sábado, 18 de marzo de 2017

PROBLEMAS: CAPITULO 8





Pedro permaneció en el umbral de la puerta. La suave luz de una solitaria lámpara iluminaba la pequeña habitación en la que Loretta había metido a sus dos hijos en la cama. Richie Nolan, alto y delgado como un junco, miró a Paula con ojos
llorosos.


-Aquí estaréis seguros -dijo Paula-. Llamaré todos los días, pero no vendré durante una temporada para evitar que Cliff me siga.


-Gracias -dijo Loretta, aún arrodillada junto a la cama-. Debería haberte hecho caso hace tiempo, Paula. Si hubiera...


Paula miró los húmedos ojos azules de Loretta, intentando evitar fijarse en los moratones que le cubrían el rostro y en la sangre seca en su labio. Sintió una intensa rabia acumulándose en su interior. ¿Cómo podía un hombre pegar de aquella manera a la mujer que decía amar?


-El pasado no importa -Paula aspiró hondo y trató de sonreír.


-Nunca olvidaré lo que tú y el señor Alfonso habéis hecho por mí y los niños - Loretta se puso en pie.


-No nos debe nada, señora Nolan -Pedro pasó una mano por la cintura de Paula-. Pero sí se debe a usted misma y a los niños una vida mejor. La gente de aquí puede ayudarla y lo mismo haremos Paula y yo en todo lo que podamos.


-Estaré en contacto -Paula no pudo resistir la tentación de apoyarse contra Pedro. ¿Qué haría sin él?


Poniéndose de pie en la cama, Richie rodeó a Paula por el cuello con lo brazos.


-Te quiero, Paula. Te quiero por haber impedido que papá nos hiciera daño a mí y a Whitey dijo el niño, con lágrimas en los ojos-. Cuida de Whitey por mí. Es un buen perrito.


Paula se inclinó para volver a dejar al niño en la cama.


-No te preocupes -dijo con ternura-. Yo me encargaré de que Whitey esté bien - Paula se prometió que encontraría un lugar adecuado para el perrito.


-Si mi testimonio puede ser útil estoy dispuesta a ir mañana al juzgado -dijo Loretta.


-No, no debes hacerlo -Paula ni siquiera había pensado en la posibilidad de que Loretta testificara contra su marido-. ¿No habrías pensado llamarla como testigo, no? -preguntó, mirando a Pedro.


-Creo que podremos arreglar el asunto sin usted, señora Nolan. Será mejor que su marido no sepa dónde están usted y los niños - Pedro estaba seguro de que en el juzgado del juez Clayburn Proctor la palabra de Paula Chaves contra la de Cliff Nolan sería suficiente defensa.


Pedro tocó la espalda de Paula. Esta tembló. Cuando él se inclinó y le susurró junto al oído sintió un estremecimiento.


-Vámonos. La señora Nolan y los niños necesitan descansar.


Paula echó una última mirada a la habitación, obligándose a sonreír. Sin volver la mirada atrás, dejó que Pedro la condujera fuera. En cuanto la puerta se cerró tras ellos, Paula se apartó de Pedro y apoyó la cabeza contra la pared. Las lágrimas se acumularon en su interior. Sus delgados hombros temblaron.


Pedro sintió su dolor. No podía soportar ver a Paula sufriendo, y aquella mujer tierna y sentimental recogía todos los dolores del mundo en su alma.


La cogió de los hombros y la apartó lentamente de la pared, haciéndole darse la vuelta hasta que apoyó la cabeza sobre su pecho. Era tan pequeña... la parte superior de su oscuro pelo descansaba contra su esternón. Le alzó el rostro por la barbilla, haciendo que lo mirara. Las lágrimas humedecían sus ojos y sus rosadas mejillas.


Deseó absorber aquellas lágrimas con sus besos.


-No llores, dulzura. Todo se arreglará.


Suspirando, Paula rodeó con sus brazos la cintura de Pedro.


-¿Por qué, Pepe? ¿Cómo es posible que alguien haga daño a otro, especialmente a quien dice amar? ¿A una esposa? ¿A un hijo? ¿A un animalito indefenso? No lo entiendo.


-No lo sé. Los psiquiatras dicen que los casos de abusos son un círculo vicioso. Es un comportamiento aprendido. Es probable que alguien abusara también de Cliff' Nolan.


-Entonces cómo es posible que él... -Paula tembló-. Yo le disparé, Pepe. Llené su espalda de perdigones. Le hice daño.


-Vamos, vámonos de aquí. Voy a llevarte a casa.


Pedro llevó a Paula hasta el coche casi a rastras. Una vez dentro le puso el cinturón de seguridad. Paula apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.


