jueves, 24 de octubre de 2019

UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 6




La batalla se reanudó a las seis de la mañana. 


Esa vez el sonido parecía causado por perforadoras y sierras eléctricas. Paula se sentó en la cama soltando maldiciones escocesas e intentando quitarse el susto y el sueño de encima para poder reaccionar. Cuando consiguió abrir los ojos del todo, se encontró con los gemelos, que la miraban desde la puerta de su dormitorio.


-¿Podemos ir a la casa de al lado? Queremos ver qué son esos ruidos tan raros que hace ese señor.


-De eso nada, chicos.


-Pero ¿por qué? -los dos gritaron al unísono casi con la misma potencia que las herramientas que los habían despertado.


-Porque lo digo yo -respondió Paula recurriendo a una vieja consigna maternal.


-Siempre contestas lo mismo -protestó Marcos.


No le gustó nada la expresión de rabia que se adivinaba en el rostro de su hijo, o el brillo de terquedad que se había apoderado de los ojos de Abril.


-Estoy hablando muy en serio. No va a haber ninguna visita al vecino. La tía Celina dijo que no lo hiciéramos y ya sabéis que cuando ella dice que no, es que no, lo mismo que yo. ¿Entendido? Además, os espera un día estupendo en el colegio, así que no perdáis el tiempo pensando en esas cosas.


-Está bien -contestaron con resignación.


Paula sabía que no les había dado una alternativa convincente; cantar con sus compañeros de guardería no era nada comparado con la emoción de averiguar qué eran aquellos sonidos. Después de todo, parecía que de vez en cuando mami conseguía controlarlos, aunque normalmente distrayéndolos, eso también era cierto.


Unas horas más tarde, Paula continuaba elucubrando sobre las posibles actividades del misterioso vecino. Ya había decidido que no podía ser un miembro de la CIA, pero necesitaba saber algo más. Con mucho cuidado para no llamar la atención, al pasar por la acera se asomó al escaparate del local; aunque resultaba muy difícil ver nada porque estaba completamente cubierto de papel. Como si aquello fuera lo más normal del mundo, buscó una rendija por la que echar un vistazo al interior. Lo primero que le llamó la atención fue la tranquilidad que parecía reinar allí, en contraste con el bullicio de la calle. Entonces reparó en la pequeña placa que había a un lado de la puerta; en ella se podía leer: P. Alfonso.


Paula sonrió satisfecha; al menos ya sabía el nombre del sujeto en cuestión, pero necesitaba más datos, así que pegó la nariz al cristal y cerró un ojo para poder enfocar mejor con el otro.


-¿Qué mira?


Pegó un salto que la hizo darse un golpe en la frente contra el frío escaparate.


-¡Ay! Pues estaba… -respondió tartamudeando al tiempo que se daba la vuelta para ver quién era su interlocutor. Una vez que lo hizo, hasta el tartamudeo se convirtió en una hazaña imposible.


De acuerdo, aquel tipo estaba guapísimo, incluso más que cuando lo habían atrapado los gemelos el día anterior. Llevaba unos vaqueros gastados que le que daban como un guante y una camisa azul clara que hacía resaltar su sutil bronceado. Paula no pudo evitar quedarse mirándolo boquiabierta.


Él zambulló las manos en los bolsillos traseros del pantalón y le lanzó una sonrisa que hizo que le temblaran las piernas.


-Bueno, todavía no me ha dicho qué estaba haciendo.


-Solo miraba el escaparate… solo eso -se las arregló para responder con cierta convicción.


-¿En serio? ¿Y ve algo que le interese?


Lo cierto era que sí, veía algo que le interesaba mucho, y no era precisamente el escaparate. 


Era más bien el atractivo y la seguridad del tipo que tenía enfrente, lo bastante cerca como para poder tocarlo. «Muy mal, no debería estar pensando esas cosas».


-Está bien, estaba curioseando -admitió al darse cuenta de que no tenía otra escapatoria que la humillante verdad. Nunca se le había dado bien reaccionar bajo presión-. Es que tengo un vecino que acaba de mudarse y están sucediendo cosas muy raras: ruidos y…


-Así que, en lugar de llamar a su puerta y presentarse; ha preferido la intriga y el misterio.


-Sí, sé que suena un poco extraño, pero tengo mis razones. Quién sabe lo que podría haber ahí. No sé…


-¿Extraterrestres, magia negra? -sugirió él con una carcajada.


-¡Nuca se sabe!


Él no se molestó en reprimir la risa.


-Ahora veo de dónde les viene a sus hijos.


-¿De dónde les viene el qué? -vamos, tampoco era tan descabellado lo que estaba haciendo. Además, no estaba dispuesta a oír cómo criticaba a sus hijos.


-Las agallas y el descaro. Es algo que me gusta… al menos en los adultos.


