sábado, 27 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 17





La cena fue fabulosa. Tomaron paella y ensalada.


Paula mencionó, como de pasada, lo asombrada que estaba por el hecho de que Pedro y ella estuvieran juntos, ya que eran muy distintos y ella era un tipo de mujer que a él podía resultarle aburrida.


Antonia sonrió y dijo que los opuestos se atraen. Puso muchos ejemplos del modo en que dos personas se complementaban al aportar características distintas a su unión.


Pedro no mordió el anzuelo y no insistió sobre ello. ¿Seguía considerando que había que esperar para empezar a mostrar a su madre las grietas de la relación?


Al pensar en el enorme dormitorio que los esperaba, Paula decidió que, cuanto antes aparecieran, mejor.


Se reafirmó en su decisión cuando, mientras tomaban café en el salón, Pedro se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros. Su voz era cálida mientras jugaba distraídamente con el cabello de ella.


Antonia percibía todos los detalles con los ojos bien abiertos.


Si él no se daba cuenta, Paula sí lo hacía, y fue lo primero que le dijo cuando Antonia les dio las buenas noches y los dejó solos en el salón.


–Podías haberme ayudado cuando he empezado a enumerar las razones por las que no deberíamos ser una pareja –le reprochó mientras se levantaba de un salto y se sentaba en una silla, lejos de él. A pesar de ello, siguió sintiendo el peso de su brazo en los hombros y el calor de su muslo, que había apretado contra el de ella.


–¿Has visto a tu madre? ¡Le ha parecido bonito que señalara las diferencias!


Él se encogió de hombros y Paula apretó los dientes.


Hacía tiempo que Pedro no veía tan feliz a su madre. 


¿Cuánto tiempo llevaba ella albergando la esperanza de que conociera a la mujer de sus sueños y se la presentara? Solo le había comenzado a presionar después de la enfermedad, pero ¿cuánto llevaría preocupada?


–No es el momento de atacar por dos frentes.


–No se trata de atacar.


¿Por qué se ponía dramático? ¿Por qué la hacía quedar como la mala de la película cuando solo estaba allí por su culpa y se limitaba a poner los cimientos de su ruptura como le había dicho que hiciera?


–Y –prosiguió– preferiría que no te sentaras tan cerca de mí.


–¿Tan cerca de ti?


–Creo que esas demostraciones de afecto a tu madre le resultan un poco violentas.


–Vamos a dormir en la misma habitación, por lo que no creo que vaya a desmayarse si te acaricio el muslo. ¿Te ha parecido que estaba incómoda?


–Esa no es la cuestión.


–La cuestión es que no sé de qué me hablas. No voy a sentarme en el rincón más alejado de la habitación. No sería natural. Además, no sé por qué haces un mundo de eso.


–De lo que hago un mundo –susurró ella con ferocidad ante la tranquilidad que mostraba Pedro frente a lo agitada que se sentía ella– es de que me estoy recuperando de algo horroroso, por lo que tal vez necesite más espacio físico del que me ofreces. A saber lo que pensará tu madre de mí –de pronto se le ocurrió una idea–. ¿Y si cree que soy una cazafortunas? Al fin y al cabo, apenas me abandona mi prometido empiezo a salir con un multimillonario.


Comenzó a restregarse las manos con desesperación.


–¿Y si cree que he ido a por ti? ¿Y si se imagina que soy una más de la lista de mujeres que quiere estar contigo por las ventajas que puede obtener?


Pedro enarcó las cejas y alzó una mano con firmeza para detenerla antes de que comenzara a explorar en profundidad aquel aspecto.


–No lo cree –dijo él con rotundidad–. Ni tampoco piensa que estés emocionalmente desequilibrada porque salgas conmigo justo después de la ruptura de tu compromiso.


–Eso no lo sabes.


–Claro que lo sé, y se lo he dicho a mi madre.


–¿Qué le has dicho?


