sábado, 2 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 23




Pedro volvió a llamar al timbre, esta vez de manera más insistente, y como seguía sin abrir la llamó al móvil.


Pero tampoco obtuvo respuesta. Preocupado, se pasó una mano por el pelo. Su instinto le decía que pegase una patada a la puerta, pero no serviría de nada porque era una puerta blindada de roble macizo. Él mismo había hecho que la cambiaran cuando se mudó al apartamento porque la original le parecía demasiado frágil.


Estaba a punto de llamar a un cerrajero cuando oyó pasos en el interior.


‐Paula, ¿dónde estás?


—¡Estoy aquí! —contestó ella, con una voz que le pareció extraña. Se había quedado dormida y el sonido del timbre no la había despertado, pero sí el del móvil. Aunque había tardado unos minutos en poder levantarse de la cama.


—¿Por qué no has abierto la puerta? ¿Y qué te pasa en la voz?


Paula abrió la puerta y al verla, pálida y con ojeras, Pedro experimentó una emoción que le resultaba extraña, pero que lo golpeó como un tren de carga en el centro del pecho.


—No me encuentro bien.


Pedro se colocó al hombro la bolsa de viaje y la tomó del brazo para llevarla al dormitorio. Tenía el corazón acelerado, pero intentaba calmarse.


—Métete en la cama, voy a llamar al médico.


‐Creo que sólo necesito dormir un poco. Últimamente estoy muy cansada.


—Tienes fiebre —dijo él, poniendo una mano en su frente—. ¿Por qué no me has llamado? —de inmediato sacó el móvil del bolsillo y habló con alguien en italiano antes de volver a guardarlo—. Estabas bien cuando hablamos anoche.


—No necesito un médico, Pedro.


—¿Cómo que no? Estás ardiendo


‐Es sólo un resfriado, nada importante —suspiró Paula, cerrando los ojos—. Sólo necesito descansar. Ayer estaba bien, pero esta mañana me he despertado con dolor de cabeza.


—Hemos hablado esta mañana y no me has dicho nada.


—Porque estabas en Nueva York. ¿Qué podrías haber hecho tú? Puede que te creas capaz de todo, pero no eres Supermán. No podías ponerte una capa roja y cruzar el Atlántico.


—Ése no es el asunto. Deberías contarme lo que te pasa, es mi obligación velar por tu salud —Pedro dejó escapar un suspiro. Pensar en ella sola en aquel apartamento, demasiado enferma como para levantarse de la cama, le provocó una extraña angustia.


—No me pasa nada, no exageres.


—Estás embarazada —le recordó él, paseando por la habitación y maldiciendo al médico que no llegaba. ¿No le había dicho que fuera inmediatamente?


La alegría que había sentido Paula al verlo preocupado se esfumó de inmediato. Por supuesto que estaba preocupado, pero no por ella sino por el niño. Las últimas semanas le habían dado una falsa sensación de seguridad, la habían hecho pensar que tanta solicitud era por ella. Pero esas palabras le recordaban la realidad: Pedro siempre tenía un plan y su plan era convencerla para que hiciera lo que a él le parecía conveniente.


Era un hombre muy ocupado y, sin embargo, había ido de compras con ella.


Por supuesto, le hacía regalos y estaba siempre que lo necesitaba. Pero Paula sabía que estaba totalmente dedicado a su trabajo, que eso era lo único que le importaba.


Qué tonta había sido. Saber que todo lo que Pedro había hecho o dicho no era por ella sino por la situación era la prueba de que no había nada razonable en su amor.


Pero cuando lo miraba se quedaba sin aliento. 


Aunque le daba vergüenza admitirlo, era cierto.


—Creo que tendré que dejar de viajar hasta que tengas el niño.


Pedro jamás había pensado que algún día su vida profesional tendría que dar un paso atrás por culpa de una mujer pero, aparentemente, ese día había llegado. 


Necesitaba saber que Paula estaba bien y si se iba del país no podría dejar de pensar en ella, de preocuparse porque ocurriera una catástrofe y Paula no se lo contara para no ser una molestia.


