sábado, 21 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 11




Paula se ruborizó, pensando algo que decir. Pero no se le ocurrió nada y se quedó callada. 


Entonces, en el silencio, fue consciente de que estaban en su cama, de que tenía la mano apoyada en su hombro, en su hombro desnudo. 


Él sólo llevaba sus vaqueros gastados y suaves y ella estaba descansando sobre su pecho, en su ancho, musculoso y desnudo pecho. El calor de su cuerpo parecía invadirla, haciendo que se relajara. Su piel era suave y no tenía vello que pudiera interferir con sus caricias. 


Involuntariamente flexionó los dedos, acurrucándose contra él mientras rozaban su piel.


Se preguntó cómo sería acariciarlo, si deslizaba la mano por su vientre, qué sentiría al enredar los dedos en el vello que empezaba a nacer a la altura de su ombligo. Cómo sabría su piel si se inclinaba para besarlo…


De pronto se alegró de que no pudiera verle la cara. Aunque probablemente podría sentir el calor de sus mejillas, esperaba que no averiguara la razón.


Entonces vio las placas rectangulares que estaban justo sobre su mano. Agradecida por la distracción, las tocó. Estaban calientes por el calor de su cuerpo. Muy calientes. Pero no eran inflexibles, como esperaba del metal. Le era muy difícil explicar cómo las sentía con el tacto.


—¿Qué son?


—Una… una herencia familiar, más o menos —dijo, un poco tenso.


Ella las tomó y se dio cuenta de que eran como las placas de identificación para perros. Les dio la vuelta para ver qué decían, pero era difícil leer aquella letra.


—¿Qué dice?


—Sólo mi nombre. Y… fecha de nacimiento.


Las levantó a la luz. Ahora que lo sabía podía descifrar las letras y números entrelazados.


Pedro, aquí dice veintinueve de junio de mil ochocientos cincuenta.


—Ha habido un Pedro Alfonso por allí desde hace mucho tiempo.


—Y me imagino que todos han nacido en esa fecha.


—Claro —su tono era divertido, pero había un fondo de seriedad en lo que decía que le hizo dudar.


—¿Incluido tú?


—Es el día de San Pedro.


—¿Por eso te llamas Pedro?


—Sí. 


—¿Pero por qué placas para perros?


Pedro era el líder de los ejércitos celestiales ¿no?


—Uy —dijo ella riéndose—. Alguien tiene un afilado sentido del humor.


Pedro se echó a reír. Era exactamente lo que él pensaba.


—Pero en esa época no tenían placas de identificación de perros, ¿verdad?


—No lo sé. Éstas sólo… me las dieron.


—¿Así que este Pedro Alfonso fue el primero?


—Por lo que yo sé, sí.


—Debe ser bonito saber conocer tus antepasados desde hace tanto tiempo. Yo no conozco… ¿qué es esto?


Sujetaba la segunda placa, inclinándola hacia la luz.


—Es un dragón —agregó, respondiendo a su propia pregunta—. Deja que lo averigüe… 


Pedro tuvo que luchar contra uno, ¿no?


—Eso cuenta la leyenda.


—Es una lástima que ya no queden dragones. Tú sólo puedes llevar a cabo milagros pequeños.


—¿Qué quieres decir?


—Mira todo lo que has hecho aquí en sólo una semana. Pensé que haría falta un milagro para arreglar todas esas cosas, pero estaba equivocada. Sólo hacía falta que vinieras tú.


—Sólo necesitabas un par de manos más. Y todavía no hemos acabado.


—No creo que falte mucho, a la velocidad que haces las cosas. Parece que te las arreglas para hacer al menos tres cosas a la vez.


—¿Qué otra cosa puedo hacer? —sonrió, encogiéndose de hombros—. Como has dicho ya no quedan dragones que matar.


—Si los hubiera… —se interrumpió al darse cuenta de que iba a decir una tontería.


—¿Sí?


—Sólo iba a decir que el nombre que te han puesto es muy apropiado.


—No creo. Pedro era un ángel. Yo ni siquiera trabajo para la misma gente. No podría. No soy precisamente angelical —bromeó.


—Sólo tomaste prestado el nombre, ¿no?


—Sí. Pero no encaja muy bien conmigo. Al contrario que el tuyo.


—¿El mío?


—Sí. ¿No lo sabías?


—¿El qué?


—Paula es la forma femenina de Pablo, ¿no? Significa "la que es pequeña".


—No lo sabía.


—Ahora ya lo sabes. Y encaja.


—No mucho.


—Haces un trabajo imposible aquí, estás siendo aterrorizada por algún loco imbécil y nunca le has dicho nada a nadie, ni has pedido ayuda. ¿No te parece bastante?


