miércoles, 17 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 26

 


–¿Cuánto tiempo se tarda en llegar al castillo?


Pau realizó la pregunta mirando hacia delante, a través del parabrisas de un lujoso coche. Ella iba sentada en el asiento del pasajero mientras que Pedro maniobraba el vehículo hacia el exterior de la casa y se dejaba llevar por el ajetreado tráfico de la mañana.


–Unos cuarenta minutos, tal vez cincuenta, dependiendo del tráfico.


La respuesta de Pedro fue igualmente tensa. Centraba su atención en la carretera, aunque, en su interior era más consciente de la presencia de Pau a su lado de lo que quería admitir.


Ella llevaba puesto un vestido veraniego de color azul claro. Mientras ella se dirigía hacia el coche por delante de él, Pedro había visto cómo la luz del sol había hecho que se le transparentaran las esbeltas piernas y la sugerente curva de los senos. En aquel momento, aún podía oler el fresco perfume que emanaba de la piel de Pau, limpio y, sin embargo, de una sutil feminidad, provocándola la automática necesidad de acercarse a ella para poder aspirar el aroma.


Sin poder evitarlo, se imaginó el cuerpo de Paula apretado contra el suyo. Lanzó una silenciosa maldición y trató de suprimir la propia reacción sexual de su cuerpo a esa imagen. Comenzó a conducir con una mano, tras bajar una de ellas, la más cercana a Paula, para que ella no pudiera notar el abultamiento de su erección. Se sintió agradecido por el hecho de que ella estuviera mirando hacia delante y no a él.


El silencio entre ellos era peligroso. Permitía que florecieran pensamientos que él no quería tener. Era mejor silenciarlos con una conversación mundana que darles rienda suelta.


Con voz neutral y distante, le dijo a Pau:

–Además de mostrarte la casa de tu padre, tengo que ocuparme de algunos asuntos antes de que regresemos a Granada.


Pau asintió.


–¿Visitó mi madre alguna vez la casa de mi padre? –le preguntó ella sin poder contenerse.


–¿Quieres decir a solas, para estar con tu padre?


–Estaban enamorados –replicó ella inmediatamente, al notar la desaprobación que se reflejaba en la voz de Pedro–. Sería natural que mi padre...


–¿Se hubiera llevado a tu madre a su casa con la intención de acostarse con ella sin pensar en absoluto en la reputación de ella? –preguntó Pedro–. Felipe jamás habría hecho algo así, pero supongo que no me debería sorprender que tú lo pensaras, dado tu propio comportamiento y tu historia amorosa.


Pau contuvo el aliento. Cuando soltó el aire, lo hizo con furia.


–Tú no sabes lo que pasó en realidad.


Pedro se volvió a mirarla con incredulidad.


–¿De verdad estás esperando que escuche esas palabras? Sé lo que vi.


–Yo tenía dieciséis años y...


–Las personas no cambian.


–Eso es cierto –afirmó Pau–. Tú eres prueba viva de ello.


–¿Qué significa eso exactamente?


–Significa que sabía entonces lo que pensabas de mí y por qué me juzgaste del modo en el que lo hiciste. Y sé que sigues pensando lo mismo de mí hoy día.


Las manos de Pedro agarraron con fuerza el volante. Ella había sabido lo que él había sentido hacia ella a pesar de todo lo que él había hecho para ocultárselo. Por supuesto que había sido así. Él había evaluado su madurez y su disposición para conocer el deseo que él sentía hacia ella, creyendo equivocadamente que sólo era una muchacha inocente.


–Bien, en ese caso –le aseguró él secamente–, sepas lo que sepas, deja que te asegure que no tengo intención de permitir que esos sentimientos afecten a lo que considero mi deber y mi responsabilidad: la de llevar a cabo los deseos de mi difunto tío con respecto a tu herencia.


–Bien –dijo Pau. Fue lo único que fue capaz de decir.