Entonces él deslizó los dedos por su mejilla. Paula abrió los ojos y lo miró. Pedro la contempló un momento y se inclinó hacia ella. Paula cerró los ojos.


Cuánto deseaba besarla... Pedro se apartó de repente de ella, metió la llave en el arranque y puso el coche en marcha. 


¿Qué diablos estaba haciendo? Nunca se había aprovechado de lo que Paula sentía por él y no iba a empezar a hacerlo en aquel momento, especialmente estando tan vulnerable.


Paula abrió los ojos cuando el coche arrancó. ¿Qué había pasado? Había estado tan segura de que Pedro iba a besarla... Lo miró en la penumbra del coche mientras
salían de Marshallton. La mirada de Pedro estaba fija en el parabrisas; su perfil era una firme línea en las sombras y su mandíbula parecía tan tensa como su cuerpo.


Paula deseó desesperadamente alargar una mano y acariciarle para liberar la tensión que percibía. Pero no se atrevió a tocarle y arriesgarse a recibir una mirada helada y sus palabras de rechazo. Siguió observándolo en silencio mientras conducía.


Desde la primera vez que lo vio lo consideró su amor secreto, y eso no había cambiado con el transcurso de los años. Pero Pedro nunca podría ser suyo. Ella no podría existir en su mundo, vivir según sus reglas, transformarse en una esposa obediente y políticamente correcta.


Aunque Pedro llegara a amarla, incluso aunque quisiera que fuera su compañera, no podría casarse con él. Ella era como era y no podía ni quería cambiar.


Una mujer con sus antecedentes y sus valores morales nunca encajaría en el superficial mundo social en el que Pedro Alfonso era un príncipe.


Reprimiendo las lágrimas, Paula volvió la cabeza hacia la ventanilla y miró la oscuridad de la noche, tratando de apartar su mente de un mundo que no podía comprender y de un hombre al que no se atrevía a amar.


Pedro quería golpear a algo o a alguien. Aferraba el volante del coche tenazmente. Aquella situación era intolerable. 


Había pensado que podría controlarla y lo había hecho durante bastante tiempo. No estaba seguro de cuándo se dio cuenta por primera vez de que deseaba a Paula Chaves. No era algo que hubiera sucedido de repente; se había apoderado de él lentamente, a hurtadillas, y había sido incapaz de impedirlo.


Durante los últimos años la había encontrado más y más atractiva cada vez que la veía, lo que sucedía bastante a menudo. Pero su sentido común y su sentido de la supervivencia le habían mantenido emocional y sexualmente alejado de ella.


Había pensado muchas veces en todos los motivos por los que habría sido desastroso para ambos tener una aventura. 


En primer lugar, Paula tenía diez años menos que él y él era buen amigo de sus tres hermanos mayores. Joaquin, Hector y Claudio se turnarían golpeándole si rompía deliberadamente el corazón de Paula. Además estaba el hecho indiscutible de que él y Paula procedían de mundos muy distintos. Se conocía a sí mismo y conocía a Paula lo suficientemente bien como para saber que ninguno de los dos cambiaría. Además, ¿querría que Paula cambiara? No. Parte de su atractivo residía en su amor por la libertad, en su gran corazón y su naturaleza cariñosa.


Solomon y Whitey los recibieron cuando Pedro detuvo el jaguar frente a la casa de Paula. Ninguno de ellos hizo un movimiento para salir del coche.


Volviéndose lentamente, Pedro la miró.


-Gracias por tu ayuda -dijo Paula, devolviéndole la mirada-. Y por tu comprensión


-Será mejor que descanses. El juicio empieza a las diez -Pedro sabía que debía abrir la puerta, salir y ayudar caballerosamente a Paula para luego despedirse y salir
de allí corriendo lo antes posible.


Pero no podía. Su deseo de estar con ella, de mirarla, de aspirar su fresco aroma le hacían alargar la despedida.


-Supongo que es bastante tarde -Paula se tocó la muñeca. Estaba desnuda. En sus prisas por ayudar a Loretta había olvidado ponerse el reloj.


Encendiendo la luz interior, Pedro miró su Rolex.


-Son más de las tres -dijo.


-Será mejor que entre en casa.


-Sí. Cuando llegue la mañana los dos debemos estar despejados y con buen aspecto.


-No creo que pueda dormir -Paula lo miró, incapaz de detenerse, sabiendo que sus ojos contenían una invitación y un ruego.


Pedro se pasó una mano por el pelo.


-Yo tampoco.


-Puedes pasar a tomar un café. Tengo descafeinado.


