sábado, 14 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 28




CUANDO el jueves siguiente Paula fue al hotel Post Oak, para hacer sus ejercicios de costumbre, le dijeron que había un mensaje para ella de la madre de Pedro.


Se fue corriendo hasta su habitación, abrió el sobre color crema y pasó los dedos por el grabado de la hoja. Con un papel así, no había que descartar la posibilidad de un matrimonio. 


Paula suspiró y, a continuación, desdobló la carta. La madre de Pedro le decía que estaría encantada de conocerla y que si quería pasar en su casa el fin de semana del día dieciocho. 


Firmaba Nadia Alfonso, simple y llanamente.


¿Quedarse todo el fin de semana? Paula había pensado que, como mucho, la invitarían a cenar y a que les hiciera una visita el domingo por la tarde. Un fin de semana entero con Pedro y sus padres. Se echó en la cama y miró la nota de la madre de Pedro. Dos semanas. Dentro de dos semanas, iba a conocer a los padres de Pedro.


Cuando Pedro se lo propuso, Paula estaba segura de que se iba a olvidar de aquella idea. 


Al fin y al cabo, ella recordaba sólo vagamente lo que pasó después de que la besara.


Habían aparecido invitados en el jardín y Pedro y ella se habían ido a la mansión. Se quedó junto a ella, agarrándole de la mano, apretando cada vez que los demás amenazaban con separarlos.


Paula debió hablar con alguien, pero lo único que recordaba era que, después de un rato, los dos se miraron a los ojos, dejaron sus vasos y se marcharon.


Pedro condujo en silencio, o a lo mejor había estado hablando todo el tiempo. No recordaba. 


De lo que sí se acordaba fue de cuando Pedro paró el coche y la abrazó otra vez. Ella no se hubiera ido de su lado, pero él la obligó. Se quedó parado en la esquina, hasta que el coche desapareció.


Aquella tarde había sido tan romántica. Paula suspiró y se tumbó en la cama, poniéndose la nota de la madre de Pedro en el pecho. Cuando un hombre invitaba a una mujer a conocer a sus padres, iba en serio.


De hecho, Paula se preguntó cómo habría tardado tanto en darse cuenta. Paula Alfonso. No sonaba mal, pero poco melodioso, a diferencia de Pedro Alfonso, que casi se decía sin dificultad.


¿Cómo serían sus padres? ¿Habría heredado esos ojos azules de su padre? ¿Y la personalidad, la habría heredado de su madre? 


Estaba impaciente por conocer aquellos dos seres que habían dado la vida a Pedro. Desde el primer momento, sabía que le iban a gustar.


Pero, de pronto, en sus sueños apareció una pequeña nube. Se incorporó rápidamente, empezando a sentir terror. Pedro le pediría a sus padres que dieran su aprobación. Pero, ¿y si sus padres no se daban cuenta rápido de que Pedro y ella estaba hechos el uno para el otro?


Seguro que se pondrían a la defensiva y le harían preguntas. Seguro que querrían comprobar si Paula tenía tanto dinero como su hijo. Pedro, era evidente, amaba a sus padres y respetaba su opinión.


Aquel encuentro iba a ser una prueba. Mejor empezar a prepararlo con tiempo.


Pedro se puso muy contento cuando Paula le dijo que había recibido una invitación de sus padres.


—Seguro que mi madre está impaciente, pero he querido que esperara hasta que hayamos terminado con la campaña de Bread Basket. ¿Vas a hacer algo este fin de semana? —se inclinó hacia su bicicleta, para comprobar el panel de control —Sube un poco la resistencia —Paula le hizo caso y notó la diferencia de inmediato. Y sus piernas también.


—No... no tengo nada que hacer el fin de semana —dijo jadeando.


—Les vas a encantar a mis padres —le dijo él, con una sonrisa también adorable, al tiempo que le ponía un mechón de pelo detrás de la oreja.


Cuando la tocó, Paula sintió un escalofrío.


Justo en ese momento, el compañero de Pedro apareció por la puerta. Pedro asintió con la cabeza.