A ella, sin embargo, lo que le gustaba era él. 


Mucho. Paula notaba cómo se le iba ablandando el corazón y eso le daba pavor. Pero él la creía una mujer con agallas y nunca, jamás podría admitir que tenía miedo.


-¿Tienes tiempo para seguir viendo escaparates? ¿O para tomar un café?


Paula se esforzó por repetir mentalmente la decisión que había tomado: «no más hombres». 


Tenía que repetirlo como un mantra que le daría fuerzas para ser consecuente.


-No puedo -respondió por fin mientras sacaba unas llaves del bolsillo-. Tengo que abrir la tienda.


-Otra vez será entonces, señora detective -dijo encogiéndose de hombros justo antes de alejarse. Tenía hombros anchos y un bonito trasero, pensó Paula sin poder dejar de mirarlo. 


También le gustaba su actitud.


En un gesto, quizá no muy maduro, pero sí totalmente espontáneo, se volvió hacia el escaparate de su vecino y le sacó la lengua.


-P. Alfonso, ya podrías aprender un par de cositas de ese tipo.




UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 5





Paula levantó su copa para brindar.


-Por mí.


Después de dar un sorbo, dejó la copa en la repisa de la bañera y se sumergió en el agua caliente dando un suspiro de relajación.


Ya había superado siete días haciéndose cargo de la tienda sin ayuda y cosiendo por las noches. Esa era su recompensa; un baño de espuma a la luz de las velas y una copa de vino.


Si bien era cierto que no echaba de menos a Aldo ni lo más mínimo, tenía que reconocer que sí añoraba algunas de las comodidades que conllevaba ser su esposa. Como, por ejemplo, poder comprar un vino que no tuviera el tapón de rosca; ese día había tirado la casa por la ventana y había comprado un tinto californiano. 


Aldo habría preferido beber cicuta antes que una copa de vino del país.


-A lo mejor debería haberte dado un poco de cicuta, Aldo Wilmont -su voz retumbó en el silencio sepulcral de la casa. Esperaba no haber despertado a los niños.


A pesar de todo lo que ella pudiera pensar, quería que los gemelos tuvieran una buena relación con su padre si alguna vez decidía ponerse en contacto con ellos. Aunque, dado que durante el proceso de divorcio había afirmado que ella había utilizado la maternidad para atraparlo, Paula no creía que fuera muy probable.


-Eh, se supone que esto es una celebración -se recordó a sí misma tratando de no pensar en cosas desagradables-. Sin travesuras de los niños, ni preocupaciones sobre antigüedades, nada más que silencio -se pasó la mano por el hombro disfrutando del efecto tonificante del agua caliente.


-Silencio -repitió con un susurro.


El ruido, que era más bien una vibración, comenzó de manera casi inaudible desde la distancia pero fue ganando intensidad y llenando todos y cada uno de los rincones del pequeño apartamento de dos habitaciones hasta llegar al cuarto de baño.


-¡No, por favor! ¡Tres noches seguidas no! Es obvio que a la tía Celina se le olvidó preguntarle si él era ruidoso.


La primera noche, los gemelos habían salido de su dormitorio sorprendidos por aquel sonido que los había despertado pasando por encima incluso del ruido de la animada vida nocturna del barrio. Afortunadamente, habían vuelto a quedarse dormidos en cuanto Paula les había explicado que provenía del apartamento contiguo. Cuando volvió a oírlo a la noche siguiente, corrió a comprobar que los pequeños no se habían despertado, y habría jurado que Abril estaba sonriendo en sus sueños.


Paula decidió seguir en el baño relajada a pesar de su vecino. Pero el volumen seguía subiendo y la copa de vino había comenzado a bailar en el borde de la bañera.


-¡Dios!


Aquel sonido recordaba a la música de los aborígenes que había oído en algún documental del canal de viajes, cosa que había visto repetidas veces cuando Aldo se quedaba hasta tarde «trabajando». Gracias a la televisión por cable y a un marido que había cumplido los votos matrimoniales durante menos de lo que vivía una mosca, Paula tenía una lista considerable de lugares que quería visitar. Pero, a menos que cambiaran mucho las cosas, daba la impresión de que lo más parecido a Australia que iba a conocer iban a ser los conciertos nocturnos de su vecino.


-A lo mejor pertenece a algún culto religioso -murmuró. Claro que, si lo que hacía eran reuniones religiosas, no tenía mucha concurrencia porque en el aparcamiento del edificio solo estaba su viejo Volvo y la furgoneta negra del vecino-. A lo mejor es una religión con un solo feligrés -al decir eso se echó a reír pensando en la imagen que debía tener, allí metida en la bañera y hablando sola. Aquel tipo la estaba volviendo loca, y eso que ni siquiera lo había visto todavía. Estaba segura de que las quejas aumentarían una vez que lo conociera.


