viernes, 9 de septiembre de 2016

EL ANONIMATO: CAPITULO 6





—Esta tarde he estado hablando con Pedro —les dijo Esteban a Karen y a Paula mientras se sentaban a la mesa.


—¿Sí? —preguntó Paula, llena de curiosidad por saber lo que Pedro habría dicho.


—Comprende que tú le vas a ayudar con los caballos.


—¿Y qué le parece?


—Más o menos lo que se esperaría después del encontronazo que los dos tuvisteis —respondió él, con una sonrisa—. Tiene algunas reservas, pero no va a oponerse por el momento.


—¡Qué noble por su parte! —espetó Paula, dejando el plato a un lado. Tal vez esto no sea tan buena idea como creíamos. Le pagáis mucho dinero por cuidar de vuestros caballos y estoy segura de que es muy bueno en su trabajo. No quiero crear problemas por meterme por medio. Ninguno de nosotros sabe si mi contribución en este rancho va a merecer la pena. Tal vez sea mejor que me marche y que se lo deje todo a los expertos.


—Paula —replicó Karen, lanzando una mirada de advertencia a su marido—, tú no eres el problema. Si Pedro lo tiene, lo superará. Queremos que te quedes, ¿a qué sí, Esteban?


—Claro —dijo él, inmediatamente. Entonces, solapadamente, metió la mano por debajo de la mesa y se frotó la espinilla, en la que Karen parecía haberle dado una patada—. Por lo que he oído, has conseguido meterte en el corral con Medianoche. Nadie más ha podido acercarse a él, ni siquiera Pedro.


—¿De verdad? —preguntó Paula, más animada.


—Ese caballo cocea de un modo increíble cuando Pedro se le acerca —confirmó Esteban—. Sabiendo la historia de ese animal, no hubiera debido comprarlo, pero no pude soportar que fueran a sacrificarlo porque nadie pudiera domarlo. No es culpa del pobre caballo que su último dueño fuera un hijo de perra.


—Tienes razón —dijo Paula—. Es un animal espectacular. Llevará tiempo, pero te garantizo que valdrá todo el tiempo que hayamos empleado en él.


—Entonces, ¿vas a hacer que Medianoche sea tu prioridad?


Paula asintió, aceptando el desafío sin dudarlo. No se debía solo a que se hubiera enamorado del caballo sino también porque a Pedro Alfonso le daría un ataque por tener que sentarse y verla triunfar donde él había fracasado.


—¿Por qué crees en ese caballo o porque quieres dejar a Pedro en evidencia? —bromeó Esteban


—¿Acaso importa eso? —replicó Paula. Se negaba a admitir que Esteban había dado en el clavo—. Sea como sea, tú conseguirás lo que quieres.


—Esto va a ser más entretenido que una película de la televisión —comentó Esteban, riendo.


Paula levantó la taza de té a modo de brindis.


—Me alegro mucho de poder proporcionar a los recién casados un poco de diversión.


—Oh, a mí se me ocurren muchas cosas más emocionantes que ver cómo haces pedazos a un pobre hombre —replicó Karen, mirando apasionadamente a su marido.


—Ahora que lo pienso, a mí también —dijo él.


Entonces, se levantó de la silla y, tras asir a su esposa de la mano, la sacó de la habitación.


—Yo me ocuparé de los platos —sugirió Paula, mientras ellos salían de la cocina, casi sin contener la risa.


A pesar de todo, cuando se hubieron marchado, suspiró, incapaz de contener la envidia que se apoderó de ella. Había estado casada dos veces, pero nunca había estado así de enamorada. Tal vez se había pasado demasiados años fingiendo sentimientos en la pantalla para reconocer la realidad cuando se le presentaba.


Mientras lo pensaba, se terminó lo que había sobrado de la cena. Cuando vio la cantidad de comida que había tomado, lanzó un gruñido. Era más de lo que consumía en dos días cuando estaba trabajando en una película. A aquel paso, a menos que hiciera tres horas de ejercicio todos los días, estaría tan gorda como un elefante cuando terminara el verano. Los vaqueros ya le estaban más apretados que cuando había llegado, y de eso solo hacía veinticuatro horas.


«No importa».


Estas sorprendentes palabras le resonaron en la cabeza. 


