viernes, 4 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 38

 

La noche se le antojó interminable. Dejó que la arrastraran a una estéril conversación sobre la conveniencia de organizar desfiles para las fiestas de octubre. Aportó más bien poco al debate, sonriendo hasta que le dolieron los músculos de la cara, y luego sonrió un poco más porque era su obligación. Era una buena cortina de humo para ocultar cómo se sentía en realidad, irritada, incómoda y completamente avergonzada. Le parecía llevar escrito en la frente con letras luminosas un cartel que decía: Yo He Pasado La Tarde Haciendo El Amor Con Pedro Alfonso.

No pudo probar bocado. Le parecía que sus entrañas habían pasado por todas las velocidades que podía ofrecer una batidora. Sin embargo, cada vez que Pedro la miraba, sentía que le abrasaban.

No podía evitar seguirle con la mirada. Se dijo a sí misma que le odiaba, odiaba su pico de oro, odiaba lo que estaba planeando para la ciudad, para el banco, para ella, fuera lo que fuese. Pero no era verdad. No le odiaba y ahí estaba el problema.

Antes de haber estado entre sus brazos, antes de sentir sus caricias, antes de que hubiera entrado en ella, le había sido mucho más fácil fingir. Ahora, cada vez que sus miradas se cruzaban, su cuerpo se empeñaba en revivir cada momento, reaccionando a las promesas que ardían en sus ojos.

Tenía la impresión de que la acechaba. Él era el depredador y ella su presa, sin embargo, no hizo el menor gesto por acercarse. Decidió que debían ser sus sentimientos de culpa lo que la hacía sentirse tan extraña. ¿Qué pensaría Pedro de ella? Probablemente que era una mujer fácil, un beso, una caricia, y a la cama.

Había llegado a creer que no había nada entre ellos, pero resultaba evidente que no era el caso. Había sentimientos en lo más hondo de su alma a los que todavía no se había enfrentado. Se revelaban, emergían a la superficie en una explosión de ira y furia. Paula estaba asustada por lo que veía en sus ojos, pero mucho más por lo que sentía en su corazón.

Deseaba estar junto a él y escapar al mismo tiempo. Sin embargo, en ese momento y por razones bien distintas, ninguna de las dos opciones estaba a su alcance.


ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 37

 


—Sube al coche.

—Vete al infierno.

Paula le ignoró y siguió andando. Pedro levantó el pie del freno y dejó que el Jaguar se deslizara cuesta abajo. Hablaba con ella a través de la puerta del pasajero, que llevaba abierta, y que oscilaba peligrosamente con los baches del camino.

—¿Quieres que te diga que lo siento? De acuerdo. Siento haber dicho la pulla sobre tu padre. Y ahora sube.

—Muérete.

—Paula, no hagas que me baje. Será peor.

—Me muero de miedo.

Pedro lanzó un grueso taco.

—Sube al maldito coche.

Paula se detuvo. Pedro frenó.

—Ni voy a subir al coche, ni voy a ir contigo a ninguna parte, nunca. ¿Está suficientemente claro?

—Sí. Y ahora sube para que podamos discutirlo.

Con un bufido, ella echó a andar otra vez.

—No hay nada que discutir. Te odio.

—¿Desde cuándo?

—Desde siempre.

—Pues tienes una manera muy curiosa de demostrarlo.

—No tienes que caerme bien para que haga el amor contigo.

—¿Ah, no?

—No.

—¿De modo que te has convertido en toda una mujer de mundo?

—Justamente.

Pedro se echó a reír. Paula volvió a pararse y asomó la cabeza al interior del vehículo.

—Lárgate.

—No. Entra en el…

La bocina de otro coche dejó la frase en el aire. Paula reconoció la ranchera que se acercaba y sintió un vacío en el estómago. Rápidamente, subió al coche y cerró la puerta.

—Es Pablo.

Pedro lanzó un taco más expresivo aún que él anterior. Detuvo el coche en la cuneta. Pablo paró junto a ellos.

—¿Dónde os habéis metido? He estado buscándolos por toda la ciudad —gritó Pablo por la ventanilla—. ¿Qué ha pasado, Paula? ¿A qué viene tanto retraso?

