martes, 16 de abril de 2019

UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 23




Pedro entró en el salón y vio a Paula de pie, frente a la ventana, con la mirada clavada en el cielo de Sidney y su bolsa de viaje en el suelo.


Sí, había querido llevarla allí para ver si encajaba. Y si no sentía ganas de hacer el salto del ángel desde el balcón, entonces, tenía pensado presentársela a sus padres. Pero sus padres se le habían adelantado invitándose a su casa la noche anterior.


¿Y acaso no había salido todo bien?


La tensión de los últimos días en Port Douglas le había hecho sentirse mal. Ser tratado como un jefe, en vez de como un amante, no debía haberle molestado ya que, desde la muerte de Laura, no había vuelto a pensar en tener una relación para siempre. Con treinta y cuatro años, no se había preguntado hasta entonces si se estaba perdiendo algo.


No había esperado disfrutar tanto de ella.


Paula se giró y le sonrió, sacándolo de sus pensamientos.


—¿Ya has hecho la maleta?


Pedro no sabía cuál era el siguiente paso que tenía que dar, pero al menos estaba preparado para admitir que, con Paula Chaves, tenía que dar un paso más.


La vio asentir y tomar la bolsa. Entonces sonó el teléfono de Pedro; era sir John Knowles, ex primer ministro y gobernador general, amigo y mentor de Pedro. Debía responder.


Entró en su despacho y sir John fue directo al grano y le hizo una confesión que terminó con la sensación de paz con la que se había levantado esa mañana.


—El taxi ya está aquí —dijo Paula desde la puerta.


Pedro tapó el auricular con la mano.


—Tengo que atender esta llamada. Ve tú, nos encontraremos en el aeropuerto.


Paula se marchó y él volvió a su conversación.


—Quiero salir del negocio, John.


El otro hombre le rogó en voz baja. ¿Cómo iba a decepcionarlo?


—Me he implicado de manera personal, no puedo mentir sobre algo así.


—Por favor, Pedro, sólo un par de días más. No te lo pediría si no fuese mi última oportunidad.


—En ese caso, permíteme que se lo cuente —dijo Pedro.


—No puedo arriesgarme a que ella se niegue, ¿no te das cuenta? Y todavía no se lo he dicho a Clara. Ni lo del pronóstico, ni lo otro.


Sir John sonaba como si estuviese enfermo y solo. Era su última oportunidad. Pedro había oído aquello antes, y llevaba siete años viviendo con su fracaso.


—No sabes lo que me estás pidiendo.


—Sí que lo sé. Y no se lo pediría a nadie más que a ti. Sé que no me defraudarás.



UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 22




Dani sobrevivió al abrazo y se echó hacia atrás para observar a su madre.


—Te veo… diferente. ¿Te has dado mechas?


Su madre se tocó el pelo mientras Marcie, el ama de llaves, trajinaba alrededor de la mesa.
Sonya Hammond solía llevar el pelo castaño recogido en un perfecto moño, pero ese día se había dejado unos mechones sueltos y estaba completamente distinta. ¿Era por el maquillaje o por qué llevaba una blusa de color chillón y unos pantalones negros muy elegantes? Su madre solía ser la personificación de la elegancia conservadora, pero ese día parecía más joven, más chic.


—¿Te has hecho un tratamiento facial o algo así?


Sonya ignoró sus preguntas e hizo un sonido de desaprobación.


—¿Por qué siempre llegan tus pendientes antes que tú?


—Pensé que éstos eran bastante recatados —comentó ella tocándose la joya, una línea de oro con un trozo de cuarzo de color humo al final.


—Siéntate. ¿Cómo es que has venido, si vamos a vernos dentro de unos días?


—Te conté que estaba haciendo un trabajo para Pedro Alfonso —dijo Paula, echándose hacia delante y oliendo de manera apreciativa la fuente que había en el centro de la mesa—. Umm, puré de calabaza.


—Sí, menudo caradura, después de todo lo que te ha hecho pasar.


Toda la familia había sido testigo del deterioro de la reputación de Paula gracias a Pedro.


—Bueno, el caso es que tenía que venir a un funeral a Sidney y me he venido con él. Tengo que comprarme unos zapatos para la boda.