–Que no pasas de un hombre a otro sin concederte una pausa para respirar. Le he explicado que no estás conmigo por despecho, lo cual, como podrás suponer, no le hubiera hecho gracia alguna.


–¿Y cuándo le has explicado todo eso? –preguntó ella francamente desconcertada.


–Durante las dos horas que estuviste en remojo en la bañera.


«Y cree que eres muy valiente», pensó sin decirlo en voz alta. «Yo también lo creo».


–¿Y se lo ha creído? –Paula lanzó una carcajada de incredulidad–. Sé que les venderías hielo a los esquimales, pero las mujeres son muy intuitivas para las cosas del corazón.


–Por eso sabe que es verdad –le aseguró él–. Te ha conocido, ha hablado contigo y sabe, como lo sabemos tú y yo, que lo que sentías por tu exprometido no era amor. Aunque seas la novia abandonada, lo cual no es muy agradable, no eres la novia del corazón destrozado. Por eso, que me digas que te sientes incómoda si me siento cerca de ti porque tienes el corazón partido, francamente, es una tontería. Tal vez tengas miedo de que esté muy cerca porque creas que voy a hacerte algo…


¿Y no lo había pensado más de una vez? Menos mal que tenía una voluntad de hierro y la inteligencia suficiente para detectar el peligro.


–Pues no va a pasar –prosiguió él–. O tal vez tienes miedo de hacerme tú algo a mí.


Paula se puso colorada como un tomate porque lo que Pedro le estaba diciendo se le había ocurrido a ella, aunque solo fuera de pasada.


El hecho vergonzoso era que le resultaba físicamente atractivo, que había tenido fantasías estúpidas.


–Ni lo sueñes –contestó en tono seco.


No acostumbraba a jugar a aquellos jueguecitos. Era una persona sincera y nunca se había visto en una situación semejante. Era un territorio desconocido para ella, por lo que únicamente se guio por su instinto para saber que no debía mostrarle que tenía razón, que tal vez la cama la aterrorizara porque se imaginaba con extrema facilidad en ella con él a su lado.




EL SECRETO: CAPITULO 16





–Gracias por tu ayuda –fue lo primero que Paula dijo a Pedro cuando, una hora después, los conducían a sus habitaciones–. ¿Por qué no…?


–¿Por qué no he hecho un discurso sobre los motivos por los que nuestro apasionado romance está destinado a estrellarse en el plazo de dos semanas?


Desconocía cómo se sentía Paula son respecto a su pasado. 


Huérfana de niña y criada por su abuela y, sin embargo, ni una sola queja sobre su desgraciado pasado. Seguía creyendo en el poder del amor, a pesar de que el hecho de que la hubieran abandonado tendría que haberlo vuelta cínica, precavida y desconfiada. Siempre esperanzada, la eterna optimista.


Él conocía a muchas mujeres a las que la vida les había dado lo mejor, pero se quejaban continuamente.


–Es un poco pronto para mostrarle las grietas a mi madre, ¿no te parece?


Al llegar al descansillo, la doncella giró a la derecha y ellos la siguieron. Las maletas ya se las habían subido.


–Tu madre es encantadora. Será una lástima que tenga que enfrentarse al hecho de que su hijo es tan odioso que nadie en su sano juicio cargaría con él.


Pedro la miró para ver si estaba de broma, pero tenía una expresión seria y reflexiva.


–Hay veces que creo haber oído mal.


Paula se detuvo y lo miró con el ceño fruncido.


–¿Tienes idea de lo arrogante que fuiste cuando me hiciste creer que eras alguien que no eras? Aunque solo fuera la cocinera, no te diste cuenta de que debías ser sincero conmigo. Para empezar, creíste que, si sabía que eras rico, intentaría aprovecharme de ti, por lo que te dio igual ser sincero o no. Mis sentimientos no te importaron en absoluto. Sé que tuviste una mala experiencia con una mujer que iba detrás de tu dinero, pero eso no es excusa para suponer que todos forman parte de la misma categoría, que son culpables hasta que no se demuestre lo contrario.


