miércoles, 23 de noviembre de 2016

UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 17





Paula puso la mano en el picaporte del cuarto de baño. Que se acostaran juntos o dejasen de hacerlo no iba a afectar al progreso de su relación. De hecho, estaba empezando a creer que era todo lo contrario; la abstinencia hacía que no pudiera pensar en otra cosa. Era como dejar el chocolate, en
cuanto no podías comerlo no dejabas de pensar en él.


Paula abrió la puerta antes de que pudiese cambiar de opinión.


Pedro estaba en la ducha, con los ojos cerrados, el agua cayendo sobre sus anchos hombros, su plano abdomen y…


Paula levantó rápidamente la mirada, pero eso no ayudó mucho porque se encontró mirando la perfecta simetría de su rostro y la sensual línea de su boca.


Dejando caer al suelo el albornoz, entró en la ducha y se abrazó a su cintura.


—Me preguntaba cuánto tiempo ibas a estar mirándome.


—Tenías los ojos cerrados. ¿Cómo sabías que estaba en la puerta?


—Puedo sentirte —Pedro abrió los ojos—. Además, he oído que abrías la puerta. Y, a menos que mi ama de llaves hubiera decidido espiarme mientras estoy en la ducha, tenías que ser tú.


Paula estaba segura de que todas las empleadas de la casa querrían verlo desnudo, pero intentó no pensar en ello.


—No decías de broma lo de la ducha fría —protestó, tiritando—. Está helada.


Puedes tomártelo como un halago.


Temblando y con piel de gallina, Paula soltó una carcajada.


¿Tan insoportable es?


La respuesta de Pedro fue guiar su mano hacia la evidencia de su deseo.


—Ten en cuenta que me estoy dando una ducha helada.


Paula cerró la mano y lo oyó contener el aliento.


Yo diría que el agua fría no sirve de mucho. Tal vez deberíamos probar otra cosa —cerrando el grifo con la mano libre, se puso de rodillas sobre el suelo de la ducha y lo tomó en su boca.


No necesitaba entender griego para saber que él se había quedado sorprendido; una sorpresa que se convirtió en un gemido de placer cuando acarició el aterciopelado miembro con la boca.


—Paula… —dijo con voz ronca tirando de ella—. Nunca habías hecho eso antes.


Las cosas cambian.


Cuando su hambrienta boca buscó la suya en un beso apasionado, Paula sintió un escalofrío.


Le gustaría decirle lo que estaba sintiendo en ese momento, pero no era capaz de formar una frase coherente.


Pedro la apretó contra la pared de la ducha y metió una mano entre sus piernas. Estaba intentando respirar y decir su nombre al mismo tiempo cuando sintió que deslizaba los dedos dentro de ella.


Encendida, cada centímetro de su cuerpo ardiendo, intentó decirle que debería volver a abrir el grifo del agua fría, pero Pedro estaba devorándola.


Quería decirle también que era increíble, pero antes de que pudiese apartarse él la tomó en brazos para llevarla a la habitación.


—Estoy mojada —protestó Paula.


—Lo sé, agapi mu —Pedro sonrió mientras la dejaba sobre la cama.


Paula intentó incorporarse, avergonzada porque estaban a plena luz del día, pero él sujetó sus muñecas con una mano y usó la otra para hacer exactamente lo que quería.


Con cada caricia, cada íntimo roce de su lengua, la llevaba más cerca del orgasmo. Paula se movía, intentando aliviar la quemazón que sentía en la pelvis, pero Pedro sujetó sus caderas con las dos manos, sometiéndola a una sensual tortura.


Su lengua era húmeda e inteligente, sus dedos expertos… y el orgasmo la golpeó con fuerza mientras gritaba su nombre, clavando las uñas en sus hombros.


Mientras seguía temblando, Pedro entró en ella con una poderosa embestida que los unió completamente. Paula gritó su nombre de nuevo, las sensaciones tan abrumadoras que le impedían respirar.


Agarrando su trasero con las dos manos, Pedro empujaba con fuerza, el sensual movimiento de sus caderas creando un placer casi insoportable.


