domingo, 22 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 40

 


Estuvieron cuatro horas en el hospital. ¡Cuatro horas!


Pedro quería ponerse a gritar al personal, arrancarse el pelo, quitarle el dolor a Pau… Llamó a su padre para que recogiera a Melly, y a la señora Lavender para contarle lo que había pasado. Le dio la mano a Pau hasta que se la llevaron y no lo dejaron ir con ella.


Revivía una y otra vez el momento en que Pau se había lanzado a agarrar a su hija para que no se hiciera daño. Había sido un estúpido al gritar a Mel de aquella manera. Revivió el miedo que había sentido cuando creyó que Mel y Paula caerían rodando juntas por las escaleras. Tuvo la certeza absoluta de que, desde aquel momento, trataría de que Paula estuviera protegida de cualquier daño. Siempre. No era demasiado tarde para ellos. ¡No podía serlo!


Pau volvió. Sus mejillas habían recuperado parte de su color y llevaba el brazo vendado. Le sonrió.


—Ya estoy como una rosa —le mostró un papel—. Me han dado esta receta.


La enfermera que la acompañaba se cruzó de brazos.


—¿Qué más le ha dicho el doctor, señorita Harper?


—Le prometo que comeré al llegar a casa.


—De ninguna manera —la enfermera miró a Pedro—. Llévela a la cafetería y no deje que se vaya hasta que se haya tomado un sándwich y un zumo de naranja. ¿Me ha entendido?


—Sí, señora.


—Pero la feria…


—No discutas —le dijo él—. Llevas aquí cuatro horas. Da igual que te quedes veinte minutos más.


—Me dijiste que no tardaríamos nada —lo fulminó con la mirada al tiempo que resoplaba.


No podía culparla. Quería abrazarla, pero no lo hizo, sino que la llevó a la cafetería. Se sentaron en la terraza. Pedro se quitó el jersey y se lo puso a Paula alrededor de los hombros. Cuando ella se lo colocó mejor para que la abrigara más, tuvo que reprimir el deseo de calentarla de un modo mucho más primitivo.


—¿Cómo estás? —le preguntó cuando ella se hubo tomado el sándwich.


—Como si no me hubiera pasado nada —al ver su expresión de escepticismo, añadió—: ¡De verdad! Me duele un poco el brazo, pero, aparte de eso, me siento aliviada.


—¿Aliviada?


—Por como me mirabais Melly y tú, creía que, como mínimo, me darían veinte puntos. Y sólo me han dado tres.


—¿Tres? Creí que…


—Creíste que iba a perder el brazo.


—Ya veo que es verdad que estás bien —dijo él riéndose.


—Sí.


—Muy bien. Entonces, puedo hacer esto —se inclinó y la besó, saboreando su dulzura con una lentitud destinada a proporcionarle tanto placer como el que recibía. Cuando los labios de ella temblaron bajo los suyos, tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para controlarse. Se separó de ella, le acarició la mejilla con el dedo y le sonrió.


—Te quiero, Pau —le dijo con la misma naturalidad con que respiraba. Después, volvió a besarla.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 39

 


Pau se levantó mucho antes de que llamaran discretamente a la puerta del piso, a las siete y media. A las seis, mientras se tomaba la primera taza de café del día, había repasado el programa, aunque se lo sabía de memoria desde principios de la semana. Luego comenzó a cortar cebollas y a untar de mantequilla el pan para las salchichas. ¿Quién podía llamar tan suavemente, como si le preocupara molestarla tan temprano? Tal vez fueran los de la barbacoa.


Se preguntó si Pedro se presentaría para encargarse de las salchichas como le había prometido. Trató de apartarlo de sus pensamientos y se apresuró a abrir.


—¡Melly!


Allí estaba Melly, saltando de un pie a otro como si no pudiera contener la excitación.


—¿Te he despertado?


—No, llevo horas despierta —la condujo a la cocina, acercó un taburete y le sirvió un vaso de zumo de naranja—. ¿Qué haces aquí?


