inteligencia casi letal, la de Ariel era atormentada y transmitía un hastío muy profundo.


—¿Sabemos el motivo del accidente? —preguntó Pedro sin alterarse.


—No. El capitán no contesta el móvil. No hemos podido ponernos en contacto con el buque desde la primera llamada. Los guardacostas congoleños están dirigiéndose hacia allí. Les he pedido que me llamen en cuanto lleguen —lo siguió mientras él se dirigía hacia el coche—. El equipo de emergencia está preparado para volar hacia allí en cuanto usted lo ordene.


Pedro los alcanzó antes de que llegaran a la limusina y detuvo a su hermano con una mano en el hombro.


—¿Qué ha pasado, Pedro?


Pedro se lo contó en cuatro palabras y Ariel la miró.


—¿Sabemos los nombres de los tripulantes desaparecidos?


—He enviado un correo electrónico con la lista de la tripulación a sus teléfonos y al de Teo. También he adjuntado una relación de los ministros con los que tendremos que tratar para no herir susceptibilidades y he concertado llamadas a todos ellos.


Algo vibró en sus ojos antes de que mirara a su hermano. 


Ariel sonrió ligeramente cuando Pedro arqueó las cejas.


—Me ocuparé de todo lo que pueda desde aquí. Hablaremos dentro de una hora.


Ariel dio una palmada tranquilizadora a su hermano y se marchó. Pedro se volvió hacia ella.


—Tengo que hablar con el presidente.


—Tengo avisado a su jefe de gabinete. Le pondrá en contacto cuando esté preparado.


Ella lo miró al pecho, pero desvió la mirada inmediatamente y retrocedió un paso para alejarse del olor a sudor que emanaba su piel olivácea.


—Tiene que cambiarse. Le traeré ropa limpia.


Se dirigió hacia el maletero del coche y oyó la cremallera del traje para remar. No se dio la vuelta porque ya lo había visto todo, o, al menos, eso era lo que se decía a sí misma.


 Naturalmente, no lo había visto completamente desnudo, pero su trabajo era de veinticuatro horas al día y cuando un magnate poderoso solo la veía como una autómata eficiente y sin sexo, quedaba expuesta a distintos aspectos de su vida y distintos grados de desnudez. La primera vez que se desvistió delante de ella se lo tomó como lo más natural del mundo y había tenido que aprender a tomarse así casi todo.


 Sentir algo, conceder lo más mínimo a los sentimientos, era abocarse al desastre. Había aprendido a endurecer el corazón para no hundirse bajo el peso de la desesperanza, y no estaba dispuesta a hundirse…


Se apartó del maletero con una camisa azul y un traje gris de Armani en una mano y una corbata en la otra. Se lo entregó mirando hacia el lago y volvió para recoger los calcetines y los zapatos de cuero. No necesitaba ver sus hombros moldeados tras años de remero profesional y ganador de campeonatos ni el pecho musculoso con una hilera de vello que descendía hasta la estrecha cintura y desaparecía debajo de los calzoncillos. No necesitaba ver esos poderosos muslos que parecía que podían machacar a un contrincante imprudente o acorralar a una mujer contra una pared, si ella quería, pero, sobre todo, no necesitaba ver esos calzoncillos de algodón negro que a duras penas contenían su…


Oyó el zumbido de una llamada en el teléfono de la limusina y se metió en el coche. Vio por el rabillo del ojo que Pedro se ponía los pantalones. Le entregó en silencio las prendas que quedaban y contestó el teléfono.


—Naviera Alfonso—dijo mientras tomaba su tableta electrónica.


Escuchó tranquilamente mientras tecleaba para aumentar la lista infinita de asuntos pendientes. Cuando Pedro se sentó a su lado impecablemente vestido, iba por el quinto asunto. 


Se detuvo el tiempo justo para ponerse el cinturón de seguridad y siguió tecleando.


—En este momento, no tenemos nada que decir. Ninguna agencia de noticias tendrá una exclusiva —dijo ella mientras Pedro se ponía rígido—. La Naviera Alfonso publicará un comunicado de prensa dentro de una hora en la página web de la empresa. Si tienen más preguntas después, pónganse en contacto con nuestra oficina de prensa.


