sábado, 7 de agosto de 2021

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 49



Llegaron a casa pasada la medianoche. Al cruzar el umbral de la puerta, Paula rompió por primera vez el silencio que habían mantenido desde que salieron del hospital.


—Tenías razón. Debí haberlo invitado a la boda —dijo con voz mortecina.


—¿Cómo ibas a saber…?


—Me había llamado para verme, pero yo le dije que no le creía capaz de mantener una relación —Paula miró a Pedro—. Temía confiar en él y que me dejara, como había hecho siempre.


—Y también piensas que va a fallarle a Julieta, ¿verdad?


—Espero que no, pero no me extrañaría. Aunque puede ser que mi madre no fuera lo bastante fuerte. Por eso siempre he pensado que el amor no era más que dolor y tristeza.


—No infravalores a Julieta. Bajo esa apariencia risueña hay una mujer con carácter.


—Más le vale estar hecha de acero para poder aguantar a mi padre — lo dijo sin amargura, como si se limitara a describir una realidad.


—Franco fue un mal padre —afirmó más que preguntó Pedro.


—Sí. Entre mi madre y él consiguieron que me jurara no depender nunca de nadie ni sentimental ni económicamente.


¿Era ése el origen de su obsesión por conseguir el éxito profesional para así ser independiente? Poder cuidar de sí misma significaba no tener que depender de un padre… ni de un marido. De pronto, las piezas encajaron.


Quizá por eso Dante representara para ella la oportunidad de revivir el pasado transformando la amargura en felicidad. Pedro se dio cuenta de que a pesar de haberse jurado no casarse por culpa de sus padres, se había casado con él. un hombre al que despreciaba, con tal de proporcionar seguridad a Dante.


Tenía una mujer fuerte, desde luego que sí.


—Tu padre se repondrá —dijo, abriendo los brazos—. Deja que te abrace.


—No sé si nuestra relación puede mejorar —dijo ella, aceptando el abrazo sin titubear—, pero pienso darle una oportunidad.


Pedro la estrechó con fuerza y al poco tiempo se dio cuenta de que, aunque había pretendido ser él quien le diera consuelo, Paula estaba llenando un vacío en su vida de cura existencia ni siquiera había sido consciente hasta aquel momento.


Respiró profundamente y aspiró su dulce aroma. Paula había entrado en su vida, se había hecho un lugar en su corazón, formaba parte de él y ya no podría dejarla marchar.



 

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 48

 


Detuvo el coche en el aparcamiento del hospital, abrió la puerta de Paula y la condujo hasta el ascensor del brazo.


Franco Chaves estaba siendo sometido a una angioplastia coronaria en el quirófano, tal y como les dijo una eficiente enfermera que les rogó que esperaran en la sala de espera.


Al cruzar la puerta, una mujer de cara redonda y arrugas que delataban una naturaleza risueña fue hacia ellos con paso vacilante y una tímida sonrisa.


—¿Paula?


Paula se dirigió a ella.


—¿Julieta? —al ver que la mujer asentía, añadió—: Gracias por haberme llamado.


—Te he llamado primero a tu casa, pero ha salido un mensaje diciendo que estaba desconectado —miró con curiosidad a Pedro.


Pedro Alfonso —lo presentó Paula. Y tras una breve pausa, añadió —: Mi marido.


—Franco no me había dicho que… —Julieta dejó la Frase en el aire.


—Mi padre no lo sabe —dijo Paula con brusquedad—. ¿Tienes idea de cuándo podremos verlo?


—Las enfermeras han dicho que tardarán —tras una incómoda pausa, Julieta dijo—: Franco lleva varias semanas hablando mucho de ti.


Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas y, al notar la incomodidad de Paula, Pedro dedujo que no sabía qué papel jugaba Julieta en la vida de su padre. Dio un paso adelante.


—Hay una máquina de café. ¿Queréis algo?


Ambas mujeres se volvieron hacia él con idéntica expresión de alivio.


Bendito café. Podía resolver cualquier problema.


Se acercaron a la máquina.


—¡Qué bien, hay chocolate caliente! —comentó Julieta, frotándose los brazos con nerviosismo—. No creo que deba tomar más cafeína.


Pedro rectificó: el café resolvía casi todos los problemas. Por el bien de Paula, rezó para que su padre se recuperara de la operación sin mayores contratiempos.


Tres horas más larde les dejaron pasar a verlo. Aunque la operación había sido un éxito, a Paula le sacudió ver cuánto había envejecido su padre desde la última vez que lo había visto.


—¡Paula! —dijo él en un susurro, con los ojos iluminados por la emoción.


—Sí —dijo ella—. Julieta me ha llamado.


—Ah, Julieta, mi ángel de la guardia.


—¿Cómo la conociste?