—¿De qué color es el vestido? —preguntó enseguida Sonya—. No, no me lo digas. Intentaré mantener mi mente abierta.


Marcie apareció con el pan y Sonya señaló el puré.


—Come, yo he quedado. Ramiro pasará a recogerme en cualquier momento.


Paula se sirvió el puré.


—Pensé que querrías supervisar mis compras, pero podemos cenar juntas y, si quieres, ir al cine o algo así.


—No puedo, cariño —dijo Sonya, que parecía incómoda—. Tengo un compromiso. Voy a ir al teatro.


—¿Sí?


Aquello era muy poco habitual en su madre, que casi no salía por la noche. Paula se tragó el puré mientras la observaba. Ropa nueva, peinado nuevo, citas…


—¿Con quién? —quiso saber.


—Con Garth.


—¿Cuántos años tiene? —preguntó Paula, aliviada.


Gaston Buick era el secretario de la empresa y llevaba en su puesto desde que ella tenía uso de razón. Debía de ser el mejor amigo de Horacio.


Un hombre agradable. Y viudo desde hacía unos años.


—Está muy joven, y en forma.


Paula dejó de comer y miró a su madre a los ojos.


Sonya se sonrojó y apartó la mirada.


—Cierra la boca, Paula. Sólo somos amigos. Ha estado enseñándome a navegar.


—Qué bien. Es estupendo, de verdad.


Y lo era. Su madre se había pasado media vida criándola a ella, a los hijos de Horacio y llevando su casa. Paula no sabía qué le había hecho su padre, pero Sonya se había cerrado a cualquier relación que no fuese con la familia.


O eso, o había amado a alguien que no la correspondía.


Paula se preguntó si Pedro seguiría enamorado de su mujer. Debía de hacer seis o siete años que había fallecido. ¿La echaría de menos? ¿La compararía con otras mujeres? ¿Estaba ella a punto de descubrir lo que su madre había descubierto hacía muchos años, que no podía competir con una muerta?


—Va a empezar a salirte humo por las orejas de tanto pensar —le dijo Sonya—. Sé que crees que tu pobre madre ha estado perdiendo el tiempo toda su vida por Horacio.


Paula sacudió la cabeza, sorprendida. ¿Cómo lo hacía?


—Pero, no —continuó su madre—. Horacio se quedó tan mal después de la muerte de Úrsula, que yo sabía que jamás se arriesgaría a volver a entregar su corazón por completo. Y jamás quise formar parte de su larga lista de amantes —suspiró—. Por cierto, esta tarde he quedado con un agente inmobiliario. Estoy buscando una casa en Double Bay.


—Pero… —a Paula le sorprendió que su madre quisiera marcharse de Miramare—. Tienes derecho a vivir en esta casa —así figuraba en el testamento de Horacio y Paula no podía imaginarse a su madre en ningún otro lugar.


—Ahora estoy sola aquí. Además, ¿y si aparece James Blackstone? Horacio estaba convencido de que estaba vivo, si no, no habría puesto la mansión a su nombre.


—Éste es tu hogar. Y tienes derecho a quedarte. James, si es que existe, tendrá que aceptarlo —apartó el plato; de repente, ya no tenía hambre—. ¿Qué pasará con Marcie?


—Siempre habrá un lugar para Marcie, y ella lo sabe.


—¿Habéis hablado de ello? —preguntó Paula, molesta porque su madre no se lo hubiese comentado a ella antes.


—Sólo estoy mirando, cariño. Gaston sugirió que este lugar podría ponerse a la venta y me decidí a echar un vistazo, eso es todo.


—Gaston… Espera un momento, ¿Gaston no vive en Double Bay? —Paula no supo si sentirse ofendida o encantada. Al final, se decidió por lo último.


Sonya se aclaró la garganta.


—No voy a vivir con él. Sólo estoy buscando una casa más pequeña que ésta, y da la casualidad de que hay una cerca de donde él vive.


Marcie se acercó a la mesa.


—Te he preparado la cama, cariño.


—Ah, no voy a dormir en casa.


Dos pares de ojos la acribillaron.


—Tengo veintisiete años, ¡por el amor de Dios!


Marcie se escabulló, sonriendo.