Era tan obstinada, tan independiente. A él nunca le habían gustado las mujeres que no tenían iniciativa alguna, pero nada le gustaría más en aquel momento que ver a Paula buscando su apoyo.


—No digas tonterías.


Pedro se acercó a la cama. No quería estresarla, pero le parecía fundamental hacerla partícipe de sus preocupaciones. Unas preocupaciones muy sensatas, en su opinión.


—No estoy diciendo tonterías. Estoy siendo sensato, uno de los dos tiene que serlo.


Paula dejó escapar un largo suspiro, seguido de un bostezo.


—Y, naturalmente, ése es tu papel.


—Pues sí, ése es mi papel. Dos minutos fuera del país y mira lo que pasa — Pedro sonrió mientras acariciaba su pelo.


Paula se recordó a sí misma que sólo estaba preocupado por el niño, pero no tenía energías para discutir.


‐Ya te he dicho que no eres Supermán. Habría tenido un resfriado estuvieras tú aquí o no. Además, creo que lo pillé el otro día en el supermercado. Me paré para charlar un momento con una chica que estaba resfriada... imagino que me lo contagió.


—Deberías alejarte de cualquiera que tenga algo contagioso.


—¿Y qué sugieres que haga? Tal vez podrías tenerme encerrada durante un par de meses.


Pedro iba a decir que no era una idea tan poco razonable cuando sonó el timbre. Era el doctor Giorgio Tommasso, un amigo suyo de la infancia, y Paula puso los ojos en blanco cuando lo interrogó por su tardanza.


‐No le haga caso —le dijo cuando el médico se sentó en la cama.


—Ah, por fin una mujer que es capaz de hacerle frente a este bruto. Bueno, vamos a ver cómo está el niño...


Como un centinela, Pedro se quedó al pie de la cama mientras el médico la examinaba y le hacía preguntas en voz baja. Pero debía haber dicho algo divertido porque Paula soltó una risita. Y Pedro estuvo a punto de recordarle al buen doctor que estaba allí para examinar a una mujer embarazada, no para hacerse el gracioso.


‐¿Y bien? ¿Cuál es el diagnóstico?


‐El niño está bien —Tommasso sonrió, dándole una palmadita en el brazo—. No hace falta que te pongas tan nervioso.


—Creo que confundes la preocupación con el nerviosismo —se defendió él, preguntándose qué le habría dicho para que Paula siguiera sonriendo.


—Ah, perdona —Giorgio hacía un esfuerzo para no reír mientras se dirigía a la puerta—. Paula tiene un simple resfriado, no es nada. Lo mejor es que se quede en cama durante un par de días tomando muchos líquidos y enseguida se pondrá bien. Tiene bien la tensión y los latidos del niño son perfectos, así que no hay nada de qué preocuparse. ¿Qué tal se te da hacer sopa?


—Soy perfectamente capaz de hacer un plato de sopa —replicó Pedroofendido.


‐¿En serio? Pues a lo mejor se lo cuento a tu madre. Se va a llevar un alegrón al saber que su hijo por fin se ha convertido en amo de casa.


Era una broma, pero también una llamada de atención para Pedro. Sí, tal vez había llegado el momento de dar el último paso adelante.




HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 22





Pedro nunca había tenido que involucrarse en la tediosa tarea de comprar regalos para las mujeres. Primero, porque no tenía tiempo para ir de tiendas, mirar joyas y pedir ayuda a los dependientes.


Segundo, no se le ocurría nada más aburrido que estrujarse el cerebro para imaginar qué le gustaría a una mujer. No, ése había sido el cometido de su ayudante. Una mujer comprando para otra mujer, era lo más lógico.


Durante las últimas seis semanas, sin embargo, se había olvidado de su ayudante para ir de compras él mismo y le había parecido menos aburrido de lo que pensaba. De hecho, había descubierto que era divertido buscar cosas que la hicieran sonreír.


Paula tenía unos gustos un poco raros. Después de cometer el error de comprarle una pulsera de diamantes que ella le agradeció amablemente y, también amablemente, le devolvió un minuto después, había tenido que revisar sus ideas. No le interesaban las joyas, especialmente las joyas caras.