Paua le rodeó con los brazos el cuello y, cuando él levantó la cabeza para mirarla a los ojos, la conexión se convirtió en algo tan íntimo que sintió que algo se rompía dentro de ella.


La explosión final se los llevó a los dos juntos, dejándolos temblando y con el corazón acelerado.


Sin aliento, atónita, lo oyó jadear durante unos segundos hasta que pudo recuperar el aliento.


Dime que no he sido demasiado bruto —murmuró, apartando el pelo de su cara.


Paula sólo pudo negar con la cabeza.


Eres perfecta —Pedro sonrió, satisfecho, mientras se tumbaba de espaldas, llevándola con él—. He intentado tener cuidado, pero eres mucho más pequeña que yo.


—Ha sido… Increíble. Tú has sido increíble, especialmente a la luz del día.


Paula sintió que le ardían las mejillas al recordar su íntima exploración.


—No me has dejado alternativa.


Después de lo que ha pasado en la ducha, erota mou, me parecía una pérdida de tiempo fingir que eras una tímida virgen —dijo él, con un brillo burlón en los ojos.


—A lo mejor necesitamos practicar más —Paula deslizó una mano entre los dos, encantada con las diferencias entre ellos. Su piel era pálida en contraste con la bronceada de él, suave mientras él era duro, femenina contra masculino.


—Sigue haciendo eso y no nos levantaremos de la cama en todo el día —Pedro sonrió, tirando de ella para colocarla encima.


—¿Qué haces?


—Me gusta la vista desde aquí.


Paula decidió tomar la iniciativa y, sujetando el miembro con la mano, lo deslizó en su interior.


Sintió una punzada de satisfacción al ver que sus ojos se oscurecían y, moviendo las caderas, esta vez fue ella quien sujetó las manos de Pedro sobre su cabeza.


Experimentaba una sensación de poder al tenerlo así, aunque sabía que podría haberse soltado cuando quisiera.


Inclinándose hacia delante, pasó la lengua por sus labios, sonriendo al verlo jadear.


—Theé mou, eres increíble —musitó él, levantando un poco las caderas para aumentar el ritmo.


El pelo de Paula cayó hacia delante formando una cortina mientras sus cuerpos se movían al mismo ritmo.


La última embestida se convirtió en una explosión de sensaciones. La intensidad del orgasmo hizo que cayese sobre su pecho, murmurando su nombre mientras caían juntos al abismo.


—¿Por qué cuatro hijos? —Pedro le colocó bien el sombrero sobre la cabeza para proteger su piel del sol.


—No lo sé, me pareció un bonito número. Yo fui hija única y siempre pensé que mi infancia habría sido más fácil si hubiera tenido hermanos. O hermanas, para intercambiarnos la ropa y pintarnos las uñas. ¿Y tú?


—Yo nunca he sentido la necesidad de pintarme las uñas.


Paula sonrió mientras se ponía crema solar en las piernas.


Qué alivio.


—¿Quieres que te ponga crema en la espalda?


No —Paula siguió extendiendo la crema por sus piernas—. La última vez que hiciste eso acabamos en la cama.


¿Y eso es un problema?


—No, pero también me gusta hablar contigo.


—Puedo hablar y hacerte el amor al mismo tiempo. Paula lanzó sobre él una mirada de advertencia. 


—Intenta estar unos minutos sin pensar en sexo. Inténtalo de verdad.


Si vas a pavonearte por ahí con ese bikini minúsculo, me temo que va a ser imposible.


—Tú me has regalado este bikini. Pero no creo que pueda ponérmelo durante mucho tiempo — Paula lo miró entonces, preguntándose si la referencia al embarazo enfriaría el ambiente.


Pedro sacó el móvil del bolsillo de la camisa.


—Perdona, tengo que hacer una llamada.


Con el móvil en la mano, se dirigió al otro lado de la terraza y Paula dejó escapar un suspiro.


Aparentemente, mencionar el embarazo sí enfriaba el ambiente.