Por lo tanto, era cierto. Ella había tenido razón. Pedro había sentido una profunda antipatía hacia ella todos esos años atrás, antipatía que aún seguía experimentando. Paula ya lo había sabido, entonces, ¿por qué aquella confirmación la hacía sentirse tan... tan dolida y abandonada?


Había sabido lo que Pedro sentía hacia ella cuando fue a España. ¿O acaso había estado esperando que ocurriera un milagro? ¿Había estado esperando una especie magia de cuento de hadas que borrara la angustia que ella llevaba en su interior? ¿Dejarla libre para qué? ¿Para encontrar un hombre con el que ella pudiera ser una verdadera mujer, libre para disfrutar de su sexualidad sin la mancha de la vergüenza? ¿Por qué necesitaba que Pedro creyera en su inocencia para poder hacer algo así? Después de todo, ella sabía la verdad y eso debería ser suficiente, pero no lo era. Había algo en su interior que le decía que su dolor sólo podría curarse por... ¿Por qué? ¿Por las caricias de Pedro, que le demostraran que él la aceptaba?




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 25

 


-Paula, sé que Pedro tiene la intención de marcharse inmediatamente después del desayuno mañana por la mañana, por lo que no te entretendré más.


La duquesa y Pau estaban tomando un café después de cenar sentadas en la parte de la galería que quedaba en el exterior del comedor.


Paula se había sentido muy aliviada de saber que Pedro no iba a cenar con ellas dado que tenía un compromiso con unos amigos. Era cierto que se sentía muy cansada por las tensiones del día, por lo que le agradeció a la duquesa su consideración, se levantó y afirmó que, efectivamente, estaba más que dispuesta para marcharse a la cama.


Se había imaginado que, aunque sólo estarían las dos para cenar, la duquesa se vestiría formalmente, por lo que se había puesto su vestido negro, tras dar las gracias por haberlo metido en la maleta. Sabía que le sentaba muy bien.


Aún no era medianoche, lo que sabía que para los españoles no era demasiado tarde, pero mientras se dirigía a su dormitorio no podía dejar de bostezar. Ya en su habitación, notó que alguien le había abierto la cama tras cambiarle las sábanas, que eran de puro algodón egipcio y olían ligeramente a lavanda.


A su madre siempre le habían gustado las sábanas de buena calidad. ¿Había adquirido ese gusto mientras estaba en España?


Suspiró y se quitó el vestido. Al día siguiente, vería la casa de su padre, la casa que él le había dejado en su testamento reconociéndola por fin públicamente. Bajo la segura intimidad de la ducha, dejó que los ojos se le llenaran de lágrimas emocionadas. Habría cambiado gustosamente cien casas por el hecho de poder pasar unas valiosas semanas con su padre y poner conocerlo.


Salió de la ducha y tomó una toalla para secarse. Entonces, se dirigió al dormitorio y se dispuso a ponerse el pijama. Al ver la cama, dudó un instante. Se imaginó la frescura de las sábanas contra la piel desnuda. Un placer tan sensual... Una pequeña e íntima indulgencia...


Sonrió. Se quitó la toalla y se deslizó entre las sábanas, aspirando con avidez al hacerlo. El contacto con su piel era aún más delicioso de lo que había imaginado. Aliviaban sutilmente la tensión del día de su cuerpo. Aquella noche dormiría bien y ese descanso la fortalecería para enfrentarse al día siguiente... y a Pedro.


Completamente agotada, apagó las luces del dormitorio.


En el silencioso jardín, bajo las ventanas del dormitorio de Pau, con tan sólo las estrellas como testigo, Pedro frunció el ceño. En aquellos momentos, en vez de estar allí reviviendo con irritación el comportamiento de Pau y su insistencia por ver la casa de su padre con sus propios ojos, debería haber estado disfrutando de los encantos de la elegante divorciada italiana que, evidentemente, había sido invitada a la cena de sus amigos como acompañante para él. Ella le había dejado muy claro lo mucho que disfrutaba de su compañía, sugiriendo discretamente que concluyeran la velada en su hotel. Tenía el cabello oscuro, era muy atractiva y una gran conversadora. En otro momento, Pedro no habría dudado en aceptar su oferta, pero aquella noche...