Paula se recostó en la silla y miró a la fuente vacía de lasaña con asombro. Por primera vez en diez años, no le importaba su peso, ni su talla. Se veía libre de todas las imposiciones con las que se había visto obligada a vivir desde el momento en que se había puesto delante de una cámara.


—Dios mío… —murmuró, mientras tomaba el último trozo de pan de ajo, a modo de acto final de desafío.


De repente, alguien llamó a la puerta y la sorprendió lamiéndose las migas que tenía en los dedos.


—¿Qué es esto? ¿Poniéndote hasta arriba de la comida que traje anoche para celebrar tu llegada? —preguntó Gina, con una sonrisa en los labios.


—Así es. ¿Y sabes una cosa? No me importa.


—Oh, oh… ¿Es que hay una rebelión en marcha?


—Así es. ¿Has traído el postre?


—De hecho, he traído un pastel de queso. Estaba experimentado con uno de tiramisú. Rafael ha tenido que marcharse a Nueva York, así que estaba buscando un conejillo de Indias.


—Pues lo has encontrado —dijo Paula, encantada, mientras se dirigía al armario para sacar los platos.


—¿Dónde están Esteban y Karen? —quiso saber Gina, mientras tomaba asiento. Paula dirigió una mirada hacia el techo que la hizo sonreír—. Ah, los recién casados. Siempre se me olvida que no están disponibles después de la cena. Me alegro de que Rafael y yo no seamos así.


—Solo porque él tiene que marcharse tan frecuentemente de viaje —comentó Paula, riendo—. Solo espera a que traslade su bufete aquí y se ponga a trabajar con Emma. Ella es tan eficiente que los dos terminarán de trabajar todas las tardes a las cuatro. Serás tan maleducada como Esteban y Karen.


—¿Estás celosa?


—Sabes que sí —admitió ella.


—Entonces, creo que tenemos que ponernos manos a la obra y encontrarte un hombre. Después de todo, tú fuiste la que no hacía más que emparejar a todo el mundo durante la reunión. Prácticamente me tiraste encima a Rafael.


—Claro, pero eso fue antes de que supiera que te había seguido aquí para meterte en la cárcel.


—En realidad, quería meter a mi socio en la cárcel. Yo solo era el medio de hacerlo. Recuerdo que también lo hiciste con Emma. ¿No fuiste tú la que la echaste en brazos de Fernando durante el baile?


—No, esa fue nuestra profesora de inglés. En realidad, yo traté de emparejarla con un tipo que resultó ser un exterminador de Des Moinees y que está casado con una de nuestras antiguas compañeras de clase. No fue uno de mis momentos de inspiración.


—A pesar de todo, creo que es justo que ahora te toque a ti —insistió Gina—. Debe de haber alguien que te merezca.


Paula pensó en cómo se había sentido con Pedro Alfonso. Una animosidad instantánea no era exactamente lo que Gina tenía en mente, pero había habido mucha electricidad en el aire aquella tarde. Era mejor que Gina no supiera nada sobre su encuentro con el atractivo cuidador de caballos.


Tomó un trozo del pastel de queso y saboreó la suave textura y el delicioso gusto.


—Dios santo —murmuró—. ¿Quién necesita a los hombres cuando hay un pastel de queso como este? Es algo pecaminoso.


—Sí, pero este placer dura muy poco. Un hombre es para siempre.


—Si se tiene suerte. Yo he tenido dos y no me han durado casi ni lo que tardaba en secarse la tinta del certificado matrimonial.


—Venga, no seas tan cínica. Eran un par de idiotas. Estamos hablando de un hombre de verdad.


Una vez más, la imagen de Pedro Alfonso apareció en los pensamientos de Paula. Con aquel esbelto y nervudo cuerpo, era un hombre de verdad. De eso no había ninguna duda.


—¿Qué es lo que te pasa? —preguntó Gina, con curiosidad—. Has conocido a alguien, ¿verdad?


—No seas ridícula. Si solo llevo aquí un par de días. Casi no he salido del rancho. ¿Por qué piensas eso?


—Por la expresión que se te acaba de dibujar en el rostro.


—¿Expresión? ¿De qué estás hablando?