–¿Qué tienen que ver tus sentimientos con todo eso?


–Casi ni te disculpaste por haberme engañado –respondió ella rotundamente.


–¿De dónde sacas eso? –preguntó Pedro con enfado.


–Supusiste que no pasaba nada porque haces lo que te da la gana sin ninguna consideración hacia los demás.


–¿Adónde quieres ir a parar?


Fulminó con la mirada a la doncella, que parecía contener la risa.


–Estoy anticipando…


–¿Que estás qué? No sé de qué me hablas.


–Estoy anticipando lo que sucederá cuando tu madre descubra que te has convertido en un egoísta.


–Creo que hace tiempo que se ha dado cuenta –replicó él en tono seco–. Y ya que estamos hablando de escrupulosa sinceridad y preocupación por los sentimientos ajenos, ¿le has contado a tu abuela dónde estás y por qué?


Ella se sonrojó.


–No he creído oportuno preocuparla entrando en detalles.


Aquello no iba a durar: dos, tres semanas como máximo era lo acordado. En ese tiempo, aunque aún no se hubiera producido la ruptura, habrían dejado al descubierto la falta de base de su relación.


Él creía que en ese tiempo su madre abandonaría la idea de que sentara la cabeza con la mujer de sus sueños, y cualquier noción de romance de cuento de hadas, y se resignaría a aceptar que lo que él deseaba de la vida, en el plano emocional, distaba mucho de lo que ella creía que le convenía.


Era su madre y la quería, pero, al fin y al cabo, se trataba de su vida. Aquella experiencia de inocua ficción le serviría de lección.


–Solo voy a estar aquí poco tiempo. Cuando vuelva a Londres y tenga la vida resuelta, tal vez se lo cuente.


–¿En serio crees que tendrás la vida resuelta cuando vuelvas?


–Me dijiste que…


Pedro agitó la mano para descartar sus protestas. Le había ofrecido un acuerdo formal en el que se especificaban las condiciones por escrito y lo que recibiría al final, pero ella le había dicho que no era necesario.


–No me refiero al trabajo, la vivienda y el dinero, Paula, sino a tu fe ciega en que la vida siempre te depara lo mejor.


–No tengo por qué escucharte –iba a darse la vuelta, pero él la detuvo poniéndole la mano en el brazo.


–Si hace tiempo que mi madre necesita una lección, tú debieras aprovechar esta oportunidad para aprender otra. La realidad no desaparece porque lo desees.


Le indicó con un gesto de la cabeza a la doncella, que se había apartado y miraba por la ventana para no oír la conversación, aunque Paula no creía que entendiera el inglés.


Observó con enfado que Pedro se acercaba a ella, le hablaba en español y la hacía reír. A pesar de ser una mujer mayor, de más de sesenta años, era evidente que su encanto masculino seguía funcionando con ella.


Pero él no intentaba que funcionara con Paula.


¿Cómo se atrevía a creer que sus cínicas opiniones sobre la vida podían influir en la suya?


De naturaleza plácida, Paula no daba crédito a la furia que sentía mientras seguía a Pedro sin fijarse mucho en el magnífico entorno.


En la primera planta, el pasillo conducía a distintos salones y dormitorios. Entraba mucha luz gracias a los grandes ventanales que había a intervalos regulares.


Por ellos, Paula, mientras seguía a Pedro, divisó amplias praderas y el azul brillante de una piscina.


Se detuvo detrás de él cuando la doncella entró en uno de los dormitorios. Se cruzó de brazos. Estaba a punto de estallar de ira.


–Hay buenas y malas noticias –dijo él mientras se apoyaba en el marco de la puerta, la viva imagen de la elegancia.


–Las buenas son que el dormitorio es enorme y tiene dos sofás y dos armarios. La mala es que tenemos que compartirla.


La doncella había desaparecido. Paula miró a Pedro con las mejillas encendidas.