—Ese hombre estaba intentando asustarme y lo ha conseguido. Eso no es valentía.


—Pero tú sigues adelante.


—No tenía más remedio. Alguien tenía que hacerlo. No podía dejar a todo el mundo plantado, sólo porque estaba asustada.


—Paula, Paula… —dijo abrazándola—. ¿Qué crees tú que es la valentía?


—No es sentirse aterrorizada por un par de llamadas telefónicas.


—No. Es estar asustada del todo y sin embargo, seguir adelante. Todo aquel que diga que no ha tenido miedo nunca, o es un mentiroso, o un cobarde y los que siguen adelante a pesar del miedo, son héroes.


—Haces que todo parezca tan… fácil. Me haces ver las cosas de una manera que nunca había visto antes.


—Para eso están los amigos.


Amigos. ¿Era un amigo? A ella le parecía así. 


Quizá Aaron tenía razón cuando le dijo que necesitaba a alguien de su edad.


—No me había dado cuenta de que necesitaba un amigo.


—Has estado trabajando muy duro durante demasiado tiempo.


—Tenía que hacerlo. Por Andres.


—¿Tu hermano?


Ella dijo que sí con la cabeza y al hacerlo frotó la mejilla contra su pecho. El calor brotó de aquel pedazo de piel. Por un momento a Pedro le fue difícil respirar. ¿Qué le estaba pasando? Estaba confundido.


—Háblame de él.


—Yo lo quería mucho. Tenía catorce años más que yo, pero creo que eso nos hacía estar más unidos. Mis primeros recuerdos son de él jugando conmigo y llevándome delante de él en el caballo.


—Buenos recuerdos.


—Sí. Intento concentrarme en ellos en lugar de los otros. Yo tenía seis años cuando fue a Irak y quedé destrozada. Era mi adorado hermano mayor, el que me mimaba y lo echaba muchísimo de menos. Debía haber vuelto locos a mis padres.


—Esperaron mucho tiempo para tener otro hijo —dijo, con cuidado.


Ella se estaba abriendo a su confianza y no quería presionarla.


—No pensaban que pudieran tener más. Mi madre tuvo a Andres a los diecinueve años y luego no pudo volver a embarazarse. Eso le rompió el corazón. Quería una casa llena de niños. Cuando se enteró de yo que estaba en camino, estaba feliz.


—No hay mayor alegría en el mundo que la de aquellos que desean un niño cuando se enteran de que van a ser padres.


Paula se le quedó mirando.


—Eso es lo que mi madre decía siempre. ¿Cómo lo sabías?


—¿Quién no lo sabe?


—De todas formas, quedé desolada cuando él se fue. Esperaba ansiosa el correo, aunque no entendiera del todo lo lejos que estaba, o por qué estaba allí. Pero nunca olvidaré aquel día, dos años más tarde, cuando recibieron un telegrama diciendo que había desaparecido —dijo con un escalofrío—. Nos pusimos tan contentos cuando nos enteramos que lo encontraron con vida… No nos importaba nada más. Incluso cuando volvió a casa en una silla de ruedas. Estaba vivo. Eso era lo único que importaba.


—Pero Andres no pensaba lo mismo.


—Cierto. Odiaba estar en aquella silla. Siempre había sido muy activo. Intentaba no demostrarlo, especialmente ante mamá y papá, pero…


—Pero no ante ti.


—Necesitaba alguien con quien hablar y yo estaba allí. Mi padre se pasaba el día trabajando y mamá tuvo que ponerse a trabajar en el pueblo también, porque las facturas eran muy elevadas y el gobierno no les pagaba todo lo que ellos querían que tuviese. Andres sabía que era por él y se sentía muy mal. Yo tenía sólo diez años cuando él volvió a casa, pero me acuerdo que cada vez temía más por él. Tenía miedo de dejarlo solo, de que no fuera a estar allí cuando yo volviera. Entonces no me daba cuenta, pero creo que adivinaba lo que estaba pensando.


—¿Sobre el suicidio?


—El doctor Swan intentó que buscara ayuda, pero él no quería. Sólo se deprimía más y más. Se quedaba sentado sin hacer nada durante horas, en la habitación en la que tú duermes ahora. Un día lo encontré con una de las pistolas de papá. Estaba mirándola, tocándola, pero me asustó tanto que corrí y se la quité. Estaba cargada y podía haberse disparado y creo que eso lo asustó porque podía haberme herido. No volvió a hacerlo. Luego, cuando yo tenía unos trece años, cambió. Se le ocurrió la idea de un lugar, un lugar para chicos que no habían recibido la atención que necesitaban porque no estaban heridos físicamente. Un lugar en el cual vivir, lejos del mundo que los odiaba… entonces era mucho peor que ahora para estar con otros que entendieran… hasta que pudieran volver a sobrevivir en el mundo.