—¿Prensa sensacionalista o general? —preguntó él cuando ella colgó.


—General. Quieren confirmar lo que han oído.


Volvió a sonar el teléfono y no le hizo caso cuando vio que era otro periódico. Pedro tenía que hacer llamadas más apremiantes. Le entregó los auriculares conectados a la llamada que llevaba diez minutos en espera. Los dedos se rozaron y el pulso de le paró un instante, pero era otra de esas cosas que se tomaba como lo más natural del mundo.


Su voz profunda rezumaba autoridad y seguridad en sí mismo. También delataba levísimamente su origen griego, pero ella sabía que hablaba el idioma de su madre con la misma eficiencia y naturalidad con la que dirigía la sección de compraventa de petróleo de la Naviera Alfonso, la milmillonaria multinacional de su familia.


—Señor presidente, por favor, permítame que le exprese mi consternación por la situación en la que nos encontramos. 
Naturalmente, mi empresa asume toda la responsabilidad por el incidente y hará todo lo que pueda para que los daños económicos y ecológicos sean mínimos. 
Efectivamente, tengo un equipo de cincuenta hombres especialistas en investigación y limpieza que se dirige hacia allí. Valorarán lo que hay que hacer y… Efectivamente, estoy de acuerdo. Llegaré al lugar del accidente en un plazo de doce horas.


Los dedos de Paula volaban por el teclado mientras tomaba notas y cuando Pedro cortó la llamada, ya tenía el avión privado preparado. Entonces, el teléfono volvió a sonar.


—¿Quiere que conteste? —preguntó ella.


—No. Yo soy el director de la empresa —la miró con unos ojos irresistibles que la cautivaron—. Esto va a empeorar mucho antes de que mejore. ¿Podrá resistirlo, señorita Chaves?


Tomó aliento y recordó la promesa que se había hecho hacía dos años en una habitación fría y oscura. No estaba dispuesta a hundirse. Tragó saliva y se puso muy recta.


—Sí, podré resistirlo, señor Alfonso.


Los ojos verdes como el musgo se clavaron en ella un instante, hasta que descolgó el teléfono.


—Alfonso…


Llegaron a las torres Alfonso, le entregaron las maletas al piloto del helicóptero y tomaron el ascensor que los llevaría al helipuerto de las torres. Los dos sabían claramente lo que les esperaba. No se podía hacer nada para evitar que el crudo se derramara hasta que llegara el equipo de limpieza y entrara en acción. Sin embargo, cuando lo miraba, ella sabía que la tensión en el rostro de Pedro no se debía solo al desastre. También se sentía golpeado por lo inesperado. 


Pedro no soportaba las sorpresas y por eso siempre se anticipaba a sus oponentes en una docena de movimientos, para que no lo sorprendieran. Cosa que no le extrañaba después de haber sabido algo sobre su pasado. La bomba que su padre dejó caer en la familia cuando Pedro era un adolescente todavía era carnaza para los periodistas. Ella no sabía toda la historia, pero sí sabía lo suficiente como para entender que Pedro no quisiera que la empresa fuese el centro de atención. El teléfono sonó otra vez.


—No, señora Lowell, lo siento, pero no hay noticias —su voz era firme, pero lo suficientemente serena como para tranquilizar a la esposa del capitán—. Sigue desaparecido, pero esté tranquila, por favor. Le doy mi palabra de que la llamaré personalmente en cuanto sepa algo.


Él colgó y apretó los dientes.


—¿Cuánto tiempo falta para que llegue el equipo de rescate?


—Noventa minutos —contestó ella mirando el reloj.


—Contrate otro equipo. No quiero que pasen nada por alto porque están agotados y tienen que trabajar veinticuatro horas hasta que encuentren a los desaparecidos. Hágalo, Chaves.


—Sí, claro.