–Me habías dicho que tu madre no consentiría que compartiéramos habitación. Que estaba chapada a la antigua, que no había tenido relaciones sexuales antes de casarse, que, aunque sabía lo que hacías, se negaría a que lo hicieras en su casa.


–En las escasas ocasiones en que me he presentado con una mujer siempre ha creído que la mejor manera de no contribuir a una unión sin amor era colocarnos a cada uno en un extremo de la casa.


–¿Es eso lo único que se te ocurre? –bufó ella mientras su ira aumentaba un poco más.


–De momento, sí –respondió él al tiempo que se apartaba del quicio de la puerta y entraba en la suite de invitados.


–¿Qué vamos a hacer? –insistió Paula, con los brazos en jarras.


–Cierra la puerta. Lo único que nos falta es que alguien nos oiga pelearnos.


–Creía que se trataba justamente de eso.


–No el primer día. Entra y cierra la puerta, Paula.


–¡Qué autoritario eres! –masculló ella mientras entraba en la habitación como si lo hiciera en una sala de tortura.


¿Cómo iba a compartir la habitación con Pedro? ¿Y cómo podía él estar tan tranquilo cuando ella era un manojo de nervios?


–¿Quieres refrescarte? –preguntó él en tono neutro.


Le indicó con la cabeza el cuarto de baño, casi tan grande como el dormitorio, que era enorme.


–No podemos compartir la habitación.


–No voy a decírselo a mi madre todavía, Paula, así que más vale que te vayas haciendo a la idea. De todos modos, ¿qué problema hay?


–El problema es que ni siquiera te conozco…


–Pues no fue un problema cuando estábamos en Courchevel. Y francamente, gracias a la costumbre que tienes de decir lo que te da la gana y de hacer las preguntas que te parece bien, probablemente me conozcas mejor que mucha otra gente.


Era verdad, lo cual a él le produjo cierta inquietud.


–Allí no compartimos habitación, sino una casa.


–Pero ahora tienes la ventaja de saber que no soy un maniaco homicida ni monitor de esquí a la búsqueda de una mujer para llevármela a la cama.


–No he accedido a venir aquí para esto.


–¿Para qué, exactamente? –preguntó él con voz suave al tiempo que la miraba con sus ojos oscuros.


Ella sintió un cosquilleo en todo el cuerpo.


Le emergieron con sorprendente facilidad todos los pensamientos prohibidos que se le habían agolpado en la mente desde el momento en que lo vio por primera vez.


Pensamientos de que él la acariciaba, probaba su sabor; pensamientos estúpidos, producto de una mente enfebrecida y desequilibrada por el trauma del compromiso roto.


Pero ¿cuándo había sido la última vez que había pensado en Roberto? ¿Hasta qué punto estaba traumatizada por lo sucedido? Si se le hubiera partido el corazón, ¿no debería estar en un rincón lamiéndose las heridas y pensando en aquel futuro que se le había escapado?


–Piensa en lo que vas a obtener de todo esto –le aconsejó él–. Y, para tu tranquilidad, estoy dispuesto a dormir en el sofá.


Había contemplado la posibilidad de llevársela a la cama antes de que descubriera quién era realmente y lo que poseía. Pero, si lo hacía en aquel momento, ¿cuánto tardaría ella en fijarse en lo que había a su alrededor, en preguntar por el resto de casas que tenía por todo el mundo esperando a que las airearan cuando llegara el momento?


Si a una romántica confesa como ella se le añadía un corazón partido y un multimillonario con una libido sana, ¿qué salía de la mezcla?


No había que ser un genio para saberlo: complicaciones. Y Pedro prefería prescindir de ellas, sobre todo si eran de naturaleza emocional.


Por tanto, si había algo en ella que lo atraía, si había algo en su cabello indomable y su atractivo cuerpo pequeño que le despertaba la imaginación, tendría que dejarlo estar.