—Un sueño puede hacer que un hombre recobre las ganas de vivir.


—Lo hizo. Empezó a pensar de nuevo en el futuro, en lo que quería hacer, dónde encontraría el terreno, cómo lo haría autosuficiente para que no dependiera del mundo… Siempre hablaba de lo horrible que era no tener la posibilidad de elegir. A ellos se las habían quitado cuando los reclutaron y nunca se las devolvieron.


—¿Qué pasó?


—Todo iba saliendo bien, planeando, diseñando… Pero luego, nuestros padres murieron en un accidente. Eso lo destrozó. Aguantó durante un par de años, quizá por mí. No quería dejarme sola. Pero se fue poniendo peor. Al final, el doctor Swan tuvo que internarlo en el hospital. No… no duró mucho después de eso.


Pedro sabía que había mucho detrás de aquellas palabras. Él sabía el horror que siente una niña de quince años teniendo que identificar los cuerpos de sus padres porque la silla de ruedas no podía entrar en aquel edificio. Sabía lo que tuvo que luchar para mantener la granja que fue su hogar, teniendo que trabajar porque la pensión no daba para todo, terminar el colegio, llevar la granja y cuidar de Andres, todo al mismo tiempo. Sabía lo deprisa que tuvo que crecer una chica de diecisiete años, viendo cómo su querido hermano se deterioraba ante sus ojos y le gritaba que lo ayudara a terminar con el dolor.


—Así que tú construiste este sueño para él —dijo, abrazándola y sintiendo su cansancio—. Lo construiste e hiciste que funcionara. Estaría tan orgulloso de ti, Paula.


—Eso espero… —dijo, sintiendo una repentina 
laxitud que se apoderaba de todos sus sentidos. 


Él cambió el tono de su voz, como si fuera una niñera, sintiendo cómo ella se quedaba dormida poco a poco.


—Lo estaría. Como todos nosotros, cariño. Has hecho todo el trabajo y ya es hora de que te detengas y te des cuenta de que eres una mujer y una mujer muy hermosa. No vuelvas a pensar que eres una niña que parece un chico, Pau.
"Sí, Andres".


A través de un borroso sueño, Paual oyó la voz de su hermano. Quería preguntar, pero no le 
quedaban fuerzas, sólo para algunas palabras.


—¿De verdad estás orgulloso de mí, Andres?


—Muy orgulloso, pequeña Pau —dijo la voz que amaba y recordaba tan bien.


El viejo apodo, tan familiar, qué sólo su hermano utilizaba, resonó dulcemente en sus oídos. Y con un suspiro de contento, se durmió en un sueño tranquilo y profundo.


Pedro la abrazó durante mucho tiempo, escuchando su respiración pausada mientras estudiaba sus bien delineados rasgos: la nariz respingada llena de pecas, la delicada línea de la mandíbula, las espesas pestañas. Ella lo estaba afectando de una manera desconocida.


La abrazó hasta que se dio cuenta, con un ligero sobresalto, de que lo hacía más por él mismo que por ella. Y entonces fue consciente del calor de sus pechos que llegaba hasta él a través de la camiseta con la que ella dormía. Y aquella sensación que lo tenía confundido empezó a hacerse incómoda y deseaba hacer algo para que desapareciera. Haciendo que deseara tocarla, acariciarla…


Sorprendido, se deslizó fuera de la cama, arropándola. Su mente no entendía. ¿Qué demonios era todo aquello? No estaba previsto. 


Nunca le ocurrió antes. Instintivamente se llevó las manos a las placas del cuello. Nada. ¿Qué pasaba? ¿Lo habían dejado solo?


Y cuando estaba a punto de lanzar un mensaje para despertarlos a todos, si es que estaban durmiendo, se detuvo. No estaba seguro de lo que quería preguntar, o si quería hacerlo. Ni siquiera sabía si quería saber la respuesta. Soltó las placas y se quedó allí de pie mucho tiempo, mirando a la delgada figura que dormía acurrucada en la enorme cama.


Sólo el sonido de la puerta trasera abriéndose y los pasos de Cougar que volvía de su ronda nocturna, lo sacaron de su ensimismamiento.


—Cuídala —susurró al animal mientras salía de la habitación.


Y aunque había conseguido que Paula encontrara el sueño profundo que tanto necesitaba, él era incapaz de dormir y pasó despierto la mayor parte de la noche.




