jueves, 10 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 26




Al día siguiente por la tarde, Pedro estaba en su consulta y recibió una llamada de Paula, que le pedía verse en el hospital porque Allison Cartwright tenía problemas, así que fue corriendo a la planta de maternidad, donde encontró a Paula cansada y preocupada.


–¿Dónde está? –le preguntó al verla.


–En la 502. Tiene la tensión muy alta y proteínas en la orina.


–Preeclampsia.


–Eso parece, pero solo tenía la tensión un poco más alta de lo normal la semana pasada. Le mandé reposo en cama pero parece que no ha servido. Por eso la he traído.


–Has hecho lo correcto. ¿En qué semana de gestación está, la treinta y cinco?


–Treinta y seis.


–Entonces el niño es viable, así que probablemente lo mejor sea provocarle el parto. ¿Estás de acuerdo?


–Claro, pero tú decides; es tu paciente.


–Es nuestra paciente, y quiero que estés conmigo.


–Estaré contigo todo el tiempo, al menos durante el parto de Allison.


Pedro se volvió y recorrió el pasillo a zancadas para no sucumbir a la tentación de tomarla entre los brazos, no decirle todas las cosas que lo habían estado rondando toda la noche y todo el día, lo que debía haberle dicho la noche anterior. Pero ahora no tenía tiempo. Al llegar a la habitación de Allison, seguido de Paula, vio el gesto de miedo de aquella.


–Hola, Allison –saludó, con su preparada voz de calma a pesar de la preocupación.


–Hola, doctor Alfonso, me alegra que se haya unido a la fiesta.


–Supongo que Paula te habrá hablado de la preeclampsia –dijo él, mientras observaba el monitor del latido del corazón del niño, que parecía estar bien.


–Sí, ¿y qué hacemos ahora?


–En vista de la situación, Paula y yo hemos decidido seguir adelante e inducirte el parto y observarte con precaución.


–Pero aún me falta un mes –dijo ella, mirándolo con ojos de pavor.


–El riesgo para el bebé y para ti será mayor si no das a luz ahora –la asesoró Paula.


–De acuerdo entonces –aceptó Allison, que notó cómo le caían lágrimas por las mejillas y se las secó con una mano temblorosa–. Si no hay más opciones supongo que lo tendré.


–Todo va a salir bien, Allison –le aseguró la comadrona–. Tendremos cerca un equipo de neonatólogos.


–Entonces que comience el espectáculo; estoy lista.


Cuando ya habían empezado con los preparativos del parto, una enfermera metió la cabeza en la sala para comunicarle a Pedro que tenía un parto inesperado.


–Yo me quedo aquí –le dijo Paula–. Tú ve a ver a tu otra paciente; estoy segura de que volverás a tiempo.


–Vale, pero mantenme informado. Si pasa cualquier cosa, me avisas por megafonía.


–Lo haré, no te preocupes.


Pasaron cuatro horas hasta que Rio hubo terminado el parto y su ronda de tarde.


Paula lo saludó enseguida desde la puerta.


–Está pasando muy deprisa. Ha roto aguas y está totalmente dilatada. Lleva ya un rato empujando. Nos ayuda la enfermera jefe, Sara Gilmore.


–¿Por qué no me has avisado? –le preguntó él, aunque estaba aliviado por las noticias.


–No hacía falta; sabía que volverías pronto.


–¿Y la tensión?


–Todavía está alta pero no en zona de peligro. Por ahora.


–Los dos sabemos que lo único que se puede hacer es que salga el niño, así que vamos –dijo, pero Paula lo detuvo antes de entrar.


–Solo quería darte las gracias, Pedro.


–¿Por qué?


–Por confiar en mí.


–Eres una comadrona increíble, Paula –le dijo él, que solo quería que ella también confiara en él–. Serías una médico estupenda.


–¿De verdad lo crees?


–Lo sé. Ahora vamos por ese niño. Juntos.


–La presión está en 16/11 –les informó Sara al verlos entrar–. La buena noticia es que la cabeza del bebé ya está asomando.


Al ver la cara pálida y empapada en sudor de Allison y el monitor que señalaba su tensión extremadamente alta, Pedro se encontró en otro tiempo, otro lugar y con otra joven a la que no había sido capaz de salvar. Por un momento volvió a ser aquel adolescente incapaz de hacer nada más que estar de pie viendo morir a la joven madre.