—Durante un momento adquiriste un gesto muy soñador, algo que no se puede fingir. Y solo hay una cosa que ha podido causarlo: un hombre. ¿De quién se trata?


—Estás loca. Si sigues incordiándome de esa manera, le voy a decir a todo el mundo que tu pastel de queso sabe a queso rancio y que tiene la textura de la arena.


—No te atreverás…


—Ponme a prueba…


Al decir aquellas palabras, Paula recordó que aquello había sido exactamente lo que Pedro le había dicho.


¿Qué había respondido ella?


Que tal vez lo hiciera.


Esas eran las palabras que daban que pensar a un hombre.


 ¿En qué había estado pensando?


—¿Por qué me da la sensación de que mis palabras te han recordado algo? —le preguntó Gina—. Es ese hombre otra vez, ¿verdad?


—Te he dicho que no hay ningún hombre.


—Sigue diciéndote eso. Yo pasé mucho tiempo negándome lo de Rafael. Y lo mismo le pasó a Emma con Fernando, a Karen con Esteban y a Carla con Joaquin. Y ahora míranos. Te aseguro que reconozco los síntomas.


Paula se echó a temblar. Era imposible que Gina tuviera razón.


¿Ella con Pedro Alfonso? Ni hablar.


Entonces, pensó que, si sus amigas servían para juzgar la situación, tal vez ella no podría hacer nada al respecto.





EL ANONIMATO: CAPITULO 5





Pedro se pasó el resto de la tarde enfurecido por su encontronazo con la invitada de los Blackhawk. Aquella mujer había mostrado más audacia y arrogancia que cualquier mujer de las que había conocido en los últimos años. Aunque eso podría haber sido estimulante a breve plazo, a largo plazo prefería no verse implicado.


Él no era un hombre que pensara en el futuro. Lo había aprendido de su padre, que Dios lo tuviera en su Gloria.


Samuel Travis había sido uno de los hombres más ricos de Montana cuando conoció a la madre de Pedro en un bar de Billings, hacía treinta años. Para una mujer como Irene Alfonso, Samuel había parecido ser la respuesta a todas sus plegarias. Ella se había enamorado de él completamente. Para Irene, Samuel era un regalo para las mujeres. No solo era rico y poderoso, sino también amable y generoso. 


Ciertamente, le dejó algo para que lo recordara para siempre… a Pedro.


Desgraciadamente, resultó que Samuel tenía la mala costumbre de buscar mujeres vulnerables, dejarlas embarazadas y luego abandonarlas. Parecía creer que tenía derecho a tomar lo que le apetecía sin importarle las consecuencias. Irene había descubierto todo aquello cuando ya era demasiado tarde para protegerse.


Completamente ajena a su reputación, Irene había estado convencida de que Samuel cuidaría de ella y de su hijo si se enteraba de su situación. Por tanto, se dirigió al rancho Travis para compartir con él las buenas noticias. Allí, conoció a la esposa de Samuel y a sus dos hijos legítimos, y por lo tanto sus herederos. La sufrida señora Travis le dio a Irene un modesto cheque y le aseguró que era lo mejor que podía esperar de una mentirosa serpiente como era Samuel Travis. 


Aturdida y humillada, Irene consideró recoger todo lo que poseía y marcharse de allí, pero su testarudez, un rasgo que Pedro había heredado, le impidió moverse de donde estaba.


Cuando el niño fue lo suficientemente mayor para preguntar por su padre, ella le había contado toda la verdad.


A lo largo de los años, Pedro acumuló un profundo odio por los ricos que creían que podían hacer lo que quisieran con la vida de las personas y dejar que los demás se ocuparan del resultado de sus acciones. Los ocasionales encuentros que había tenido con sus hermanastros habían resultado muy tensos. Les había hecho sangrar por la nariz y les había amenazado con hacer cosas peores. Poco después, los habían enviado a un internado y su madre había conseguido que el sheriff advirtiera a Pedro de que se movía por terreno pantanoso.


Cuando cumplió dieciocho años, fue a ver a su padre para decirle exactamente lo que pensaba de él, pero Samuel había tenido la mala suerte de morir antes de que Pedro pudiera compartir su opinión con él.


Aquello le dejó con una ira insatisfecha de la que no había podido librarse.