—Me voy a jugar el partido —dudó unos segundos—. Escucha, Paula, no te sientas abandonada si no te llamo en un par de días. Cada vez que tenemos que terminar una campaña, me paso las veinticuatro horas trabajando.


—No te preocupes —le dijo—. Ésta es la época del año más ajetreada para mí también.


—Sabía que lo ibas a entender —le dijo sonriéndola. Le dio un beso en la frente y se fue con su compañero—. Pensaré en ti.


—Y yo —los observó, hasta que entraron en las pistas. Paula dejó de pedalear y se dejó llevar por el impulso de los pedales. Después, volvió a ajustar la resistencia.


Al principio se sintió un poco desilusionada, porque tuviera tanto trabajo. Pero, por otra parte, pensó que era una ocasión perfecta para demostrarle que ella no era una de esas chicas que reclaman mucha atención. Seguro que Pedro odiaba a ese tipo de mujeres.


Sin embargo, se le hacía cuesta arriba no estar a su lado. Y menos, pensando día y noche en él. 


Paula agarró la botella de agua y dio un trago, antes de dejar la bicicleta y empezar en los aparatos.


Pedro había dicho que su madre estaba impaciente. Eso era buena señal. Seguro que él le habría hablado de ella y la señora Alfonso quería conocerla cuanto antes. Si Paula no hubiera tenido las pesas en las manos, se habría abrazado. Seguro que Pedro no le presentaba todos los días chicas a su madre. 


Sólo le presentaría las que él consideraba importantes en su vida.


Lo cual la hizo recordar que tenía un montón de cosas que hacer.


Durante la siguiente semana, en la que Pedro trabajó en los detalles definitivos de la campaña de Bread Basket, Paula se pasó todo el día en la biblioteca.


Leyó libros sobre cómo comportarse con elegancia, algo de Shakespeare y de Lord Byron. Leyó todas y cada una de las revistas a las que estaba suscrita la universidad, para ponerse un poco al día. Se pasó horas en las microfichas de los números atrasados, anotando los nombres de los personajes que aparecían con más frecuencia.


Luego, empezó con las revistas de moda. 


Tendría que llevar algo de ropa, y tendría que ser la ropa perfecta. Un día sí y otro también buscó entre los vestidos de la tienda, tratando de anticipar cualquier plan que pudieran proponer los padres.



CENICIENTA: CAPITULO 27



Paula se encontró de pronto en un patio, rodeada de figuras de metal y de piedra, totalmente informes.


—Por aquí —Pedro caminó por un empedrado que se dirigía hacia un banco, rodeado de arbustos—. Magnífico. Todavía no ha salido nadie aquí —le dijo, invitándola a sentarse.


Paula se sentó, totalmente abatida y lo miró.


Pedro...


—Shh —le interrumpió, poniéndole un dedo en los labios—. Eres increíble.


—¿De verdad? —y lo que le sorprendió era que no lo dijera en tono de reproche.


—¿Te fijaste en la cara que puso Trey cuando hiciste ese comentario sobre su creatividad?


La verdad era que había intentado agradar con su comentario al artista. Al parecer, sus palabras habían sido interpretadas de forma diferente.


—Le lanzaste una buena pulla. Pero se la merecía. Yo estuve a punto de estrangularle cuando quiso demostrar su superioridad ante ti —dijo riéndose—. Pero tú sabes defenderte muy bien.


—No siempre —dijo Paula, intentando entender lo que estaba pasando. Dio un sorbo de champán. Estaba caliente, así que dejó la copa en el banco.


—Nunca me ha gustado la gente pretenciosa y Trey es la máxima representación de esa corriente —Pedro saboreó el champán, hizo un gesto de asco y estiró la mano, para que Paula le diera su vaso.


—Yo creía que Trey colaboraba con vosotros —cuando Paula le dio su vaso, Pedro vertió el contenido de los dos en las azaleas.


—Trabaja con nosotros. Me gusta su trabajo, pero no me gusta él.


Paula se sintió un poco más tranquila. Durante todo ese tiempo, había temido que Pedro se hubiera enfadado con ella, pero milagro de los milagros, una vez más, sin darse cuenta, había dicho lo que tenía que decir.