Se recordó que ya no era aquel niño, ahora era médico y tenía los conocimientos suficientes. Aunque reconocía que algunas situaciones se le escapaban de las manos, no iba a permitir que le pasara nada a Allison Cartwright ni a su bebé.


–Allison, Sara te va dar un medicamento para que no tengamos problemas adicionales. A lo mejor te sientes un poco mareada, pero es normal.


–¿Y el bebé?


–Ya está casi pero vamos a necesitar tu ayuda.


Se abrió la puerta y entró el neonatólogo Brendan O’Connor con una enfermera.


–Justo a tiempo, doctor O’connor –saludó Paula.


–Me alegro de verte otra vez, Brendan –añadió Pedro.


–Lo mismo digo –dijo él, y se acercó a Allison–. Señora Cartwright, soy el doctor O’Connor, el neonatólogo de guardia. Me haré cargo de su bebé como medida de precaución. Aunque teniendo en cuenta que le falta poco para salir de cuentas, con suerte no necesitará de mis servicios mucho tiempo.


–Eso espero –dijo Allison, y chilló con gesto de dolor–. Aquí viene, otra vez.


Pedro fue al final de la camilla con Paula mientras Brendan se quedó a un lado esperando la llegada del bebé. Allison se apoyó en la cama y Pedro se dio cuenta de que se quedaba sin fuerzas.


–Sé que estás cansada, pero necesito un poco más de ti –le dijo.


–Lo intento. Pero no me queda nada.


–Vamos, Allison –la animó Paula–. No puedes rendirte ahora.


Pedro miró al monitor y al ver las constantes vitales de la mujer supo que sus opciones eran limitadas si esta no cooperaba, así que tenía que estar preparado.


–Avisa a personal de que estén listos para una cesárea por si acaso –le dijo a Sara.


–No quiero cesárea, puedo hacerlo –aseguró Allison, mostrando una fuerza asombrosa.


–Vale –dijo Pedro–. Da todo lo que puedas.


Paula alentó a Allison a que empujara otra vez, esta vez más fuerte. Pedro y ella trabajaron en equipo, totalmente sincronizados. Por fin Allison dio un empujón más, que permitió a Pedro sacar la cabeza del bebé. La comadrona le hizo una señal de aprobación con los pulgares y el doctor le dijo a Allison que siguiera empujando, con más suavidad. Al fin salió el niño del todo.


–Es una niña, Allison. Felicidades.


Mientras Pedro acunaba al bebé, pensó en todas las veces que lo había visto como un proceso natural. Pero con Paula al lado, vio un atisbo de futuro, la posibilidad de que algún día fuera él el padre, de un niño suyo y de Paula.


–¿Haces los honores? –le preguntó a esta, mientras sujetaba el cordón umbilical.


La comadrona cumplió con una sonrisa de satisfacción y le dio el bebé a Brendan O’Connor, que se sintió aliviado de que la niña tuviera buen color.


–¿Está bien? –preguntó Allison.


–De momento parece que sí, y respira por sí misma –contestó el doctor O’Connor–, pero tengo que llevarla a Neonatología para observarla al menos veinticuatro horas.


–¿La puedo ver antes? –preguntó la madre.


–Claro –contestó el doctor, y le puso el bebé en los brazos.


–Tenías que ser un niño –le dijo la madre a su hijita; se le había disipado toda la angustia al verla, y le dio un beso–. Pero aún eres un milagro.


Para Pedro cualquier nacimiento era un milagro, como lo era haber encontrado a Paula. Quería decírselo en aquel momento, pero sin público.


Tras terminar sus labores de médico y dejar al bebé en manos de Brendan O’Connor, miró a Allison, que estaba reclinada en la cama con los ojos cerrados. Al buscar a Paula se dio cuenta de que no estaba. Tenía que encontrarla deprisa para contarle lo que tenía dentro, así que decidió dejar a Allison al cuidado de Sara.


–Doctor Alfonso –lo detuvo la voz de la paciente, que ahora lo miraba muy despierta.


–Creía que estabas dormida.


–No creo que pueda dormir hasta saber que mi hija está bien.


–Tienes que intentar descansar. Cuando la tengas en casa te va a resultar muy difícil.


–Dado que dudo que aún tenga trabajo, tendré mucho tiempo para eso.


–¿Quieres que llame a alguien?