También le había dejado una firme decisión de no verse en la misma situación. En lo que se refería a las mujeres, era muy responsable. Nunca mentía. Nunca engañaba y utilizaba anticonceptivos de eficacia reconocida. En su vida, no habría un reguero de mujeres con el corazón destrozado o niños abandonados.


Cuando sentara la cabeza, si es que lo hacía alguna vez, sería para siempre con una mujer sensata y dulce que se ocupara de la casa, que criara a sus hijos y que nunca le diera problemas. La amiga de Karen Blackhawk tenía la palabra «problemas» escrita en la frente.


Recordó cómo se había enfrentado a él con tanta fogosidad como Pedro lo había hecho con ella. Con sus caras botas, sus vaqueros de diseño y las suaves y bien cuidadas manos, todo en ella gritaba dinero. Tal vez conocía bien a los caballos, pero sospechaba que todo lo había aprendido en una infancia llena de privilegios. Si había trabajado un día en toda su vida, Pedro se comería el sombrero.


—¿Algún problema? —le preguntó Esteban, entrando en el despacho del establo justo cuando Pedro pronunciaba otra maldición.


—Dile a esa mujer que se mantenga alejada de mis caballos —replicó Pedro, sin pensarlo.


Había hablado así al hombre para el que solo llevaba trabajando unas pocas semanas.


—¿Te has encontrado con Paula? —preguntó Esteban, con una sonrisa en los labios.


—¿Es así como se llama? —replicó—. Mira, a mí no me hace ninguna gracia. Va a conseguir que ese caballo la mate. Deberías haberla visto. Entró en el corral de Medianoche, como si él fuera un dócil poni. Ya sabes lo que ese caballo es capaz de hacer. No quiero ni pensar en lo que podría haber ocurrido.


—Pero no ocurrió nada, ¿verdad?. Mira, Pedro, Paula sabe lo que hace. Creció en esta zona. Karen dice que prácticamente aprendió a montar antes de a andar. La he visto en acción.


—Oh, eso ya me puedo imaginar. Efectivamente, es una mujer que no puede pasar desapercibida, de eso no hay ninguna duda.


—Estoy hablado de su habilidad con los caballos —replicó Esteban, frunciendo el ceño—. Los sabe manejar tan bien como tú. Dale una oportunidad.


—Maldita sea, Esteban. ¿Me lo estás ordenando? Por favor, dime que no la has contratado —añadió, al ver el gesto de su jefe.


—¿Sin hablar contigo? Claro que no.


—Entonces, ¿qué diablos estaba haciendo en el corral?


—Como ya te he dicho, se le dan muy bien los caballos. También es una de las mejores amigas de Karen. Necesita algo que la mantenga ocupada mientras esté aquí. Le hemos pedido que ayude con la doma, que trabaje con Medianoche y con un par de los otros caballos a los que no les van bien las técnicas habituales. Ella dependerá de ti. Se lo he dejado muy claro. Tu trabajo está a salvo.


—No me preocupa mi trabajo —le espetó Pedro, sino su bonita cabeza. Esa mujer tiene más agallas que sentido común. Medianoche podría haberla aplastado como a una lombriz. Ya sabes cómo es.


—Le expliqué su historia a Paula antes de que fuera a verlo. Ha trabajado con caballos maltratados antes. Sabe lo que está haciendo.


—Pues a mí no me lo parece —insistió Pedro.


—Salió del corral de una sola pieza, ¿verdad?. Y Medianoche no ha sufrido ningún daño, ¿no es cierto?


—Por esta vez. La próxima puede que no tenga tanta suerte. A un caballo no le importa nada que sea hermosa o que lo trate bien. Si está decidido a hacerlo, la coceará todo lo que quiera o se romperá una pata si se vuelve loco en su propio pesebre.


—Estoy seguro de que, en esas palabras, he escuchado un cumplido. Paula te gusta, ¿verdad?. ¿Qué es lo que te molesta, que se le den bien los caballos o que esté estupenda con un par de vaqueros?


Pedro quiso protestar para decirle que no era ninguna de las dos cosas, pero, evidentemente, Esteban ya había sacado sus propias conclusiones. Cualquier cosa que dijera solo añadiría leña al fuego.


