sábado, 25 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 31




El fuego empezaba a apagarse y el chocolate caliente se había terminado. —Se hace tarde —Paula fue la primera en hablar. Estaba cansada y el pie y la rodilla le dolían.


—Es verdad —reconoció Pedro, poniéndose de pie. Con cuidado cerró las puertas de cristal de la chimenea mientras Manuel llevaba las tazas a la cocina.


—Creo que ahora ya sabes qué esperar del Día de los Fundadores —comentó ella nerviosa—. Es una extraña combinación de fantasmas, desfiles y barbacoas.


—¿Y qué me dices del baile de mañana por la noche? —rió—. ¿Vas a dejarme sólo con los lobos?


—No creo que me encuentre en forma para bailar, pero como el baile inaugura la Semana de los Fundadores, tengo que ir.


—¿Qué te parece si paso a recogerte y luego te llevo hasta donde está tu camioneta?


—De acuerdo —repuso, tragando saliva y sonriendo—. Sería estupendo.


—Te llamaré por la mañana para fijar la hora —prometió Pedro.


—Muy bien.


Se acercó a ella y le ofreció la mano para ayudarla a incorporarse. Paula respiró hondo y sintió su mano cálida y real.


—¿Te vas, Pedro? —inquirió Manuel viniendo de la cocina.


—Sí —miró a Paula con silencioso pesar—. Ha sido un día largo. Mañana me espera una patrulla temprana.


—Me gustaría ser ayudante del sheriff—dijo Manuel.


—Primero tendrás que terminar la escuela. Aunque es algo por lo que vale la pena luchar.


—Quiero ser un héroe como mi padre —indicó el pequeño.


—Pensé que querías fabricar ordenadores, Manuel —le recordó Paula.


—Tal vez —lo meditó—. Si no, quizá sea piloto de carreras.


—Tienes mucho tiempo para decidirlo —Paula sonrió y revolvió el pelo de su hijo.


—Tu madre tiene razón, Manuel —añadió Pedro—. Ante ti está el mundo entero.


—¿Mamá y tú vais a ir juntos al baile de mañana? —preguntó, mirándolos a los dos.


—Tal vez —reconoció María, observando a Pedro.


—Estupendo —dijo el niño—. Nos veremos mañana.


—Puedes apostarlo. Creo que ya me voy. Gracias por la cena.


—Nos alegró tenerte aquí, ¿verdad, mamá?


—Sí. Gracias por traerme a casa, sheriff.


—Puedes llamarlo Pedro —le recordó Manuel—. No olvides que lo conocimos antes de que fuera el sheriff.


—No lo olvido, Manuel —aseguró ella.


—Nos veremos —dijo Manuel con alegría.


Cuando Pedro se hubo marchado y la luz del porche se apagó, Paula empezó a cojear hasta la escalera.


—Es un gran tipo —dijo Manuel, moviéndose a su alrededor—. Creo que deberías ir al baile con él.


—Creo que tú no deberías preocuparte por quien me acompaña al baile —repuso—. ¿A quién vas a llevar tú?


—Yo no voy, ¿no lo recuerdas? —hizo una mueca—. El tío Ulises nos va a llevar a la abuela y a mí a pescar y a pasar la noche fuera. No quiero ir cerca de donde esté bailando un grupo de gente.


—Era lo que pensaba —rió—. ¿Y por qué quieres que vaya yo?


—Porque Pedro es agradable. Y creo que le gustas.


—Creo que los dos deberíamos irnos a la cama, Manuel —sintió que se ruborizaba—. ¿Te importa si hoy no te arropo?


—Esta vez te voy a arropar yo —le tomó la mano—. Esta noche necesitas mi ayuda —mientras Paula se ponía el camisón, Manuel apartó el edredón de su cama y le ahuecó la almohada—. ¿Quieres un vaso de agua? —preguntó con solemnidad cuando ella se metió en la cama.


Paula miró su dulce cara y asintió.


—Tengo un poco de sed.


Imitando los movimientos de ella de cada noche desde que había nacido, fue a llenar un vaso pequeño hasta la mitad y lo depositó en la mesilla después de que ella hubiera bebido un sorbo.


—Y ahora duérmete —le dijo, dándole un beso en la frente—. Te quiero; hasta mañana.


—Yo también te quiero, Manuel —susurró ella con un nudo en la garganta—. Hasta mañana.


—Buenas noches, mamá.