—Empecé a ir a la iglesia —explicó él—. Ella Fue de las primeras en darme la bienvenida —debió de ver la sorpresa reflejada en el rostro de Paula, porque añadió—: Te cuesta creerlo, ¿eh?


Tenía la tez, amarillenta. Parecía viejo y cansado. Un hombre destrozado, muy distinto al arrogante y guapo irresponsable que había destrozado la vida de su mujer y de su hija. Paula sintió una punzada de lástima por él.


Hubiera hecho lo que hubiera hecho en el pasado y por muy mal padre que fuera, no se merecía aquel sufrimiento.


Franco posó su mano sobre la de ella y la apretó, comunicándole sin palabras su miedo y su desesperación.


—Franco, éste es Pedro Alfonso, el marido de Paula —dijo Julieta, desde el pie de la cama.


Franco alzó la cabeza con dificultad.


—¿Te has casado?


Y no se lo había dicho. Paula asintió. Pedro tenía razón, debió haberlo llamado.


—¿Recuerdas a mi amiga Sonia?


—Claro. Aunque te cueste creerlo, pasaba algunas temporadas en casa —dijo él con tristeza.


—Sonia murió en un accidente de coche junto con su marido —¿Cómo explicar tanto dolor?—. Tenían un niño…


—Pobrecillo —dijo Julieta.


—Se llama Dante. Pedro y yo compartimos su custodia…


—Y os habéis enamorado —concluyó Julieta con expresión ensoñadora.


Y Paula no se sintió capaz de desilusionarla.


Julieta tomó la mano de Franco.


—Tu padre lleva tiempo queriendo hablar contigo. Tiene que preguntarte una cosa —una sonrisa que Paula encontró contagiosa iluminó su rostro. Era una mujer muy agradable.


—Julieta quiere que nos casemos —los ojos de su padre la miraron con expectante ansiedad.


¿Qué esperaba? ¿Qué le diera su aprobación? Paula lo miró desconcertada. Jamás había sentido que a su padre le importara lo que pudiera pensar. Y por primera vez, algo en su interior se ablandó.


—¡Eso es maravilloso! —dijo—. ¿Cuándo celebraréis la boda?


Las arrugas en torno a los ojos de Franco se suavizaron parcialmente.


—Primero tengo que declararme. Puede que no me acepte.


—Con lo que me ha costado conseguir llegar a este punto, no tengo la menor intención de echarme atrás —dijo Julieta, con una emoción en la mirada que contrastaba con su tono de broma—. Eres tan testarudo que has tenido que esperar a estar cerca de la muerte para entrar en razón.


Será mejor que te des prisa y te declares.


—¿Tienes miedo de que estire la pata?


—No bromees con la muerte —Julieta se estremeció y se inclinó para besarle la frente—. No tiene ninguna gracia.


—Te mereces a alguien mucho mejor que yo, querida —susurró Franco.


Y a Paula se le humedecieron los ojos.


—No te infravalores, cariño —dijo Julieta—. Y ahora date prisa antes de que la enfermera venga a echarnos. Quiero tener testigos para que no te arrepientas.


Paula y Pedro cruzaron una mirada risueña.


—Julieta, querida, he perdido mucho tiempo porque temía desilusionarte. Sé que no soy un Romeo, pero si te casaras conmigo, darías sentido a mi vida.


Una extraña emoción atravesó a Paula. Era indudable que Julieta amaba a su padre. La forma en que lo miraba no dejaba lugar a dudas.


Pero Paula no podía evitar compadecerla ante la certeza de que su padre acabaña rompiéndole el corazón. El mismo le había dicho que la desilusionaría.


Y sin embargo, Julieta dijo sin titubear:

—Claro que me quiero casar contigo, Franco. Si quieres, mañana mismo. No tenías más que pedírmelo.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 47

 


De todo el dolor que sentía el más agudo era saber que Pedro no la consideraba capacitada para ser una buena madre.


—No estoy enamorado de Dana —dijo él en el silencio que siguió a las palabras de Paula.


Paula escrutó su rostro.


—No hace falta que mientas.


—No miento —Pedro sonrió con amargura—. Lo superé hace tiempo. Me ayudó saber cuánta gente pensaba que había tenido suerte escapando de sus garras.


Paula se sintió invadida por un inmenso alivio. Si no amaba a Dana y eran los padres de Dante, no había razón para que la echara de su lado.


Excepto que no la considerara preparada para ser una buena madre. Se dejó caer de nuevo en el sofá y ocultó el rostro entre las manos.


—Dante es lo mas importante que hay para mí en el mundo —separó los dedos para mirar a Pedro, que se sentó a su lado.


—Pero tu trabajo es tu prioridad número uno —dijo con firmeza, aunque su rostro mostraba disposición a escuchar.