Además, había algo de verdad en lo que Esteban había dicho. Cuando se calmara, seguramente admitiría que admiraba la resolución de Paula ante el caballo y ante él. Además, su figura hacía cosas sorprendentes con un par de vaqueros. No se podía negar la evidencia, así que, ¿por qué esforzarse?


—¿Me estás diciendo que le deje hacer lo que quiera en lo que se refiere a los caballos? —le preguntó a Esteban, con una nota de resignación en la voz.


—Mientras no le cueste la vida, sí.


Pedro se encogió de hombros, consciente de que no le serviría de nada proseguir la conversación. Hasta que algo desastroso ocurriera, cumpliría lo que su jefe le había pedido, mientras Esteban fuera consciente de que cualquier accidente que ocurriera sería responsabilidad suya.


—Es tu rancho y tu seguro.


—Y tu reputación —replicó Pedro.


—¿Cómo es eso?


—Todo el mundo sabe que tú estás a cargo de los caballos de este rancho. Será tu reputación la que sufra si algo le ocurre a Paula mientras tú estés trabajando.


Diablos.


Esteban, su jefe, acababa de tenderle una bonita trampa.



EL ANONIMATO: CAPITULO 4




Paula regresó a la casa con la espalda muy rígida y los hombros bien cuadrados, aunque se sentía furiosa. ¡Qué cara más dura! Aquel hombre se había dirigido a ella como si fuera una incompetente.


Cerró de un portazo, fue al fregadero y se echó agua por la cara. Cuando oyó una risotada a sus espaldas, se incorporó.


—Veo que ya conoces a Pedro Alfonso —dijo Karen, sin intención alguna de ocultar la diversión que aquello le producía.


—¿Es ese su nombre? ¿Es importante por aquí o puedo matarlo? —preguntó, furiosa.


—Bueno, yo me esperaría un tiempo, si fuera tú. Ese hombre conoce muy bien a los caballos. De hecho, los dos tenéis mucho en común.


—Lo dudo. La arrogancia y la audacia son rasgos de personalidad que yo trato de evitar.


—Sin conseguirlo del todo —comentó Karen, riendo de nuevo—, si no te importa que te lo diga. Sospecho que tu reacción ha sido similar a la de él.


Paula guardó silencio. Desgraciadamente, había pocas personas que la conocieran mejor que Karen.


—Esto es mucho mejor que verte en una de esas comedias románticas que protagonizas —añadió Karen—. Estás toda arrebolada e indignada. Evidentemente, Pedro también lo está. Por lo que he podido ver desde aquí, ha hablado más en los últimos diez minutos de lo que le he oído decir a lo largo de una cena entera.


—¿Estás diciendo que ese hombre es de los fuertes y silenciosos? —preguntó Paula, incrédula, pensando en las palabras llenas de desdén que le había dedicado.


—Hasta ahora lo ha sido. Aparentemente, tú provocas en él el efecto contrario.


—Solo porque me atreví a ganarme a uno de sus preciosos caballos. Aparentemente, su orgullo no pudo soportarlo.


—Me alegra ver que no has perdido tu toque personal, al menos no con los caballos. Sin embargo, en cuanto a los hombres yo no estoy tan segura. Normalmente se te da mucho mejor encandilarlos.


—No necesito encandilar a ese Pedro. ¿O sí? quiso saber, al ver la expresión de su amiga—. No me estarás diciendo que tenemos que trabajar juntos, ¿verdad?


—Creo que sería lo adecuado. Él es el cuidador. Esteban dice que es muy bueno. Lo que encuentro fascinante es que tu instintivo encanto te haya fallado. Permitiste que ese hombre te dejara sin saber qué decir.


—Eso no es cierto —replicó Paula.


Sin embargo, tenía que admitir que, durante varios minutos, la sangre le había hervido de un modo muy desconcertante. 


Además, le había gustado perder el control sobre su genio.


Durante los últimos diez años lo había mantenido bajo control solo para evitar que la etiquetaran como una de las temperamentales estrellas de Hollywood. En sus matrimonios había caído también en la pasividad. Ninguno de los dos hombres había merecido que se desmelenara por él, lo que debía bastar como prueba de que las relaciones habían estado destinadas al fracaso desde el principio. 


Entonces, suspiró profundamente, tras haber olvidado a Pedro Alfonso por el momento.


