martes, 19 de enero de 2016

DESTINO: EPILOGO




Pedro se llevó un susto cuando vio que Paula se había subido a una escalera para poner otro de los globos de colores que llenaban el jardín.


–¿Se puede saber qué estás haciendo ahí?


–Oh, no te preocupes tanto… Me subía a escaleras mucho antes de que tú llegaras a mi casa.


–Pero entonces no estabas embarazada de seis meses – alegó.


–Bueno, no voy a negar que he ganado un poco de peso – dijo ella, llevándose una mano al estómago–. ¿Qué te parece la decoración?


–Muy bonita. ¿Quién ha llenado los globos?


–Lisa. Está llenando tantos que los labios se le han puesto azules –contestó–. Pero ¿dónde te habías metido?


–He ido a hablar con el novio nuevo de Tamara. Para ser un chico de diecinueve años y llevar el pelo más largo que ella, es bastante maduro. Si siguen así, dejaré que vivan juntos dentro de cinco o diez años –bromeó.


–¿Sabes si Joaquin ha llegado ya?


–Sí, está con Pablo, montando la nueva casa de muñecas de Melisa. Ha cambiado el diseño original. Tobias se ha quedado tan impresionado con él que lo quiere convencer para que estudie arquitectura.


–A todo esto, ¿dónde está Melisa?


–Está jugando con Tomas. Pero, ahora que la mencionas, tengo una sorpresa para ti.


–¿Para mí? Será para ella… A fin de cuentas, es su cumpleaños.


Pedro sonrió y le dio un sobre de aspecto oficial. Paula se emocionó tanto que no fue capaz de abrirlo.


–No me digas que…


–En efecto. Nos han concedido la custodia de Melisa.


–Oh, Dios mío… –Paula se arrojó a sus brazos y, justo entonces, el bebé pegó una patadita.


–Tiene mucha fuerza –comentó Pedro–. Será un gran jugador de fútbol.


–No. Será un gran bailarín.


–¿Por qué estáis discutiendo? –preguntó Melisa desde la puerta de la casa.


–No estamos discutiendo. Solo estamos charlando… 


–¿Y cuándo va a empezar mi fiesta?


–Enseguida, cariño –dijo Pedro–. Pero no te olvides de pedir un deseo cuando soples las velas de la tarta… 


–No lo olvidaré. El año pasado pedí uno.


–¿Ah, sí? ¿Y qué pediste?


–Pedí un papá y una mamá –contestó la niña.


Paula pasó un brazo alrededor de la cintura de Pedro.


–Pues lo has conseguido. Y te quieren con locura.


La niña se limitó a mirarlos con impaciencia.


–¿Ya puedo abrir mis regalos?


–Por supuesto que sí –dijo él.


Mientras la niña se alejaba a toda prisa, Paula miró a Pedro con ojos brillantes y dijo:
–No sé qué habrá en los paquetes que Melisa está a punto de abrir, pero sospecho que no es nada en comparación con el regalo que tú y yo nos hemos concedido.


–Eso es verdad –Pedro se inclinó para besarla–. Porque nuestro regalo durará toda una vida.







DESTINO: CAPITULO 32



Pedro se apoyó en un codo y admiró a la mujer que estaba tumbada a su lado. Estaba preciosa. Su piel era suave como el marfil; sus labios, terriblemente tentadores y sus senos, una provocación permanente. La deseaba tanto que casi le dolía.


–¿Te he dicho ya que te amo, Pau?


–Creo que sí…


–Entonces, ¿te casarás conmigo?


Paula sonrió de oreja a oreja.


–Sí, Pedro. Me casaré contigo.


–Ya era hora –dijo con humor–. Me empezaba a quedar sin argumentos…


–¿Tú? ¿Sin argumentos? Lo dudo mucho.


–Pues dúdalo tanto como quieras, pero ahora tenemos un problema –dijo–. Los chicos.


–Oh, Dios mío, no me digas que han llegado…


–No, pero llegarán en cualquier momento y es mejor que no nos encuentren en la cama.


Paula se levantó y se empezó a vestir.


–Bien pensado –dijo–. Me voy a dar una ducha.


Pedro la tomó de la mano.