—Es un hipócrita, pero con talento —estaba diciendo Pedro—. Por otra parte, me molestan sus disertaciones. Me pone enfermo ver cómo la gente no para de adularle... ¿Paula, qué te pasa?


Le puso una mano en la sien y la obligó a respirar despacio.


—Pues que pensé que te habías enfadado conmigo, por haber insultado a uno de tus amigos.


—¿Enfadado? —le dijo, mirándola, con los ojos más azules que jamás había visto—. No estoy enfadado. La verdad estoy... —acercó su cara a escasos milímetros de la de ella—. Creo que eres una persona muy especial.


—¿De verdad?


Pedro le puso la mano en el cuello y le acarició la cara con el pulgar.


—De verdad —susurró y le dio un beso.


Un beso muy corto, cargado de pasiones más profundas que podrían salir en adecuadas circunstancias. El beso que había que dar en un sitio en el que en cualquier momento podría aparecer alguien a ver las esculturas.


Pero Paula esperaba un beso que la lanzara al espacio infinito, con el que pudiera ver las estrellas.


—Eres tan dulce —murmuró él.


—A mí... —dijo Paula—, me gustaría estar en otro sitio —le puso las manos en los hombros, abrió un poco los labios y se acercó a él.


Pedro respondió de forma inmediata, posando sus labios en los de ella. La abrazó con fuerza y la besó. Con una mano le sujetaba la cabeza, mientras movía su boca, murmurando algo que Paula no podía oír, porque el sonido de los cohetes se lo impedía.


Miles de estrellas empezaron a iluminarse y Paula estuvo a punto de empezar a reírse a carcajadas, de pura felicidad. Pero lo que hizo fue meterle las manos por debajo de la chaqueta, acarició los músculos que había visto en el gimnasio y le dejó las manos en la espalda. Él se pegó más a ella.


—Paula —le dijo, con el aliento entrecortado, mientras le besaba el cuello—. Paula.


La puerta que daba al jardín se abrió. La luz y el ruido de las carcajadas los rodeó. Habían llegado intrusos al mundo que ellos acababan de crear.


Pedro abrió los ojos y la miró. Tenía una expresión de sorpresa en su cara, igual que la primera vez que se habían visto.


—¿Paula?


—Sí. Pedro —ella lo entendió. Él se había dado cuenta de lo que ella se había dado cuenta desde el principio. Estaban hechos el uno para el otro.


Todavía la estaba abrazando, cuando ella apoyó su cara contra su pecho, sonriendo al oír los latidos de su corazón.


Pedro se aclaró la garganta y dijo:
—Paula, creo que ha llegado el momento de que conozcas a mis padres.



CENICIENTA: CAPITULO 26




Paula subió las escaleras, con Pedro a su lado, cada escalón más nerviosa.


Cuando entraron, Pedro se acercó a su oído y le dijo:
—Estás guapísima.


Estaba en un mundo totalmente extraño para ella y Pedro era su pasaporte. Y también se convirtió en su guía e intérprete.


—¡Pedro! —una mujer ya mayor, muy enjoyada, le saludó.


—¡Maude!


Se besaron, sin tocarse, en la mejilla.


Paula intentó no mirar la enorme piedra que llevaba en uno de sus dedos.


—¿Te he presentado a Paula Chaves? —preguntó Pedro.


—No, creo que no —la mujer miró a Paula.


Aunque Paula se había puesto a la defensiva, aquella mujer no mostraba una actitud que la hiciera sentirse así. Se relajó un poco. Pero antes de que pudiera abrir la boca, la gente empezó a rodearlos y Maude se puso a saludar a unos y a otros.


—¡Pedro! —otra mujer, con otro vestido negro y más joyas.


—¡Cece!


Otro beso al aire.


—No sabía que habías vuelto de viaje —Pedro miró a Paula—. ¿Conoces a Paula?


—Hola, soy Paula Chaves—dijo Paula.


—¿Eres la nuera de Buzz Chaves? —le preguntó Cece.


—Cece, ¿yo con una mujer casada? —Pedro puso un brazo alrededor de la cintura de Paula.