Aunque estaba acostumbrado a conseguir lo que deseaba del sexo opuesto, en aquel caso tenía las manos atadas y no estaba dispuesto a desatárselas para jugar con fuego.


Paula miró el sofá. Muy bien, no compartirían la cama, el lecho gigante con dosel, pero ella sería consciente de que él dormía solo a unos metros.


Eso no debería ser un problema. Era evidente que él no lo consideraba así.


–No acostumbro a compartir la habitación –protestó ella débilmente.


Él le sonrió con expresión de burla e incredulidad.


–Te ibas a casar.


Paula se puso colorada y sintió la boca seca.


–No dejas de recordármelo –apuntó ella intentando cambiar de tema, ya que no le gustaba hacia dónde se dirigía la conversación–. Supongo que ahora comenzarás a sermonearme por no enfrentarme a la realidad, por ser una romántica sin remedio y por ocultar la cabeza bajo el ala…


Pedro la miró con los ojos entrecerrados.


–¿No dormías con tu prometido?


Vio cómo se pasaba la lengua por los labios, nerviosa. Sabía que no debía insistir en aquello porque carecía de sentido. 


No se trataba de un ejercicio de conocer al otro. Volvió a sentir la inquietud de poco antes porque, por extraño que pareciera, y le gustara o no, se conocían.


–No es asunto tuyo. Creo que me voy a bañar.


–Claro que es asunto mío –respondió él con una sonrisa que implicaba que sus conclusiones sobre su relación con Roberto eran correctas–. Recuerda que estamos enamorados. ¿No comparten todo los enamorados?


–Eres… eres…


Él continuó sonriendo.


–¡Ojalá nos estuviera viendo tu madre por una agujerito para que se diera cuenta de lo enamorados que estamos!


Estaba furiosa. No conocía a nadie que consiguiera enfurecerla tan rápida y fácilmente.


–O tal vez decidiera que un poco de volatilidad es recomendable cuando se trata de estar enamorados.


–Pues se equivocaría –bufó Paula. Se dirigió adonde estaba su maleta, de la que sacó algo de ropa–. Y ahora, si no te importa, voy a bañarme.


Estuvo a punto de preguntarle si no quería que se bañara con ella, pero la idea de hacerlo de verdad, de meterse en el agua caliente con ella, de enjabonarle el cuerpo y sentir sus curvas apretarse contra él, lo asaltó con la fuerza de un caballo desbocado.


–Tengo trabajo –afirmó con brusquedad–. Tómatelo con tranquilidad. La cena se suele servir a las siete y media, pronto para las costumbres españolas. Vendré a buscarte para llevarte al comedor o enviaré a una de las doncellas para que lo haga.


Paula se metió en la bañera y cerró los ojos. Después de haberla provocado y enfurecido, Pedro, de pronto, había dejado de sonreír y había cambiado de expresión sin motivo alguno. Supuso que se estaba aburriendo.


Le gustaba y le divertía provocarla, pero la diversión se le agotaba pronto porque, por muy distinta que le resultara, no tenía lo necesario para captar su atención más de cinco segundos seguidos. ¡Menos mal que todo aquello era una ficción! Nunca sería lo bastante buena para él. Daba igual que fuera distinta. Daba igual que fuera una novedad.






EL SECRETO: CAPITULO 15




Antonia era una mujer elegante y de hablar pausado con la que Paula se sintió inmediatamente a gusto. Los condujo al interior de la casa después de que Pedro la besara en la mejilla y mientras les decía que debería estar descansando en vez de salir a recibirlos.


–Me moría de ganas de conocer a Paula –protestó al tiempo que entraban en el salón, donde una sonriente doncella esperaba tras haber servido té y pastas en la mesa de centro–. Y sé que estaréis cansados después del viaje, pero ardo en deseos de que me contéis todo sobre vuestra relación. Lo sabía. Sabía que mi hijo acabaría encontrando el amor con una mujer de verdad, no con una de esas muñecas de plástico con la que se ha pasado la vida tonteando.