–No antes de darme un beso…


Paula se dio la vuelta y le concedió su deseo.


–Anda, vete ya –continuó él–. Te veré en la cocina.


Quince minutos más tarde, estaban sentados a la mesa y a punto de empezar a comer. Entonces, oyeron el motor de la camioneta.


–Será mejor que comamos algo –dijo Pedro–. Se han tomado muchas molestias.


–¿Me estás diciendo que han preparado la cena?


–Exactamente. Se han cansado de esperar a que solventáramos nuestro problema y han tomado cartas en el asunto.


–Oh, no. Ahora tendremos que hablar con ellos y decirles que su plan ha salido bien.


Pedro la miró con humor.


–No. No hace falta que les digamos nada.


Al cabo de unos momentos, Tamara asomó la cabeza por la puerta y dijo:
–No os preocupéis por nosotros. Entraremos por la puerta principal.


–Entrad por donde queráis –dijo Paula–. La casa también es vuestra.


Tamara hizo caso omiso y preguntó a Pedro:
–¿Os gusta la cena?


–Sí, está muy buena. Pero ¿por qué no preguntas lo que te interesa de verdad?


Tamara sonrió.


–¿Ha funcionado?


–Depende de lo que entiendas por eso. Le he pedido a Paula que se case conmigo.


La puerta se abrió de golpe, y aparecieron el resto de los chicos.


–¿Y qué ha pasado? –preguntó Joaquin.


–Que he aceptado su ofrecimiento –contestó Paula.


–¡Bien! –exclamó Tamara.


–¡Fantástico!


–¿Vamos a ser una familia de verdad? –preguntó David.


–En efecto –dijo Pedro.


–Pues esto hay que celebrarlo… –dijo Joaquin.


–Excelente idea –comentó Pedro.


–Por cierto, ¿qué habéis estado haciendo hasta ahora? Apenas habéis tocado la comida –continuó el adolescente–. Y llevamos horas lejos de casa.


–¡Joaquin! –exclamó Tamara–. ¿Cómo se te ocurre preguntar eso?


Joaquin se ruborizó y dijo:
–Bueno, al menos ha salido bien…


–Sí, ha salido bien –declaró Pedro–. Mejor de lo que habría imaginado.





DESTINO: CAPITULO 31






–¿Cómo que te la van a quitar? –preguntó Pedro con horror– . ¿Qué significa eso? ¿Se la pueden llevar así como así?


–Pueden hacer lo que quieran. Melisa depende del Estado, no de mí.


–No entiendo nada. ¿No comprenden que sería traumático para ella? Solo tiene tres años, y se ha acostumbrado a nosotros… Explícaselo, Pau. Eres psicóloga. Estoy seguro de que te escucharán.


–No es tan fácil. Su madre ha renunciado a su custodia, así que han incluido a la niña en el programa de adopciones – explicó–. Una pareja se ha interesado por Melisa; y, puestos a elegir, el Estado se decantará por ellos. Son una pareja estable, y yo estoy sola.


Pedro la miró a los ojos.


–No te preocupes. No renunciaremos a ella. Presentaremos una instancia y pediremos que nos concedan a nosotros la adopción –dijo Pedro–. Siéntate, Pau… Prepararé té y hablaremos de ello.


Paula se sentó, desesperada. Él preparó té, le sirvió una taza y se acomodó a su lado.


–Bébetelo. Te sentará bien.


–No me digas que te he convertido en adicto al té…


–No, yo preferiría un buen trago de whisky. Pero eso carece de importancia en este momento. Tenemos que tomar una decisión. El tiempo apremia.


Ella sacudió la cabeza.


–No hables en plural. Agradezco tu preocupación, pero Melisa es problema mío.


–Maldita sea,Pau… ¿Crees que solo te estoy hablando en calidad de amigo? Yo adoro a esa niña. La he llevado a la cama, le he contado cuentos, le he curado las heridas que se hace y le he secado las lágrimas cuando llora. Yo también la quiero.


–¿Lo dices en serio? –preguntó con voz débil.


–Por supuesto que lo digo en serio. ¿Creías acaso lo contrario?


–No lo sé. Pensaba que no era para tanto, que solo te habías acostumbrado a nosotros.