—¿Es tan guapo como en la foto? —quiso saber Sonya.


Paula se encogió de hombros. Le habría hecho falta todo el día para contarle las miles de cosas que la atraían de Pedro Alfonso.


—¿Te gusta, Paula? —insistió su madre.


—¿Pasaría la noche con él si no me gustase?


La mirada penetrante de su madre hizo que se sintiera como si tuviese diez años, como siempre. Reconsideró su actitud defensiva, que no le había funcionado mucho en el pasado.


—Supongo que sí, pero está fuera de mi alcance.


—Debe de ser muy duro, ir andando con semejante cruz en los hombros.


—No lo conoces, mamá. Es todo un adonis. Un hombre dueño de sí mismo, seguro con el lugar que ocupa, con sus habilidades. Y consigue transmitir todo eso sin hacer que las personas que están a su alrededor se sientan inferiores —puso los ojos en blanco—. Aunque sea dolorosamente evidente que lo son.


Su madre apoyó la barbilla en la mano. Tenía la mirada ausente.


—Te gusta —afirmó.


Y Paula buscó sin éxito algo que decir.


—¿Por qué no venís los dos a cenar y al teatro con Gaston y conmigo? —preguntó Sonya.


Paula negó con la cabeza.


—Llegará tarde.


—Oh —dijo Sonya, que parecía decepcionada—. Pues ven tú, entonces.


—No pienso ir de carabina. Y, además, tengo montones de cosas que hacer, de verdad —mintió, y decidió cambiar de tema—. ¿A que no adivinas quién vino a verme la semana pasada? Mateo Chaves.


A Sonya se le iluminó la mirada, tal y como Paula había esperado. Buscó las fotografías de Benito que éste le había dado. Su madre se abalanzó sobre ellas.


—Y todavía hay más. Quiere que diseñe un collar con los diamantes de Blackstone Rose, aunque no sé si puede hacerse público todavía.


—¡No puedo creerlo! ¿Cómo es Mateo? ¡Cuéntamelo todo!


—Es agradable —al menos, eso había pensado antes de oír la conversación entre Pedro y él—. Muy agradable.


—Pues no pareces muy convencida.


—Sí, es sólo que Pedro también estaba allí y hablaron de negocios.


Oyeron el timbre de la puerta principal.


—Vaya —dijo Sonya—. Ése debe de ser Ramiro.


—No le digas nada de Mateo—susurró Paula.


Ramiro pareció alegrarse de verla y pasaron unos minutos charlando de la boda. A Paula le gustó verlo tan feliz. Jesica y él estaban esperando gemelos y Jesica estaba radiante, aunque preocupada por su vestido de novia.


—¿Qué te ha traído por Sidney? —le preguntó Ramiro.


—Tengo que comprarme unos zapatos para mi vestido —le explicó.


Él puso los ojos en blanco.


—Que Dios nos pille confesados…


Todo el mundo sabía cómo solía vestirse Paula para las grandes ocasiones.


—No seas malo —gruñó—. Me he preocupado mucho por que todo salga bien. Sobre todo, he tenido que mantener el secreto.


«Y he tenido que irme a casa de Pedro, meterme en su dormitorio, explorar su cuerpo, agradecer sus caricias… y todo para guardar el secreto», pensó.


Sonrió. De repente, sintió afecto por Ramiro Blackstone.


Pedro tenía que venir a un funeral, así que me apunté al viaje —añadió.


Ramiro arqueó las cejas.


—Sonya me contó que estás haciendo un trabajo para él. Y me sorprendió, dados vuestros antecedentes.


Ella se encogió de hombros e intentó no sentirse dolida.


—Ha sido lo que ha querido el cliente.


—Jesica conoce un poco a Pedro, le cae bien, creo —Ramiro sonrió como no había sonreído nunca antes—. Aunque últimamente le cae bien todo el mundo.


A Paula casi se le llenaron los ojos de lágrimas al verlo así. Ramiro siempre había sido un alma en pena. El secuestro de su hermano y el suicidio de su madre lo habían marcado. Y a eso había que añadir la brusquedad con que Horacio los trataba a él y a Kimberley, y que hubiese elegido a Ric Perrini y no a él para ocupar su puesto en la empresa.