—Tenía que enseñarte esto —le tendió un sobre blanco que llevaba en la mano mientras sonreía de oreja a oreja.


Paula lo agarró, leyó la tarjeta que había en su interior y sonrió tanto como Melly.


—Es una invitación para la fiesta que da Yvonne Walker esta noche. ¡Y te puedes quedar a dormir con ella!


Melly asintió con tanta fuerza que casi se cayó del taburete. Paula la abrazó.


—Me alegro mucho por ti, cariño.


—Ya sabía que te alegrarías. Quería haber venido ayer a decírtelo, pero papá me dijo que estabas ocupada. ¿Lo estás ahora?


—No para ti.


—Entonces, ¿me podrías peinar esta tarde y hacerme una cola de caballo? Quiero estar guapa.


—Claro que sí. Los dejarás sin habla —le prometió Paula—. Tu padre sabe que estás aquí, ¿verdad?


—No. Estaba durmiendo y no he querido despertarlo. Ha estado despierto casi toda la noche.


Paula se preguntó por qué. Y luego se dio cuenta de que si se despertaba y no veía a Melly allí…



—¿Estás enfadada conmigo?


—Claro que no, Melly. Pero ¿cómo te sentirías si, al despertarte, no encontraras a tu padre en ningún sitio?


—Me asustaría.


—¿Y cómo crees que se va a sentir tu padre cuando vea que no estás?


—¿Se asustará también? —preguntó con los ojos muy abiertos.


—Se preocupará mucho.


—Puede que todavía no se haya despertado —dijo la niña poniéndose en pie de un salto—, y si corro muy deprisa…


—Será mejor que te lleve —contestó Pau mientras agarraba las llaves del coche. Echó una ojeada a todos los preparativos que había iniciado e hizo un gesto negativo con la cabeza. Sólo tardaría un par de minutos en llevar a Melly a su casa. Todavía le quedaba mucho tiempo hasta las diez, hora en la que se inauguraría la feria.


—¡Date prisa, Pau! No quiero que papá se preocupe.


Paula la agarró de la mano y echaron a correr. La soltó para echar la llave a la puerta y, al darse la vuelta, Melly ya había empezado a bajar las escaleras. Pau casi la había alcanzado cuando se oyó una voz fortísima.


—¡Melisa, te has metido en un buen lío!


¡Pedro! Se había despertado.


Al oír su voz, la niña se dio la vuelta y comenzó a subir las escaleras, pero tropezó. Paula estiró el brazo para agarrarla y la apretó contra sí. Trató, sin conseguirlo, de no perder el equilibrio y cayó sobre el brazo izquierdo contra la barandilla. Apretó los dientes al oír cómo se le rasgaba la camisa y sentir un fuerte dolor del codo al hombro. Se puso en pie con dificultad. Pedro no tardó ni dos segundos en llegar. Agarró a su hija y la examinó para ver si estaba herida.


—¿Está bien? —consiguió preguntarle Pau.


Él asintió.


—Tratábamos de llegar a casa muy deprisa —dijo Melly sollozando—. Pau dijo que te preocuparías si no me encontrabas. Lo siento mucho, papá.


Pau quiso decirle que no fuera muy duro con Melly, pero le ardía el brazo y a duras penas se mantenía de pie.


—Ya hablaremos después, Mel, pero prométeme que no volverás a hacerlo.


—Te lo prometo.


—Muy bien. Ahora quiero comprobar que Paula no se ha hecho daño.


Ella dejó de tratar de mantenerse de pie y se sentó. Ambos la miraron con los ojos como platos.


—Creo que me he hecho un rasguño en el brazo —trató de sonreír. No quería mirárselo. Podía soportar la sangre de los demás, pero la suya la mareaba. Y sabía que estaba sangrando.


—Estás sangrando, Paula —dijo Melly con los ojos llenos de lágrimas—. Mucho.


