domingo, 22 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 14




Y de repente algo cambió. La sensación de sus manos se transformó en otra cosa y sintió que el corazón se le aceleraba. Le miró los dedos, fuertes y bronceados y vio una imagen de ellos acariciándola en otras partes.


Él retiró las manos de golpe y a ella le pareció que de alguna manera sabía lo que estaba pensando. Se puso colorada y salió rápido de la camioneta.


Pedro se quedó un momento sentado, trastornado. Las imágenes habían sido tan reales, tan vívidas. Sus manos acariciándola íntimamente, acariciando su piel, sus pechos…


Respiró con dificultad. Eran demasiado reales para venir de ella. ¿Fueron sus propios pensamientos? ¿Se los había transmitido él a ella de alguna forma? ¿Por qué no sabía de dónde salieron? Antes siempre lo sabía. Antes de Paula nunca se sintió tan confundido.


Se ordenó dejar de pensar en aquello y prestar más atención al trabajo. Salió de la camioneta y la siguió, obligando a su mente rebelde a obedecerlo y a concentrarse en el problema. Se preguntó si Billy o su maliciosa madre estarían detrás de los ataques al refugio. O el padre. 


Parecía posible, especialmente si el chico heredó de su padre los sucios pensamientos.


Había alguien saliendo de la oficina cuando entraron, una mujer joven que saludó a Paula y lanzó una mirada interesada a Pedro. Paula los presentó, a pesar de la rabia que sintió cuando la rubia lo miró con coquetería.


—Esta es Marcy Thomas —dijo Paula—. Fuimos juntas al colegio.


—Bueno, no exactamente juntas, Paula es mucho más joven que yo —dijo Marcy lanzando una mirada desdeñosa al pelo alborotado de Paula y los vaqueros. No cabía duda de que había querido decir que era demasiado joven para un hombre como Pedro.


Paula pensó que lo dijo como si se tratara de una enfermedad. En realidad sólo eran dos años.


—¿De dónde eres?


Al preguntar, Marcy miraba a Pedro desde su metro sesenta intentando parecer frágil y desvalida a pesar de que Paula sabía que decía más palabrotas que un marinero y bebiendo era capaz de tumbar a muchos de los hombres del pueblo. Paula no dijo nada.


—Sé que no puedes ser de por aquí. Conozco a todos los hombres de los alrededores y no tienen punto de comparación contigo.


Paula pensó que Marcy nunca fue muy discreta. 


Pero probablemente lo que había dicho sobre los hombres era verdad; Marcy tenía la peor reputación de la ciudad. Al menos hasta que decidieron que ella misma era un tema más interesante. De repente se sintió mal por estar pensando así y sintió simpatía por la chica que había sido el centro de todos los comentarios del pueblo.


—He venido desde Denver y antes de eso estuve en San Luis. Viajo mucho.


—¡Oh, justo lo que me gustaría, viajar y ver el mundo! ¡Estoy tan aburrida de este pueblo!


—Estoy seguro de que lo está. Ha sido un placer conocerla, señorita Thomas. Pero si me perdona, tengo que ver al doctor ahora. Una inyección de penicilina, ya sabe.


Le guiñó el ojo abiertamente a Marcy mientras Paula miraba sorprendida. Marcy se quedó con la boca abierta, se despidió rápido y se fue.


—¡Pedro, eres terrible! ¿Sabes lo que habrá pensado?


—Sí. Quizá lo sabe por experiencia.


—¡Pedro!


Paula intentó ponerse seria pero no pudo evitar una risita.


—Me gusta oírte reír. Pensé que se te había olvidado cómo hacerlo, señorita.


Paula sonrió al hombre alto, delgado, con el pelo gris que salió de la oficina.


—Hola, doctor, este es Pedro Alfonso. Ha sido nuestro salvador estas últimas dos semanas. Nos ha ahorrado tiempo, dinero y preocupaciones. Pedro, este es el doctor Hector Swan, amigo de este pueblo, del refugio y mío.