—Me encanta mi trabajo, Pedro —¿Cómo explicarle que era lo único que le había proporcionado seguridad, lo único para lo que creía servir? Se limitó a decir—: No me alejes de Dante. Es todo lo que me queda de Sonia, y el único hijo que voy a tener.


—Deberías habérmelo dicho antes.


—Lo pensé, pero había prometido a Sonia guardar el secreto. ¿Y tú? ¿Por qué no me lo dijiste?


Pedro sacudió la cabeza.


—Al principio, ni me lo planteé. Luego, cuando viniste a vivir aquí, pensé que te angustiaría temer que le lo quitara. Preferí dar tiempo a que te asentaras antes de contártelo.


—Por eso ahora me echas —dijo ella con amargura.


La expresión de Pedro se transformó.


—Pau… —sonó el móvil de Paula. Pedro dijo con severidad—: No contestes.


Irritada por su tono autoritario, ella replicó:

—Puede ser urgente —miró la pantalla. Era un número desconocido.


Y también lo era la voz que le habló, presentándose como Julieta.


Mientras escuchaba en total silencio y con un creciente sentimiento de culpabilidad, Paula oía una voz en su interior gritar: »No, por favor, esto no».


Cuando la conversación concluyó, miró a Pedro con la mirada extraviada:

—Mi padre ha sufrido un ataque al corazón.


Pedro insistió en acompañar a Paula al hospital.


—Hace más de tres años que no lo veo ni hablo con él —comentó ella, ya de camino.


Pedro la miró de reojo. Estaba encogida en el asiento, con el cabello alborotado, la cabeza apoyada en el respaldo y expresión perdida.


—La última vez que hablamos nos peleamos —siguió ella con voz monocorde.


Pedro sentía una profunda compasión por ella. Podía imaginar lo que un nuevo golpe representaba tras la reciente pérdida de Sonia.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 46

 


Si Pedro prefería negar lo obvio, no iba a gustarle oír la verdad. Ella sabía bien que la negación no servía de nada. Durante dos años había querido creer que odiaba a Pedro, que era arrogante y engreído, cuando la realidad era muy distinta: habría suplicado porque la admitiera de nuevo en su cama y repetir lo que habían hecho la noche de la boda de Dana.


Pero no pensaba contarle su sórdido secreto.


—Sólo te casaste conmigo para vengarte de ella.


—¡Que estupidez! —exclamó, atónito.


—No es ninguna estupidez —dijo ella con voz quebradiza.


—Claro que sí —los ojos de Pedro brillaban de indignación—. Nos casamos por Dante. No sé por qué insinúas que sigo enamorado de Dana cuando es mentira.


Por un instante Paula pensó que quizá se hubiera excedido en su reacción. Según el periódico, Pedro sabía que Dana y Jeremias se casaban.


No podía permitir que su actitud retadora le hiciera perder el hilo de su pensamiento. Tenía que conservar a Dante.


—Pero es distinto saber que se casaban a aceptar que era un hecho consumado —si el amor que Pedro sentía por Dana era una fracción del que ella sentía por él, debía de haberse sentido devastado—. Significaba que la habías perdido para siempre. Comprendo que…


Pedro dio un paso adelante. Sus rodillas se tocaron.


—¡No entiendes nada!


—Claro que puedo comprender que quisieras vengarte de ella — continuó Paula como si no la hubiera interrumpido—. Y que casarte era una buena manera de lograrlo —para su desesperación, Pedro no se molestó en negarlo. Tras una breve pausa, Paula continuó—: Está claro que, entre tanto, has descubierto que no quieres seguir casado conmigo — porque amaba a Dana.


Cuando Pedro habló, lo hizo con una heladora frialdad.


—Evítame el psicoanálisis —dijo con desdén—. No estamos hablando de Dana, sino de tu compromiso con Dante.


Eso no era verdad. ¿Cómo no iba a asumir su compromiso con Dante si era su hijo? Quizá hubiera llegado el momento de que Pedro lo supiera.


—Entiendo que no quieras estar casado conmigo porque no soy Dana. Pero tienes que saber que no pienso renunciar a Dante. Es…


—No vas a tener elección, Paula.


—Te equivocas. Compartimos su custodia y yo soy…


—¡Y yo soy su padre biológico!


Paula se puso en pie de un salto y se quedaron frente a frente, a apenas unos centímetros de distancia.


—¿Eres el padre de Dante? —preguntó, incrédula. Pedro asintió—: ¡No es posible! Era Miguel.


Paula estaba fuera de sí. No podía ser. Dante no podía ser hijo de Pedro. No podía haber tal aversión entre ellos y haber creado juntos un ser tan perfecto como Dante. Era demasiado cruel para ser cierto.