Cece se acercó al oído de Paula y le dijo:
Pedro es un granuja, pero encantador —y con una sonrisa, se fue a saludar a otra gente.


—Un granuja, ¿eh? —cuando Paula lo miró, se dio cuenta de que se había ruborizado un poco.


Pedro, con la mano todavía en su cintura, la llevó hasta otro grupo de personas de más o menos la misma edad que ellos.


—¡Pedro! —aquella vez la mujer no llevaba un vestido negro, ni tampoco iba cargada de joyas. 


Llevaba unos delfines de plata de pendientes. Iba con vaqueros, una camiseta con una inscripción ecologista y una chaqueta.


—Hola Ginger, qué alegría verte por aquí.


Esta vez no se besaron al aire. Pedro le dio un beso en la cara, de la misma forma que la había besado a ella en una ocasión.


—Hola, Paula —oyó que una voz de hombre decía a su lado.


—¡Roberto! —se alegró de encontrar una cara conocida entre toda aquella gente. Paula le sonrió encantada y le ofreció la cara, cuando comprobó que el socio de Pedro se inclinaba para darle un beso.


Estaba claro que saludar con un beso era una de las normas de aquel círculo social. Lo tendría que tener en cuenta, para la siguiente vez que saliera con Pedro, al que vio saludar a los demás.


Se fijó en lo que las demás llevaban puesto, y pensó que Connie había dado en el clavo al elegir su atuendo. O se llevaban joyas de verdad, o no se llevaba nada. Por lo que pudo comprobar, todos eran más o menos defensores del medio ambiente y también de los grupos étnicos. Incluso había una mujer que llevaba turbante.


El hecho de que tanto Pedro como Roberto la conocieran, hizo que todos la aceptaran de inmediato. En vez de dirigirse a ella como una nueva en el grupo, siguieron hablando, asumiendo que ella estaba enterada de lo que estaban discutiendo.


Paula se reía cuando los demás lo hacían y asentía cuando todos asentían.


Poco a poco la gente a su alrededor empezó a dejar de hablar y Paula quiso intervenir, pero no sabía qué decir. Pedro apretó su mano, que tenía apoyada en su cintura, y ella lo miró.


—¿Quieres que te presente a algunos de los pintores? —le preguntó en voz baja.


—Sí, claro —dijo, feliz de que la hubiera sacado de aquel apuro.


Pedro la llevó en dirección a uno de los hombres que estaba de pie, junto a un cuadro. Tenía pelo largo y barba, pantalones negros, camiseta blanca y zapatillas con manchas de pintura.


—¿Son esos sus cuadros? —le preguntó, confiando en que no fueran.


—Creo que sí.


—Oh.


—¿Qué opinas?


Paula trató de pensar en algo que comentar, deseando que su curso hubiera comenzado por el arte contemporáneo, en vez del clásico.


—Creo que voy a mirarlo más de cerca —y a ganar tiempo, mientras tanto.


Los tres cuadros, que cubrían casi toda la pared, eran pequeñas variaciones del mismo tema. 


Colores brillantes sobre un mar de rojo, con tan sólo un ligero toque blanco en una de las esquinas del cuadro. Otra esquina estaba rasgada y la pintura estaba goteando por la pared y formando un charco en el suelo.


—¿Ha pintado también la pared y el suelo? —dijo Paula, preguntándose lo que el propietario de la galería iba a pensar.


—Sí —Pedro se puso las manos en la espalda y se puso a mirar el cuadro.


Paula hubiera preferido que Pedro no hubiera oído su comentario. Ella sólo quería hacer comentarios profundos y con gracia. Ojalá supiera lo que él estaba pensando. Sabía que le gustaba la música moderna. Posiblemente le gustaba también el arte moderno.


¿Pero le gustaría aquel cuadro en concreto? Sin mover la cabeza, intentó mirarlo por el rabillo del ojo, para ver su reacción.


—¿A ti, qué te dice el cuadro?


Pedro la miró, antes de contestarle.


—Yo creo que el artista ha intentado decir que esta sociedad comercial está estrujando su creatividad.


¿Cómo podía ver Pedro aquello en ese cuadro?