Se abrieron las puertas del ascensor y estuvo a punto de tambalearse cuando él le puso una mano en la espalda para que saliera por delante. No la había tocado desde que trabajaba para él. Hizo un esfuerzo para no reaccionar y lo miró. Estaba serio y con el ceño fruncido por la concentración mientras la guiaba hacia el helicóptero. Bajó la mano unos metros antes de llegar, esperó a que el piloto la ayudara a acomodarse y se sentó a su lado. Volvió a hablar por teléfono antes de que despegaran. Esa vez, con Teo. La conversación en griego era incomprensible para ella, pero, aun así, se quedó fascinada con el sonoro idioma y el hombre que lo hablaba. Él la miró y ella se dio cuenta de que había estado mirándolo fija y descaradamente. 


Desvió la atención hacia la tableta y la encendió. No
había habido nada personal ni en el contacto de Pedro ni en su mirada, y ella tampoco había esperado que lo hubiese habido. Era siempre meticulosamente profesional y ella no esperaba o deseaba otra cosa de él. Había aprendido esa lección dolorosamente y todo porque se había permitido sentir, porque se había atrevido a relacionarse con otro ser humano después del infierno que había pasado con su madre. No corría el riesgo de olvidarse. Además, tenía ese tatuaje en el hombro para recordárselo.






PROHIBIDO: CAPITULO 1




Dale con fuerza! Ya estás escaqueándote como siempre mientras yo hago todo el esfuerzo.


Pedro Alfonso metió los remos en el agua mientras disfrutaba de la tensión del cuerpo.


—Deja de quejarte. No tengo la culpa de que te sientas tan viejo.


Pedro sonrió. Solo era dos años y medio menor que Ariel, pero sabía que le fastidiaba que se lo recordara y no perdía la ocasión de provocarlo.


—No te preocupes, Teo te sustituirá la próxima vez y no tendrás que esforzarte —siguió Pedro.


—Teo estará tan preocupado en presumir de músculos con las regatistas que no podrá remar —replicó Ariel con ironía—. No consigo entender cómo pudo dejar de presumir el tiempo suficiente para ganar cinco campeonatos del mundo.


—Sí, siempre le importaron más las mujeres y su físico que cualquier otra cosa —añadió Pedro.


Remó sincronizado con su hermano mientras cruzaban el lago que usaba el club de remo a unos kilómetros de Londres y sonrió por la sensación de tranquilidad que se apoderó de él. Hacía mucho tiempo que no iba por allí y que no estaba así con sus hermanos. Tenían que dirigir las tres secciones de Alfonso Inc. y no habían encontrado tiempo para reunirse. Naturalmente, no había durado mucho. Teo ya había salido hacia Río de Janeiro en el avión de Alfonso para lidiar con una crisis de la multinacional. 


Aunque quizá fuese por otro motivo… Su hermano era capaz de volar a miles de kilómetros para cenar con una mujer hermosa.


—Si descubro que nos ha dejado por unas faldas, le confiscaré el avión durante un mes.


—Me temo que te juegas el cuello si te metes entre Teo y una mujer —Ariel resopló—. Hablando de mujeres, observo que la tuya ha conseguido apartarse un segundo de su ordenador portátil…


Él consiguió seguir remando a pesar de la descarga eléctrica que sintió en el cuerpo y miró hacia donde Ariel tenía clavados los ojos.


—Dejemos una cosa muy clara, ella no es mi mujer.


Paula Chaves, su asistente, estaba al lado del coche. Eso ya era una sorpresa porque ella prefería quedarse pegada al ordenador de la limusina cuando él no estaba. Sin embargo, lo que lo dejó atónito no era la expresión de eficiencia fría y profesional que no la había abandonado desde hacía año y medio. Ese día parecía…


—¿No me dirás que ya ha sucumbido? —preguntó Ariel en un tono entre burlón y resignado.


Pedro frunció el ceño con una incomodidad que se mezclaba con unos sentimientos que se negaba a reconocer. Había aprendido que manifestar los sentimientos podía dejar cicatrices incurables. Además, ya había probado el cóctel casi letal que formaban el trabajo y el placer.


—Cierra el pico, Ariel.


—Estoy preocupado, hermano. Está a punto de lanzarse al agua. Mejor dicho, de lanzarse sobre ti. Por favor, dime que no te has vuelto loco y te has acostado con ella.