—Encantado, doctor —dijo Pedro con respeto dándole la mano.


—Llámame Hector. ¿Estás ayudando en el refugio? Bien, la verdad es que les hace falta. Ella no puede hacerlo todo, aunque sea tan terca y no lo quiera admitir.


—Ha hecho maravillas —dijo Pedro.


—Sí, es verdad. Pero necesita tomar las cosas con calma, e irse algún tiempo de vacaciones.


—Lo haré —dijo Paula y antes de darse cuenta, le estaba contando lo de su viaje a Portland.


—Oye, parece que sabes hacer milagros. Yo llevo detrás de ella desde que tenía quince años diciéndole que dedique más tiempo a su propia vida.


—Me gustaría que pudiera irse durante más tiempo —dijo Pedro.


—Oh, no. Ya me siento bastante culpable —comentó Paula.


—¿Por tomarte dos días de vacaciones en ocho años? Pau, si no pueden estar dos días sin ti, es que no has hecho un buen trabajo con ellos.


Una vez más, él la dejó sin habla con un argumento al que no podía responder. Oyó que el doctor Swan reía y se volvió hacia él.


—Para ti es muy fácil reír, pero me estás haciendo eso todo el tiempo.


—Ya era hora de que alguien te bajara esos humos. Bueno, me imagino que han venido por la medicina de Cyril. Voy a por ella. Pueden esperar en mi oficina, no tardo nada.


—¿Cyril? —repitió Pedro mientras la seguía hacia la sala de espera—. ¿Willy se llama Cyril?


—Sí —dijo Paula con una risita—. Ahora ya sabes por qué no le importa que lo llamemos Willy.


—Ya veo…


Se calló, deteniéndose de golpe cuando entraron en un pequeño pasillo. Miró a su alrededor, pero no vio más que a un hombre alto y delgado acompañado por una enfermera que salía de una de las consultas. Nada explicaba el escalofrío que sintió.


Pedro. ¿Estás bien?


—Sí—respondió automáticamente mientras entraban en la oficina intentando ignorar la extraña sensación; allí dentro era más débil pero no desaparecía. Empezó a dar vueltas por la habitación buscando alguna pista. Sabía que no tenía nada que ver con el doctor; no había nada oculto tras aquellos amables ojos grises.


Se detuvo frente a una foto que estaba colgada en la pared. Era un joven vestido de uniforme y a pesar de la diferencia de edad, no cabía duda de su parentesco; el parecido con Hector Swan era extraordinario. Y no era sólo un parecido físico; después de un momento de mirar a la fotografía, Pedro supo dos cosas. Una, que el joven era igual a su padre en el carácter y en la amabilidad y dos, la triste certeza de que aquel hombre había desaparecido del mundo de una forma horrible y fría. No, la presencia hostil que advirtió tampoco emanaba de allí.


—Lo mataron seis meses después de embarcarse. Cerca de Da Nang. Su padre quedó destrozado. Gaston era muy especial para todos nosotros. Andres y él estaban muy unidos y yo solía ir siempre detrás de ellos, como un perrito. Pero a Gaston no le importaba; solía llevarme en hombros cuando Andres se cansaba y le decía a todo el mundo que iba a esperar a que creciera para casarse conmigo.


Pedro abrió la boca para decir algo, pero no pudo. La tristeza de ella lo conmovía, pero lo que de verdad le molestaba, era un extraño sentimiento que lo golpeó en la boca del estómago cuando ella mencionó que Gaston se casaría con ella.


Era ridículo, pero Pedro no podía dejar de pensarlo.


—Aquí está.


Los dos se dieron la vuelta cuando el doctor entró en la habitación. El médico miró la foto ante la que estaban parados, pero no dijo nada.


—Dile a Cyril que necesito verlo dentro de poco para asegurarme de que la dosis es la adecuada.