Paula miró a hurtadillas a Pedro para ver cómo encajaba las críticas de su madre. Él la miró a los ojos y le sonrió.


–¿No te había dicho que mi madre no tiene pelos en la lengua?


Condujo a su madre al sofá. Ella les sirvió el té y les pasó la bandeja de pastas. Después, la doncella le sirvió refrescos y salió del salón cerrando la puerta.


Como Antonia estaba sentada frente a Paula, esta pudo examinarla a fondo. Tenía arrugas alrededor de los ojos y la boca y estaba muy delgada, pero se veía que había sido muy guapa en su juventud. No era muy mayor. A Paula le pareció que tendría unos sesenta y cinco o setenta años.


Ella se esforzaba por mantener la sonrisa alegre de una mujer enamorada mientras Pedro se servía más pastas antes de sentarse en el sofá, que era igual a aquel en que estaba sentada su madre, al lado de Paula.


–¿Qué quieres saber? Solo podrás hacernos unas cuantas preguntas, ya que debes tomarte las cosas con calma.


–Estoy sentada –replicó Antonia sonriendo–. ¿Con cuánta más calma quieres que me las tome? Por favor, no hagas lo mismo que mis amigos, que me tratan con guantes de seda desde que enfermé.


–¿Por qué no se lo cuentas tú? –Pedro retiró el cabello de la mejilla de Paula y se la besó.


Paula se quedó inmóvil. Le hubiera gustado darle un puñetazo, ya que había sido él quien la había metido en aquel lío. Era injusto que la dejara sola para que se inventara una mentira con visos de realidad.



Antonia la miraba expectante, por lo que Paula, contra su voluntad, se inventó un cuento de amor repentino y elevado romance. Habló de su compromiso roto como un detalle sin importancia del que afortunadamente se había librado, ya que, ¿cómo, si no, estaría con Pedro? Había sido el destino.


Antonia le habló de su maravilloso matrimonio. El destino los había unido a su marido y a ella muy jóvenes.


¿Cómo iba a resistirse Paula a hablarle de sus padres, quienes también se habían hecho novios muy jóvenes? No se resistió. Le contó que habían muerto jóvenes, pero enamorados. Y, a pesar de que le daba miedo perder a los seres queridos, ella creía en el amor con todas sus fuerzas, por muchos riesgos que implicara.


Mientras Antonia asentía, Paula recordó que no estaba allí para establecer vínculos afectivos con ella. Carraspeó y se preguntó si no debía pasar la batuta a Pedro para que siguiera con el cuento de amor.


Decidió que no lo haría porque a saber qué diría. No había abierto la boca desde que ella había empezado a hablar. Se le había cercado aún más para… ¿qué? ¿Prolongar las falsas suposiciones de su madre?


–Aunque es maravilloso un repentino amor como el nuestro, debo reconocer que tu hijo a veces es demasiado contundente.


–¿Demasiado contundente? –repitió Antonia.


–Rayando en la arrogancia –contestó Paula al tiempo que palmeaba el muslo de Pedro sin mirarlo–. Supongo que se debe a haberse criado rodeado de lujo. En mi casa, por el contrario, había que hacer esfuerzos para llegar a fin de mes.


Dejó que Antonia llevara a cabo la deducción obvia: que Pedro y ella eran muy distintos e incompatibles en un aspecto fundamental.


A Antonia pareció haberle encantado lo que acababa de decir.


–Me alegro tanto de que hayas recuperado el juicio –afirmó sonriendo a su hijo– y de que te hayas dado cuenta de que es mucho más satisfactorio tener a una mujer de verdad a tu lado. Querida, mi amado esposo y yo tuvimos que ahorrar hasta la última moneda antes de que su carrera despegara. Te podría poner muchos ejemplos: tener que elegir entre pagar las facturas o comprar comida, sobre todo al principio, cuando le debíamos mucho dinero al banco…