sábado, 21 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 34







SER SU esposa? Paula miró a Pedro sin dar crédito, con el corazón acelerado.


–¿Quieres... casarte conmigo? –susurró ella.


–Quiero tenerte en mi vida –respondió él con una mirada intensa–. A cualquier coste.


Ella inspiró hondo. Así que nada había cambiado: él no la amaba, sólo quería casarse con ella para salirse con la suya.


¿Cuánto tiempo duraría un matrimonio así?


Y si él descubría la existencia de Rosario...


Ella sabía que él la admiraba porque creía que era sincera y buena. Si descubría que ella le había mentido todo aquel tiempo, y a la cara, mientras le entregaba su cuerpo... la odiaría.


Los ojos se le inundaron de lágrimas mientras recogía su ropa del suelo.


–Tengo que irme.


Se vistió rápidamente y se disponía a marcharse cuando él se interpuso en su camino desnudo, pura fuerza. A ella se le encogió el corazón al recordar cada centímetro y sabor de su cuerpo.


–Sé que tú quieres un hogar y una familia –comenzó él lentamente–. Eso son cosas que no puedo darte. Pero sí te ofrezco todo lo que tengo. Es más de lo que le he ofrecido nunca a nadie. Te deseo, Paula. Ven conmigo. Sé mi esposa.


Ella se tragó el dolor de su deseo por él. Tal vez si no fuera madre se hubiera conformado con la promesa de vida que él le ofrecía. Pero Rosario era lo más importante para ella.


Ya había cometido el error de acostarse con un hombre que no deseaba ser padre. No lo agravaría casándose con él.


–Mi decisión está tomada –murmuró ella–. Adiós.


–¡No! –exclamó él sujetándola de la mano.


–Me has dado tu palabra.


El inspiró hondo y la soltó.


–Cierto, te lo he prometido –dijo como atontado.


–Adiós –repitió ella y corrió hacia la puerta para que él no viera sus lágrimas.


Una vez en el pasillo, tras haber salido dando un portazo, Paula se apoyó contra la puerta, sollozando en silencio mientras se despedía del único hombre al que había besado en su vida. El único hombre al que se había sentido tentada de amar. El padre de su hija.


«Estoy haciendo lo correcto», se dijo a sí misma mientras pulsaba el botón del ascensor. «Lo mejor para todos nosotros».


Entonces, ¿por qué se sentía tan mal?



OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 33





Comprobó la hora en su reloj. Eran las dos. 


Rosario estaría despertándose de su siesta. Inspiró hondo.


–Es tarde. Tengo que irme.


–Nuestro vuelo transoceánico no sale hasta dentro de dos horas –señaló Pedro.


–No –replicó ella incorporándose–. Lo siento. Esta tarde es todo lo que podemos tener. No puedo viajar contigo. No puedo arriesgar...


«No puedo arriesgar que a mi hija se le parta el corazón por un padre que no la quiere. No puedo arriesgarme a que me odies si te enteras de lo que te he ocultado».


Él la miró fijamente.


–Paula, no me hagas esto.


Ella cerró los ojos y reunió toda su fuerza de voluntad.


–Dijiste que si me acostaba contigo motu propio me dejarías marchar.


Él la sujetó por la muñeca.


–Espera. Si no quieres ser mi amante... sé mi esposa.



OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 32




Se inclinó sobre ella y la besó.


Paula apenas se había recuperado de su sesión de sexo cuando él la despertó.


Mientras la besaba y acariciaba de nuevo sus senos desnudos, ella sintió que el deseo la inundaba de nuevo. Notó que él estaba enorme y erecto de nuevo y acercó tímidamente una mano.


Él se estremeció al notar sus caricias, gimió y la elevó como si no pesara nada.


Se incorporó en la cama y la sentó a ella en su regazo, de frente a él. Se puso un preservativo y, elevándola con sus brazos, hizo que descendiera sobre él, abrazándolo de la forma más íntima. Paula le rodeó el cuerpo con las piernas. Él se balanceó adelante y atrás, haciendo que los senos de ella se rozaran con su fuerte pecho y el centro más sensible de ella con su pelvis. Casi al instante, ella se tensó y gritó.


–Treinta segundos –dijo él con diversión apartándole el cabello de la frente sudorosa–. A ver si conseguimos que dures algo más.


Durante la hora siguiente, la torturó de placer.


El se tumbó boca arriba y colocó a Paula encima de él, enseñándole a encontrar su propio ritmo, a controlar la intensidad y el ritmo de las acometidas. La tumbó en la cama y le hizo colocar una pierna sobre el hombro de él para mostrarle cuan profundamente podía penetrarla. La saboreó con su lengua.


Jugó con sus hábiles dedos. Hizo que se retorciera y le rogara.