«Lo he hecho», se dijo mientras comenzaba a dormirse. Después de tantas veces de decir no, al fin había aceptado una cita con un hombre.


A la mañana siguiente, sintió las repercusiones de su aceptación.


Paula repasó lo que habían hablado. ¿La intención de Pedro era realmente que fueran como pareja? ¿O había realizado la invitación como un amigo?


En la mano derecha, sostenía un vestido azul con un cuello blanco y cintura estrecha. Siempre lo llevaba con un collar de perlas de su abuela.


En la mano izquierda, sostenía un vestido negro que nunca se había puesto. Lo había comprado porque era negro, pero cuando se lo probó, no le pareció adecuado para el luto. Demasiado corto, demasiado ajustado, con un leve y sexy encaje negro a lo ancho del escote que insinuaba…


—¿Eh, Paula? ¿Estás arriba? —llamó Emma Carlson desde las escaleras?


—Sube.


—Demasiados escalones —dijo Emma, que entró sin aliento en el dormitorio. Se sentó en la cama—. ¿Y el pequeño?


—Ha ido a pasar el fin de semana a la casa de mi madre —explicó delante del espejo viéndose distintos vestidos.


—¿Qué haces? —inquirió Emma.


—Intentando decidir qué ponerme.


~¿A dónde vas?


—Al baile —Paula se volvió hacia ella—. ¿Qué te parece?


—¡Creo que es maravilloso! —se levantó y la abrazó con fuerza—. ¡Después de todo este tiempo! Es el sheriff macizo, ¿verdad?


Paula sonrió. Luego frunció el ceño.


—Eso creo. Me parece que anoche me pidió que saliera con él.


—E intentas decidir qué ponerte —Emma expuso lo obvio—. ¿Te pidió que fueras con él simplemente o que fueras como pareja?


—Eso mismo me estaba preguntando yo —rió y se dejó caer en el sillón azul y verde.


—¿Lo has besado? —Paula asintió y ambas rieron—. Bueno —demandó Emma—, ¿cómo fue?


—Fue… —carraspeó—… fue bastante bueno.


—¿Bastante bueno?


—De acuerdo —reconoció con una sonrisa lenta—. Fue fantástico.


—Fantástico, ¿eh? —las dos volvieron a observar los vestidos—. Decididamente el negro —indicó Emma—. Tengo un par de zapatos que le van a la perfección. ¿Y qué vas a hacer con el pelo? —lo recogieron y dejaron que unos mechones cayeran sueltos—. Con ese vestido —garantizó su amiga—, mis zapatos y tus piernas, nadie te va a mirar el pelo. Pero creo que así te queda de miedo. Tengo una barra de lápiz de labios en el coche.


—Gracias, Emma —Paula la abrazó—. Estoy un poco nerviosa.


—¡Oh, Paula! Es justo lo que necesitabas. ¡Salir y besar a hombres maravillosos! A Jose le hubiera gustado que continuaras con tu vida. Hubiera querido que la vivieras.


Paula no tuvo tiempo de analizar sus palabras.


Cuando Emma iba a su coche, sonó el teléfono.


—¿Cómo va tu pie hoy?


—Bien. Ya no me duele.


—Entonces, ¿puedo esperar al menos un baile? —preguntó él.


—Hace años que no bailo —confesó, mirándose en el espejo mientras hablaba. Esbozó una amplia sonrisa.


—Entonces creo que ya es hora —afirmó Pedro—. Pasaré a recogerte a las ocho, si te parece bien.


—Perfecto —respondió—. A esa hora estaré lista.


Él rió y dijo otra cosa antes de colgar. Paula se perdió sus últimas palabras, inmersa como estaba en lo mucho que le gustaba su risa.


—Era él, ¿verdad? —preguntó Emma, jadeante después de haber subido la escalera a la carrera.


—Era él —confirmó Paula—. ¡Oh, Dios mío! Es como volver a tener diecisiete años.


—Tienes suerte —le entregó a su amiga el lápiz de labios—. Yo voy a ir con Steve Landis.


—¿Steve? —Paula estuvo a punto de atragantarse—. Es, bueno… es agradable.


—No importa —Emma se encogió de hombros—. En cualquier caso, mantiene su coche bien limpio. Creo que nos hace falta un broche más grande para tu pelo. Se maquillaron mutuamente y se arreglaron el pelo. Paula se probó el vestido, y Emma analizó a su amiga con ojos críticos.


