sábado, 13 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 23




—¿Estás segura?


—Sí.


Pedro respiró hondo, la miró con los ojos entornados, se puso en pie y le tendió la mano para levantarla. Ambos se miraron a poca distancia, pero sin tocarse.


—No tienes que hacerlo.


—Lo sé.


Pedro cerró los ojos y dijo algo que ella no pudo oír, después se volvió.


—Tenemos que recoger esto y sacar al perro.


—Yo lo haré.


—No. Lo haremos los dos. Tardaremos menos —lo colocó todo en la bandeja y la llevó a la cocina. Murphy iba tras él, así que le abrió la puerta para que saliera mientras guardaba la leche en la nevera.


Pedro entró de nuevo con el perro, agarró las trufas y miró a Paula a los ojos.


—Éstas me las llevo —le dijo.


Fue como si la trasladara a otra época y a otro lugar, cuando él llevaba bombones a la cama y se los daba, uno a uno, mientras hacían el amor.


Todavía recordaba su sabor.


—No me mires así o perderé el control —dijo él con una sonrisa.


Paula se volvió y salió de la cocina, apagando la luz y esperando que él la siguiera.


Oyó que se despedía del perro, que cerraba la puerta y que se acercaba a ella por detrás.


—¿En tu habitación o en la mía?


—En la mía. Está más lejos de la de las niñas.


Sólo un poco, pero Paula no estaba segura de poder controlarse cuando él le hiciera el amor.


Ella encendió la luz, pero Pedro llevó una vela y la puso sobre la cómoda, junto a las trufas. La encendió y apagó la luz. Ella lo agradeció, porque de pronto se le ocurrió que no la había visto desnuda desde que habían nacido las niñas, y entre los estragos de la lactancia, la cicatriz de la cesárea y que había ganado peso, quizá necesitara acostumbrarse a la nueva Paula.


Pero al parecer, Pedro no tenía prisa por quitarle la ropa. Le
acarició el cabello y la besó en los labios con delicadeza, moviendo la cabeza de un lado a otro, haciendo que el deseo se apoderara de ella.


«Pedro, bésame», suplicó en silencio, y como si la hubiera oído, él le sujetó el rostro con las manos y le acarició los labios con la lengua para que los separara.


Ella reaccionó como era de esperar, separó los labios permitiendo que él introdujera la lengua y explorara el interior de su boca, volviéndola loca.


—Pau, te deseo —susurró él.


—Yo también… Por favor, Pedro. Ahora.


Y sin más dilaciones, él se quitó la ropa. Todo menos los
calzoncillos. Y esa prenda no ocultaba su potente erección.


Al verla, a Paula se le secó la boca. Había pasado mucho tiempo. Estaba temblando, sentía tanto deseo que apenas podía moverse, pero no lo necesitaba. Él estaba allí, acariciándola y quitándole la ropa a la vez. Primero el top, y después el sujetador.


Al verlo, cerró los ojos un instante y murmuró:
—Menos mal que no me enseñaste esto en la tienda.


Ella soltó una risita.


—Hay más —le dijo.


Él gimió y le bajó los pantalones.


Le acarició el vientre con la palma de la mano y, con un dedo, estiró del elástico de sus braguitas.


—¿Qué es esto? —preguntó él.


—Pensé que te gustarían.


—Vas a matarme —susurró Pedro, y la abrazó, de forma que sus cuerpos entraron en contacto por primera vez.


Ambos suspiraron y se acomodaron, hasta que él levantó la
cabeza y la miró a los ojos.


—Pau… Tengo que hacerte el amor ahora mismo, o me moriré. Lo prometo. Te deseo con locura.


Sus ojos eran como el fuego y su pecho se movía con cada
respiración. La luz de la vela iluminaba sus músculos y volvía su piel de color dorado, mientras él la tomaba en brazos y la tumbaba sobre la cama.


Se acostó a su lado, sin dejar de mirarla a los ojos.


Después, la acarició por todo el cuerpo y siguió el recorrido de sus manos con la mirada. El borde del sujetador, la línea de su escote, los senos… Y jugueteó con sus pezones hasta que ella estuvo a punto de gritar de placer.


—Quiero probarte —murmuró él—. Todos los días veo cómo
maman las niñas y…


Ella también lo deseaba. Se desabrochó el sujetador y permitió que él introdujera uno de los pechos en su boca.


La leche empezó a fluir por el pezón y él la probó con la lengua.


Después, cerró los labios sobre su seno y succionó con fuerza.