¿Aquella noche, qué? ¿Por qué estaba allí, pensando en la irritación que Paula le había causado en vez de en la cama con Mariella? La realidad era que por mucho que hubiera disfrutado de la compañía de sus amigos, por muy buena que hubiera sido la cena, no había podido dejar de pensar en Paula. Por los problemas que ella le estaba causando, por supuesto. No había ninguna otra razón, ¿verdad?


Su cuerpo había empezado a recordarle la ira y el inesperado deseo que ella había despertado en él. Aún podía oler el aroma de su cuerpo, aún recordaba su sabor. Su sabor y su tacto.


Decididamente, suprimió el clamor de sus sentidos. Lo que había experimentado era un lapsus momentáneo, provocado por los recuerdos de la muchacha que había deseado en el pasado. Ya no era así. Era una locura que era mejor ignorar para que no adquiriera una importancia real. No significaba nada. Era su problema y su desgracia, una desgracia que jamás podría revelar a nadie más, que se hubiera dado cuenta de que ansiaba la creencia idealizada de que había un único amor verdadero, una llama que ningún otro amor podía igualar.


En su caso, aquella llama tenía que ser extinguida. Pedro se conocía. Sabía que para él la mujer a la que amara debía ser una en la que pudiera confiar completamente, que fuera leal a su amor en todos los sentidos. Paula jamás podría ser esa mujer. La propia historia de ella ya lo había demostrado.


¿La mujer a la que amara? Sólo porque de joven hubiera sido lo suficientemente ingenuo para mirar a una muchacha de dieciséis años y crear en su interior una imagen privada de esa chica como mujer sólo demostraba que había sido un necio. La inocencia que había creído ver en Paula, la inocencia que había creído proteger conteniendo su propio deseo, había sido tan inexistente como la mujer que su imaginación había creado. Eso era lo que tenía que recordar, no los sentimientos que ella hubiera despertado en él. No había razón para mirar atrás y pensar en lo que podría haber sido. El presente y el futuro eran lo que eran.


Tristemente, Pedro se dio la vuelta y se dirigió al interior de la casa.




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 24

 


De repente, una profunda sorpresa le recorrió todo el cuerpo, llenándola de repulsión por su propio comportamiento.


–Basta... basta... ¡Basta ya! No quiero esto.


Aquella exclamación cortó de raíz la excitación de Pedro y lo llenó con un profundo asco por sí mismo. ¿Qué diablos le había pasado? Sabía lo que Paula era. Lo había visto y lo había escuchado con sus propios oídos.


En cuanto la soltó, se dio la vuelta. Era consciente de la excitación de su cuerpo, una excitación que no deseaba en lo que a él se refería. ¿Cómo había podido permitir que ocurriera algo así?


Temblando, Pau se colocó la ropa. El rubor que le cubría el rostro y el pecho no se debía sólo a la vergüenza. Los pezones le dolían. Incluso algo tan sencillo y tan necesario como respirar le provocaba una incómoda sensibilidad. Su sexo estaba caliente y henchido, apretándose contra la barrera de las braguitas y dejando que la humedad resultara demasiado evidente. No podía comprender qué era lo que le había ocurrido ni cómo había podido pasar de la más amarga ira al intenso deseo en el espacio de unos de segundos sólo porque Pedro la había tocado. ¿Cómo era posible que se sintiera así?


Vio que Pedro se dirigía hacia la casa. No iba a echar a andar detrás de él, como si fuera un perrito faldero, como la niña que había sido a los dieciséis años. Además, la realidad era que no se sentía con ganas de enfrentarse a nadie en aquel momento. En aquel instante, prefería la intimidad de la rosaleda y su banco, donde podía sentarse y recuperar la compostura.