–Paula, os quiero a todos con locura, empezando por ti. Si de mí dependiera, nos casaríamos mañana por la mañana, adoptaríamos a todos los chicos y hasta tendríamos un par más.


–Pero siempre has sido un solitario… 


Pedro sonrió.


–Sí, lo he sido, pero ya no lo soy. Mantenía las distancias con la gente porque me habían hecho daño. Sin embargo, he aprendido a confiar. He aprendido a creer en el amor. Y he aprendido que hay que esforzarse un poco cuando quieres a una persona, que no todo es magia y felicidad… Además, las dificultades sirven para que la magia y la felicidad se disfruten más.


–¿Sabes que puedes llegar a ser extraordinariamente elocuente, Pedro Alfonso?


Él le dio un beso en los labios.


–Me alegra que te hayas dado cuenta. Y, ahora que lo sabes, ¿te quieres casar conmigo? Aunque solo sea por dar una alegría a los chicos… No sé si has mirado bien, pero se han tomado muchas molestias para ofrecernos una cena romántica.


–No puedo, Pedro. No me puedo casar contigo. No ahora.


–¿Por qué no?


–Porque no sería justo.


–No digas tonterías, Pau. Te amo. Estoy enamorado de ti.


–Lo sé.


–¿Y tú? ¿También estás enamorada de mí?


Paula no fue capaz de mentir. Tenía que decirle la verdad.


–Sí, lo estoy.


–Entonces, ¿cual es el problema? Si nos casamos, conseguiríamos la custodia de Melisa.


–Sí, quizá tengas razón, pero no me quiero casar contigo por Melisa.


–¿Es que no lo comprendes? Estamos enamorados… Nada impide que formemos una familia y vivamos juntos.


–No, nada lo impide. Pero no es el momento más oportuno.


Pedro se levantó y se puso a caminar de un lado a otro, nervioso.


–Siéntate, Pedro.


–No me quiero sentar. Quiero romper cosas –declaró–. Oh, Pau… ¿Qué vamos a hacer?


–Ya se nos ocurrirá algo. Somos personas inteligentes, racionales.


–Puede que ese sea el problema, que hemos sido demasiado racionales –dijo con vehemencia–. Tenemos que hablar menos y actuar más.


–¿Qué quieres decir?


Pedro se lo demostró de la única forma posible, con un beso tan apasionado que destrozó las barreras de Paula y acabó con sus dudas. Pero, cuando vio que él tenía intención de seducirla, se asustó y dijo:
–Hay niños en la casa, Pedro


–No. Ahora, no.


–¿Dónde están entonces?


–Se han ido.


–¿Insinúas que…?


Pedro la volvió a besar.


–Exacto. Podemos hacer el amor donde quieras y como quieras.


Paula sonrió y lo besó a su vez sin miedo alguno, libre al fin de sus preocupaciones. Ahora sabía que la quería de verdad; sabía que velaría por ella, que no la abandonaría nunca y que su amor podía resistir cualquier cosa.







DESTINO: CAPITULO 30





Pedro no sabía qué hacer. Había pensado que la oferta de matrimonio serviría para convencerla de que iba en serio, pero no había conseguido nada. De hecho,Paula se mostró más asustadiza que nunca durante los días posteriores.


¿Qué podía hacer? Paula no se parecía nada a las mujeres con las que había salido hasta entonces. Con ella no valían los ramos de rosas ni los vinos caros ni las cajas de bombones de chocolate. Para empezar, porque tenía un jardín lleno de rosales; para continuar, porque el vino no le gustaba demasiado y, para terminar, porque era una fanática de la comida sana.


Eso complicaba mucho las cosas. Regalar zumo de naranja o un paquete de copos de avena no habría sido precisamente romántico. Y si la invitaba a cenar, seguramente insistiría en que los chicos los acompañaran.


Por lo visto, no tenía más opción que dar tiempo al tiempo. 


Le demostraría que no se iba a ir a ninguna parte, que su felicidad y la felicidad de los chicos eran lo más importante para él, que sus días de solitario empedernido habían terminado.


Lamentablemente, esos días no eran lo único que había terminado. El proyecto de Marathon estaba prácticamente concluido, y tendría que volver a Miami si no encontraba una buena excusa para quedarse.


