A la mañana siguiente, Paula seguía pensando en Pedro. Se dijo a sí misma que lo mejor sería olvidarlo. Por lo que a ella respectaba, podía pudrirse en su miseria. Había dejado claro que no quería relacionarse ni con ella ni con nadie más. Era evidente que no era más que un egoísta amargado.
Suspiró y se acercó a la ventana. La nieve cubría ya el suelo y seguía cayendo. El cielo estaba cubierto de nubes. Antes de darse cuenta, volvía a estar pensando en él. Aquella soledad que parecía llevar como un escudo la conmovía. Quizá era porque en el fondo se identificaba con él. Ella amaba a su hija, pero una niña de cuatro años no podía ocupar el lugar de un hombre.
¿Qué sería lo que le había convertido en un ser tan duro y poco sociable? Se apartó de la ventana. No tenía sentido seguir pensando en ello.
Prepararía una comida rápida y luego empezaría a trabajar. Era domingo y había planeado pasar la tarde haciendo lámparas. Pero antes tenía que comer.
Veinte minutos después, tenía la comida casi lista. Olivia estaba sentada a la mesa coloreando el dibujo de un dinosaurio.
—Mamá —dijo—. Es difícil. ¿Quieres ayudarme?
—Ahora mismo no, cariño. Cuando termine la ensalada.
Entonces sonó el timbre de la puerta de entrada.
Paula saltó de su silla.
—Yo abro.
Sin saber por qué, Paula siguió a su hija. Cuando la niña abrió la puerta, vio a Pedro apoyado contra el pilar del porche con un oso de peluche en las manos.
—Hola, Pepe —exclamó la niña, sin apartar sus ojos del animal de peluche.
—Hola, preciosa —repuso él.
Pero no la miraba a ella. Sus ojos no se apartaban de Paula y de nuevo una corriente poderosa pareció fluir entre ellos.
—¿Puedo pasar? —preguntó, algo nervioso.
—Por supuesto —repuso la joven.
—¿Ese oso es para mí? —preguntó Olivia.
Pedro extendió la mano.
—Claro que sí.
Entraron en la sala, donde el hombre se sentó en el sofá. Ataviado con tejanos, camisa azul y botas, tenía un aspecto fantástico. Como de costumbre, llevaba el pelo revuelto, como si acabara de pasarse las manos por él.
—Mira, mamá, mira lo que me ha traído Pepe.
—Es muy bonito, cariño. ¿Cómo se dice?
Olivia se subió a las rodillas de Pedro, le pasó los brazos en torno al cuello y lo besó en la mejilla.
—Gracias.
Paula le oyó contener el aliento y pidió en su interior que el hombre no rechazara a la niña.
Aunque claramente nervioso por aquella muestra de afecto, él acarició la barbilla de Olivia y dijo:
—De nada. Cuando lo he visto en el escaparate he pensado que tenía que ser para ti.
Los ojos de la niña brillaron y Paula se dio cuenta de que estaba a punto de volver a abrazarlo, pero, antes de que pudiera hacerlo, él se puso en pie y la colocó en el suelo.
—Bueno, supongo que será mejor que me vaya.
—¿Quiere quedarse a comer? —preguntó Paula, arrepintiéndose de su pregunta en el mismo momento en que la hizo.
Olivia lo cogió de la mano.
—Vamos, Pepe. El oso y tú podéis sentaros a mi lado.
—Yo no…
—Por favor —suplicó la niña.
Paula lo miró en silencio. El hombre vaciló un momento más y luego suspiró.
—¿Seguro que no le importa? —preguntó.
—Yo le he invitado, ¿no?
Pedro sonrió de mala gana.
—Desde luego, huele muy bien.
—¿Se queda, pues?
—De acuerdo.
Entonces fue Paula la que se puso nerviosa. ¿De qué hablarían? ¿Y si no le gustaba su comida? Se dijo que debía controlarse y que no importaba en absoluto lo que él pensara, pero la realidad era que sí le importaba.
Olivia le cogió la mano y condujo a Pedro hasta la mesa. Cuando estuvieron sentados y Paula sirvió el plato de pollo con patatas, la niña miró al hombre y preguntó:
—¿Le has escrito ya a Papá Noel?
—No, no lo he hecho.
—¿Quieres ayudarme a escribir mi carta después de comer?
Pedro miró a Paula y ella sintió su mirada por todo el cuerpo. Una vez más, experimentó aquel extraño dolor que tanto procuraba ignorar.
Los labios del hombre temblaron y, aunque habló para la niña, no apartó los ojos de Paula.
—Claro, como quieras. Supongo que Papá Noel también debería tener noticias mías.
La joven sintió que una ola de calor la invadía y de repente supo, sin lugar a dudas, que todo iría bien.
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