Después de diez días haciendo el amor casi continuamente, aún no podía relajarse. El sexo y los generosos regalos no eran suficiente y su ansiedad tenía fundamento. Pedro había dejado claro que no quería tener hijos y, aunque ahora entendiese el porqué, sabía que convertirse en padre no era lo que él quería.


Y una persona no cambiaba de un día para otro.


Ella había crecido viendo a su madre intentar convertir a su padre en un hombre familiar… y no había funcionado.


¿Estaba Pedro utilizando esa llamada para escapar de un tema del que le resultaba difícil hablar? ¿Significaba eso que seguía teniendo problemas para aceptar la situación?


Lo miró mientras paseaba por la terraza, su amante mediterráneo convirtiéndose en implacable hombre de negocios mientras ella razonaba consigo misma.


Pero estaba allí, ¿no? Eso tenía que contar. Mucho, además. Por supuesto, no iba a acostumbrarse a la idea de un día para otro, pero estaba intentándolo.


Paula miró el precioso jardín que llegaba hasta la playa. Las flores atraían a los pájaros y a las abejas y los únicos sonidos eran el alegre canto de las cigarras y el sonido de las olas al fondo.


Era un paraíso.


Un paraíso con una nube en el horizonte.


Pedro cortó la comunicación y se volvió hacia ella con cara de enfado.


—¿Qué haces tú cuando tus alumnos se pelean?


—Los separo —contestó Paula, sorprendida.


—¿Los separas?


—No dejo que se sienten juntos porque entonces ponen toda su energía en pegarse en lugar de escucharme.


Pedro marcó un número y, en griego, dio una serie de instrucciones. O algo que parecían instrucciones.


Paula esperó pacientemente hasta que terminó de hablar.


—¿Qué ha pasado?


Dos de mis ejecutivos son incapaces de trabajar juntos sin pelearse —Pedro se acercó a la mesa para servir dos vasos de limonada—. No quiero despedirlos porque son muy buenos y he estado intentando que aprendan a trabajar juntos, pero no se me había ocurrido separarlos. Es muy buena idea. 


Ella sonrió, ridículamente halagada y aliviada al saber que había hecho la llamada por una cuestión de trabajo, no por la conversación sobre el niño.


¿Vas a separarlos?


—Sí, los pondré en departamentos diferentes. Creo que deberías trabajar en mi empresa, podrías solucionar los problemas de recursos humanos que me vuelven loco.


Venga ya…


—No, en serio. Eres muy lista —Pedro le dio un vaso de limonada.


Sólo soy una profesora de primaria.


Y por eso serías la más indicada para lidiar con algunos de los miembros de mi consejo de administración —bromeó él, mirando su reloj—. Ve a ponerte algo menos provocativo. Vamos a comer fuera.


—¿Fuera?


—Si quieres que hablemos, lo mejor será que vayamos a algún sitio lleno de gente.


La llevó a Corfú y, de la mano, pasearon por la vieja fortaleza, mezclándose con los turistas.


¿Siempre quisiste ser profesora?


Cuando era pequeña solía colocar mis juguetes en fila para darles clase —respondió Paula, mientras buscaba algo en su bolso—. No puede ser, he perdido las gafas de sol y mi nuevo iPod. Sé que los guardé en el bolso, pero…


—Llevas las gafas de sol sobre la cabeza y yo tengo tu iPod —divertido, Pedro lo sacó de su bolsillo—. Te lo habías dejado en la cocina.


—¿En la cocina? Qué raro.


Estaba en la nevera.


—Ah, debí dejarlo allí cuando me estaba sirviendo un vaso de leche.


—Sí, eso suena perfectamente lógico —replicó él, burlón—. Cuando pierdo algo, el primer sitio en el que miro es la nevera.


Tú nunca pierdes nada porque eres exageradamente ordenado. .Deberías relajarte un poco. Y no te metas conmigo, estoy muy cansada.


¿Quieres que llamemos al médico?


—No, no, estoy bien. Sólo un poco cansada. Estoy embarazada, no enferma, sólo necesito dormir un rato.


Y tenía que dejar de pensar que un día Pedro no estaría a su lado cuando despertase.


—Pobrecita.