Ella gimió y permitió que el deseo la invadiera por dentro. Él
levantó la cabeza. Se miraron fijamente durante un instante y, después, Pedro le retiró la ropa interior con desesperación, antes de quitarse la suya y colocarse sobre ella para separarle las piernas.


—Pau —susurró.


Y entonces, la penetró. Ella sintió como si una tormenta se
formara en su interior. La sensación era desbordante y provocó que alcanzara el clímax con rapidez.


Él atrapó sus gemidos con la boca y los mezcló con el grito de placer que salió de su pecho. Después, la colocó de lado y la abrazó. Sus cuerpos seguían unidos y sus corazones latían con fuerza. Cuando, por fin, ella abrió los ojos, él la estaba mirando maravillado, y con las pestañas llenas de lágrimas.


—Te quiero —le susurró al oído, y la abrazó con más fuerza,
acariciándole la espalda despacio, una y otra vez, hasta que se quedó dormida.


La había echado mucho de menos.


Nunca se lo había dicho, no le había contado el infierno que
había pasado en el último año. Bueno, le había contado algunas cosas, pero nada parecido a lo que escondía en su 
corazón.


Pero ella había regresado, y él se aseguraría de no volver a
fallarle.


Se le estaba durmiendo el brazo, pero no quería molestarla.


Disfrutaba teniéndola entre sus brazos, y no estaba seguro de cómo se comportaría ella cuando se despertara.


¿Distante? ¿Arrepentida?


Esperaba que no fuera así.


Entonces, ella se movió, abrió los ojos y sonrió.


—Hola.


—Hola —contestó él, y la besó en los labios—. ¿Estás bien?


—Mmm. ¿Y tú?


—Sí, estoy muy bien.


—Se me ha dormido la pierna.


—Y a mí se me va a caer el brazo.


—Te dolerá.


—Ajá.


Ella sonrió.


—Una, dos y tres…


Él se movió y se quejó un poco, después, se rió y la atrajo de
nuevo hacia sí. Permanecieron tumbados, con los dedos entrelazados y las cabezas apoyadas en la misma almohada.


—¿Mejor?


—Mmm. ¿Pedro?


—¿Sí?


—Te quiero.


—Oh, Pau —él se acercó más a ella y la besó—. Yo también te quiero.


—Bien —murmuró ella.


Segundos más tarde, había vuelto a quedarse dormida.


Él sonrió. Bromearía sobre aquello al día siguiente.


Se acurrucó contra ella y se durmió.






PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 22





Paula no sabía qué ponerse.


De camino a casa, Pedro había pasado por el supermercado y había comprado algunas cosas mientras ella y las niñas lo
esperaban en el coche.


—¿Qué es eso? —preguntó ella.


Él sonrió.


—La cena. Voy a cocinar para ti.


—¿De veras?


—No te preocupes, no lleva ajo —prometió.


Ella soltó una carcajada.


—Lo siento. ¿Qué vamos a cenar?


—¡Ajá! Yo cocinaré. Lo único que tienes que hacer es ponerte guapa y dejar que te atienda


Así que allí estaba, desnuda en su habitación, después de
ducharse y de ponerse un poco de maquillaje.


Había oído que Pedro había encendido la chimenea en el salón, y cuando bajó para buscar algo para las niñas, se dio cuenta de que había puesto la mesa de la cocina.


Así que no pasaría frío si se ponía uno de los tops que había
comprado.


¿El de encaje que llevaba una camisola debajo? ¿O el de seda con bordados?


Se decidió por el de encaje y eligió la ropa interior a juego. 


Sólo se había comprado un par de pantalones, pero le quedaban tan bien que estaba encantada con ellos. Se los puso, se miró en el espejo y pestañeó.


Estaba muy diferente. Su aspecto era femenino y elegante. 


Se miró por última vez, se puso los zapatos de tacón y bajó al piso inferior.


Él estaba sentado a la mesa, hojeando una revista.


Al verla, se quedó boquiabierto.


—¡Vaya! —dijo él. Se puso en pie y se acercó a Paula, sin dejar de mirarla—. Date la vuelta —le pidió.


Ella giró y se detuvo de nuevo frente a Pedro, mirándolo a los ojos.


Esos ardientes ojos azules.


—¿Voy bien? —preguntó.


Él esbozó una sonrisa.


—Oh, creo que sí —contestó él, con una voz un poco áspera, igual que cuando estaba excitado.


Sus palabras alcanzaron a Paula como una bola de fuego,
afectando todo su cuerpo. Él permaneció mirándola unos segundos y después dio un paso atrás, sonrió, y sacó una silla para ella.


—¿Quiere sentarse, señora?