«Idiota», se reprendió Paula. «No te hagas esto. 


Prácticamente le estás rogando que entre y se quede contigo».


-Un café me vendrá bien.


«¿Qué clase de tonto eres?» se dijo Pedro. «Después de tanto evitar situaciones comprometidas con esta mujer, aquí estás, dispuesto a entrar en su casa en medio de la noche. 


El café no es todo lo que te está ofreciendo, ni lo único que tú quieres».


Paula fue encendiendo las luces según avanzaban por la casa hasta la cocina.


Pedro la siguió, sintiendo a cada paso la tensión de Paula. 


Miró despreocupadamente el cuarto de estar mientras lo cruzaban. Limpio y hogareño pero ligeramente desordenado. 


Sintió deseos de empezar a recoger cosas del suelo.


-Siéntate -dijo Paula-. ¿Prefieres café natural o instantáneo?


-Natural -Pedro alargó una mano para tocarle el hombro pero lo pensó mejor y la dejó caer-. Mientras se hace podemos repasar algunas cosas importantes del juicio.


Pedro apartó una silla de la mesa y se sentó. Como el cuarto de estar, la cocina tenía un aspecto limpio y aseado pero también ligeramente desordenado. Era evidente que Paula vivía realmente en su casa.


Pedro no estaba seguro de haber «vivido» nunca en ningún sitio. Cuando era pequeño su abuela se había hecho cargo de la casa con la precisión de una institutriz en un internado. 


Él, Octavio  y su hermana Valeria tenían horas específicas de acostarse y levantarse, incluso los fines de semana. Los juegos ruidosos y la música alta estaban prohibidos. La comida era servida en el comedor por los criados. Pedro
no recordaba haber comido nunca en la cocina de su casa.


Su actual apartamento había sido decorado por una diseñadora de interiores con la que había salido hacía unos años. Ella le había dicho que reflejaba su personalidad. Si era cierto, era un tipo descolorido, frío y blanco y negro. Todo el mobiliario era lustroso, elegante y ultramoderno. Y no había nada fuera de lugar. Ni desorden, ni platos sucios en el fregadero, ni migas en la mesa...


Pedro Alfonso le gustaba llevar una vida ordenada. Su mente funcionaba mejor cuando controlaba todos los aspectos de su mundo.


-Tengo un poco de tarta de melocotón -dijo Paula, sentándose en una silla frente a él-. ¿Te apetece un poco con el café?


No quería hablar sobre el juicio. Ni siquiera quería hablar sobre qué depararía el futuro a Loretta Nolan y sus hijos. 


Todo lo que Paula quería en aquellos momentos era caer en brazos de Pedro y pedirle que la estrechara con fuerza.


No recordaba haber sido abrazada muy a menudo. Su abuelo Claude fue un buen hombre, aunque nunca se mostró demasiado afectuoso y la trataba como a sus hermanos, como si fuera uno más. Joaquin, Hector y Claudio la habían querido mucho y habían sido muy protectores, pero no sabían cómo tratar a una chica. Ellos también habían crecido sin ninguna influencia femenina en su vida.


A veces, Paula necesitaba desesperadamente ser abrazada. 


Ocasionalmente, una amiga, Sheila o Susana, le daban un afectuoso abrazo, pero esa clase de abrazos no le bastaban ya. Paula quería y necesitaba la tierna y cariñosa pasión de un hombre.


Necesitaba que Pedro Alfonso la amara. Pero él no necesitaba amarla.


-¿Tarta de melocotón? -preguntó Pedro-. Ya sé que no la has hecho tú. Según recuerdo, tus habilidades culinarias no eran mejores que las de tus hermanos.


-Por supuesto que la he hecho yo -protestó Paula-. Sheila lleva unos años enseñándome a cocinar.


-¿Es comestible?


-¿Mi tarta de melocotón? Por supuesto que es comestible, pero no sé si te voy a dejar probarla.


Pedro rió, sintiendo que la tensión desaparecía de su cuerpo como mantequilla derretida. Sin pensarlo, alargó una mano y cogió la de Paula. Ella se encogió y luego se puso rígida. Pedro le acarició la mano con el pulgar.


-No te preocupes por el juicio y no te preocupes por Loretta Nolan. Todo va a ir bien.


-¿De verdad, Pedro?


La pregunta de Paula dejó aturdido a Pedro. Sabía muy bien que no se estaba refiriendo sólo al juicio y a Loretta, sino al futuro... a su futuro.


-Creo que después del juicio tú y yo tendremos que hablar.


-¿Por qué no hablamos ahora mismo?


Pedro no estaba listo para romper los lazos que le unían a Paula. Todavía no.