–No, dentro de un rato llamaré a mi padre, pero está en Nueva Jersey con mi hermana.


–¿Alguien más que quieras que lo sepa? –le preguntó él, que se dio cuenta de que se estaba metiendo donde no lo llamaban, pero no le gustaba que Allison tuviera que pasar por aquello sola. Esta miró a la ventana con lágrimas en los ojos.


–No.


–De acuerdo. Avísame si cambias de opinión.


–Gracias por todo –dijo ella, mirándolo a los ojos–. ¿Sabes una cosa? Sois increíbles.


–¿Perdona?


–Paula y tú. La forma en que habéis trabajado juntos para sacarme al niño ha sido increíble, como si fuerais uno. La mayoría de la gente vive soñando con esa sintonía en una relación.


–Trabajamos bien juntos.


–Va mucho más allá de una relación laboral. Cualquiera con dos dedos de frente se daría cuenta de que os queréis.


Pedro miró a Sara, que parecía estar más ocupada en la limpieza que en la conversación, aunque el médico no era tonto.


–Duerme un poco –le dijo a Allison en tono de burla.


–Te prometo que lo intentaré. Siempre que me prometas que te aferrarás a lo que sea que tengas con Paula.


–Veré qué puedo hacer. Deséame suerte.


–Suerte –le dijo Sara sonriendo, aunque de espaldas.


–No necesitas suerte –dijo Allison–. No mientras os tengáis el uno al otro.


Después de despedirse de Sara y Allison fue a buscar a Paula con una determinación que le hizo acelerar los pasos. Se había convertido en una parte muy importante de su vida, tal y como le había predicho su madre que haría la mujer que le cambiara la vida. Aunque nunca la había creído, pues nunca se había creído capaz de enamorarse tanto como lo estaba de Paula, o que le doliera tanto la idea de perderla.


Decidió mandar al infierno sus antiguas ideas respecto al matrimonio. Valoraba a Paula como persona, valoraba su amor, y si necesitaba un papel para probarlo, lo tendría. 


Experimentó una sensación repentina de liberación al reconocer que había encontrado la verdadera libertad a través del amor que sentía hacia Paula. Ahora solo tenía que encontrarla.




CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 25





Pedro se mantuvo aparte mientras Paula se despedía en el aeropuerto. No le gustaban las despedidas, y menos aquella que tanto la hacía sufrir. Lo pudo ver en las lágrimas de sus ojos azules mientras Jose le rogaba que lo dejara quedarse.


–Puedo dormir solo, como en casa de la abuela. Y Gaby puede dormir conmigo.


–Cariño –dijo Paula, agachándose al nivel de Jose–, te prometo que enseguida vendrás a vivir conmigo, en cuanto termines el curso. Entonces tendré un sitio para que vivamos, un apartamento muy bonito con piscina. ¿Te gustaría?


–No quiero un apartamento viejo, quiero vivir con Pedro y Gaby. Además, Pedro tiene piscina, y muy grande. Y un montón de juegos.


–Jose, solo estoy viviendo con el doctor Alfonso hasta que encuentre otra cosa.


–Pero me dijiste que te gustaba.


–Claro que me gusta, pero no puedo vivir con él para siempre.


Pedro no pudo negar la punzada en el corazón ante la idea de la marcha de Paula. No quería hacerle caso, pero le dolía en lo más profundo, y sencillamente no sabía qué hacer, sobre todo cuando ella estaba tan decidida. Pero quería que se quedara; no se había dado cuenta de hasta qué punto hasta entonces. Pero no podía obligarla a tomar aquella decisión. Paula se puso de pie al oír la llamada para embarcar. Pedro se acercó a ellos y le dio la mano al niño.


–Puedes venir a verme siempre que quieras, colega.


Jose no hizo caso de la mano y directamente lo abrazó. Sin comprender muy bien por qué, Pedro lo levantó en brazos y lo agarró con fuerza. El niño lo miró fijamente con unos ojos muy parecidos a los de su madre, pero con una confianza que ella no tenía.


–¿Guardaste nuestra última carrera?


–Claro; la he grabado para que podamos seguir por donde la dejamos.


–Es hora de irse, cariño –dijo Paula cuando dieron el último aviso.


–Nos vemos, Pedro –se despidió el niño, tras darle un abrazo aún más fuerte.


–Nos vemos –contestó él, y se volvió a Margarita–. Señora, ha sido un placer.


