jueves, 17 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO FINAL

 


Quince meses después…


Paula entró de puntillas en la habitación y se detuvo junto a la enorme cuna. Su corazón se llenó de alegría. Aquella noche no habían hecho una, sino dos preciosas niñas.


La vida le había sonreído, por una vez.


Jessica y Jennifer se habían adelantado un mes, pero habían nacido fuertes y sanas. En cuestión de días les habían dejado llevárselas a casa; la casa que Pedro había comprado para ellas. Situada entre las playas de Wamberal y Terrigal, estaba a unos minutos en coche de las casas de los abuelos, pero estaba lo bastante lejos para permitirles tener algo de intimidad.


Pedro no había puesto en marcha el proyecto de la empresa de pesca. Decía que estaba demasiado ocupado con sus funciones hogareñas. Paula tampoco había vuelto a la peluquería. Cuidar de las gemelas era un trabajo a jornada completa, incluso con dos abuelas y un abuelo entregados a sus nietas. El padre de Pedro, aunque no se le dieran muy bien los bebés, sí que se había dedicado a ayudar mucho a su hijo con las cosas de la casa. Paula estaba encantada de ver que por fin estaban fraguando una buena relación entre padre e hijo. Un poco tarde quizá, pero era mejor tarde que nunca.


De repente sintió una mano en el hombro.


–Tu madre ha venido –le dijo Pedro, dándole un beso en la mejilla–. Le dije que las niñas estaban dormidas y le sugerí que viera un poco la tele mientras tanto. Creo que es hora de irse, señora. Pero, antes de que nos vayamos, ¿puedo decirle lo hermosa que está hoy?


–Hago todo lo que puedo –dijo ella en un tono seco.


Aunque profundamente enamorados, no habían abandonado la vieja costumbre de la lucha verbal.


–¿Cuánto tiempo llevamos casados? Oh, sí. Hoy hacemos un año. Doce meses completos. Trescientos sesenta y cinco días y todavía no te has divorciado de mí. Creo que eso se merece una recompensa, ¿no?


Sacó otra cajita de terciopelo.


Paula sintió que se le encogía el corazón. La abrió. Esa vez no era un diamante, sino tres gemas distintas: una esmeralda en el centro, un zafiro y un rubí. El diseño estaba hecho de manera que encajaba perfectamente alrededor del solitario de su anillo de compromiso.


–Estas sí que son de mi colección –le dijo, poniéndole el anillo.


–Es precioso. Me encanta. Pero, Pedro, no esperaba que me trajeras nada más. Ya me has llenado el salón de flores.


–Y es por eso que te mereces más. Porque no lo esperabas. Cualquier otra esposa sí lo hubiera esperado.


–Corres peligro de mimarme.


–Cierto. ¿Pero qué otra cosa puedo hacer con mi dinero?


–Sí, bueno, eso ya lo veo. Pero el dinero no da la felicidad. La felicidad es lo que tenemos aquí, en esta cuna. Es algo que viene de la familia, del amor. Y es por eso que mi regalo de aniversario no cabe en una caja.


–¿Pero qué te traes entre manos?


–Esta noche no vamos al Crowne Plaza solo a cenar. También he reservado una habitación.


–Pero…


–Sin «peros». Mi madre se va a quedar con las niñas. Y nosotros nos vamos a quedar en la suite nupcial.


–¿La suite nupcial?


Ella se encogió de hombros.


–El dinero no te da la felicidad, pero sí te proporciona placeres ilimitados. Por si no lo recuerdas, llevamos más de una semana sin tener sexo.


–Mmm. Sí. Me he dado cuenta. Me dijiste que estabas muy cansada todas las noches.


–Mentí. Solo quería asegurarme de que no podrías resistirte a mí esta noche.


Él sacudió la cabeza.


–Eres una mujer malvada.


–Y tú eres un amante magnífico.


–Los halagos no te llevarán a ninguna parte –le dijo él.


–Eso pensaba yo… Bueno, solo para asegurarme, no me he puesto ropa interior.


Él se le quedó mirando y entonces esbozó una sonrisa maliciosa.


–Sabes que te haré cenar primero, ¿verdad?


–¿Apostamos algo? –ella sonrió.


–Por supuesto –él le devolvió la sonrisa.


Y ganó.


Nueve meses después tuvieron un varón. Se llamaría Horacio, como el abuelo de Pedro.



EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 33

 


Poco después de las seis, Paula entró en el camino que llevaba a su calle. Al doblar la esquina, suspiró, contenta de estar en casa por fin. Al ver un coche plateado aparcado frente a la casa, frunció el ceño. El vehículo parecía  totalmente nuevo, y muy caro.  


–¿De quién es ese coche? ¿Lo sabes? –le preguntó a su madre,  parando junto al vehículo.  Era un coche de alta gama. 


Debía de costar un dineral. No había nadie  al volante, pero tenía matrícula de New South Wales y también el nombre de un concesionario de Sídney.  


–No tengo ni idea –le dijo su madre–. No creo que sea nadie que venga  a vernos a nosotros.  


–Cierto –dijo Paula, apretando el botón del mando del garaje.  


Estaba esperando a que la puerta se abriera del todo cuando captó algo por el espejo retrovisor. Se dio la vuelta. Era Pedro, caminando hacia ellas,  vestido con un elegante traje gris, camisa y corbata. Se detuvo junto al asiento  del acompañante y le dio un golpecito en la ventanilla. Paula se quedó boquiabierta.  


–¡Dios! –exclamó su madre–. Es Pedro Alfonso. Paula, baja la ventanilla, a ver qué quiere. Una extraña mezcla de emociones se apoderó de Paula. Apretó el botón de la ventanilla.  


–Sí, Pedro. ¿Qué pasa?  


–Hola, señora Chaves –le dijo él con una sonrisa–. Mi madre me dijo que había tenido un pequeño accidente. Espero que ya se encuentre mejor.  


–Sí, gracias, Pedro. ¿Pero qué te trae por aquí? Creía que habías vuelto  a Brasil.  


–Ese era el plan inicial, pero pasó algo inesperado y he decidido quedarme a vivir en Terrigal. La cosa es, señora Chaves, que sé que Paula trabajaba como agente inmobiliario y estoy pensando en comprarme una casa por aquí… Me gustaría que me diera algún consejo que otro. No me gusta esperar mucho y me preguntaba si podría robársela un rato durante la cena. Mi  madre estaría encantada de invitarla a cenar hoy, así que no tendrá que  preocuparse de nada. ¿Qué me dices, Paula? Hoy traigo mi propio coche –le dijo, mirando hacia el coche plateado–. No estás muy cansada, ¿no?  


¿Qué podía decirle, si todavía estaba intentando averiguar qué se traía entre manos? A pesar de ese inesperado estallido de euforia que había sentido al verle, apenas podía creerse lo que acababa de decirle. Él jamás volvería a  vivir de forma permanente allí. Solo era una excusa para estar a solas con ella. 


Una estratagema, un ardid… A Pedro le gustaban los planes. ¿Pero de qué clase de plan se trataba esa vez? Una alarma estruendosa sonó en su cabeza. Era una advertencia. Tenía que andarse con cuidado.  


–No. No estoy muy cansada –le dijo, contenta de ser capaz de mantener la calma–. Pero primero me gustaría darme una ducha y cambiarme. Llevo todo  el día en el trabajo. Dame media hora, ¿quieres?  


–Muy bien –dijo él–. Llamaré a tu puerta en media hora.  


–Bueno, vaya sorpresa –dijo Julia Chaves, viéndole marchar por el espejo  retrovisor–. Siempre le gustaste, ¿sabes?  


–Oh, mamá, no digas tonterías –dijo Paula, metiendo el coche en el garaje.  


–No es una tontería. Tengo ojos. Y a ti tampoco te resulta indiferente. Os vi a los dos en la fiesta de Carolina. Si juegas bien tus cartas, a lo mejor no tienes que volver a esa clínica. 


–¡Mamá! Me dejas de piedra.  


Su madre puso los ojos en blanco.  


–Paula Chaves, tienes treinta y cuatro años. Muy pronto cumplirás treinta y cinco. No es tiempo de escandalizarse. Bueno, ¿qué te vas a poner? Algo sexy, espero.  


Paula no podía creerse lo que estaba oyendo. Quería reírse a carcajadas… 


Todo era tan irónico… No se puso nada sensual, no obstante. Su armario de invierno no contenía ninguna prenda sexy, pero sí elegante. Combinó unos pantalones de lana marrones con un jersey color crema de cuello barco. Se puso unos pendientes de oro y perlas y se echó unas gotas de su perfume favorito, de vainilla, pero no muy fuerte.  


Estaba a punto de agarrar la chaqueta cuando sonó el timbre. Miró el reloj. 