—¿Quién ha fallecido? —preguntó Ramiro mientras tomaba una rebanada de pan y un trozo de queso de la mesa.


—La madre de Rafael Vanee.


—He oído que Alfonso y Vanee son muy amigos. ¿Ha comentado Pedro algo acerca del hecho de que Mateo Chaves esté husmeando por ahí?


Paula negó con la cabeza, sin mirar a Sonya.


—Al parecer, Chaves estuvo en la ciudad la semana pasada, con Vanee. Se rumorea que Chaves y Vanee quieren lanzar una OPA sobre Blackstone Diamonds. Parece ser que Mateo está buscando el apoyo de todos los accionistas.


Sonya abrió la boca para decir algo, pero Paula le dio una patada. ¿Para qué contarle a Ramiro que Mateo también había estado en Port Douglas hablando de negocios con Pedro? Al fin y al cabo, este último no le había dado su apoyo.


Sonya no dijo nada. Y, unos minutos después, Ramiro y ella dejaban a Paula en la parada del autobús y se marchaban a su cita con el agente inmobiliario. No obstante, ni siquiera la idea de ir a comprarse unos zapatos la tranquilizó. ¿Debía advertir a los Blackstone sobre la relación entre Rafael, Mateo y Pedro? ¿Estaba traicionando a la familia que la había mantenido durante toda su vida?


Entró en el piso de Pedro utilizando la llave que él le había dado. Le dolían los pies y estaba deseando darse un baño, así que le sorprendió de manera desagradable oír voces dentro.


Había cuatro personas en la cocina de Pedro


Una mujer guapa, de piernas largas y pelo canoso, que fue la primera en verla. Un hombre alto y delgado que estaba a su lado, con el brazo alrededor de sus hombros. Pedro también estaba allí, y también tenía el brazo alrededor de los hombros de alguien, una elegante rubia con un traje de color lila y unos ojos impresionantes.


Paula no pudo fijarse en nada más.


Pedro la atravesó con la mirada.


—Lo… lo siento —balbuceó ella—. No pretendía interrumpir. Pensé que no estarías en casa.


Pedro bajó el brazo de los hombros de la rubia y fue hacia ella. La llevó hacia el resto del grupo y dijo en tono cariñoso:
—Ésta es Paula —como si hubiese estado esperando que llegase, deseando presentarla.


Al final, aquello resultó ser mucho mejor que un baño. Le dio la mano a los padres de Pedro, Guadalupe y Jose, y a Lucia, su hermana adoptiva, que tenía los ojos violetas más bonitos que había visto nunca.


Eran sencillos y escandalosos y estaban tan unidos que terminaban las frases los unos de los otros. Era increíble ver a Pedro en aquel ambiente. Fuera de su dormitorio, parecía un hombre intocable. No obstante, sus padres no eran así y él, cuando estaba con ellos, tampoco. 


Había tanto cariño, humor e interés por los demás en aquella cocina… Ella se llevaba muy bien con su madre, pero nunca había estado así, en la cocina, con los demás miembros de la familia, bebiendo, gastando bromas y compartiendo recuerdos.


Sí, era un día triste para los Alfonso, pero como solía ocurrir en los funerales, el alivio de que hubiese terminado se manifestaba en la necesidad de tomarse una copa.


Paula recordó la tensión del funeral de Horacio: la cautela, la constante presión de los medios, todo el mundo observándose, o preguntándose quién sabría qué acerca de su ajetreada vida.


Le daba la sensación de que hacía mucho tiempo de aquello. Intercambió recetas de magdalenas con Guadalupe, bailó con Jose una canción de Leonard Cohén y Lucia le confesó que había encontrado unas braguitas suyas debajo del sofá.


—Deben de ser de otra novia —le dijo Paula—. Yo nunca me pongo.


—No creo —rió Lucia—. Pedro nunca invita a nadie a venir aquí.


Todo el mundo se marchó un par de horas más tarde y Pedro llamó por teléfono a un restaurante italiano para que les llevasen pasta, que comieron en la bañera. Paula se tumbó sobre él y se dijo que tenía que tener cuidado con su corazón. Tenía la mala costumbre de esperar demasiado de los demás. Un comentario de Lucia, la manera en que la había mirado nada más llegar… podían hacer que soñase con ser admitida algún día en aquel círculo de amor que acababa de conocer.