—Seguro que es el tipo de regalo que estás acostumbrado a comprarle a tus novias —le había dicho. Y luego dejó escapar un suspiro cuando él contestó que nunca le habían devuelto ninguna.


—¿Por qué los hombres ricos nunca se sienten en la obligación de ser imaginativos?


Pedro, a quien nada gustaba más que un reto, se había vuelto imaginativo.


La había llevado a ver obras rarísimas en teatros con diez butacas, le había comprado la primera edición de una novela italiana de más de quinientas páginas. A ella le había encantado, por supuesto, y a Pedro le emocionaba ver su expresión de alegría.


Incluso se había dejado llevar por esa ridícula alegría al ver un gigantesco perro de peluche en Harrods y no se había ofendido cuando ella se rió de su escepticismo, diciendo que era un «anciano gruñón».


Aparentemente, había pocas cosas que pudieran ofenderlo cuando se trataba de ella... salvo una. Un pequeño grano en el satisfactorio progreso de su relación: que Paula se negara a casarse con él. También se había negado a vivir con él, aunque Pedro le había dado miles de razones por las que sería lo más lógico, sobre todo cuando se acostaban juntos. 


Pero al menos había dejado de insistir en eso de ser «amigos».


No podía entenderlo. Si él estaba dispuesto a hacer ese sacrificio, ¿por qué no podía hacerlo ella?


Cuanto más discutían sobre el asunto, más obstinada se mostraba Paula y Pedro decidió conseguir lo que quería dando algunas vueltas.


Pero como nunca había tenido que cortejar a ninguna mujer, sus intentos no habían tenido gran éxito. Una larga lista de invitaciones a cenar no lo había llevado a ningún sitio, de modo que optó por cenar en casa. Y la cocina, le había dejado claro Paula, era territorio de los dos. Incluso le había comprado un libro de recetas y Pedro se había encontrado cocinando torpemente mientras se preguntaba qué pensaría su madre del asunto.


Pero no le había contado esos detalles a su familia. No había mencionado que Paula se negaba a casarse, dándoles a entender que lo harían más adelante.


Incluso podría haber dicho que Paula quería casarse después de dar a luz, cuando hubiese recuperado la figura. 


Su madre se lo había creído, pero no quería ni pensar lo que Paula diría al respecto de esa invención. Daba igual que la importancia de sus mentiras hiciera que la suya fuera insignificante.


Pedro se decía a sí mismo que estaba tan preocupado por ella porque estaba esperando un hijo suyo. En circunstancias normales las cosas habrían sido completamente diferentes. Sin el niño, seguramente Paula le habría pedido perdón y él se habría olvidado de ella en unos meses para volver a su vida normal.


Y, sin embargo, ahora los recuerdos de esa vida normal le parecían algo distante, extraño.


Estaba fascinado por los cambios en su cuerpo y los partidos de fútbol que parecían tener lugar dentro de ella. Había leído de principio a fin un conocido libro sobre el embarazo y pensaba en Paula cuando no estaban juntos. Le parecía algo poco natural, pero se había acostumbrado.


A pesar del tremendo cambio de vida, Pedro estaba orgulloso de cómo llevaba la situación, pensó mientras llamaba al timbre de su apartamento. Pero cada día le parecía más absurdo aquel acuerdo de vivir separados. 


Aunque la había instalado en el apartamento más cercano al suyo que pudo encontrar, el hecho de que no sólo se negara a casarse con él, por razones que desafiaban a la lógica, sino que insistiera en vivir en apartamentos diferentes era una constante fuente de insatisfacción.


Paula no podía decir que no disfrutase acostándose con él, en posiciones que eran francamente ingeniosas dado su avanzado embarazo. Además, él conocía a las mujeres y sabía que no estaba fingiendo.


Había dejado de insistir sobre el asunto, pero no dejaba de pensar en ello. ¿Era una manera de no sentirse atada? ¿De verdad creía que no había una relación entre ellos? ¿Pensaba que podría tener a su hijo y luego seguir adelante, buscando al hombre de sus sueños?