UN ÁNGEL: CAPITULO 10




Algo extraño estaba pasando. Pedro nunca se sintió así, se suponía que era ella la que tenía que sentir el calor y el apoyo de su protección, pero también sentía un extraño calor donde el cuerpo de ella rozaba el suyo. De repente olvidó que no debía enfadarse nunca. Miró la expresión asustada de Paula, aquellos ojos verdes y estuvo tentado a tomar un atajo a través de todo aquel asunto. Quizá pudiera atrapar a quienquiera que fuese antes que el jefe se enterara. Era la primera vez desde que empezó en eso que se veía tentado a violar las estrictas y a veces inexplicables normas establecidas. 


Pero había algo en esa mujer…


—Si quieres marcharte —dijo ella con un suspiro—, lo comprendo. Sé que no contabas con esta clase de problemas.


Él se dio cuenta de que había mal interpretado su silencio y la intensidad de su mirada.


—¿Por una amenaza anónima? No vas a deshacerte de mí con tanta facilidad.


—No es sólo eso… Han pasado algunas cosas más. Tonterías, en su mayor parte… Un día tiraron la valla, otro cortaron la línea del teléfono… cosas así.


—¿En su mayor parte?


—Una noche alguien estuvo merodeando, hace tres semanas.


Tres semanas, pensó Pedro y eso era más o menos cuando llegó Ricardo. ¿Coincidencia?


—¿Lo viste?


—No… fue por Cricket. Lo oí relinchar, de una forma que sólo lo hace cuando está preparado para luchar. Sabía que tenía que haber algo allá fuera, pero antes de que pudiera salir, oí que la valla se rompía y Cricket escapó.


—¿Saliste sola?


—Estaban intentando hacer daño a mi caballo. Además, Cougar estaba conmigo. Lo persiguió, pero tenía un camión en la carretera y se fue antes que el perro lo atrapara. Lo hubiera perseguido, pero tenía que encontrar a Cricket antes de que se hiciera daño. Más tarde encontré las piedras que le había tirado al caballo.


—¿Dónde estaban los otros? ¿Por qué estabas sola?


—No estaba sola, Sara estaba conmigo en la casa. Kevin y ella tienen una habitación en la barraca, pero no le gusta estar sola cuando los chicos se van.


—¿Se van?


—A las colinas. Es algo que se le ocurrió a Aaron. Un tipo de terapia. Cuando Aaron decidió quedarse aquí y ayudarme, fue a la universidad. Se licenció en psicología. Bueno, se van a las colinas. Acampan en cualquier sitio y cada día duermen en un lugar diferente. Es como una simulación de las situaciones que vivieron en Irak. Aaron dice que les cuesta menos hablar así.


—¿Y te dejan sola?


—Estoy perfectamente segura… Bueno, aquella vez no. Pero no ha vuelto.


—¿Hasta esta noche?


—Puede que no sea la misma persona. Hay mucha gente que no nos quiere aquí. Además, pensé que alguien que se estimula con el teléfono, no se atrevería a aparecer en persona.


—Pues a mí me parece justo el tipo de persona que le tiraría piedras a mi caballo.


—No… no se me había ocurrido.


—¿Se lo contaste a alguien, cuando volvieron? —preguntó. Ella bajó la vista—. Lo suponía. ¿Le has dicho a alguien lo de las llamadas?


—No, pensé que podría preocuparlos…


—Claro que se preocuparían. Porque te quieren. Pero deberías habérselo dicho, Paula.


—Ya tienen bastantes cosas en que pensar, intentando recuperarse.


—Así que tú llevas la carga sola.


—Algunos de ellos han pasado años en la calle antes de llegar aquí, Pedro. Tuvieron que pasar por muchas cosas parecidas. Vinieron aquí buscando paz y una oportunidad de curarse. Necesitan esa oportunidad.


Él la abrazó con fuerza, transmitiéndole tanta serenidad y seguridad como pudo. Nunca antes había tenido que concentrarse tanto, porque nunca percibió aquella sensación extraña tampoco.


—Eres una mujer sorprendente, Paula Chaves. Tienes razón, necesitan esa oportunidad. Se la merecen. Pero piensa un poco en esto: quizá, sólo quizá, puedan necesitar sentirse más útiles.


Ella se quedó helada. Él casi podía leer sus pensamientos, considerando aquella idea.


—No puedes protegerlos del mundo, Paula. Son adultos, no niños.


—Tienes razón. Y eso es lo que he estado haciendo ¿verdad?


—Sólo intentabas ayudarlos.