Pedro llegaba un par de minutos antes. 


Con la chaqueta colgada del brazo, agarró el bolso y salió lentamente de  la habitación. Su madre había abierto ya y la estaba llamando. Le decía que se iba directamente a casa de Carolina y que no olvidara las llaves, pues probablemente ya estaría dormida cuando llegaran. 


Cuando Paula llegó al vestíbulo, su madre ya se había ido. Pedro estaba bajo la luz del porche. Paula fue consciente del palpitar enloquecido de su corazón. Caminó hacia él.  


–Quiero saber a qué has venido. No más mentiras. 


 –No he dicho ninguna mentira.  


–¿Qué? ¿Se supone que tengo que creerme que vas a comprar una casa aquí en Terrigal?  


–A lo mejor no en Terrigal, pero en algún sitio de Central Coast sí.  


–Pero si siempre has dicho que…  


Él le puso una mano sobre el hombro.  


–Paula, ¿podríamos tener esta conversación en un sitio más privado?  


–Oh –dijo ella suavemente–. Muy bien.  


–Cierra entonces. Y pongámonos en camino.   


Ella logró cerrar sin tirar al suelo el juego de llaves. Por los pelos… Pedro la agarró del codo derecho y la condujo a la puerta del acompañante del coche.  Le abrió la puerta. Paula subió, en silencio. No sabía qué decir. Normalmente era una persona con bastante don de palabra, pero no en esa ocasión. Tenía un torbellino en la mente.


–He reservado mesa en el Seasalt Restaurante, en el Crowne Plaza –  dijo Pedro, poniéndose al volante–. Mi madre me aseguró que la comida es  excelente. De hecho, nunca he cenado en ningún restaurante de la zona, así  que también es mi primera vez –encendió el motor y arrancó.  


–¿Qué quiere decir eso exactamente?  


–Todo a su debido tiempo. Todo a su tiempo.  


–Bueno, creo que ahora es tan buen momento como cualquier otro. Estamos solos. Lejos de nuestra calle. Por favor, para y dime qué pasa.  


–Ni hablar. No vamos a hacerlo así.  


–¿Y cómo lo vamos a hacer?  


–No voy a dejar que les cuentes a nuestros hijos que su padre te propuso matrimonio en el arcén de una carretera. 


 –¿Pro… propuso qué…?  


–¿Es qué no te suena de nada esa palabra? Y yo que pensaba que eras  una chica muy inteligente. Quiere decir pedir matrimonio.  


Paula no sabía si reírse o llorar. No podía estar hablando en serio.  


Sí lo estaba.  


De repente sintió que estaba a punto de llorar.  Él paró el coche en el arcén. Apagó el motor.  


–Bueno, has vuelto a estropearlo todo de nuevo. Iba a hacer todo esto durante la cena, con velas y todo. Música, champán, toda la parafernalia…  Pero parece que hay chicas que no pueden esperar –se volvió hacia ella y se sacó una cajita plateada del bolsillo de la chaqueta.  


Paula contuvo la respiración cuando vio lo que había dentro. Se tocó las mejillas con las manos.  


–Oh, Pedro –exclamó.  


–Paula Chaves… Te quiero. No, eso es poco decir. Estoy loco por ti, y no puedo vivir sin ti. ¿Me concedes el honor de ser mi esposa?  


Paula sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Su corazón estaba  demasiado lleno de palabras.  


–Una vez me dijiste que un diamante solo servía si venía sobre un anillo de oro y acompañado de una proposición de matrimonio.  


Ella sonrió.  


–Es precioso –dijo tocando el enorme solitario–. ¿Es uno de los tuyos?  


–No. En realidad no tengo ningún diamante decente en mi colección de  gemas. Este lo compré ayer en Sídney, junto con el coche y la ropa. Quería  impresionarte.  


–Y estoy impresionada, pero…  


–Sin «peros». Sé que una vez te dije que lo del matrimonio no era para mí, que era un soltero empedernido. Pero al final los hombres también quieren casarse, cuando encuentran el amor verdadero. Créeme cuando te digo que quiero pasar el resto de mi vida contigo.  


–Oh, cariño –le dijo ella, rendida ante su declaración de amor. Los ojos le escocían.    