Estaba tan ocupado dándole vueltas a todo eso que tardó unos segundos en darse cuenta de que Paula no había abierto la puerta. Pero eran las siete, de modo que debía estar en casa.


El había estado en Nueva York durante los dos últimos días, pero habían hablado por teléfono varias veces y Paula debería estar esperándolo. 


¿Dónde demonios se había metido?



HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 21





Paula buscó su boca con los ojos cerrados, sus lenguas moviéndose sinuosamente mientras tenía que apoyarse en la pared para no caer al suelo.


Pero no podía estar quieta y enredó los dedos en su pelo, tirando de Pedro hacia ella.


Lo oía decir algo, palabras en italiano que resultaban increíblemente eróticas, aunque apenas entendía lo que decía. Y cuando se paró un momento, con una voz que ni ella misma reconocía le pidió que siguiera.


Sólo una vez, se decía a sí misma. Aunque sabía que sucumbiría una y otra vez porque Pedro le robaba la voluntad.


Él parecía capaz de separar el deseo de la emoción, pero para ella todo estaba mezclado y se odiaba a sí misma por no ser capaz de apartarse cuando sabía que le perjudicaba.


—¿Qué ocurre?


—No quiero que pares, pero te odio por... obligarme a decirlo.


—Tú no me odias, Paula. Soy un reto para ti y crees que tienes que pelearte conmigo, pero no es verdad. Si te sirve de consuelo, tú también eres un reto para mí y he descubierto que intentar luchar contra eso no sirve de nada. ¿Por qué seguimos negando lo que queremos?


—Tú no sabes lo que quiero —protestó Paula.


—Sí sé lo que quieres —Pedro le quitó el gorro de lana y enterró la cara entre sus rizos. 


Siempre olía a flores, fresca, limpia e inocente, tanto que podría perderse en su aroma.


Con una mano en su nuca, volvió a disfrutar de su boca mientras con la otra mano acariciaba sus femeninas curvas. 


No podía entender el poder que tenía sobre él, pero desde la primera vez que hicieron el amor lo había hecho sentir como un hombre hambriento que de repente se hubiera encontrado con un banquete.


Pedro, no, por favor... —Paula tembló cuando metió la mano bajo el leotardo de lana, sus caricias despertando un volcán en su interior—. No, espera, no pares.


Un segundo después Pedro estaba de rodillas frente a ella y Paula enredó los dedos en su pelo mientras le bajaba el leotardo y las braguitas. Separó las piernas para acomodar su cabeza y dejó escapar un suspiro convulso cuando empezó a acariciarla con la lengua como antes la había acariciado con los dedos.


Quería gritar, pero sabía que no podía hacerlo y se limitaba a suspirar, moviéndose febrilmente contra su boca mientras Pedro la acariciaba con un ritmo que la llevaba al borde del precipicio... para apartarse después.


Dejando escapar un gruñido de frustración, se levantó para apretarse contra ella. Pero, por si no había notado en qué estado se encontraba, puso su mano sobre la cremallera del pantalón y tuvo que apretar los dientes cuando ella empezó a acariciarlo.


—Te necesito —murmuró mientras Paula intentaba torpemente bajar la cremallera del pantalón—. Pero aquí no.


—Pero...


—No creas, no soy de los que le dicen que no a un revolcón en la paja de vez en cuando, pero hacerlo en un cobertizo con este frío me parece demasiado.


—No podemos entrar... —de repente, a Paula le dio la risa—. Mis padres están en casa y...


—No creo que podamos hacer otra cosa. No puedo desnudarte aquí y lo necesito.


No le dio tiempo a ordenar sus pensamientos y le recordó lo que los dos querían levantando el jersey para acariciar sus pechos.


Sabía que eran tretas sucias, pero le daba igual. Y tampoco se paró a pensar por qué tenía que usar tretas con Paula, sucias o no.


—Podemos entrar por la puerta de atrás... pero no sé por qué, se supone que no deberíamos hacer esto —a Paula le temblaban las manos mientras bajaba el jersey. En realidad, le daba igual. Quería entrar en cualquier habitación, quitarse la ropa y... se mareaba sólo de pensarlo.