Y no ayuda nada que seas insaciable.


Creo recordar que has sido tú quien me ha despertado a las cinco de la mañana


Paula sintió que le ardían las mejillas cuando dos mujeres volvieron la cabeza.


¿Te importaría bajar la voz?


—No deberían escuchar conversaciones privadas.


Pero Paula sabía que las mujeres miraban a Alekos fueran donde fueran. Incómoda, decidió cambiar de conversación.


Seguro que eras un niño muy aplicado.


—No, me aburría mucho en clase.


Ah, pobres de tus profesores entonces. No me habría gustado ser profesora tuya.


Pedro se detuvo para abrazarla, apartando el pelo de su cara.


—Pero estás enseñándome muchas cosas. Todo el tiempo —dijo con voz ronca—. Cada día aprendo algo nuevo contigo.


—¿Ah, sí? ¿Qué, por ejemplo?


—A ser más paciente, a resolver los problemas de manera no violenta. A encontrar un iPod en la nevera…


—Ja, ja, muy gracioso. Pero tú también me enseñas cosas a mí.


—Tal vez no deberías decir en voz alta lo que te enseño, estamos en un sitio público. Para eso hemos venido aquí, ¿no?


—No me refería a eso, tonto.


Riendo, Pedro le dio un beso antes de llevarla por una calle estrecha hasta un restaurante en el que lo recibieron como a un héroe.


Mi abuela solía traerme aquí porque hacen comida tradicional de la isla. Te gustará, ya verás.


Querías mucho a tu abuela, ¿verdad? —Paula tocó el anillo—. Ahora me siento culpable por haber estado a punto de venderlo. No sabía que hubiera sido de tu abuela y tampoco que fuera tan valioso. Casi me da un infarto cuando vi la puja de cuatro millones de dólares. 


Pero no tanto como cuando me viste en la puerta del colegio.


—Eso es verdad —Paula querría preguntarle si había pensado dárselo a Mariana, pero decidió que su frágil relación no necesitaba cargas de profundidad—. Fue una sorpresa.


—¿Por qué decidiste ser profesora en Little Molting? Podrías haber dado clases en Londres o en cualquier otra ciudad.


Ella observó, sorprendida, que media docena de camareros se acercaban con bandejas.


—¿Cuándo hemos pedido? ¿O es que has leído mis pensamientos?


—No, aquí siempre ofrecen la especialidad del día. Si quieres auténtica comida griega, éste es el sitio perfecto. Pero no has respondido a mi pregunta.


¿Sobre Little Molting? Quería vivir en un sitio pequeño, donde no me conociese nadie.


Pedro, que estaba sirviéndole dolmades, se quedó parado un momento.


¿Por qué?


—La atención de los periodistas era insoportable cuando la boda se canceló. No me dejaban en paz. Por ti, claro, en realidad yo les daba lo mismo. ¿Te puedes imaginar lo que dirían sobre mí en una de esas revistas de cotilleos?: «Paula nos ha invitado a visitar su precioso hogar. Y aquí estamos, en la cocina, donde pueden ver que… oh, cielos, ha olvidado tirar la basura» —al darse cuenta de que él no había dicho una palabra, Paula levantó la mirada—. ¿Qué? ¿Hablo demasiado?


No, no, en absoluto. El médico me dijo que la prensa te había perseguido el día de la boda.


Sí, bueno, que no aparecieras debió ser una fiesta para ellos. Por razones que no puedo entender, algunas personas disfrutan con las miserias de otros. La gente a veces es decepcionante, ¿no crees?


Theé mou, siento muchísimo lo que te hice pasar —se disculpó Pedro, tomando su mano—. La verdad es que no pensé en ello.


Porque tú vives detrás de unos muros muy altos y tienes unos hombres de seguridad que parecen el increíble Hulk —Paula miró su mano, preguntándose si se daría cuenta de que seguía llevando el anillo en la mano derecha. Tal vez se le había olvidado, los hombres eran desastrosos con esas
cosas.


—¿Eres diestro o zurdo?


—Diestro, ¿por qué?