Si alguna vez llegaban a conocerse.


Seguramente era una especie de ermitaño, a lo mejor su religión le prohibía relacionarse con otros humanos. Con la suerte que tenía, seguramente también le prohibía bañarse. Olió el ambiente a ver si percibía algo sospechoso y volvió a echarse a reír.


-No sé qué estarás haciendo ahí dentro, pero te aseguro que lo averiguaré -como respuesta obtuvo un tremendo aullido capaz de despertar hasta a la Bella Durmiente.


Paula no estaba dispuesta a quedarse allí esperando a que terminara el espectáculo, así que salió de la bañera, se puso el albornoz y, una vez en el salón, se dispuso a atacar. Con un golpe sordo en la pared consiguió acabar con el ruido. Se dio media vuelta con una sonrisa triunfadora dibujada en el rostro y fue entonces cuando un sonido parecido al de una trompeta le provocó un escalofrío que le estremeció el cuerpo.


Por su parte, la guerra había comenzado y esperaba que él estuviera a la altura de las circunstancias.



UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 4




Pedro Alfonso sabía que tenía motivos para estar contento: había conseguido un local y un lugar para vivir. Debería sentirse aliviado de haber dado un paso más en el tortuoso camino hacia la libertad. Sin embargo, estaba más cansado que satisfecho y no podía culpar a nadie excepto a sí mismo.


Le habían tendido una emboscada.


Ahora estaba deseando dejar la escena de su caída, así que se metió en su furgoneta y dejó en el asiento de atrás el contrato de arrendamiento que acababa de firmar. Había sospechado algo unas semanas antes, cuando Celina Chaves le había ofrecido alquilar el local contiguo a su tienda de antigüedades.


Conocía a Celina desde los doce años, cuando salía con su padre, que había quedado viudo hacía ya mucho tiempo. Habían mantenido el contacto incluso después de que ella y su padre rompieran. No era tanto como una madre para él, pero a veces podía llegar a ser igual de entrometida, y su accidental mención de Paula, la «encantadora sobrina con dos hijos que vive encima de la tienda», no había hecho más que confirmarlo.


No tenía la menor intención de buscar ningún tipo de relación sentimental, no después de la pesadilla que había vivido con Victoria, la mujer que había estado con él solo por su dinero. Por el momento necesitaba estar solo y curar las heridas.


En cualquier caso, implicarse con una mujer con hijos era totalmente descabellado. Los niños eran como un tremendo lastre que no dejaba volar. ¡Si ni siquiera se había gustado a sí mismo de niño! Siempre había pensado que lo único que su padre había obtenido mientras los criaba a él y a su hermano mayor había sido una billetera vacía y muy mal genio. Pedro no quería pasar por lo mismo.


Claro que, el precio que le había dado Celina por el local y la casa estaba muy bien, especialmente teniendo en cuenta el lugar privilegiado de la ciudad en el que se encontraba, con multitud de galerías de arte y vecinos jóvenes y relajados. Aquel era el sitio perfecto, así que había decidido establecer unas cuantas normas para mantener a raya a sus vecinos más cercanos.


Sin embargo, durante unos minutos había olvidado todas esas normas. Había olvidado hasta su nombre y lo que estaba haciendo en la tienda de Celina con aquellos dos salvajes. 


Había tenido suerte de que su madre también pareciera algo confusa, porque había tardado bastante en acordarse incluso de cómo respirar. 


Al verla había tenido la sensación de que alguien hubiera estado oprimiéndole el estómago. Tenía los ojos grandes y atentos como los de un animal salvaje, el pelo negro y rebelde y una boca hecha para besar.


Él también la había puesto nerviosa y, aunque sentía haberlo hecho, le resultaba divertido. 


Había intentado ser amable, de verdad; si le hubiera mostrado siquiera una décima parte del interés que sentía por ella, habría salido corriendo despavorida.


Le había ocasionado un enorme placer notar que ella también se había fijado en él, la intensidad con la que lo había mirado… Se preguntaba qué se sentiría teniendo el privilegio de despertarse a su lado por las mañanas. Qué se sentiría al tocarla…


Pedro se sacudió ese loco pensamiento. Solo hacía unos meses que se había deshecho de todas las complicaciones de su vida vendiendo su negocio de jardinería por una considerable cantidad de dinero. No quería que hubiera ninguna mujer en su vida, menos aún una con dos hijos que parecía sobrevivir gracias a la amabilidad de los demás. No quería que volvieran a utilizarlo. Nunca más.


Conocía las dos caras de la moneda; había sido pobre y rico y había algo que tenía muy claro: el dinero tenía el poder de complicar las cosas. Lo que necesitaba ahora era libertad, no una mujer, por muy dulce que esta fuera…