—Das la impresión de querer ocultar algo —dijo mientras terminaba una porción de tarta de limón y se limpiaba las migas de las manos.


—Es muy corto —se bajó el vestido unos dos centímetros, pero el tejido no permanecía en su sitio.


—Está fantástico. Echa los hombros atrás y deja que las demás se mueran de envidia.



DUDAS: CAPITULO 30




Desde la sien de Paula, la boca de Pedro avanzó hacia el pómulo y se posó en cada párpado. 


Cuando llegó hasta sus labios, ella estaba ansiosa por sentir la fuerte presión, el calor que irradiaba…


Sintió que se movía y apoyaba en un escritorio, acomodándola para acurrucaría mejor sobre su pecho y su regazo. A ella no le importó. Lo quería más cerca y pasó los brazos alrededor de su cuello, introduciendo los dedos por su tupido pelo oscuro.


—Paula —murmuró él, tan cerca del oído que su aliento le provocó un hormigueo. La lengua le tocó el lóbulo de la oreja y ella se retorció en su regazo, haciendo que ambos fueran conscientes de lo mucho que Pedro la deseaba.


Paula le besó la base del cuello, donde la camisa estaba abierta, y deseó abrirle el resto de los botones. Quería tocarlo, sentir cómo se movía bajo sus manos…


—Espero que no intentes librarte de realizar esos pagos semanales —rió él en voz baja.


—Lo siento. Pensé que tratarías de aprovecharte de mí.


—Dame una oportunidad —dijo, besándole el cuello—. Me encantaría aprovecharme de ti.


—No me refería a eso —suspiró, y casi olvidó lo que había querido decir cuando sintió la mano de Pedro en el muslo. Se sobresaltó y mordió el labio cuando le rozó la rodilla cortada.


—Lo siento —se disculpó y le dio un beso rápido antes de levantarse—. Creo que será mejor que nos ocupemos de esos cortes y arañazos, señora, antes de que siga aprovechándome de usted.


—Gracias, sheriff —agradeció con su voz más encantadora, moviendo las pestañas—. Aprecio su consideración.


La sentó en una silla de respaldo recto y se arrodilló a sus pies después de llevar el botiquín de primeros auxilios.


—No está tan mal —indicó. Con cuidado, eliminó la fina media a la altura de su rodilla y limpió el fino corte. Luego, aplicó un desinfectante y lo cubrió con una tirita.


—Está mejor —reconoció ella, consciente de lo solos que se encontraban en el viejo edificio.


—Veamos tu pie —le sonrió antes de quitarle el zapato—. Creo que alguien te debe un nuevo par de zapatos.


—Mientras no necesite un pie nuevo, no oirás mis quejas —movió los dedos de forma experimental.


—Todo parece estar bien. Pero te llevaré al hospital si crees…


—No —meneó la cabeza—. Me pondré bien.


—Tendrías que ir a casa y colocarte algo de hielo —manifestó.


—¡Manuel! —abrió mucho los ojos—. Me olvidé de Manuel.


Le llevó un teléfono y fue a ver sus mensajes mientras Paula llamaba a sus suegros. Al pensar en que podría haber estado atrapada allí todo el fin de semana, experimentó un escalofrío. 


Menos mal que no había resultado herida de mayor gravedad.


No obstante, intercambiaría unas palabras con el hombre responsable de dar el visto bueno a los suelos. El accidente podría haber sido grave.


—Voy a recoger a Manuel —le dijo desde la recepción.


Pedro se reunió con ella en la puerta.


—Creo que no. ¿Y si tu herida es más grave de lo que pensamos? ¿Y si te sales de la carretera y Manuel y tú sufrís un accidente?


—¿Qué se te ha ocurrido? —sonrió despacio.


—Voy a llevarte a casa. Mañana te traeré para que recojas tu camioneta. No podría dormir esta noche sabiendo que dejé que condujeras con un pie lesionado.


—Me pondré bien, Pedro, de verdad.


—No cumpliría con mi trabajo si dejara que un conductor saliera a la calle sin estar bien —explicó.


—De acuerdo —aceptó ella. La rodilla aún le dolía, y estaba cansada y ansiosa por llegar a casa—. Puedes llevarme.


—Como si hubieras tenido elección —sonrió. La ayudó a ponerse el abrigo y le dio el bolso. La alzó en brazos y se dirigió a la puerta.