–Oh, basta de formalidades, soy solo Margarita –replicó ella, quien también lo abrazó y le susurró–. Cuida de nuestra chiquilla, ¿vale? Pero no le dejes ver que lo haces.


Jose y su abuela fueron hacia el avión, observados por Pedro y Paula. Consciente de lo sola que se sentiría, el doctor la tomó entre sus brazos y ella apoyó la espalda en su pecho, como si las piernas no le fueran a responder al verlos desaparecer. En aquel momento, Pedro quiso cuidar de ella, darle todo cuanto deseara; quería ser el hombre que ella necesitaba, pero la verdad le dio una bofetada cuando ella se separó.


Ahora sabía que estaba dispuesto a llevar una relación seria. 


El problema radicaba en Paula, que hacía lo posible por no necesitar a nadie, y menos a él.


Paula necesitaba a Pedro más que a nada en aquel momento. Tenía la cama y el corazón vacíos ahora que su madre y Jose se habían marchado. Pedro también se había ido al garaje nada más cenar, y apenas había hablado durante toda la cena, aunque a veces la había mirado como si quisiera decirle algo.


Ella también quería hablar con él y explicarle por qué no podía quedarse más. Temía que permanecer más tiempo en su casa y en su vida solo serviría para sentirse más apegada a él. Pero en aquel momento no quería pensar en ello; solo quería que Pedro llenara el vacío en su alma, aunque se equivocara. Ansiaba tanto su compañía y sus caricias que decidió ir a buscarlo para estar con él aunque fuera por última vez.


Paula abandonó la soledad de su habitación y bajó las escaleras sin hacer ruido, vestida tan solo con un camisón de algodón y un abrigo. Al notar un casi imperceptible olor a madera quemada en el segundo piso, entró en el dormitorio de Pedro, que estaba completamente a oscuras, tanto que pensó que quizá este seguía en el garaje.


Entonces oyó el ruido de la ducha y solo imaginar que estaba allí sin nada de ropa le hizo sentir escalofríos y pensó en meterse con él, hasta que oyó que se cerraba el grifo.


No le importó, pues decidió que lo esperaría en la habitación de todas formas. Quería que fuera a él y eso es lo que pensaba hacer, ir a él. Se quitó el abrigo y lo dejó en el sofá. 


Al aproximarse al borde de la cama decidió quitarse también el camisón y los calcetines, para que no hubiera ninguna duda de lo que quería. Si no podía tenerlo para siempre, se conformaría con lo que le diera el tiempo que le quedaba. 


Desnuda y avergonzada, abrió las sábanas de seda negras y se deslizó bajo ellas. Se sentía valiente y atrevida y decidió taparse solo hasta la cintura. Entonces se abrió la puerta. 


Paula cerró los ojos y se tapó; de repente no se sentía tan seductora. Pero seguía igual de caliente, sobre todo cuando al abrir los ojos vio a Pedro desnudo junto a la cama.


–¿Te has perdido, o echabas de menos mi cama?


–Te echaba de menos a ti –contestó ella, que se giró y dejó caer la sábana.


Él no se movió ni dijo nada, pero su cuerpo sí respondió.


–He pensado que a lo mejor tú también me echabas de menos –continuó ella, mirándole descaradamente el tatuaje.


–¿Qué es lo que quieres, Paula?


–A ti.


–¿Estás segura de que me quieres a mí? ¿O quizá solo necesitas algo que te haga sentir bien, que te haga olvidar el haberte tenido que despedir de tu hijo?


–Quiero estar contigo, Pedro. Me dijiste que tenía que dar el siguiente paso y lo estoy dando.


–Será mejor que estés segura, porque si me meto contigo en esa cama me aseguraré de que no tengas posibilidad de cambiar de opinión.


–¿Y cómo piensas hacer eso?


–Con mis manos, con mis labios, y todo lo demás.


–No pienso cambiar de opinión –concluyó ella, abriendo la sábana.


Pedro se le oscurecieron los ojos y se quedó de pie, lo cual hizo a Paula dudar de que se fuera a meter en la cama hasta que se acercó a ella. Pero de repente, Pedro se dio la vuelta y fue al baño. A Paula se le cayó el corazón a los pies hasta que lo vio entrar de nuevo en el dormitorio con dos preservativos que dejó en la mesilla. Se metió en la cama, pero en lugar de abrazarla, le tomó las manos y tiró de ella hasta que ambos estuvieron sentados frente a frente.