—Lo haré, gracias.


La puerta de la clínica se cerraba tras ellos cuando Pedro volvió a ver al mismo hombre alto en el mismo momento en que volvió a sentir aquella sensación que lo hizo temblar. 


Permaneció en la habitación como el olor de una mofeta después de que el animal ha pasado. 


¿Estaba relacionado con aquel hombre, con la clínica misma, o con alguien más que estaba por allí? Pedro volvió a temblar.


Se alegró de salir de allí y librarse de aquella repelente sensación. Unos minutos más tarde, oyó gruñir a Paula cuando se detenía en la gasolinera.


—¿Qué pasa?


—Es el señor Rodney —dijo haciendo un gesto hacia el coche negro que estaba al otro lado.


—¿Y quién es el señor Rodney?


—El presidente del banco.


—Es con quien hablabas por teléfono el día que yo llegué, ¿verdad? ¿Te ha estado creando problemas?


Miró al hombre pálido y delgado, casi calvo, lleno de sospecha. Pedro pensó que debía hablar con él para ver si él era la fuente de todos sus problemas. Lanzó una mirada al cofre del coche.


—Éste no es tan malo como algunos de los otros. No le gusta el refugio, pero creo que es más porque ofende su sentido de la tradición. Tener a una mujer como responsable de un elevado préstamo en su banco ofende su idea del papel de la mujer en el mundo.


—¿En casa y con la pierna quebrada?


—Me temo que sí.


—Peor para él. La mujer es la verdadera fuerza que mueve al mundo. Por eso son ellas las que tienen los niños. Si fueran los hombres, la humanidad se hubiera extinguido hace siglos. Ningún hombre podría aguantarlo.


Ella sonrió, sin poder evitarlo. Entonces se oyó una exclamación en el coche negro. Y los dos se volvieron a mirar.


—¡Maldito coche! ¡Arranca!


La cara del señor Rodney estaba como un tomate mientras volvía a girar la llave. Pero el motor no arrancó. El chico de la gasolinera se rascaba la cabeza. No había ni rastro de Pete Willis, el mecánico. Paula suspiró; si no conseguía arrancar, se vería obligada a ofrecerse a llevarlo. A disgusto, bajó de la camioneta.


—¿Tiene algún problema, señor Rodney?


—Es evidente, ¿no le parece, señorita Chaves?


Paula hizo un gesto de disgusto mientras el hombre salía del coche, pero no alteró su tono de voz.


—Suena igual que cuando se me soltaron los cables de la batería de la camioneta.


—¿Y qué sabe usted de eso? —dijo el señor Rodney condescendiente.


—Déjela que eche un vistazo, señor Rodney. Puede que se lleve una sorpresa.


Paula se quedó asombrada y el hombre miró a Pedro intentando recordar si lo conocía. El tipo era antipático y tenía cara de pocos amigos, pero Pedro supo que estaba demasiado concentrado en sus negocios como para ser el hombre que buscaba.


—Adelante, Paula.


Pedro le guiñó el ojo mientras la animaba a que examinara el motor. Mientras iba hacia el coche, se dio cuenta que Pedro empezaba a charlar con el sorprendido señor Rodney. Ella se quedó mirando al motor, que era mucho más complicado que el de la camioneta y se preguntó qué quería Pedro que hiciera.




UN ÁNGEL: CAPITULO 13




El tiempo que pasaron en el pueblo no fue ni tan mal como temía, ni tan bien como esperaba. Vio las miradas que le dirigían a Paula, los saludos fríos de aquellos que no la ignoraban del todo, pero la mayoría de la gente parecía desconfiada en lugar de enemiga, poco amigable, en lugar de malvada. Y la mayoría parecía mirarlo a él con desagrado, intentando averiguar cómo encajaba en la imagen que tenían de ella y de lo que hacía allí. Se dio cuenta de que no estaban seguros. Eso le dio esperanzas. Mientras no tuvieran una idea fija, podrían cambiar de opinión.