—No tienes por qué llevarme —indicó Paula.


—Me gusta.


Ella permaneció en silencio mientras la introducía en el coche patrulla y le arreglaba la ropa. Era agradable que para variar alguien se ocupara de ella. Hacía mucho tiempo que no sucedía.


—Supongo que tendré que invitarte a cenar, ya que me vas a llevar a casa —suspiró mientras Pedro encendía el motor.


—No quisiera ser una molestia —musitó, pero cuando Manuel subió al coche patrulla lo primero que hizo fue invitar al sheriff a cenar—. Tu madre se ha lastimado una rodilla y un pie —le informó—. Tendremos que cocinar nosotros.


—Podemos hacerlo —anunció el pequeño—. Tenemos un montón de comida congelada.


Quedó decidido. Paula permaneció sentada y escuchó a los dos contarse lo que habían hecho aquel día.


Al llegar a la casa, Pedro la levantó y Manuel abrió la puerta. Como una reina en su trono, Paula estuvo sentada mientras le quitaban el abrigo y Manuel le llevaba las zapatillas.


—Tendrás que sentarte en la cocina —explicó Manuel con sumo cuidado, como si a ella le costara entender—. Quizá necesitemos tu ayuda.


—Bien —le acarició la cara—. ¿Qué vais a preparar para cenar?


Manuel guió a Pedro por la antigua cocina. 


Estudiaron el contenido de los armarios y del congelador.


Paula bebió una taza de té de hierbas y los observó mientras extendían ingredientes sobre el mostrador. Pedro acomodó a Manuel en un taburete y lo puso a pelar patatas. Bajó la sartén más grande y la colocó sobre la cocina.


—¿Qué nombre tiene este plato? —preguntó Paula mientras él empezaba a añadir ingredientes.


—Salpicón —respondió, echando cebollas detrás de las patatas—. En Toledo, es salpicón de Toledo. En Dallas, es salpicón de Dallas.


—¿Y en Gold Springs? —rió ella.


—Aquí —sonrió y la miró—, lo llamamos salpicón de Paula.


—¿No puede ser salpicón de Manuel? —inquirió éste.


—Tu madre tiene un pie lesionado —lo miró con el ceño fruncido—. Por eso lo preparamos. Y por eso debemos llamarlo salpicón de María.


—De acuerdo —Manuel analizó sus palabras—. Pondré los platos y los vasos.


La cocina olía muy bien debido a los ingredientes que se freían, incluyendo muchas de las hierbas frescas de Paula, que ella jamás había empleado de esa manera. Una vez terminado el salpicón, Pedro lo sirvió en los platos.


—¡Qué bueno! —halagó Manuel al probarlo.


—Está bueno de verdad —añadió Paula, impresionada. Desde luego, Pedro debía de cocinar. Había vivido solo casi toda su vida. Pero seguramente habría tenido alguna novia.


—¿Alguien quiere chocolate caliente? —preguntó cuando terminaron de comer.


—Tomémoslo junto al fuego —sugirió Pedro—. Podríamos contar historias de fantasmas como hacen el Día de los Fundadores.


—¿Historias de fantasmas? —repitió Pedro en serio—. No sabía que eso formaba parte de la celebración.


Paula miró a Pedro y ambos rieron.


—Pues entonces te aguarda una sorpresa. El Día de los Fundadores se basa en historias de fantasmas.


Sentados ante la chimenea, Paula sostuvo su taza con cuidado mientras Manuel empezaba a contar su historia.


—Al principio, Gold Springs fue una ciudad minera —comenzó con su voz más tétrica—. La gente vino aquí desde todo el país cuando se enteró de la existencia de una gran veta de oro. Muchas personas eran mezquinas y otras muchas huían de la ley.
»Dos hermanos llegaron con lo puesto y empezaron a excavar porque eso era lo que había que hacer. Un hermano dio de inmediato con una buena veta y la azada se le llenó de oro. El otro hermano no pudo encontrar ni una pepita, aunque trabajó mucho.
»De modo que el hermano que no tuvo suerte odió al que sí la tuvo. Sabía que mucha gente había excavado muchos pozos por todo el lugar en busca de oro, y se le ocurrió una idea. Cubrió uno de los agujeros más profundos con una fina capa de papel con alquitrán y extendió algunas hojas por encima. Luego llamó a su hermano.
»Cuando éste llegó, el hermano malo le dijo que había visto algo del otro lado del claro, donde estaba el agujero tapado. Su hermano desconocía la situación y pisó el pozo y se hundió en él y jamás se lo volvió a ver… con vida».