—Gracias.


Ella sonrió, y se rió al ver que él colocaba una servilleta sobre su regazo con una floritura. Después, se acercó a los fogones y puso la plancha a calentar. Esperó a que saliera humo y colocó dos filetes sobre ella.


Paula olisqueó el aire. ¿Atún? Sintió que le rugía el estómago y buscó los platos. Ah. Pedro estaba sacándolos del horno, junto con un cuenco con patatas. Después puso un poco de mantequilla y un poco de cebolleta cortada sobre ellas. Sacó el filete y lo colocó a un lado del plato. Se acercó a la mesa y dejó el plato frente a ella con otra floritura.


—¿Ensalada, señora?


—Gracias. Murphy, a tu cama, esto no es para ti. Pedro, siéntate.


—No estoy seguro de que esas palabras no me rebajen a la
misma categoría que al perro —dijo él con ironía.


Ella se rió.


—Por supuesto que no. Buen chico.


Pedro se sentó frente a ella. Al momento se puso en pie otra vez, encendió la vela que había en el centro de la mesa y bajó la intensidad de la luz.


—Mejor —dijo él, y le dio las patatas—. No llevan ajo.


—¿Y chile?


—Un poco, chile dulce y lima marinada. No debería estar picante.


No estaba picante. Estaba delicioso y perfectamente cocinado.


Cenaron con un vino rosado y tomaron un postre de chocolate en tarrina individual, decorado con fresas frescas y servido con un Cabernet que era el complemento perfecto.


Pedro, ha sido fabuloso —dijo ella, empujando el plato con una sonrisa.


Para su sorpresa, él se sonrojó y le dedicó una sonrisa.


—Gracias. Sólo he seguido las instrucciones.


—No, has hecho mucho más que eso. Te has tomado la molestia de hacerlo bien, y ha sido maravilloso. Gracias.


—Ha sido un placer ¿Te parece bien si tomamos el café en el salón?


—Sería estupendo.


—Entonces, ve a sentarte.


—¿Y qué hacemos con este lío?


—¿Qué? No pasa nada. Vamos, fuera de aquí. Cargaré el
lavavajillas mientras hierve el agua, si así te quedas contenta. Ahora, ¡fuera!


Ella obedeció y se fue al salón con Murphy. Echó otro tronco en el fuego y se sentó a esperarlo en el sofá.


Murphy estaba olisqueando algo que había sobre la mesa, y ella lo empujó con el pie y se acercó a ver qué era lo que estaba investigando.


¿Trufas? Ella tomó una para pasar el rato. Después llegó Pedro con una bandeja y le dio a Murphy una galleta para que se la comiera junto al fuego.


—Pensé que así se mantendría alejado del chocolate.


—Lo hará. Pero sólo mientras se la esté comiendo.


—Bueno, tendremos que terminárnoslo primero —dijo él. Se
sentó a su lado y le dio la taza de café—. Toma… Abre la boca.


Le puso una trufa sobre la lengua.


—Mmm. Son deliciosas —dijo ella, mientras se la comía y se reía a la vez.


Él colocó el brazo sobre el respaldo del sofá, justo detrás de ella, y sonrió.


—Oh, cariño. ¿Te has bebido las dos copas de vino? —bromeó él.


—No, no —contestó ella, recuperando la compostura—. Atrevido.


—Pues una. ¿Qué te ha parecido?


—Estupendo. Está muy rico. Seguro que no estaba en las ofertas.


Él se rió.


—No exactamente. Pero merecía la pena —le acarició la mejilla— ¿Sabes?, esta mañana pensé que estabas guapísima, pero ahora…


Le acarició el cuello, y deslizó el dedo por el escote.


Pedro.


Él retiró la mano y se enderezó, sentándose en su lado del sofá y agarrando la taza de café.


Paula se inclinó hacia delante y agarró otra trufa.


Él dijo:
—Es mi turno —y abrió la boca. Lo justo para que cuando ella dejara el chocolate en su boca, sus labios le rozaran los dedos y él aprovechara para besarla.


Ella se fijó en sus ojos, ardientes y peligrosos, y sintió que el
deseo invadía su cuerpo.


Él le agarró la mano, retirándola de sus labios y colocándola
sobre su corazón. Paula podía sentir su latido bajo la palma, y la tensión de los músculos de su torso.


Lo deseaba.


Allí mismo. Esa noche.


—¿Pedro? —susurró.


Pedro estaba mirándole la boca, le brillaban los ojos y ella podía notar su pulso en la base del cuello. Levantó la vista y la miró fijamente.


—Llévame a la cama.