martes, 28 de enero de 2020

ADVERSARIO: CAPITULO 32




—NO, no estás bien —le dijo Laura con firmeza al ignorar las negativas débiles de Paula.


Estaban sentadas en la oficina de Laura a donde Paula fue a entregar trabajo y a recoger un poco más, pero después de lanzar un vistazo al cuerpo tenso, encorvado y al rostro demasiado pálido, Laura la obligó a sentarse, y le dijo que creía que lo que Paula necesitaba era un poco de descanso en lugar de más trabajo.


—Pero, no quiero descansar —Paula volvió a protestar, añadió temblorosa—. Yo no puedo descansar...


—Entonces, alguien tendrá que obligarte a que lo hagas —le dijo Laura y añadió con un tono más amable—. Paula, sé como te sientes. Recuerdo cuando yo perdí a mi abuela, pero el hecho de que te enfermes no hará que regrese tu tía. Y sé que lo último que ella desearía es que te pongas en este estado.


Paula no podía hablar. Sabía que lo que Laura le decía era la verdad, y estaba demasiado avergonzada como para admitir ante su amiga que no era sólo la muerte de su tía lo que hacía que se sintiera así, tan deprimida, sin que le importara nada lo que le ocurría. Pero, ¿cómo podría contarle a Laura lo ocurrido con Pedro aquella noche, su comportamiento... las cosas que hizo... que dijo? Aún ahora el recuerdo era suficiente para que se sonrojara y se estremeciera. Y lo peor era que, debajo de su vergüenza y culpabilidad, durante la noche, cuando por el cansancio su mente no lograba controlar los impulsos de su cuerpo, ella sufría por él... todavía lo deseaba... todavía suplicaba que estuviera a su lado. Y, hasta cuando dormía, los sueños eran vividos y dolorosos, estaban llenos de su recuerdo, de un anhelo ilógico de que hubiera entre ellos una unión emocional que no existía.


Habían pasado quince días desde el entierro de su tía. Descubrió que muchas, muchas veces al día, hacía una anotación mental para recordar algunos de los pequeños incidentes que comentar con ella cuando la visitara en el hospital, sólo para tener que reconocer que era inútil, que su tía ya no estaba allí para escucharla; y, sin embargo, a menudo descubría que sostenía conversaciones imaginarias con ella, y de alguna manera encontraba consuelo al hacerlo, casi sentía la presencia de su tía, le parecía que la escuchaba... que la tranquilizaba.


Sí, pensaría en su tía, si no con aceptación, al menos con el entendimiento de que su muerte fue tranquila y digna y en la manera en la que ella la quería; la pérdida, el dolor, el pesar, esas eran sus emociones, no estaban manchadas por la muerte de su tía.


Pero, cuando se trataba de Pedro, sus pensamientos eran más turbulentos y dolorosos.


Cuando despertaba por la mañana, en realidad se sentía enferma por la tristeza y el anhelo.


Ese malestar debilitante era el responsable de su palidez y de la pérdida de peso, y de manera indirecta de la aseveración de Laura en cuanto a que necesitaba descanso, relajación, dejar de trabajar un poco. Pero no se atrevía a dejar dé trabajar. El trabajo era todo lo que permanecía entre ella y su obsesiva necesidad de pensar en Pedro, de recordarlo que sintió al tocarlo... al estar con él... al amarlo.


Se movió inquieta sobre la silla, haciendo que Laura frunciera el ceño.


—Bebe tu café —le sugirió Laura—. Después me tomaré un par de horas libres y tú y yo nos sentaremos en el jardín a descansar y a que te relajes un poco.


De inmediato Paula empezó a negar con la cabeza, pero se detuvo. ¿Qué objeto tenía discutir? Laura hablaba en serio, y ella no podía insistir en que necesitaba el trabajo para pagar su hipoteca.


Una de las mayores sorpresas fue enterarse de que su tía le dejó una suma considerable de dinero. Dinero que cuidadosa, ahorró durante muchos años, a través de miles de pequeños sacrificios que nunca se mencionaron, pero que al recordar, Paula podía ver con toda claridad y que le arrasaron los ojos de lágrimas cuando el abogado le leyó el testamento.