—En esta ciudad tenemos la costumbre de caer en huecos —intervino Paula, burlándose de sí misma.


—¿Y qué pasó a continuación? —preguntó Pedro.


—Bueno —continuó Manuel—, dicen que casi en el acto empezaron a ver al hermano muerto. Apareció ante unos mineros en la taberna, pero cuando intentaron hablar con él, se desvaneció. La gente comenzó a decir que un hermano había matado al otro para quedarse con su oro.
»Desde luego, tenían razón. El hermano vivo vivía a lo grande con el oro del hermano muerto, ocupando su casa y bailando con mujeres bonitas en la taberna hasta el amanecer. Pero una noche, cuando ya era muy tarde y regresaba a casa, oyó algo en el bosque. Fue a ver qué era y observó una lámpara en una rama que se mecía al viento.
«Intentó alcanzarla, pero no notó que había un pozo abierto, y se cayó en él, incluso a mayor profundidad que su hermano. La gente dijo que el fantasma de su hermano lo engañó para que cayera. Y en la actualidad, algunas personas afirman que aún se los puede oír discutir en el bosque en mitad de la noche. Una lámpara aparece en un árbol y entonces todos los sonidos se apagan. Cada hermano obtuvo su venganza».


—¡Vaya! —Pedro se echó atrás y bebió un sorbo de su taza—. Ha sido impresionante. ¿Dónde oíste esa historia?


—La cuentan todos los años en el Día de los Fundadores —repuso Manuel como si no fuera nada—. Mamá dice que cuando ella era niña también la contaban cada año.


—Es verdad —explicó Paula—. Ésa y algunas otras. Gold Springs está llena de fantasmas.


—¿Y agujeros abiertos en los que caen las personas? —preguntó Pedro con sarcasmo.


—La gente de Gold Springs lo pasa mal tratando de dilucidar cómo poner un pie delante del otro —asintió ella con gesto solemne—. Somos buenos en mantener el pasado, pero el futuro nos asusta.


Pedro estudió su perfil a la luz de las llamas.


—Por eso os hace falta algo de sangre nueva aquí. Para que alguien pueda arrastraros al futuro.


—¿Por eso has venido? —inquirió Paula con seriedad.


—Eso me parece.




DUDAS: CAPITULO 29




No volvió a verlo aquella mañana, y pasó el tiempo de forma productiva, recordándose que ya no era una adolescente. Un hombre no podía quitarle el aliento de esa manera.


Estar cerca de Pedro era como hallarse al lado de una corriente eléctrica. Le provocaba un hormigueo por todo el cuerpo. Rió, sintiéndose joven y tonta. Aunque no era ninguna de esas dos cosas. Era una viuda con un hijo pequeño y responsabilidades.


Sin embargo, había una parte de ella que quería volver a sentirse tonta y despreocupada. Hacía tanto que no experimentaba esa sensación… 


Con sólo pensar en ello se sentía culpable y con miedo.


¿Y si Pedro sólo estaba interesado en una aventura pasajera? No pensó que pudiera ser otra vez tan joven y tonta.


Sin embargo, ¿cómo podía enamorarse de él cuando había prometido amar para siempre a Jose? Y aunque Pedro era diferente, todavía existía el peligro real de que en última instancia pudieran sufrir el mismo destino.


Eran las cinco menos cinco cuando miró el reloj desde su mesa. La había reclamado junto con una silla del almacén. Había empleado un limpia muebles para dejarlas relucientes. Luego, se dedicó al escritorio de Jose.


¿Se daría cuenta de que se lo había limpiado? 


Recogió el abrigo y el bolso y cerró la puerta del despacho. La zona exterior, que con el tiempo sería un torbellino de actividad, aún estaba llena de serrín y cables sueltos.


Los carpinteros habían terminado aquel día, y los pintores aparecerían después del fin de semana. El lugar no tardaría en estar listo para el equipo y los empleados nuevos.


Había una luz encendida en una de las zonas aún no habilitadas de la parte de atrás; giró, pensando en fingir que no la había visto. Estaba cansada, y Manuel la esperaba.


Pero ya se había acostumbrado a apagar demasiadas luces en casa, siguiendo el rastro de su hijo. Soltó un suspiro, dio la vuelta y avanzó entre el mobiliario y los cubos de pintura hasta llegar al cuarto pequeño.