Pero no quería pensar, no debía hacerlo. Le había dado un discurso a su madre sobre por qué habían reconsiderado la idea de la boda, le había dado una charla Pedro sobre la estupidez de sacrificarse por el niño, había insistido en que lo único que podían ser era amigos. ¿Desde cuándo los amigos hacían el amor como dos adolescentes con un calentón?


Pero nada de eso sirvió para impedir que entrasen en la casa por la puerta de atrás. 


Podían oír las voces de sus padres en el salón, pero se quitaron las botas para subir la escalera sin hacer ruido. Apenas tuvieron tiempo de llegar arriba y cerrar la puerta antes de caer el uno sobre el otro. 


Ropa, leotardos, calcetines... todo desapareció a la velocidad del rayo.


—No te metas bajo las sábanas —dijo Pedro.


—Estoy gorda.


—Estas guapísima —replicó él. 


Tumbada en la cama, con los pálidos brazos sobre la cabeza y el pelo extendido por la almohada, estaba realmente guapísima. Pedro se tomó su tiempo para admirar sus redondeadas formas, sus pechos, con los pezones más grandes y más oscuros que antes. Era la experiencia más erótica de su vida.


Cuando pensaba en el niño creciendo dentro de ella se mareaba. ¿Cómo podía un hombre que jamás había planeado seriamente tener hijos marearse al pensar que Paula esperaba un hijo suyo?


—Tú también —dijo ella.


—Ah, un cumplido —Pedro sonrió de esa forma que la excitaba tanto—. Eso me gusta. Mucho.


—Porque tienes un ego del tamaño de esta casa.


—Bueno, recuérdame dónde estábamos. Ah, sí, ¿cómo he podido olvidarlo? — Pedro se colocó sus piernas sobre los hombros y respiró la dulce miel de su feminidad. Le encantaban sus gemidos, pensó, excitado.


¿Cómo podía intentar apartarse de él cuando los dos sabían que aquello era lo que deseaba? La acarició a placer y luego, temporalmente saciado, se colocó encima, enterrando la cara entre sus pechos.


Paula tuvo que ponerse la almohada sobre la boca para disimular sus jadeos mientras él empezaba a chupar un pezón, tirando suavemente para luego hacer lo mismo con el otro. Con los ojos semicerrados, podía ver la humedad que dejaba sobre sus pechos, disfrutando voluptuosamente mientras la tocaba entre las piernas.


—¿Te gusta? —Pedro levantó la cabeza para mirarla y Paula asintió como una marioneta obedeciendo a su amo. Y lo peor de todo era que no tenía remordimientos por lo que estaba haciendo.


Sólo quería tenerlo dentro.


Pedro tiró de ella para colocarla encima cuando no pudo aguantar más y dejó escapar un gruñido de satisfacción cuando empezó a frotarse contra su erección. Sus pechos se movían arriba y abajo mientras lo montaba hasta que no pudo soportarlo más y todo su cuerpo se convulsionó en un orgasmo salvaje, casi al mismo tiempo que Paula.


Y mirándola en ese momento, las mejillas ardiendo, el pelo alborotado, los ojos cerrados, fue suficiente para excitarse de nuevo.


—¿Es que no estás nunca satisfecho? —le preguntó ella, riendo, mientras deslizaba un dedo por su torso.


—Cuando se trata de ti, parece que no. ¿A ti te pasa lo mismo?


Cuando ella asintió con la cabeza fue como una descarga de adrenalina.


—Me alegro, porque así es como debe ser. Una vez que dejes de pelearte conmigo podrás empezar a aceptar que voy a ser alguien permanente en tu vida. Si no quieres casarte conmigo me parece bien, pero de todas formas estaremos juntos.


—¿Como tu amante embarazada? —Paula tuvo que tragar saliva.


—Prefiero no usar etiquetas cuando se trata de una relación —respondió Pedro, besando su pelo—. Especialmente, cuando la etiqueta es la palabra «amigo». Esa etiqueta, imagino que estarás de acuerdo conmigo, ya es totalmente irrelevante.