Estaba pensando en la solución a su dilema cuando Tamara salió de la casa y se acercó a la hamaca donde estaba sentado.


–¿Pedro?


–Hola, Tamara… Siéntate un rato conmigo.


La chica se sentó.


–¿Qué ocurre?


–¿Me podría llevar el coche?


–Eso se lo deberías preguntar a Paula… 


–No puedo preguntárselo a ella.


–¿Por qué no? No será la primera vez que se lo pides, y nunca te lo ha negado. ¿Es que piensas ir a un sitio que no le gusta?


–No exactamente.


–Eso merece una explicación…


–Lo sé.


–Pero no se lo vas a decir.


–No –dijo, sacudiendo la cabeza.


–Entonces, tendrás que olvidarte del coche.


–¿Y tu camioneta? ¿Me la podrías prestar?


–Si no me dices para qué, no.


–¿Es que no confías en mí?


Pedro sonrió.


–Eso no es justo, jovencita.


–Claro que lo es. Si confiaras en mí, aceptarías mi palabra y me prestarías la camioneta sin hacer preguntas.


–Ese argumento sería aceptable si tuvieras veintidós años, por ejemplo. Pero solo tienes dieciocho –replicó Pedro–. ¿De qué se trata? ¿No me lo puedes decir?


–No. Lo arruinaría todo.


–¿Arruinar qué?


Ella se levantó.


–Olvídalo. Ya se me ocurrirá otra cosa.


Pedro suspiró.


–Tamara…


–¿Sí?


–Está bien, puedes usar mi camioneta.


La chica le dio un abrazo, entusiasmada.


–Gracias, Pedro. No te arrepentirás. Te prometo que tendré mucho cuidado.


–Será mejor que sea cierto, o Paula nos matará a los dos.


Tamara pasó aquella tarde por la obra, a recoger la camioneta. 


Pedro tuvo que volver a casa con el capataz, que se prestó a llevarlo. Y se quedó atónito cuando entró en la cocina.


La mesa estaba preparada para una cena. Tenía un mantel blanco, dos velas en el centro, un jarrón lleno de rosas y platos, cubiertos y vasos para dos personas. Era obvio que había sido idea de Tamara. Le había pedido la camioneta para llevarse a los chicos y dejarlo a solas con Paula. Hasta se había tomado la molestia en pedirle a Joaquin su iPod, que había conectado a un par de altavoces.


Pedro sonrió al ver la lista de música. Eran canciones románticas.


Luego, vio lo que había en el horno y en la encimera y sonrió un poco más. Tamara había preparado pollo y lo había dejado a fuego lento, lo justo para que no se enfriara. 


También había dejado arroz, un plato de verduras, dos cuencos con fresas y nata y una botella de vino blanco. No necesitaba ser muy listo para darse cuenta de que había contado con la colaboración de los demás, lo cual significaba una cosa: que los chicos los querían juntos.


Rápidamente, se duchó y se puso el único traje que se había llevado, dispuesto a tener el mejor aspecto que fuera posible. Además, Pau siempre lo había visto con vaqueros. 


Y le quería causar una buena impresión.


Cuando terminó de vestirse, regresó a la cocina, encendió las velas, puso música y, tras servirse una copa de vino, se sentó a esperar. Estaba tan nervioso como emocionado, y se llevó una pequeña decepción cuando Paula llegó a la casa y miró la mesa. 


No parecía sorprendida. 


No parecía contenta. 


Cualquiera habría dicho que le acababan de pegar un puñetazo en la boca del estómago.


Preocupado, se acercó a ella y preguntó:
–¿Te encuentras bien?


Ella no contestó.


–¿Qué ocurre, Pau? Me estás empezando a asustar.


Paula se abrazó a él y rompió a llorar al instante.


–No pasa nada, cariño –susurró él–. No pasa nada… 


–Claro que pasa –dijo entre lágrimas.


–Pues cuéntamelo. Deja que te ayude.


–Es por Melisa.


–¿Melisa? ¿Es que ha sufrido un accidente?


–No, no es eso. Es que han llamado.


–¿Llamado? ¿Quién ha llamado? –preguntó.


–Se la van a llevar, Pedro… Me la van a quitar.