Ella hubiera querido gritar entonces que nunca hubo la necesidad de que su tía se abstuviera de los pequeños lujos que podrían haber hecho su vida más cómoda, sólo para dejarla segura en el aspecto financiero. Ella estaba joven y sana y era más que capaz de ganarse la vida. Y, sin embargo, en la carta que le dejara, su tía le explicaba que eso era algo que siempre quiso hacer por ella, añadir algo a la suma que le dejaron sus padres, y que fue invertida, usando los intereses para cubrir los gastos de las vacaciones de Paula o para la asignación que se le diera en sus días en la universidad.


La consideración de su tía, su interés, su amor, que la consolaban aunque ella ya no estuviera allí para hacerlo, hicieron que brotaran nuevas lágrimas en los ojos de Paula.


Poco después de la partida de Pedro, obtuvo la dirección de su oficina matriz en Londres y le envió un cheque regresando el alquiler que había pagado. Era demasiado orgullosa como para quedarse con el dinero que él dijera no tenía importancia. No sería importante para él, pero para ella lo era, y mucho.


—Bebe tu café —insistió Laura.


Obediente, Paula tomó la taza, pero en el instante en que él aroma le llegó a la nariz, la invadió una nausea tal, que tuvo que dejarlo, cubrirse la boca con la mano, se puso de pie, la palidez le dijo a Laura lo que sentía, por lo que la mujer se apresuró a su lado a ayudarla a ir al cuarto de baño.





ADVERSARIO: CAPITULO 31





Una vez en casa, subió y abrió la puerta del dormitorio que ocupara Pedro. Se veía en orden y desnudo, carente de todo recuerdo de él. Entró y se sentó sobre la cama... su cama... Miró la almohada blanca que nadie tocara. En alguna ocasión allí descansó su cabeza. Cerró los ojos, lo visualizó, sentía ahora el sufrimiento doloroso que la atacaba, le dio la bienvenida, era un castigo que merecía por sentirse así... era una tonta por haberse enamorado de un hombre que no estaba interesado en su amor.


Enamorado... formó una sonrisa plena de amargura. ¿Por qué no se había dado cuenta de la verdad antes... antes que fuera demasiado tarde... antes que ella de manera deliberada se lo ocultara a sí misma?


Sí, desde luego, el trauma de la muerte de su tía liberó sus inhibiciones, destruyó su auto control, la enloqueció por el dolor, por un rato, al menos; pero, no sólo fue eso lo que hizo que se apoyara en Pedro, que le hiciera suplicarle que le hiciera el amor. Su cuerpo, sus sentidos sabían lo que la mente se negaba a reconocer. ¿No era eso, después de todo, por lo que no trató de decirle la verdad, de corregir la idea errónea que tenía de ella, explicarle que no había un amante casado; pues, sabía que si lo hacía, si ella retiraba esa barrera que había entre ellos, quedaría vulnerable a él y a sus propios sentimientos?


Se cubrió el rostro con las manos y dio rienda suelta a su pena.


¿No tenía orgullo, auto estima? Sabía que él no la amaba. Lo supo esa noche, pero lo ignoró y en vez de eso...


Dejó escapar un gemido de dolor y de tortura. 


No era de extrañar que Pedro se hubiera ido con tanta prisa. ¿Se habría dado cuenta de lo que ella no quería admitir, vio más allá de su antagonismo aparente y reconoció los sentimientos que tenía por él? Rogaba que no hubiera sido así. Rogaba que él sólo creyera que ella lo usaba por que su amante la había dejado.


Se volvió a estremecer. Era un estremecimiento tenso. Se sintió mal otra vez... Se puso de pie, se dirigió al cuarto de baño.


Ese malestar constante la agotaba tanto, y apenas había probado bocado en todo el día, sólo un poco de la comida que Laura le preparara.


Desde luego que todo esto era ocasionado por la muerte de su tía. La gente reaccionaba de diferentes formas ante la pérdida y el dolor, ella lo sabía... no porque fuera el tipo de gente normal que sufría constantes ataques de náusea; de hecho...


Había cosas que tenía que hacer, pero, no logró reunir la energía. Se sentía acabada, vacía... agotada y al mismo tiempo reticente a hacer nada que la sacara de ese letargo. Era una isla protectora, más allá de donde los tiburones de la soledad, el dolor y la desesperación esperaban para atacarla con sus dientes agudos. No, ella estaba mejor... a salvo en donde se encontraba, rodeada del manto protector de la inercia...