Pedro miró a Chaves e intentó adivinar lo que pasaba a pesar de la distancia.


—No sé qué me parece más molesto, si tu malsano interés por mi vida sexual o que puedas seguir remando mientras te portas como un inquisidor —murmuró él distraídamente.


En cuanto a la relación física con Chaves, si su libido se empeñaba en elegir los momentos menos adecuados, como ese, para recordarle que era un hombre de sangre ardiente, no pensaba hacerle caso, como llevaba haciendo año y medio. Ya había perdido demasiado tiempo quitándose de encima a las mujeres. Remó con fuerza y con ganas de terminar, aunque no dejó de mirar a Chaves y su actitud rígida hizo que sonaran todas las alarmas.


—Entonces, ¿no hay nada entre vosotros? —insistió Ariel.


Dio una última palada y notó que el fondo de la embarcación chocaba con el embarcadero.


—Si estás pensando en robármela, Ariel, olvídate. Es la mejor asistente que he tenido y cualquiera que sea una amenaza perderá una parte de su cuerpo, dos si es de la familia.


—Cálmate, hermano. No estaba pensando en robártela. Además, oírte hablar así de ella ya me indica que has perdido la cabeza.


—Que reconozca el talento no quiere decir que haya perdido la cabeza. Tiene más cerebro en su dedo meñique que todos mis asistentes anteriores juntos y es como un perro de presa cuando tiene que organizarme el trabajo. Es todo lo que necesito.


—¿Seguro que es todo? Capto cierta veneración en tu tono…


Ariel recogió los remos y Pedro se quedó paralizado, hasta que se dio cuenta de que Ariel estaba tomándole el pelo.


—Ten cuidado. Todavía te debo una cicatriz por la que me hiciste con tu imprudencia.


Pedro se acarició la cicatriz que tenía en la ceja derecha, la que le hizo Ariel con un remo cuando eran unos adolescentes.


—Alguien tenía que bajarte los humos para que dejaras de creer que eras el hermano más guapo.


Ariel sonrió y Pedro se acordó de lo despreocupado que había sido su hermano antes de que la tragedia se cebara despiadadamente con él.


—Tu perro de presa se acerca —comentó Ariel mirando detrás de Pedro—. Creo que va a ladrar.


Pedro dejó los remos al lado de la piragua y vio que Paula estaba en lo alto del embarcadero con los brazos cruzados y la mirada clavada en él. Su rostro tenía una expresión que no le había visto nunca y tenía una toalla en una mano.


—Pasa algo —comentó Pedro con el ceño fruncido—. Tengo que irme.


—¿Te lo ha comunicado por telepatía o estáis tan sintonizados que lo sabes solo con mirarla?


—Ariel, de verdad, corta el rollo.


Pedro frunció más el ceño cuando ella se dirigió hacia él, algo que no hacía nunca. Sabía que no podía molestarlo cuando estaba con sus hermanos. Sabía cuál era su sitio y nunca lo olvidaba. Él también empezó a dirigirse hacia ella.


—¿Qué pasa? —preguntó Pedro parándose cuando llegó a la altura de su asistente.


La vio dudar por primera vez desde que hizo la entrevista para solicitar el empleo.


—Suéltalo, Chaves.


Ella tenía los labios levísimamente apretados, pero él lo vio. 


También era la primera vez. Nunca le había visto un indicio de angustia. Chaves le tendió la toalla en silencio. Él la agarró más para que dijera algo que para secarse el cuerpo sudoroso.


—Señor Alfonso, tenemos un percance.


—¿Qué percance? —preguntó él apretando los dientes.


—Uno de sus petroleros, el Alfonso Six, ha encallado en Point Noire.


Pedro tragó saliva y se quedó helado a pesar del calor de verano.


—¿Cuándo pasó?


—Recibí una llamada de la tripulación hace… cinco minutos —contestó ella con nerviosismo.


—¿Pasa algo más? —preguntó él con un miedo creciente.


—Sí. El capitán y dos miembros de la tripulación han desaparecido y…


—¿Y?


—El petrolero ha chocado contra unas rocas y está derramando crudo por el Atlántico Sur a un ritmo de sesenta barriles por minuto.