Paula se detuvo en la pequeña oficina de correos, para recoger el de la granja. La mujer que estaba detrás del mostrador saludó con una sonrisa.


—Gracias, Lucia.


—De nada, bonita. ¿Cómo estás?


—Bien, gracias —Paula le presentó a Pedro, que estaba feliz de que hubiera alguien amable con ellos.


—Bienvenido, Pedro. Yo soy Lucia Morgan, notaría, encargada del correo y de todo un poco. ¿Esperas correspondencia?


—No.


De repente aquella sílaba sonaba muy triste y Pedro se sintió incómodo. No quería decirlo así y tampoco sentir lo que lo invadía. Siempre vivo estuvo solo; estaba acostumbrado y no le molestaba. ¿O sí?


—...Siento lo que Frank te dijo el otro día.


Aquello sacó a Pedro de sus pensamientos.


—No es culpa tuya. Sé que no le gusta la idea del refugio.


—Es que se cree todas esas cosas horribles que se oyen ya sabes, sobre los traumas y eso, y la gente que se vuelve loca y se pone a disparar a todo el mundo.


—Lo sé, Lucia. Y no puedo decirles que eso no pasa.


—Pero yo me acuerdo de tu hermano y de Gary Swan, descansen en paz. Si las cosas hubieran sido distintas, los dos podían estar ahora contigo. Nunca le harían daño a nadie.


—No, es cierto. Y tampoco lo harían los hombres que están ahora conmigo. Sólo intentan superar la horrible experiencia por la que tuvieron que pasar.


—Eso es lo que intento decirle a Frank, pero ya sabes cómo es mi marido. Es un cabezota.


—Sigue intentándolo, Lucia. Puede que al fin lo comprenda.


—Lo haré, pero créeme, él no está detrás de ese problema que tienen con el ayuntamiento. Puede que no le guste lo que estás haciendo, pero nunca se opondría de esa manera.


—Lo sé. Tenemos que ir a ver al doctor Swan, así que será mejor que nos vayamos. Gracias, Lucia.


—¿Qué te dijo su marido? —le preguntó Pedro de camino a la tienda de comestibles.


—Lo de siempre. Admite que necesitan un lugar a donde ir, pero no quiere que sea aquí.


—¿Eso es todo?


—Él no es el que hace las llamadas, si eso es lo que estás pensando. Es un cabezota, pero no un vicioso.


—Sólo estaba comprobando. ¿Qué quiso decir sobre el ayuntamiento?


—Alguien se quejó y dijo que deberían cerrar la granja porque estamos en un área que no está marcada para lo que hacemos.


—Lo que haces es algo único. ¿Cómo va a haber una zona para ello?


—Exacto. Tendremos que luchar en el pleno de este mes, pero no sé qué va a pasar. El alcalde Baraum tampoco es muy amigo nuestro.


—No te preocupes. Todo irá bien, Pau


—¿Por qué me llamas así? —dijo ella, parando de golpe.


Pedro se dio cuenta de que había cometido un error.


—Yo… oí llamarte así a uno de los chicos. Pero si no te gusta, no volveré a…


—No, es que… Andres solía llamarme así.


—Lo siento… no sabía que estaba… reservado.


—No, no me importa si tú me llamas así.


Le abrió la puerta de la tienda y luego estuvo dando vueltas mientras ella compraba. Pensó que la cajera los miraba demasiado, pero le preocupaba más un grupo de muchachos de trece a catorce años que estaban en una esquina. Miraban a Paula con avidez y discutían entre ellos. Pedro vio que Paula se ruborizaba al oír lo que decían, mientras pagaba en el mostrador.