—Soy su padre biológico. Doné mi esperma. Dante es mi hijo y haré lo que haga falta para protegerlo.


Su tono posesivo asustó a Paula. Se llevó las manos a sus palpitantes sienes. Pedro no sabía la batalla a la que tendría que enfrentarse. Alzó la cabeza y sus miradas se encontraron.


—¿Aunque eso signifique echar a su madre de su lado? Yo doné el óvulo que Sonia llevó en su vientre. También Dante es parte de mí. ¿Qué crees que pensará cuando sea mayor y lo descubra?


Pedro la miró con ojos refulgentes.


—No te creo.


—¿Por qué iba a mentir? —Paula sabía que no podía dejarle ganar. Necesitaba convencerlo—. Puedo enseñarte el contrato de la donación que lo demuestra. No voy a consentir que me alejes de mi hijo porque no puedas superar haber perdido a tu desleal amante.





UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 45

 

A lo largo de una semana y medía, Paula hizo lo posible por evitar a Pedro. Él se comportaba amablemente y seguía leyendo un cuento a Dante mientras ella le daba el biberón de la noche, pero cuando sus miradas se cruzaban, Paula percibía una creciente turbulencia en sus ojos grises. La tormenta se aproximaba, y cobardemente, Paula se refugiaba en el trabajo para postergarla.


Finalmente, la tregua se rompió una noche en la que llegó a casa y Dante ya estaba dormido. Pedro la esperaba en el salón, de pie, irradiando rabia contenida.


—Dante necesita una madre —se limitó a decir al verla entrar.


Paula se quedó muda. Dante ya tenía una madre, aunque Pedro no supiera que era ella. La ansiedad hizo que se le formara un nudo en el estómago.


—He tenido que quedarme hasta tarde porque…


—Yo tengo un negocio muy exigente —la cortó Pedro, airado—, pero llego a tiempo de ver a Dante. Estamos a miércoles, y has llegado tarde cada día de la semana.


Paula agachó la cabeza. Para no coincidir con Pedro lo que había conseguido era darle argumentos para que no la considerara una buena madre. Se lo tenía merecido.


No servía de excusa que aquella tarde hubiera tenido que retrasarse por una urgencia real. Lo cierto era que el resto de los días había cenado por el camino para poder llegar a casa, dar el biberón a Dante y acostarse.


Pasar tiempo con Pedro le resultaba demasiado doloroso. Estaba atrapada entre la necesidad de estar con su niño y la urgencia de proteger su corazón destrozado. El recuerdo de la noche que habían pasado juntos la rompía en dos.


Pedro seguía hablando con una frialdad que cortaba como un cuchillo. Paula se concentró en lo que decía.


—Si no puedes dedicarle tiempo a Dante y no vas a estar por casa, será mejor que te vayas.


—¿Qué? —Paula palideció y se dejó caer sobre un sofá—. ¿Qué quieres decir?


—Lo sabes perfectamente.


Pedro debía de referirse al divorcio.


—Pero tú me prometiste que no romperíamos —dijo Paula llevándose las manos a las sienes en un gesto de desesperación.


Oyó las pisadas de Pedro aproximándose y sus zapatos entraron en su campo visual.


—Las cosas han cambiado, Paula.


Claro, Dana y Jeremias se habían casado, y Pedro había descubierto que un matrimonio ficticio no le compensaba.


—No puedes… —dijo ella, sin levantar la vista.


—Hace diez días que apenas ves a Dante —Pedro usó las palabras como látigos—. Has trabajado hasta el fin de semana.


Para no coincidir con él, porque no podía soportar la tensión que había entre ellos. Paula alzó la mirada con expresión suplicante.


—Desde ahora…


Pedro sacudió la cabeza.


—Lo siento, Paula, pero por el bien de Dante, tengo que acabar con esto.


El miedo de Paula se convirtió en pánico y éste, en ira. Pedro no iba a arrancarla del lado de su hijo porque había perdido a la mujer que amaba. Apartó de su mente la mágica noche de bodas que habían compartido, recordándose que en el origen estaba la rabia de saber que Dana se había casado con otro. Tragó saliva para poder articular palabra.


—Todo esto es por Dana —dijo en tono amenazador con la mirada perdida.


—¿Dana? —dijo él, interpretando a la perfección el más absoluto desconcierto.


—Sí, Dana —si necesitaba que se lo especificara, lo haría—. Tu compañera de trabajo y de cama…


—Sé perfectamente quién es Dana —la cortó Pedro poniendo los brazos en jarras en actitud intimidatoria—. Pero no entiendo qué tiene que ver en todo esto.


—¡Todo! —¿iba a ser tan cruel como para obligarle a explicárselo?—. Se casó la semana pasada.


—Ya lo sé. ¿Y qué?