Hizo girar el agua con los dedos y se dio cuenta de que había entrado en una espiral sobre la que no tenía control. Estaba enamorándose, no sólo de Pedro, sino también de la idea de formar parte de su familia.




UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 21




Una noche, Pedro le dijo que la madre de Rafael Vanee había fallecido.


—El funeral es el viernes. ¿Por qué no vienes a Sidney conmigo y vas a ver a tu familia?


Ella lo consideró, sin saber qué hacer.


—Me retrasaré en mi trabajo. Quería terminar antes de la boda, que es el día veinte.


—Relájate. Dejaré el diamante en la caja fuerte de un banco. Nos marcharemos el jueves por la tarde y volveremos el sábado.


Era la excusa que necesitaba para estar lejos de él. Se dedicó a trabajar todavía más durante los siguientes días, casi ni durmió.


Debió de ser por eso por lo que se quedó dormida en el avión privado que los llevaba a Sidney.


Se despertó muy despacio, confundida. Había soñado con Pedro, así que no le sorprendió ver su rostro tan cerca del de ella. Y cuando lo vio acercarse todavía más y rozarle los labios con los suyos, ni siquiera se le ocurrió resistirse. Al fin y al cabo, así era como se suponía que continuaba el sueño. Después de la discusión que habían tenido, había soñado todas las noches con hacer el amor con él.


Se estiró hacia él, abrió los labios, sintió cómo la punta de su lengua entraba en su boca, buscaba la suya. Enterró los dedos en su pelo y se le aceleró el corazón. Pero no quiso abrir los ojos, todavía no. No quería que aquello terminase, no quería que él desapareciese.


Sintió que Pedro le acariciaba el muslo por debajo de la falda y se excitó todavía más. Se apretó contra él todo lo que pudo, a pesar de llevar el cinturón de seguridad puesto. Intentó acariciarlo, torturarlo como él la estaba torturando a ella.


Respirando con dificultad, Pedro la agarró por las muñecas.


—¡Abre los ojos, maldita sea! —le dijo.


Y ella lo hizo, y vio en los suyos deseo. Deseo y arrepentimiento.


¿Arrepentimiento porque la deseaba, o por haberle hecho daño?


Completamente despierta, suspiró, apoyó la cabeza en el asiento y se limitó a mirarlo, todavía llena de deseo. Su respiración se fue calmando e intentó descifrar su rostro serio, atribulado, quiso averiguar qué pensaba, qué sentía.


Él ya había conseguido controlar su respiración. 


Fue soltando poco a poco sus muñecas, hasta acariciarlas en vez de sujetarlas. Luego, se apoyó también en el respaldo y la miró.


Finalmente, su mirada se suavizó y le dijo:
—Esta noche te quedarás conmigo.


No era una pregunta ni una petición. Pero ella se alegró de oírlo. Su intención había sido ir en taxi hasta la mansión de los Blackstone y darle una sorpresa a su madre, pero prefería quedarse con Pedro.


Le quedaba poco tiempo con él, y todavía menos cuando su aventura se terminase. La discusión los había separado físicamente, y el motivo era duro de aceptar. Esa noche tendría la ocasión de despedirse bien de él, de hacer que fuese especial. Aprovecharía el momento, fuesen cuales fuesen las consecuencias.


Se pasaron el resto del viaje mirándose. Sin besarse, pero tocándose, acariciándose las manos, las mejillas, la garganta, el pelo. Los ojos de Pedro ardían de deseo por ella, y eso y sus caricias fueron avivando su sed durante todo el trayecto, hasta que llegaron a su casa y el ascensor los dejó en el ático en el que él vivía.


Aturdidos de deseo, se desnudaron casi en la puerta y Pedro la empujó contra una pared que tenía enfrente una preciosa vista de Darling Harbour, Sky Tower, el puente y la ópera. La penetró allí mismo y Paula lo acogió una y otra vez mientras las luces de la ciudad giraban en sus ojos, como si estuviese mirando a través de un caleidoscopio.