Cansada se acostó sobre la cama, cerró los ojos, apoyó la mano sobre la almohada, la alisó, acariciándola como en una ocasión acariciara la piel de Pedro. Pero el contacto de la almohada no se parecía en nada al contacto de la piel; se mantenía inmóvil, inanimada, no respondía.



ADVERSARIO: CAPITULO 30




Algo le advirtió, antes de desdoblarlo, lo que contendría. Lo leyó de prisa, lo dejó caer sobre la mesa como si le quemara, primero palideció y después se sonrojó al darse cuenta de todo lo que no decía esa nota, breve y cortés.


Estaba disgustado con ella... enfermo por su comportamiento, y, ¿por qué no? Ella misma se sentía así. No le sorprendía que hubiera decidido irse... Temblando, tomó la nota otra vez y ausente alisó el papel. La escritura era clara y bien trazada. Se descubrió viendo la firma, la absorbía, la delineaba con la punta del dedo, como la noche anterior trazara un sendero erótico a lo largo de la parte interior del muslo de Pedro cuando él... Pasó saliva, confundida y abrumada por lo que sentía. Lo último que deseaba era verlo, tener que leer en su mirada el conocimiento de lo que hicieron, y sin embargo, en vez de alegrarse por el contenido de la nota, se sentía... abandonada, perdida, rechazada. Se sentía infeliz, tal como estaba la noche anterior cuando murió su tía. Pero, era tonto, imposible... Pedro Alfonso no significaba nada para ella... menos que nada, de hecho. 


Apenas lo conocía; se dijo con un estremecimiento.


Su menté la corrigió. Contra su voluntad, le pasó pequeñas imágenes de él en la mente. 


Inmisericorde, le recordó todo lo que sabía de Pedro; la manera como caminaba, los cambios de expresión que se reflejaban en los ojos, la manera en que se movía... el aroma del cuerpo, el sabor, el contacto de él.


Conocimiento físico, se desdeñó. No significaba nada.


Pero el conocimiento que tenía de él no sólo era físico; iba mucho más allá que eso. El era compasivo, solícito. Mantenía puntos de vista de la vida fuertes y firmes. Era una ironía que su línea de pensamiento fuera muy semejante a la suya. Como él, pensaba que era necesario que la pareja trabajara duro para mantener una relación sana, viva... que, una vez que se entregara a otra persona, sería de por vida, no sólo mientras la excitación sexual durara entre ellos; y, sin embargo, la noche anterior...


El teléfono por fortuna interrumpió sus pensamientos, y, sin embargo, al llegar a contestar y reconocer la voz de la enfermera del hospital, sintió un inmenso dolor de desilusión como si esperara que la llamada fuera de alguien más... como anhelaban sus sentidos; escuchar el sonido de la voz de Pedro.


La mujer le decía que lamentaba molestarla, pero tenía que hacerse cargo de ciertas formalidades, había cosas que hacer.


Temblorosa, Paula la escuchó y le agradeció sus consejos y sugerencias. El sepelio sería muy tranquilo, conocían a muy poca gente de la localidad, y, antes de eso, en el suburbio agitado en donde creciera, la gente iba y venía, y su tía siempre fue una persona reservada.


El pequeño pueblo se enorgullecía de tener una iglesia antigua con un cementerio tradicional y Paula sabía que su tía deseaba que la enterraran allí. Los días subsecuentes fueron muy dolorosos para Paula.


Tuvo muchas cosas que hacer, cosas que la mantuvieron ocupada igual que a su mente, y a pesar de toda la actividad, el dolor de su perdida era una carga que siempre estaba presente.


Durante la noche no podía dormir, permanecía acostada sobre la cama con los ojos abiertos, extenuada; recordaba cosas de su niñez, de su adolescencia... recordaba los pequeños y los grandes sacrificios que su tía hiciera por ella... recordaba y sufría por no poder decirle cuánto le agradecía todo lo que hizo por ella.


Lo ocurrido con Pedro era algo que había empujado a la parte posterior de su mente, se creía incapaz de enfrentarse a eso a la vez que a la muerte de su tía.