—Pero los estaba tratando de una forma en que yo odio que me traten. Como un niño. Aunque en este momento, es como me siento exactamente. Quizá tienen razón. Quizá soy sólo una pequeña tonta…


—No hay nadie aquí que te vea como una "pequeña tonta". Aaron ha estado aquí desde el principio y Marcos, casi. Tú sólo tenías dieciocho años entonces, Paula. Es natural que todavía te sigan viendo así. Y los demás han seguido la costumbre y te ven como la hermana pequeña de Andres.


—Sí, supongo que sí.


No se le ocurrió preguntarse cómo ese hombre podía estar tan bien informado, cuando aquellos hombres eran los menos comunicativos del mundo. Ahora, habían aceptado y quizá hablaban más con él.


—Y no se te olvide otra cosa. Una de las razones por la que te ven a ti tan joven, es porque ellos se ven a sí mismos muy viejos.


—No se me había ocurrido. Debo haberme acostumbrado a ser la hermanita pequeña de todo el mundo. O el hermanito pequeño, da lo mismo. Al menos ellos parecen pensar eso de vez en cuando.


—Ningún hombre con ojos en la cara pensaría eso, Paula. Puede que te vistas como un chico, pero el interior es muy femenino. Hermosamente femenino.



UN ÁNGEL: CAPITULO 9




Pedro se despertó de golpe y se sentó en la cama. Sentía oleadas de miedo, mezcladas con un poco de ira. Dejó que sus sentidos se afinaran, como un lobo que olfatea la brisa y enseguida lo supo:
Paula.


Salió de la cama y se puso de pie, como en cámara lenta. Tomó los vaqueros, se los puso y salió corriendo descalzo por el pasillo hacia la habitación de ella, en la que nunca había entrado antes.


Estaba sentada en la enorme cama con dosel, con la mano aferrada con fuerza al teléfono. 


Temblaba y mirada al aparato como si se hubiera equivocado y hubiera asido una serpiente que no soltaba por temor a que la mordiera.


—Paula…


En un momento cruzó la habitación. Se sentó al borde de la cama y le quitó el auricular de las manos. Luego encendió la luz de la mesita de noche.


—Creí… que esto ya había terminado.


Le temblaba la voz y estaba tiritando. Él sintió una extraña tensión al verla en la enorme cama, una reacción que no entendió en absoluto. 


Intentó olvidarlo, tenía que concentrarse en el terror que la hacía temblar.


—¿Qué, Paula? ¿Qué pensaste que había terminado?


—Pensé que ya se había acabado. No llamaba desde hacía varias semanas.


—¿Quién?


—No lo sé. Disimula la voz.


—Paula, ¿qué te dice? ¿Era una llamada obscena?


Él ya sabía cuál era el problema; una llamada obscena podría enfadarla, pero nunca causarle aquel terror que él advirtió al despertarse. Paula Chaves era muy dura, tenía que ser algo más.


—¿Obscena? En parte, me imagino. Cuando habla de… lo que se imagina que hago aquí, con siete hombres.


Pedro tomó las placas de oro de la cadena. 


Nada. O no lo sabían, o lo habían dejado solo. 


Le asió las manos.


En cuanto la tocó, sintió el horror de todo aquello y enfureció. Todo estaba allí, las groseras insinuaciones, las cosas lujuriosas que imaginaba susurradas con una voz ávida, incluso ansiosa… "¿Todos a la vez, o lo haces de uno en uno, ramera?"


Sus manos temblaban y él las apretó con más fuerza. El terror estaba allí, las amenazas y entonces supo por qué estaba tan asustada.


—Hay algo más, ¿verdad? ¿Te amenazó?


—Lo siento, Pedro. Este no es asunto tuyo.


—Quiero que lo sea. Esta no es la primera vez que te llama, ¿verdad?


Ella desvió la mirada. Pensó que era muy extraño cómo podía sentir sus ojos. Levantó la cara para mirarlo, porque parecía que no tenía elección.


—Confía en mí, Paula. Quiero ayudarte. ¿Es siempre la misma voz?


Ella dijo que sí con la cabeza.


—¿Pero esta vez ha sido diferente?


—Sí. Antes eran sólo… las obscenidades. Y decía que lamentaba mucho que no cerrara el refugio. Claro que no lo llamaba así. Tiene su propio nombre para nosotros. Especialmente para mí. Es… horrible, vicioso. Tanto odio… Esta vez… Esta vez dijo que alguien iba a resultar herido.


Vio que volvía a temblar con violencia y se dio cuenta de que iba a necesitar todas sus fuerzas. 


Se apoyó contra uno de los postes de la cama y la atrajo contra sí, abrazándola para relajarla. 


Ella no se resistió.