—¿A qué se debe ese suspiro? —preguntó Karen.


—Solo estaba pensando en el porcentaje tan alto de mi vida que he desperdiciado mintiéndome a mí misma.


—No has desperdiciado tu vida. Has conseguido lo que algunas actrices solo alcanzan a soñar.


—Sin embargo, yo nunca quise ser actriz. Quería vivir en Los Ángeles porque es una ciudad atractiva y excitante, pero me habría contentado con ser contable en uno de los estudios. Si ese productor no me hubiera pedido que hiciera una prueba para su película mientras estábamos haciendo el presupuesto para ella, yo seguiría siendo contable. Es como si los últimos diez años le hubieran ocurrido a otra persona.


—¿Te lamentas del dinero y de la fama que has conseguido?


—No, no me arrepiento de eso. ¿Cómo podría hacerlo? Ha sido algo increíble y sé la suerte que he tenido, pero me falta algo. Lleva faltándome mucho tiempo. Por eso he regresado aquí, para ver si puedo encontrarlo —añadió, admitiéndolo en voz alta por primera vez.


—¿Amor? —sugirió Karen—. ¿Es eso lo que estás buscando?


—Podría ser…


—¿Hijos?


Paula se dio cuenta de que nunca había pensado realmente en tener una familia, pero que, efectivamente, aquello también formaba parte de su anhelo. Quería tener a sus hijos entre sus brazos, comprarles ropa, juguetes y decorarles la habitación. Hasta aquel momento, no se había dado cuenta de la fuerza con la que le marcaba el tiempo su reloj biológico. Sin embargo, en vez de admitirlo, dijo:
—Tal vez solo esté buscando una saludable dosis de realidad. Buenos amigos. Trabajo físico duro. Una hermosa puesta de sol… Ojalá supiera de lo que se trata.


—Puede que un hombre como Pedro Alfonso pueda ayudarte a descubrirlo.


Paula pensó en el rudo vaquero, con ojos tan duros con el pedernal y boca sombría. Efectivamente, tenía los hombros muy anchos, estrechas caderas y unos envidiables músculos. ¿Y qué?


—Primero tendría que tener más educación.


—¡Eh! —exclamó Karen riendo—. Vi la escenita que compartisteis los dos juntos. Probablemente él diría lo mismo sobre ti. Por cierto, ¿te presentaste o te reconoció él mismo?


Paula se dio cuenta, con algo de estupefacción, que Pedro no había parecido en absoluto preocupado por quién era ella. De hecho, estaba casi segura al cien por cien de que él desconocía la identidad de Paula. Solo había visto en ella a una intrusa, lo que la agradaba mucho.


—Si me reconoció, no pareció importarle mucho. Solamente estaba furioso de que yo estuviera en su terreno.


—Tal vez deberías hacer que siguiera siendo así. Dejar que te conozca sin que se vea deslumbrado por el brillo de Hollywood. ¿No te parece que eso, para variar, sería un alivio?


—Es cierto —respondió Paula imaginándose los beneficios que podría reportarle el anonimato— pero voy a quedarme por aquí para encontrarme a mí misma, no para poder encontrar un hombre.


—¿Hay alguna razón por la que no puedas hacer las dos cosas?


—Tal vez no, pero no creo que a tu amigo Pedro le gustara que se le considerara un candidato —dijo, aunque no pudo explicarse un vago sentimiento de desilusión.


¿Por qué debía importarle que un arrogante vaquero la hubiera mirado o no?


Se obligó a ser sincera.


Tal vez se debía a que Pedro era el hombre más atractivo con el que se había encontrado en diez largos años. Tal vez se debía a que era tan auténtico y real que hacía que los sofisticados y pulidos caballeros que ella conocía palidecieran en comparación.


O tal vez se debía al simple hecho de que, por primera vez, se había sentido completamente viva, con el mal genio a punto de entrar en ebullición y el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. En aquella última media hora, había descubierto que todo lo que había sentido en los últimos años no era nada más que una imitación.


Había esperado que vivir en Winding River la ayudara a encontrar la paz. Gracias al desbravador que Karen y Esteban tenían como empleado, acababa de descubrir que su regreso a su lugar de nacimiento prometía ser muy divertido.