–Convénceme.


–¿Perdona?


–Convénceme de que deseas esto.


Paula solo sabía una manera de convencerlo, y llevó una mano temblorosa al pecho de Pedro, donde el corazón le latía con fuerza. Le deslizó la mano sobre la piel mojada, bajando hasta el ombligo. Se detuvo en el tatuaje para explorarlo como había querido hacer la primera vez. Aunque no se veía muy bien por la escasa iluminación, pudo sentir su poder, igual que el poder que ejercía ahora ella sobre Pedro. A medida que iba bajando le miraba la cara en busca de alguna reacción, pero él parecía indiferente, hasta que lo rodeó con las manos y él cerró los ojos y respiró con gravedad. Tenía la carne caliente, dura y tentadora. 


Entonces Pedro la tomó por la muñeca y detuvo la exploración.


–Me has convencido.


–Pero no he terminado –dijo ella, con una sonrisa siniestra.


–Claro que sí.


–No.


Antes de que pudiera seguir protestando, bajó la cabeza y lo tomó con la boca, notando el cambio en él, que la agarró del pelo. Entonces la detuvo levantándole la cabeza para darle un beso demoledor. El beso duró muy poco porque, como había hecho ella, Pedro hizo su propia exploración por el cuerpo de ella, le acarició los senos y los pezones con movimientos circulares, y le metió las manos entre las piernas para tocarla con un movimiento suave pero insistente que estuvo a punto de llevarla al clímax. Pero justo antes, retiró la mano.


–¿Quieres más?


–Sí –rogó ella.


–¿Cuánto más?


–Todo, maldita sea.


–Me gusta cuando te pones caliente, me excita.


–Cuando quiero algo lo suficiente –dijo ella, acariciándole el pendiente con la lengua– sé cómo lograrlo.


–Yo también –contestó él, llevándole la mano a su erección.


–Convénceme.


–Será un placer.


Pedro la tumbó boca arriba y se puso un preservativo, mientras ella le arañaba la espalda con impaciencia. 


Entonces él la agarró de las manos y la penetró lentamente y empezó a retirarse hasta que ella lo empujó con las caderas. 


Pedro continuó con un ritmo lento, permitiendo a Paula guardar aquel momento en la memoria y absorber las sensaciones mientras le susurraba palabras de cariño. 


Cuando le soltó las manos, ella lo agarró del pelo mojado y sedoso. En aquellos momentos de tranquilidad, Paula se dio cuenta de que estaban haciendo el amor, al menos ella, porque a pesar de su determinación a no amarlo, lo amaba. 


Y por un segundo se permitió creer que él también la amaba.


Pedro la acarició con las yemas de los dedos sobre el lugar por el que estaban unidos, llevándola a otro increíble clímax al tiempo que se movía dentro de ella. Paula nunca había sentido un placer semejante, nunca se había sentido tan unida a otra persona, tan perdida ante un hombre que la había cautivado en cuerpo, alma y corazón.


–¿Sabes lo que estás haciendo conmigo, mi amante? –preguntó Pedro con voz tensa mientras intentaba aguantar un poco más.


Paula respondió con otro golpe de caderas para meterlo más dentro, y él se rindió con un ritmo más rápido y salvaje, y llegó a un clímax con la fuerza de una explosión que
lo hizo temblar y sentir cosas que nunca había sentido.



Poco a poco fue recuperando la conciencia, y supo que había vuelto a ocurrir algo extraordinario que poco tenía que ver con el sexo. La mujer que tenía entre los brazos, a la que se encontraba unido, había logrado invadir su alma y su corazón. Esta se revolvió y, aunque no quería dejarla marchar, se movió para aliviarla de su peso.


–No te vayas –le dijo ella–. Quiero recordar esto.


Pedro nunca olvidaría aquel momento ni a aquella mujer, a la que parecía no poder unirse lo suficiente. Cuando se dio la vuelta con ella encima, Paula apoyó la mejilla sobre su hombro y suspiró. Él le recorrió la espalda con el dedo, y pensó que quería hacer el amor con ella una vez más, y otra y otra. Pero antes tenía que decirle algo.


–He estado pensando.


–¿Sobre qué? –preguntó ella, y le dio un beso en el cuello.


–Sobre este verano. He pensado que nos podríamos ir un par de meses a recorrer el país. Jose, tú y yo, y tu madre si quieres.