–Déjame terminar… Supongo que también te preocupa mi relación con mi familia, con mi padre en especial. No tienes nada de qué preocuparte, Paula, de verdad. Tuve una larga charla con mi padre hoy y averigüé algo de lo que no era consciente. Por lo visto, después de la muerte de Damian, mi padre sufrió una profunda depresión que nunca le trataron bien. Se entregó a la bebida y eso le permitió lidiar con el día a día. Cuando se retiró, mi madre lo convenció para que fuera a ver a otro médico. Fue entonces cuando le hicieron un buen diagnóstico y le dieron la medicación que necesitaba. Eso explica ese cambio de actitud que ha tenido recientemente. Hoy me dijo lo mucho que sentía habernos tratado a mi madre y a mí como lo hizo. Lo siente mucho. Así que, ya ves… No tienes motivo para desconfiar. Estoy deseando venir a vivir  aquí. A lo mejor incluso monto una empresa de pesca en lugar de volver a dedicarme a la minería. Después de todo, un hombre no debería viajar todo el tiempo, siempre en peligro...¿No?  


–Claro que no –dijo ella. Los ojos se le llenaron de lágrimas de nuevo.  


–Oye… ¿Por qué todas esas lágrimas? Pensaba que te alegrarías.  


–Y me alegro. Y, Pedro…  


–¿Sí?  


–Yo también te quiero. Mucho. Los ojos de Pedro emitieron un destello.  


–De alguna manera lo supe en cuanto me aclaré un poco. Poco después de que saliera tu vuelo. Solo me llevó un tiempo averiguar qué hacer. Tenía  que tener un buen plan, ¿sabes?  


–¡Oh, tú y tus planes! Nunca supe cuáles eran tus planes en Darwin. 


 –Mmm. Sí, bueno, ese plan todavía está en marcha.  


–¿En serio? ¿De qué manera?  


–Te lo diré todo muy pronto. ¿Entonces eso es un «sí»? ¿Puedo sacar el anillo de la caja y ponértelo en el dedo?  


Ella asintió y él le puso la sortija. Le encajaba a la perfección. Le agarró la mano con fuerza y la miró a los ojos.  


–No puedo decirte lo mucho que siento todas esas cosas horribles que te dije la otra noche, Paula. Fue imperdon…  


–Sh –le dijo ella–. Amar significa no tener que decir nunca «lo siento».  


–Menos mal –dijo él, riendo–. De no ser así, tendría que pasarme toda la noche disculpándome.  


–Pues yo prefiero esa cena con velas de la que hablabas.  


–Y yo.  


–Solo hay un problema –dijo Paula.  


–¿Y cuál es?  


–¿Qué les vamos a decir a nuestros familiares y amigos? No se van a creer lo del compromiso. Parecerá demasiado repentino a sus ojos. 


Pedro frunció el ceño.  


–Probablemente tienes razón. A lo mejor tienes que esconder ese anillo durante un tiempo, por lo menos hasta que estés embarazada. 


Paula se quedó boquiabierta. Pedro sonrió sin más.  


–Te dije que mi plan de Darwin todavía está en marcha. Era un plan muy bueno, e incluía sexo del bueno todos los días, seguido de dos o tres días de  abstinencia hasta que llegues a la fase de máxima fertilidad…  


–Vaya.  


–Sí. Sé que suena un poco tremendo cuando lo dices en alto, pero no por eso deja de ser un buen plan. Ya que hemos pasado por una fase de abstinencia, no solo reservé una mesa para cenar en el Crowne Plaza esta noche. También reservé una habitación. Y, antes de que lo digas, mi querida futura esposa, sé que no hay ninguna garantía de que vayamos a engendrar un bebé esta noche, pero sí hay algo que será completamente nuevo para ti. Esta  noche te va a hacer el amor un hombre que te ama de verdad. Esta noche, te  sentirás segura en sus brazos. Esta noche, no habrá estrés porque, haya bebé o no, por lo menos nos tendremos el uno al otro hasta que la muerte nos  separe.  


Paula trató de contener las lágrimas. Nunca en la vida se había sentido tan emocionada. Había leído acerca del poder curativo del amor, pero nunca  antes lo había experimentado por sí misma. Lo sentía en ese momento y jamás lo olvidaría.  


Pedro Alfonso… Esas son las palabras más hermosas que jamás me han dicho. Y tú eres el hombre más maravilloso que he conocido. Creo que debo de ser la chica más afortunada de todo el planeta porque te he encontrado.  


–Yo soy el más afortunado aquí… Vamos. No he comido nada en horas  y tengo tanta hambre que podría comerme una perca gigante entera yo solo. 


Paula sonrió y siguió haciéndolo durante el resto de la noche.