Pasaron más de diez minutos antes de que pudiera regresar a la casa. Seguramente Pedro ya habría desaparecido, aunque aquel tiempo no había sido suficiente para que a ella se le tranquilizara el corazón. Se estaba empezando a temer que eso jamás iba a ocurrir.


Sumida en sus pensamientos, se había olvidado por completo de la madre de Pedro hasta que llegó a la zona de la galería y vio que la duquesa seguía allí sentada. Ya no podía echarse atrás. La duquesa la había visto y le estaba sonriendo.


Pau respiró profundamente y se acercó valientemente a ella.


–Siento que mis comentarios puedan haberla ofendido o disgustado. No era mi intención.


La duquesa le agarró el brazo.


–Sospecho que soy yo la que te debe una disculpa, Paula. Mi hijo suele ser más protector de lo necesario en lo que se refiere a mí. En parte se debe al hombre que es y por el hecho de ser el cabeza de una familia tan tradicional, pero también creo que se debe al hecho de que se convirtió en el cabeza de familia demasiado temprano –comentó, con una sombra de tristeza en el rostro–. Mi esposo murió cuando Pedro tenía siete años.


Pau se imaginó a un niño de siete años que se entera de que ha perdido a su padre. ¿Compasión hacia Pedro? No debía tener esa clase de sentimientos.


–Entonces, cuando Pedro tenía dieciséis años, su abuela murió, lo que significó que tuvo que hacerse cargo de todas las responsabilidades de su rango. Lo siento... Creo que te estoy aburriendo.


Pau negó con la cabeza. A pesar de que trataba de decirse que no le interesaban las historias de Pedro, la verdad era que una parte de ella quería suplicarle a la duquesa que le contara más. Le resultaba muy fácil imaginarse a Pedro con dieciséis años, alto, de cabello oscuro, aún un muchacho, pero ya mostrando las señales físicas del hombre en el que se iba a convertir.


Se centró a duras penas en las palabras de la duquesa.


Pedro estaba muy unido a tu madre, ¿sabes? La quería mucho.


Paula asintió porque no pudo conseguir articular palabra. Su madre no le había hablado mucho de la madre de Pedro, aparte de confesarle que no había sido la esposa que la abuela habría elegido para su hijo y que había sido ella quien había insistido en que Pedro tuviera una educación más diversa y abierta de lo que hubiera querido su abuela paterna.


La duquesa confirmó las palabras de la madre de Pau en su siguiente frase.


–A mi suegra no le gustó en absoluto que yo persuadiera a mi difunto marido para que contratara a una niñera que ayudara a Pedro a mejorar su inglés. A ella no le parecía adecuado y hubiera preferido un tutor. Sin embargo, a mí me pareció que mi hijo ya había tenido suficientes influencias masculinas a lo largo de la vida. La abuela de Pedro era una mujer muy estricta que no aprobaba lo que consideraba un comportamiento indulgente por mi parte hacia mi hijo. Tu madre sufrió mucho en las manos de nuestra familia. El pobre Felipe era una persona tan tranquila, tan amable... Odiaba los disgustos de cualquier tipo y admiraba mucho a su madre adoptiva, lo que era comprensible. Ella lo había criado tras la muerte de su madre según su estricta disciplina, que era justamente lo que pensaba que su madre hubiera querido para él. No había heredado dinero alguno de sus padres por lo que dependía económicamente de mi suegra. Felipe le suplicó que le dejara comportarse con honor casándose con tu madre, pero ella se negó en redondo. Ni siquiera accedió a avanzarle el dinero suficiente para que pudiera ayudaros económicamente. Era una persona muy poco piadosa. A sus ojos, tanto Felipe como tu madre habían roto las reglas y se merecían un castigo por ello. Felipe no tenía dinero propio ni casa que poderle ofrecer a tu madre ni medio alguno de ganarse la vida. Su trabajo dentro del negocio familiar era como encargado de los huertos.