La mujer tomó el dinero como si fuera falso. Allí era palpable la enemistad sobre la que le habían advertido. Pero pensó que mientras fueran sólo unos pocos, podría vencerlos. Él se encargaría de eso. Fue hacia la puerta a esperarla.


Uno de los chicos, arropado por el grupo, se dio la vuelta para mirar a Paula y cuando habló era evidente que era para que ella lo oyese:
—¡Eh, miren chicos, allí está! Me gustaría probarla, ¿a vosotros no?


Mientras Paula se sonrojaba, Pedro se dio la vuelta y los miró. Ellos no le prestaron atención, no se dieron cuenta de que iba con ella.


—Sí —continuó el chico—. Mi viejo dice que se acuesta con todos los que están con ella.


Pedro se puso tenso y avanzó hacia ellos. Paula recogió la bolsa y corrió hacia él.


—No, Pedro, déjalo. Seguro que ni siquiera entiende lo que está diciendo. Son sólo unos niños.


—También Jack el Destripador fue un niño.


—No es culpa suya. Sólo… sólo repite lo que oye decir a sus padres. Por favor, Pedro, no quiero ningún problema. Sólo serviría para empeorar las cosas.


El chico se había callado en cuanto se dio cuenta de que no se trataba de una mujer sola. 


Fue retrocediendo hasta que casi se apoyó en una pila de latas de sopa.


Paula aguantó la respiración mientras miraba a Pedro. Había algo físico y primitivo en él, con cada músculo en tensión, mirando fijamente al chico que se ponía cada vez más nervioso. 


Entonces aspiró y la tensión desapareció. Sólo la mirada suplicante en los ojos de Paula y la juventud del chico lo detenían. Hacía mucho tiempo que no había tenido que usar la violencia física, pero ahora deseaba hacerlo. Tenía ganas de tomar a aquel crío por los talones y sacudirlo. 


Nunca antes sintió una furia como aquella. Eso lo sorprendía y se dio cuenta de que era mejor salir de allí antes de terminar cediendo a ese impulso nervioso.


Pero cuando abría la puerta para que ella saliera, vio que la tendera les dirigía una mueca de asco y el chico volvió a la carga, sin darse cuenta de que Pedro podía oírlo todavía:
—¡Ya le he dicho a esa lo que pensamos de las de su clase!


Cuando Pedro estuvo seguro de que Paula no lo veía, miró por encima del hombro. La pila de latas de sopa se derrumbó encima del chico, en tanto que la mujer, que cerraba la caja, se pilló los dedos. Antes de llegar a la camioneta, tuvo que contenerse para no reír a carcajadas.


Paula no dijo nada hasta que detuvo la camioneta en el estacionamiento de la pequeña clínica en las afueras del pueblo. Apagó el motor y lo miró.


—Gracias.


—¿Por qué? ¿Por no arrancarle la cabeza a ese idiota?


—No. Por querer hacerlo.


Él se sorprendió y luego echó a reír.


—De nada. Pero eso no significa que no lo haga más adelante, si no empieza a tener algo de cerebro.


—¿Quieres venir a conocer al doctor Swan?


—Sí. Me encantaría.


—¿Te importaría… no decirle lo que ha pasado?


—¿Por qué?


—Intenta con todas sus fuerzas que la gente cambie de forma de pensar con respecto a nosotros. Le entristecería saber que no sirve de nada.


—Al menos con un par de personas.


—No quiero que se preocupe. Ya ha hecho mucho por nosotros. Le hizo a Willy un montón de pruebas y nos da la medicina casi gratis. Y siempre nos apoyó a Andres y a mí.


—De acuerdo. Ni una palabra —dijo abriendo la puerta. Pero Paula no se movía—. ¿Qué te pasa?


—Yo… no era verdad.


—¿Qué?


—Lo que dijo Billy el chico de la tienda.


Él se echó hacia atrás, furioso y dolido. Se suponía que no debía sentir cosas como aquella, pero no pudo evitarlo.