—¿Qué ha sido, Pedro? ¿Un clavo oxidado?


Pedro echó un vistazo a la barandilla y asintió.


—¡Estupendo! Ahora tendré que ponerme la antitetánica —era el día de la feria. No tenía tiempo para vacunas.


—Voy a cambiar toda la barandilla —dijo Pedro mientras le daba una patada—. Es peligrosa —luego agarró con suavidad el brazo de Paula para examinárselo.


Melly se sentó al lado de ésta y le acarició la mano derecha.


—Me has salvado la vida —susurró la niña.


—No, cariño —respondió ella con una sonrisa mientras le apretaba la mano—. Te he librado de que te cayeras rodando por las escaleras.


—Lo siento, Pau, pero me parece que vas a necesitar algo más que la antitetánica.


—¿Puntos? —tragó saliva al ver que él asentía—. Pero… Pero hoy no tengo tiempo. Está la feria. ¿No lo podemos aplazar hasta mañana, por favor?


—No tardarán nada —trató de tranquilizarla como si fuera una niña—. Mel y yo te llevaremos al hospital de Katoomba y será cuestión de un minuto, te lo prometo.


Tenía un aspecto tal de fortaleza y masculinidad que Paula quiso apoyar la cabeza en su pecho y quedarse allí.


—A papá se le da muy bien darme la mano cuando estoy en el médico. ¿Le darás la mano a Pau?


—Te lo prometo.


—¿Dices que no tardarán nada? —Pau trató de parecer valiente delante de Melly.


—Eso es —le rodeó la cintura con el brazo—. Vamos. Voy a ayudarte al llegar al coche.


Pau no tuvo más remedio que rendirse. «Lo siento, mamá», pensó.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 38

 


Pedro apareció al día siguiente cuando ella estaba citada con el director del banco.


—Pero ¿qué demonios…?


—¿No somos amigos? —la interrumpió él.


—Sí, pero…


—Entonces, confía en mí.


Aunque Paula no necesitaba un caballero de brillante armadura para defenderla, le agradó saber que Pedro estaba de su lado.


Obtuvo el crédito. Pedro dijo al director del banco que, si se lo denegaban, se llevaría su dinero, que no era poco, a otro banco. Incluso se propuso avalarla, pero ella se negó. Los términos del crédito disminuirían sus recursos, la librería tendría que comenzar a dar beneficios, y a hacerlo pronto, todos los planes sobre la galería de arte tendrían que esperar… Pero tenía el crédito.


—¿Te puedo ayudar en algo más? —le preguntó Pedro, una vez en la calle.


—Vamos a ver… —sonrió. Quería que él también lo hiciera—. No tengo a nadie que se encargue de asar las salchichas el sábado.


El sábado de esa semana, cuando se celebraba la feria del libro, que tenía que funcionar y hacerlo muy bien.


—De acuerdo. Allí estaré —se dio la vuelta y se alejó sin sonreír.


Paula pasó el resto de la semana ocupada con los preparativos de la feria. Comprobó que había libros disponibles de los escritores que harían una lectura por la tarde, que al hada y los piratas que había contratado para que leyeran a los niños no les habían surgido problemas de última hora, que la enorme barbacoa que había alquilado llegaría a primera hora de la mañana y que el carnicero tendría listas las decenas de salchichas que le había encargado. No estaba dispuesta a que nada saliera mal, porque no podía permitírselo. Pero no comprobó que Pedro fuera a encargarse de asar las salchichas, lo cual no implicaba que hubiera conseguido quitárselo de la cabeza.


Cada noche, en el piso, tenía que contenerse para no agarrar el teléfono. ¿Para decirle qué? «Para saber que está bien», se decía. Aunque sabía perfectamente que Pedro no llevaba los ocho años anteriores viviendo en el pasado ni huyendo de él. Por supuesto que estaba bien. Sus hombres habían terminado de trabajar en la librería y Pedro estaba tan bien que ni siquiera se había pasado a comprobar cómo había quedado.