Estirándose de puntillas para llegar al cable que bajaba desde la bombilla, apoyó todo el peso en una plancha de madera. Sin previa advertencia, ésta cedió bajo su pie y ella cayó hacia delante. 


Logró frenarse apoyándose sobre las palmas de las manos pero no antes de arañarse la rodilla derecha. Lo peor fue que el pie quedó entre el agujero y la plancha, y aunque intentó liberarlo, no pudo.


Durante unos momentos tiró, pero el zapato y el pie se hallaban firmemente insertados en la madera.


Miró alrededor en busca de alguna herramienta que pudiera emplear para ayudarse. Por su cabeza pasó una larga serie de juramentos, que pensaba recordar el lunes cuando viera a los carpinteros. Le habían asegurado que todos los suelos eran seguros.


Tocó una espátula, pero resultó igual de inútil que las dos manos. Las palmas le escocían y en la rodilla tenía un corte que sangraba. Se sentó en el suelo e intentó sacar el pie del zapato.


Se negó a ceder a los temores de que pudiera pasar la noche en ese cuartucho sucio, y se alegró de no haber podido alcanzar el cable de la luz. Al menos, no estaba en la oscuridad preguntándose si había ratas.


No sabía cuánto tiempo había pasado, pero estaba dolorida y cansada. Al rato, se dio cuenta de que daba cabezadas y se sentó más erguida; miró el reloj. Llevaba más de dos horas con el pie atrapado en el suelo.


Sin duda, Ana debería estar preguntándose por qué no había ido a recoger a Manuel. Quizá llamara al sheriff o a uno de sus ayudantes, y alguien iría a buscarla.


Oyó que las puertas frontales se abrían y cerraban.


—¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?


—¿Paula? —llegó la rápida respuesta.


Pedro—llamó con ansiedad—. Estoy aquí atrás. Trae un martillo o algo contigo.


—¿Qué ha pasado? ¿Paula?


—Estoy aquí atrás —odió que su voz sonara llorosa, pero estaba contenta de que Pedro hubiera llegado—. Aquí atrás, donde brilla la luz.


—¿Paula? —se asomó en el cuarto pequeño y la vio sentada en el suelo.


Pedro—se pasó una mano sucia por los ojos, tratando de evitar que viera que lloraba.


—¿Qué haces aquí atrás? ¿Te encuentras bien?


—Vine a apagar la luz que dejaron encendida esos malditos carpinteros, y el suelo cedió. Tengo el pie enganchado.


Se arrodilló a su lado y estudió su pie y el agujero en el suelo.


—¿Cuánto tiempo llevas aquí?


—Unas dos horas —repuso, agradecida de ver su cara. Aunque tenía que reconocer que le habría alegrado ver cualquier rostro.


—Iré a buscar una palanca metálica a la camioneta y te sacaré en un segundo. Esta madera está podrida. Es el modo en que tienes enganchado el pie lo que dificulta liberarlo.


—De acuerdo —musitó.


Pedro captó el temblor en su voz y la miró, deseando tener al carpintero en sus manos en ese momento.


—Todo va a salir bien. Vuelvo enseguida.


Paula aguardó con impaciencia, y los breves momentos que estuvo ausente le parecieron varias horas. Regresó con una palanca metálica e introdujo el extremo fino en la madera podrida.


—Intenta sacarlo ahora.


Ella lo intentó, pero fue inútil.


—No sé si lo conseguiremos. Quizá tenga que quedarme a vivir aquí.


—No lo creo —empujó la palanca con más fuerza y la madera se astilló y rompió bajo la presión.


Paula sacó el pie y al instante se sintió mejor.


—Gracias, gracias —repitió una y otra vez, más aliviada de lo que había pensado.


La ayudó a levantarse y ella se aferró a Pedro


Él ni siquiera quiso luchar contra la sensación de tenerla en sus brazos.


—No sé si puedo caminar —murmuró ella al rato—. Siento el pie dormido —sin decir una palabra, la alzó en brazos y observó de cerca su cara manchada por las lágrimas—. No pretendía que tuvieras que llevarme —un sollozo ahogó su voz.


—No es nada —susurró él, y sus labios rozaron levemente los suyos.


Paula sintió que abría la boca. Los ojos de Pedro eran tan oscuros… Contempló sus labios y cerró los ojos, deseando más.