Paula se inclinó hacia delante con la esperanza de que su hermano no se diera cuenta de su sonrojo a esa distancia.

—Ya íbamos. Ha surgido un asunto que no podía esperar.

—Y que lo digas —murmuró Pedro.

Paula le asestó un puntapié para que mantuviera la boca cerrada.

—Adelántate, Pablo. Nosotros iremos detrás.

Pablo hizo un gesto con la mano y puso la ranchera en marcha. Pedro no movió un solo músculo.

—Quieres, por favor, seguirle.

Pedro la miró fijamente. Paula le mantuvo la mirada desafiante.

—Esto no acaba aquí —dijo él.

Puso en marcha el motor y salió a toda velocidad, levantando una lluvia de chinarro y polvo. No dijeron palabra hasta que llegaron a la casa de Pablo. La fiesta ya se había animado y pronto se vieron separados por las muchas personas que querían consultar con Pedro. Paula le observó desenvolverse como un político consumado, estrechando manos a diestro y siniestro y contestando a todas las preguntas que le formulaban.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 36

 


Pedro estaba enfadado. Lo último que le apetecía era ir a una fiesta aburrida para interpretar el papel del promotor benevolente con los vecinos de la ciudad. En la cama se estaba bien, se sentía vago, como si el proyecto y la ciudad fueran de otra época. Había olvidado la sensación de estar entre los brazos de Paula y no quería perderla, todavía no. Sin embargo, ella no estaba dispuesta a permitírselo. La realidad de la situación volvía con toda su fuerza.

Aún no estaba preparado para que eso sucediera. Se sentó al borde de la cama y le hizo señas para que se acercara. Ella le hizo caso de mala gana. Pedro la atrajo hasta que quedó de pie entre sus piernas.

—No seas tan rígida —dijo con suavidad—. Ya llegamos dos horas tarde. ¿Qué significa otra hora más?

—¡Pedro! Juro que eres incorregible.

Paula se apartó de él. Cogió su bolso y sacó el lápiz de labios. Le habló mientras se retocaba el maquillaje.

—Ya nos hemos excedido. No sé qué voy a contarle a mi hermano.

—Dile la verdad —repuso él dejando traslucir su enfado—. Dile que has pasado el tiempo haciendo el amor con Pedro en la cama de papaíto.

La mano de Paula se quedó inmóvil en el aire. Primero miró a Pedro y luego a la cama. Parecía que había olvidado algo más que la fiesta, había olvidado dónde estaba. La enorme cama doselada se erguía en el centro de la habitación como un sonriente monstruo de reproches.

«La cama de papaíto»

—Muchas gracias por recordármelo, Pedro.

Tiró la barra de labios al interior del bolso y lo cerró con un ruido seco. Salió del cuarto sin decir palabra, cerrando de un portazo.

—¡Paula! ¡Maldita sea! —gritó él mientras trataba de ponerse los pantalones a la pata coja—. ¡Vuelve!

Paula corrió hasta que llegó a su coche. Abrió la puerta y recordó que se había dejado las llaves en la cocina. Por nada del mundo volvería a entrar en aquella casa, prefería ir caminando. Sin pensárselo dos veces, echó a andar por el camino de las dunas. Sus tacones crujían en el polvo, pero no aminoró el paso.

Pensó que no le importaba lo que su hermano pensara de ella cuando llegara a su casa. Tampoco importaba lo más mínimo la razón por la que Pedro la había llevado a la cama. ¿No había disfrutado? Pues eso. Era lo único que importaba. Aunque sólo se tratara de demostrar que podía seducirla.

Y vaya si podía.

Sin esfuerzo.

Fantástico.

Quizá necesitara satisfacer los tormentosos sentimientos que albergaba en contra de su padre. Bien. Podía soportarlo. Las había pasado mucho peores.

Había sido una decisión suya, Pedro no la había obligado. Ya era una mujer adulta y podía irse a la cama con quien le viniera en gana, ¿no? No estaba dispuesta a avergonzarse de lo que había hecho.

Ya era mayor y la niñas mayores no lloran. ¿De acuerdo? De acuerdo.

Con determinación, Paula ponía un pie delante del otro, intentando con todas sus fuerzas ignorar las lágrimas ardientes de frustración, rabia y dolor que se acumulaban en sus ojos.