El viernes por la tarde, a la hora de cerrar, estaba tan nerviosa que no sabía si quería subirse por las paredes o desplomarse.


—Vas a volver locos a los empleados —le dijo la señora Lavender.


—No es mi intención —Pau se frotó las manos y miró por la ventana. Lo hacía constantemente. ¿Para qué? ¿Esperaba ver a Pedro?


—¿Qué le ha pasado a la mujer que cruzó la calle resuelta y decidida? —preguntó la señora Lavender.


—Sigo siendo la misma.


—¿De veras? Pues me parece que últimamente te dedicas a pensar en las musarañas.


—Eso no es verdad —no pensaba en las musarañas. ¿O sí? ¿Sus sentimientos por Pedro habían minado su determinación? No podía consentir que nadie, y mucho menos Pedro, la distrajera cuando tenía que hacer realidad el sueño de su madre—. Tiene razón —asintió lentamente.


Miró por la ventana, no en busca de Pedro, sino en dirección a la panadería. Justo en ese momento, Pedro pasó en el coche con Melly. Paula se negó a seguirlo con la mirada.


—Tengo que hacer una cosa —decidió ella de repente. No quería seguirlo aplazando.


—Cerraré yo la tienda.


—Gracias.


Subió corriendo las escaleras, agarró la lata con las cartas y se dirigió a la panadería. Esperó a que el señor Sears atendiera a dos clientes que había antes que ella y, una vez solos, se aproximó al mostrador.


—He encontrado algo que le pertenece —le entregó la lata.


El señor Sears frunció el ceño, la fulminó con la mirada, levantó la tapa… y se puso pálido. Parecía estar a punto de desmayarse, y Paula se preguntó si no debería pasar al otro lado del mostrador y conducirlo hasta una silla.


—¿Qué quieres? —preguntó con aspereza. Con la lata en las manos, apoyó los brazos en el mostrador para sostenerse.


—Paz —susurró ella.


—¿Cuánto?


Paula tardó unos instantes en entender lo que le decía. ¿Creía que quería dinero?


—¿O ya has mandado copias a los periódicos?


—Soy hija de mi madre, señor Sears. ¿Alguna vez lo amenazó ella con las cartas? —como él no decía nada, añadió—: No he hecho copias. No las he fotografiado ni enseñado a ningún periodista chismoso.


Observó que el señor Sears hacía una mueca de incredulidad y se juró que no dejaría que el amor la desgarrara, desviara sus pensamientos e hiciera que se sintiera perdida, como había sucedido en el pasado. Como le sucedía en aquel momento al señor Sears.


—Usted quiso mucho a mi madre. Ella guardó sus cartas, lo que me indica que también debió de amarlo. Como está muerta, le pertenecen a usted y a nadie más. No he venido a este pueblo para que mi madre se avergüence de mí, señor Sears —se dio la vuelta y salió.


Sabía que él no la creía. El mes siguiente, los tres meses siguientes, tal vez durante toda la vida, abriría el periódico con temor, y cada vez que entrara en un sitio observaría si se producían risitas burlonas o se hacía el silencio. Hasta que dejara de tener miedo no hallaría la paz. Ella tampoco la tendría hasta que hiciera lo mismo. Se detuvo ante el escaparate de la librería, muy iluminado y con carteles que anunciaban la feria del día siguiente.


Dejar de tener miedo… No era miedo a que la librería fracasara, aunque deseaba de todo corazón que aquel sueño se hiciera realidad por su madre. No, era miedo a que un amor verdadero y apasionado como el que habían sentido Pedro y ella se torciera, y se volviera amarga y destructiva e hiciera sufrir incluso a las personas queridas. Apoyó la cara en el cristal. Cuando fuera capaz de aceptar que el amor era un terreno vedado para ella, el amor, el matrimonio, los hijos… Cuando lo consiguiera, tal vez se sentiría en paz.