–No me puedo ir así como así, tengo responsabilidades y deudas. Y un buen empleo, igual que tú.


–Mi trabajo seguirá aquí cuando vuelva, y te pagaré las deudas.


–¿A cambio de qué?


–De tenerte aquí. Podemos arreglar una habitación para Jose y otra para tu madre si quiere quedarse aquí una temporada.


Paula se puso boca arriba, rompiendo así el contacto íntimo y construyendo un muro.


–Eso no es posible. Jose ya te quiere demasiado, no quiero que crea que este arreglo es para siempre.


–¿Arreglo? –preguntó él enfadado.


–Lo de vivir juntos.


–¿Estás diciendo que no quieres probar a ver si funciona? –preguntó él con ilógica desesperación.


–¿Qué ha pasado con tu nada de ataduras ni compromisos?


–No lo sé. Estar contigo y con Jose este fin de semana me ha hecho darme cuenta de que falta algo en mi vida.


–Pero han sido solo dos días, Pedro –suspiró ella–. ¿Estás siendo sincero contigo? ¿Estás dispuesto a comprometerte en serio a algo más que un fin de semana ocasional?


–Estoy dispuesto a intentarlo, ver hasta dónde llega.


–Llámame anticuada si quieres, pero no puedo vivir contigo, y menos con Jose bajo el mismo techo.


–No sé qué es lo que quieres de mí.


–No quiero nada de ti, Pedro –contestó ella, mientras se sentaba–, no más allá de lo que ha pasado esta noche. Sé lo mucho que disfrutas de tu libertad salvo por lo que respecta a tu trabajo. Aunque supongo que en eso también me equivocaba.


–¿Por qué, porque me quiero tomar un tiempo libre?


–Porque parece que te resulta muy fácil dejarlo todo, y me preocupa que acabes haciéndonos lo mismo. No quiero que me abandonen otra vez, y desde luego no lo quiero para mi hijo. Me asusta pensar que eso pueda suceder.


–¿Crees que es fácil para mí? –preguntó él, reclinándose en el cabecero–. Nunca he tenido una relación seria, Paula, nunca había querido, hasta ahora. Me has cambiado.


–Me encantaría creerte pero me temo que ya he oído antes eso.


–Yo no soy tu ex marido, soy más honrado.


–Eres un hombre honrado, Pedro, lo sé muy bien; es una de las razones por las que más te quiero.


–¿Qué has dicho?


–He dicho que te quiero, y es verdad. Y créeme que es lo último que quería que ocurriera, pero no puedo evitarlo.


–Si eso es verdad, ¿por qué no quieres quedarte conmigo?


–Temo que no te satisfaga una existencia mundana, y no puedo quedarme sabiendo que no estamos totalmente comprometidos.


–¿Hablas de matrimonio? –preguntó Pedro, a quien la palabra le sonaba amarga, al recordar la desgraciada unión de su madre con su padrastro–. Nunca he entendido por qué es tan importante un papel si dos personas se importan. Y tú me importas.


–Tienes razón –dijo Paula, que se levantó y se puso el albornoz–. El matrimonio es lo último que necesitamos ninguno de los dos. Buenas noches, Pedro.


Aquello sonó como una despedida y antes de que pudiera salir de la habitación, Pedro saltó de la cama y la agarró del brazo.


–Quédate conmigo.


–Los dos necesitamos dormir.


–No solo esta noche. Quédate después del verano.


–Tengo que hacer lo mejor para mí, Pedro, y para mi hijo. Por favor, entiéndelo.


Después de que se marchara, Pedro desahogó su furia con el fuego casi apagado, pinchando los restos de madera con el atizador. Había sabido todo el tiempo lo que necesitaba Paula, alguien que se quedara a su lado para bien o para mal, y también necesitaba oír las palabras que él había sido demasiado cobarde para pronunciar, que la amaba, y estaba empezando a pensar que así era, más de lo que podía expresar.


También reconoció que tenía que convencer a Paula de que tenía intención de estar allí para ella y para Jose con o sin un papel, convencerla de que una vez que se comprometía a algo, lo cumplía, como había hecho con su meta de ser médico.


Tenía muchas cosas sobre las que meditar y no mucho tiempo. En lo profundo de su corazón, sabía que Paula se marcharía antes del verano si no lograba persuadirla. Pero no sabía cómo.