—Debería cortarte la cabeza por lo que acabas de decir. ¿De verdad crees que acepto todo eso?


—No… sólo quería…


—Calla —dijo, asiéndole las manos—. No pasa nada. Te entiendo. Pero no seas tonta. Sé quién eres, Paula Chaves y lo que eres. Y ningún niño idiota diciendo tonterías va a cambiar eso.


Paula lo miró y luego las manos que cubrían las suyas: La sensación de calma y de seguridad volvió a inundarla. Pensó que debería haberlo sabido. Debería haber confiado en él. ¿Por qué siempre que lo tocaba se sentía de aquella forma, tan tranquila y segura?



UN ÁNGEL: CAPITULO 12




—Yo tampoco puedo ir —dijo Kevin pasándose una mano por el escaso pelo rubio—, tengo que ir a cortar la alfalfa.


—Ni yo, tengo que hacer un montón de cosas en la casa —anunció Sara.


—Y yo voy a terminar la puerta del granero, ahora que Pedro me ha enseñado cómo hacerlo —dijo Mateo.


—Me parece que te toca a ti, Pedro —comentó Aaron en tono alegre.


—No se te olvide recoger la medicina de Willy, Paula —agregó Sebastian.


—Claro que no. Y no tenéis que buscar excusas para no acompañarme. No lo necesito. No me hace falta ayuda para llevar un frasco de pastillas.


—Pero recuerda que prometiste no ir nunca al pueblo sin llevar a Cougar contigo y ha salido con Marcos no sé a dónde —dijo Sebastian—. Y a ti no te importa, Pedro ¿verdad?


—¿Qué, sustituir a Cougar? Claro que no.


—No tienes porqué, de verdad, sólo voy a Riverglen, no a Beirut —declaró Paula poniéndose colorada.


—A veces no hay mucha diferencia —dijo Mateo.


Paula se rindió entonces, pero a regañadientes. Le parecía que se traían algo entre manos y que Pedro y ella no eran más que unos peones en ese juego.


—Lo siento —le indicó mientras cruzaban la puerta de la granja—. No hacía falta que vinieras, pero ellos son…


—Están preocupados por ti. Igual que haces tú por ellos.


—Lo sé, pero hay algo más. Creo que han maquinado todo esto.


—Ya lo sé.


—¿Sí?


—Ha sido bastante… obvio.


—¡Oh! —dijo poniéndose roja.


—No te avergüences, Paula, se preocupan por ti y se sienten culpables de que no pases el tiempo necesario con gente de tu misma edad.


—¿Como tú?


—Parece que eso es lo que han decidido.


—Lo siento.


—No lo lamentes. Eso me halaga.


—¿Por qué? Tú podrías estar con la mujer que quisieras.


"No exactamente", se dijo en voz baja, aunque lo que expresó a Paula fue:
—Tú eres muy importante para ellos, Paula. Me halaga que confíen en mí cuando se trata de ti.


—¡Oh!


Ella volvió a mirar a la carretera y él se dio cuenta de que le había hecho daño sin querer. 


Iba a tocarla, pero al recordar lo que sintió mientras la abrazaba, se detuvo. "Lo siento Paula", pensó, "Me gustaría… ¡Diablos! Ya no sé lo que quiero".


—La camioneta está realmente bien —dijo ella para llenar el vacío—. Gracias.


—De nada. Con el depósito lleno, podrías ir hasta Portland y volver sin parar para echar gasolina.


—Eso son casi quinientos kilómetros.


—Sí.


Pedro, esta camioneta nunca ha recorrido esa distancia sin rellenar el depósito.


—He hecho algunos arreglos. Creo que ahora será capaz de hacerlo.


Ella parecía dudar, pero al menos no discutió si iba a ir a Portland o no. Sonrió interiormente. Iba a divertirse más de lo que imaginaba. Miró por la ventana para disfrutar de los verdes campos de Oregón.