Las personas se mostraban amables, compasivas y comprensivas con ella, pero la pérdida era suya, no de la gente. Se sentía aislada de ellos, sola, de tal manera, que cuando lo consideraba, se aterrorizaba. Era como si en verdad hubiera una barrera física entre ella y el resto del mundo, como si su pena la apartara de ellos de cierta forma, como si la colocara en un sitio aparte.


No podía dormir ni comer, sentía náusea constante. Nada a su alrededor le parecía real.


Estas eran cosas que a menudo se sienten después de la muerte de un ser querido, le explicó la enfermera. Le sugirió que le serviría tener a alguien con quién hablar. Le explicó que la mayor parte de la gente se aleja, pues teme mencionar a la persona que se ha ido... teme parecer poco sensible. Pero, a menudo, lo que la persona necesita más que nada, es a alguien con quién hablar... alguien que escuche mientras hablan de la persona que han perdido.


—Contamos con un grupo que ayuda a las personas a salir de esta etapa. Si quiere yo...


Paula de inmediato negó con la cabeza.


—No, no. Estaré bien —le dijo con voz ronca—. Tengo que volver a trabajar... y hay otras cosas que hacer... La ropa de mi tía... sus papeles... y las rosas...


Notó el silencio compasivo que surgió después de que se negara a recibir ayuda, pero lo último que quería era hablar de su tía con alguien más... alguien que no la conoció... alguien que no sabía...


Paula reconoció que se comportaba de manera irracional, y sin embargo, se creía incapaz de hacer nada para evitarlo. Sentía como si cada músculo, cada fibra de su cuerpo, se tensara formando una bola de rechazo... no podía soportar que nadie se le acercara ni en lo físico, ni en lo emocional.


Laura Mather se ofreció a ayudarla, encargándose de los preparativos para el sepelio, pero Paula no aceptó su gentileza. 


Sería el último acto que hiciera por su tía... la prueba final de su amor...


Las emociones la controlaban, la impulsaban, tenía necesidades que no podía empezar a analizar, sus temores, su culpa se acrecentaba por su comportamiento la noche en que murió su tía. Sus recuerdos de esa noche eran algo que seguía acosándola y atormentándola. No podía olvidarlos, ni ignorarlos por más que lo intentara.


No era de sorprender que Pedro se fuera de la forma en que lo hizo. Debió estar disgustado con ella... pero no más que ella misma. Descubrió que no podía dejar de pensar en él... no podía dejar de recordar... ¿Por qué su recuerdo, su imaginación insistía en conjurar imágenes de él tocándola no sólo con deseo y pasión, sino con ternura, emoción, solicitud...? Cosas que ella sabía era imposible que él sintiera, como si su propia mente tuviera que disimular lo que ella hiciera en la falacia de algún tipo de unión emocional entre ellos... una unión que no era posible que existiera.


Se sentía como alguien atrapado en una trampa, así que, no importaba cuánto se retorciera y se volviera, no se podría librar de ella. Era como si al unirse a él hubiera de alguna manera creado dentro de sí un deseo emocional de su presencia. Cualquiera diría que lo amaba, no que sólo compartió la cama con él, se dijo amargada la mañana del sepelio de su tía. Así era como se comportaba; ¡como una mujer enamorada, y no sólo como una mujer que se hubiera entregado a alguien en un impulso sexual grotesco!


El sepelio fue tranquilo y de alguna manera le levantó el ánimo... la tranquilizó... la dejó con una conciencia extraña de la rectitud de las cosas, con una sensación inesperada de paz que aquietó el dolor agudo de su pérdida.


A pesar de sus protestas, Laura insistió en acompañarla, se paró a unos cuantos pasos de ella a un lado de la tumba.


Era una mañana fría, sin brisa y, antes de salir, Paula cortó cada una de las flores de los rosales, las ató con un sencillo listón de seda. Al colocarlas sobre el ataúd, se le nubló la vista por las lágrimas, y el desagradable sabor ácido de la náusea le llenó la garganta.


Sólo porque ya no estaría con ella en un sentido físico, no significaba que hubiera desaparecido el amor que sentía por ella, le dijo su tía antes de morir. Le dijo que siempre permanecería a su lado.