«Porque estoy intentando que te des cuenta de algo», pensó ella, sabiendo que la sutileza no era lo suyo.


—Yo también soy diestra —le dijo, moviendo los dedos.


—Tú eres diestra —repitió Pedro, un poco sorprendido—. Bueno, supongo que siempre está bien saber esas cosas. Pero de verdad lamento mucho lo que pasó ese día.


También ella lamentaba que no se diera cuenta de que llevaba el anillo en la mano derecha.


Lo pasé muy mal, fue muy humillante. Y estaba furiosa contigo.


¿Furiosa? Entendería que hubieras querido matarme.


—Sí, bueno, eso también. Me sentía como una idiota por haber pensado que alguien como tú estaría interesado en mí.


Y tal vez seguía siendo una idiota, tal vez era absurdo pensar que aquello podría salir bien.


—¿Por qué?


—En el mundo real, los multimillonarios no suelen salir con estudiantes sin dinero.


—Pues deberían. Serían más felices.


Le gustaría preguntarle si era feliz o qué sentía por el niño ahora que habían pasado unas semanas, pero tocar ese tema era como manejar un delicado jarrón de la dinastía Ming, le daba pánico que acabase en pedazos.


—Nuestra relación era demasiado intensa —murmuró—. Apenas dejábamos de besarnos un momento, así que era imposible mantener una conversación. Ninguno de los dos pensaba en el futuro… es lógico que te asustases al leer ese artículo en la revista.


Pedro respiró profundamente.


—No tienes que buscar excusas. Lo que hice estuvo mal.


Ya, pero ahora lo entiendo un poco mejor. Tal vez si la revista no hubiera salido ese día estaríamos casados. ¿Quién sabe? Que saliera precisamente el día de la boda fue mala suerte.


—Lo que hice es imperdonable.


—Fue horrible, sí, pero no imperdonable. Ahora entiendo que los dos nos lanzamos de cabeza sin pensar, sin conocernos.


Él la miró, perplejo.


Eres la persona más generosa que he conocido nunca.


No tanto. Viviana podría contarte las cosas que he dicho de ti —Paula miró su plato—. ¿Me perdonas por vender el anillo?


—Sí —respondió Pedro, sin vacilación—. Yo te empujé a hacerlo.


Pero si era una herencia familiar, ¿por qué me lo regalaste?


—Porque quería hacerlo.


—Yo no sabía que fuese tan valioso. Cuatro millones de dólares… es una barbaridad. 


Vale mucho más que eso —dijo él—. Prueba el cordero. Lo hacen con hierbas y está delicioso.


—¿Más de cuatro millones de dólares? —exclamó Paula, atónita.


—El anillo ha ido pasando de generación en generación en la familia de mi padre. Mi tatarabuelo lo recibió como recompensa por salvar la vida de una princesa hindú. O eso dice la leyenda — Pedro sonrió—. Sospecho que la piedra tiene un origen mucho menos romántico, pero nunca lo he
investigado.


—Mejor, no quiero saber su valor real —dijo Paula—. En cuanto salgamos de aquí, te lo devolveré. No quiero llevar algo tan caro. Me lo dejaría en la nevera o algo así… ya sabes que soy un desastre.


—Está perfectamente a salvo en tu dedo —replicó Pedro, divertido.


Pero Kelly no podía seguir fingiendo que no le importaba llevarlo en la mano derecha.


Se llevaban bien, hacían el amor sin parar, pero Pedro no había hablado del futuro. No había mencionado el matrimonio.


No había dicho «te quiero».


Y tampoco ella porque le daba miedo esperar demasiado o decir algo que él no quisiera escuchar. Por las noches, en la cama, tenía que hacer un esfuerzo para contenerse, temiendo que las palabras salieran de su boca sin que se diera cuenta.


Paula dejó el tenedor a un lado y tomó un sorbo de agua.


Aún era pronto, se dijo a sí misma. Además, estaban construyendo una nueva relación. Una mejor, más profunda y duradera.


Tenía que darle tiempo.


Pero pensar eso no aliviaba el pellizco que sentía en el estómago.