—¿De verdad?


—Sí, claro. A pesar de que él mismo se desprecia por ello. Trey... —Pedro indicó con su dedo al joven artista—, trabaja de vez en cuando para nosotros, cuando no tiene más remedio que comer. Afortunadamente para nosotros, es algo que tiene que hacer todos los días.


—Pero, ¿por qué no le gusta trabajar para vosotros?


—Porque nosotros nos movemos en una sociedad consumista.


—Y él está en contra de eso.


—Eso es —Pedro tiró un poco de ella, para presentarle a Trey.


—¡Dios mío, Pedro! —el artista sostuvo la mano de Paula y la miró a los ojos—. Un ser maravilloso, una rosa entre las rosas más dulces, pero sin abrir —se inclinó y le besó la mano.


—¿Qué has dicho? —preguntó Paula.


La mirada que le dirigió Trey iba acompañada de un toque de desprecio en su ceño.


—Estaba citando a Byron. Pensé que lo ibas a reconocer —le dijo, mirando para otra parte, lo cual la hizo ruborizarse.


Sintió a Pedro tenso, a su lado. Había dejado bien clara su ignorancia. Quizá podría remediarlo, haciendo algún comentario sobre aquel cuadro.


—Siento mucho que te sientas explotado —dijo Paula.


Trey, que ya le había dado la espalda, se volvió.


—¿Explotado?


—Sí, tu creatividad —le dijo, apuntando con el dedo al charco que había en el suelo—. Espero que vuelvas a recuperarla.


Pedro tosió.


—Creo que lo mejor es que vayamos a beber algo.


¿Por qué no se habría callado? Era evidente que había hecho el comentario menos apropiado y Pedro la estaba sacando de allí, para no sentirse más avergonzado.


—Vamos a ver las esculturas del jardín —Pedro le entregó un vaso y empujó con el hombro una puerta.



CENICIENTA: CAPITULO 25




Ir en aquel Mercedes conduciendo era una verdadera delicia. Paula no tardó en encontrar la casa de Pedro.


Cuando llegó, él ya estaba esperando en la puerta, por lo que Paula no se pudo fijar más que en algunas de las casas de aquella zona.


—Llegas a tiempo —le dijo él, mientras se abrochaba el cinturón. Llevaba una chaqueta negra, una camisa sin cuello y una sonrisa devastadora—. Me gusta la puntualidad.


Paula lo miró, oliendo el aroma a naranja amarga que le había dejado la crema de afeitar.


—¿Quieres que conduzca yo? —le preguntó, al ver que ella se quedaba inmóvil.


—Sí... si no te importa —tartamudeó Paula.


—No me importaría probar este modelo —dijo—. Estoy harto de mi coche —se cambiaron de sitio y, cuando él estaba al volante, dijo:
—Le has hecho bastantes kilómetros.


—Pues ni lo nota —dijo Paula, girando la cabeza, para mirar por la ventana.


—Eso es buena señal —dijo Pedro.


—Sí —lo miró otra vez, decidida a cambiar de tema de conversación—. ¿Qué tal la campaña de Bread Basket? ¿Les has convencido?


—No voy a hablar con ellos hasta que no hable primero de todo contigo —le informó Pedro


Estaban parados en un ceda el paso, Pedro le sonrió y siguió conduciendo.


Paula se sintió transportada. ¡Tenía en cuenta su opinión! Era increíble, pero cierto.


—Roberto y yo ya lo hemos hablado. Queremos tener todo muy pensado antes de presentarles la campaña. Nadie va a poder acusarnos de que nos asusta ese reto.


Paula había elegido el tema de conversación que a ella le gustaba. Duró todo el trayecto hasta llegar a la galería, haciéndola olvidarse de que estaba a punto de conocer a todos los amigos de Pedro.


Pero sus nervios se pusieron en tensión en el momento en que Pedro entregó las llaves del coche al portero.


La luz irradiaba del aquel edificio de piedra gris, situado en la zona donde estaban todos los museos. Las que fueron casas de las personas más ricas de la ciudad, se habían convertido en galerías de arte, hoteles y oficinas para abogados y arquitectos