No esa noche. Pero en beneficio de ambos debía cortar esos lazos después del juicio.


Ninguno de los dos podía seguir en aquella situación. Su mutuo deseo les estaba haciendo daño.


-Será mejor que esperemos a que pase el juicio. Te llevaré a cenar y cuando te traiga a casa hablaremos.


Paula no se sentía capaz de mirarle a los ojos. Tenía miedo de que viera en ellos su dolor y lo mucho que lo amaba. Después del juicio Pedro iba a liberarla y a liberarse a sí mismo de la carga de su relación.


-El café ya está listo -dijo, levantándose rápidamente y poniendo dos tazas en la mesa. Cuando el café estuvo servido volvió a sentarse y alzó la taza para hacer un brindis-. Por mañana a la noche, después del juicio. Por el fin de algo que nunca debería haber empezado -las lágrimas llenaron sus ojos. Tragó. Sus manos temblaron, agitando la taza que sostenía.


-Paula... -Pedro la miro y deseó no haberlo hecho. Estaba a punto de llorar-. Sabes que nunca ha empezado nada entre nosotros. Sólo una amistad especial.


Paula dejó la taza en la mesa de golpe, derramando un poco de café alrededor.


Echó atrás la silla y se puso en pie dándole la espalda a Pedro.


-Ha sido una mala idea pedirte que entraras a tomar café. Has aceptado porque no querías herir mis sentimientos, ¿verdad?


-No, Paula. Eso no es cierto.


-Oh, sí... sí lo es -la voz de Paula se rompió en un emocionado suspiro. Pero no estaba dispuesta a empezar a llorar. No hasta que Pedro se fuera-. Ya hace años que te has estado ocupando de mí. No porque quisieras, sino porque sentías que era algo que debías hacer. Por la amistad que tienes con mis hermanos y porque no puedo mantenerme alejada de uno u otro problema.


-Paula...


Los hombros de Paula temblaron con la fuerza de sus lágrimas reprimidas.


-Podría haber cuidado de mí misma sin tu ayuda, y lo sabes. No necesito que vengas a rescatarme, así que después del juicio no volveré a llamarte nunca.


-Paula, este no es el momento...


-De acuerdo. Jugaremos según tus reglas. Siempre lo hacemos. Esperaremos.


Pedro se puso en pie y alargó las manos para coger a Paula por los hombros.


Dudó. ¡No la toques!, le gritó una voz interior. Pero ella estaba sufriendo y era él el que la había dañado, replicó su corazón. Cogiéndola por los hombros la volvió hacia sí. Paula bajó la mirada, tratando de evitar la de Pedro.


-Mírame, Paula.


-Vete a casa. Déjame sola -trató de apartarse pero Pedro la retuvo con fuerza.


-No te hagas esto, cariño. No me hagas esto.


Paula alzó la mirada, insegura de lo que vio en la expresión de Pedro.


-¿Qué te estoy haciendo?


-Me estás volviendo loco.


-Yo...


Rápidamente, desoyendo las advertencias de su mente, Pedro interrumpió a Paula cubriéndole la boca con la suya. 


Sorprendida por la inesperada urgencia de su beso, Paula no respondió al principio; pero cuando Pedro profundizó el beso, penetrando con su lengua en la boca de Paula y estrechándola con fuerza de manera que sus senos se aplastaron contra su pecho, ella cedió a la ardiente dulzura que empezó a recorrer su cuerpo.


Por un momento comprendió que Pedro la estaba besando como siempre había soñado que lo hiciera. Luego su mente dejó paso a los sentidos y ya no pensó nada. Sólo sintió.


Pedro la soltó con la misma veloz certeza con que la había besado. La miró como si no pudiera creer lo que había pasado. La expresión de Paula era un reflejo de la de él.


-Esto no debería haber sucedido.


Al ver que Paula no respondía, Pedro aspiró hondo y movió la cabeza ligeramente, como para aclarar sus pensamientos.


-Te espero mañana a las nueve y media en el juzgado. Eso nos dará tiempo para repasar algunas cosas antes de que empiece el juicio.


Cuando Pedro fue a salir de la cocina Paula lo siguió. Él se detuvo sin volverse.


-Saldré solo. No te molestes en acompañarme.


Paula permaneció en silencio viendo cómo se iba de la cocina. Al día siguiente, después del juicio, Pedro saldría definitivamente de su vida. Y no podía hacer nada al respecto. No a menos que quisiera cambiar toda su vida, a menos que quisiera convertirse en alguien diferente.


Pero no podía hacer eso. Ni siquiera por Pedro Alfonso.