–Y su madre adoptiva quería que se casara con otra persona.


–Así es. Mi suegra podía ser muy dura a veces, incluso cruel. Confieso que jamás le tuve mucha estima, como ella no me la tuvo a mí. Sin embargo, el padre de Pedro, como el propio Pedro, era un hombre de una gran talla moral. Estaba en América del Sur ocupándose de unos negocios cuando su madre se enteró de la relación. Según creo, si él hubiera estado aquí, se habría encargado de que el asunto se resolviera de un modo muy diferente. Desgraciadamente, no regresó. Su avión se estrelló. No hubo supervivientes.


–Es horrible...


–Sí, lo fue para todos nosotros, pero en especial para Pedro. Después de esto, tuvo que crecer muy rápidamente.


Tan rápidamente, que se convirtió en un hombre duro y tan poco proclive al perdón como su abuela, que sin duda había representado un gran papel en su educación. Era muy duro para un niño crecer habiéndose quedado huérfano de uno de sus progenitores, pero mucho más para el niño al que se le niega el contacto estando su progenitor con vida. Recordaba cómo su propia madre respondía a sus ingenuas preguntas de niña sobre el hecho de que sus padres no estuvieran juntos y casados.


–La familia de tu padre jamás hubiera permitido que nos casáramos, Pau. Una mujer como yo no era lo suficientemente buena para ellos. Los hombres como tu padre, que proceden de importantes y aristocráticas familias, tienen que casarse con los de su misma clase.


–¿Quieres decir como los príncipes se casan con las princesas? –recordaba Paula haber preguntado.


–Exactamente –había contestado su madre.


–Yo no tenía ni idea de que las cosas habían ido tan lejos cuando obligaron a Ana a marcharse –comentó la duquesa con aspecto sombrío.


–A mí me concibieron por accidente la noche en que Felipe y ella se separaron. Ninguno de los dos tenía la intención de... Mi madre siempre dijo que mi padre se había comportado en todo momento como un perfecto caballero con ella, pero la noticia de que la obligaban a marcharse les hizo perder el control. Al principio, mi madre ni siquiera se dio cuenta de que estaba embarazada. Cuando por fin lo averiguó, sus padres insistieron en que escribiera a mi padre para contárselo.


No iba a consentir que la duquesa tuviera una mala opinión de su madre quien, después de todo, había sido una muchacha inocente e ingenua de sólo dieciocho años, enamorada desesperadamente y destrozada por el hecho de verse separada del hombre al que amaba.


–Entonces, mi madre recibió una carta en la que se le decía que no tenía pruebas de que yo fuera la hija de Felipe y que se tomarían acciones legales contra ella si volvía a intentar ponerse en contacto con Felipe.


La duquesa suspiró y meneó la cabeza.


–Mi suegra insistió. A sus ojos, aunque tu madre hubiera sido aceptable antes para convertirse en esposa de Felipe, el hecho de que hubiera tolerado tales intimidades... En familias como la nuestra, se valora mucho la pureza de las mujeres de la familia antes del matrimonio. En los tiempos de la abuela de Pedro, las muchachas de buena familia no abandonaban la casa familiar sin una carabina que guardara su modestia. Todo eso ha cambiado ahora, claro.


La duquesa la miró con afecto.


–Pero aun así los hombres se muestran muy protectores sobre la virtud de sus mujeres. Yo siempre he creído que, si el padre de Pedro hubiera regresado con vida aquí a Granada, habría insistido en que se honrara la inocencia de tu madre y se reconociera vuestra posición dentro de la familia. Después de todo, tú eres un miembro de esta familia, Paula.


La joven doncella apareció para preguntarles si querían más café, lo que a Pau le sirvió para excusarse. Había sido un día muy largo. El día siguiente lo sería aún más dado que ella había insistido en ver la casa de su padre, que era suya. Pasaría gran parte del día en compañía de un hombre muy peligroso para ella...