Pero cada vez que ella comenzaba a tensarse ante el inminente orgasmo, él se detenía en seco y luego emprendía un ritmo diferente. 


Hasta que Paula casi lloró de frustración ante el agonizante deseo. ¿Cuánto tiempo más pensaba torturarla?


–Por favor –rogó ella llorosa–. ¡Tómame!


Él la miró con ternura y sonrió travieso.


–Creo que puedes aguantar unas horas más.


–¡No! –exclamó ella y, con una sorprendente fuerza, lo tumbó en la cama.


Se colocó encima de él, inmovilizándole las muñecas, y lo acogió en su interior. Él ahogó un grito.


–Es mi turno –le susurró ella al oído.


Poniendo en práctica todo lo que él le había enseñado, ella comenzó a moverse. Él quiso protestar, pero ella le ignoró, obligándole a penetrarla una y otra vez hasta que él también comenzó a tensarse y retorcerse. Hasta que él
echó la cabeza hacia atrás y, con un poderoso grito, explotó dentro de ella. En el mismo momento, ella también gritó cuando el creciente placer la elevó tanto que estuvo a punto de desmayarse.


Exhausta, ella se derrumbó sobre él. No supo cuánto tiempo se quedó así.


Cuando por fin abrió los ojos, él estaba despierto y la miraba. Como si no se cansara de hacerlo.


Y ella le deseó a su lado. No sólo en la cama, también en su vida. Para siempre.


Una idea la conmocionó: ¡estaba enamorándose de Pedro!


«¡No! ¡No puedo enamorarme de él!», pensó con desesperación. Intentó concentrarse en todas las razones por las que debía odiarlo. 


Pero lo único que logró recordar fue la vulnerabilidad que había visto es el rostro de él mientras le contaba cómo había muerto su familia en el incendio. O cómo su abuelo le había despreciado y no le había permitido encariñarse ni con las niñeras.


Cómo, desde que él tenía siete años, no había tenido un auténtico hogar ni una familia...


«¡Pero él no quiere eso: no quiere una esposa ni hijos!», se recordó ella con fiereza.


Era muy duro no hablarle de su bebé. Se moría de ganas de hacerlo, pero no podía arriesgar la felicidad de Rosario por un padre que no la deseaba. Y tampoco quería imponerle a él una responsabilidad que rechazaba. Dado que él empezaba a importarle, debía ocultarle ese secreto, debía permitirle la libertad que él deseaba, se dijo.


Además, no podría soportar que él la odiara si se enteraba de que le había ocultado que era padre.


Cerró los ojos, incapaz de sostenerle aquella mirada que superaba todas sus defensas.


Estaba enamorándose de él. Pero debía dejarlo marchar.





OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 31





CONFORME subían en el ascensor del hotel Cavanaugh hacia la suite presidencial de veinte mil dólares la noche, Pedro se dio cuenta de que estaba temblando. ¡Nunca había deseado tanto a una mujer!


¿Acaso alguna vez había deseado algo tanto?


Se detuvo delante de la puerta de la habitación y miró a Paula, cuyos ojos castaños albergaban una mirada limpia y tranquila.


Sin dejar de mirarla, la tomó en brazos y traspasó así el umbral. Una vez dentro, cerró la puerta de un puntapié. Atravesó con ella en brazos el vestíbulo de suelo de mármol y una enorme araña de cristal, los seis dormitorios secundarios y llegó al dormitorio principal. Allí la dejó suavemente en el suelo. A través de los amplios ventanales se colaba la belleza nevada de Central Park.


Él se quitó el abrigo y le quitó a ella el suyo, la bufanda y los guantes, tirándolos al suelo. 


Empezó a quitarse la camisa negra, pero se distrajo cuando ella empezó a imitarle.


Con la vista clavada en él, Paula se desabrochó lentamente su chaqueta negra, revelando un sujetador de encaje negro. Luego se bajó la cremallera de la falda, que cayó al suelo dejando al descubierto unas bragas de encaje negro y medias negras sujetas con liguero.


Pedro la contempló maravillado. Aquella mujer era joven, moderna, una condesa... y al mismo tiempo una fantasía de tiempos antiguos. 


Cuanto más tiempo pasaba junto a ella, más la deseaba.


Entonces se dio cuenta de que la quería a su lado más de una noche. Por primera vez en su vida, quería que una mujer le acompañara en sus viajes.


Siguió observándola. Ella se quitó sus zapatos de tacón negro y colocó un pequeño pie sobre la cama. Soltó el primer liguero y, sin mirarlo, fue quitándose la media y descubriendo su hermosa pierna.


Pedro se le entrecortó la respiración.


Ella repitió la operación con la otra media. Él se humedeció los labios, incapaz de apartar la mirada.


Por fin ella se giró y lo miró. Inspiró hondo y, por primera vez, él advirtió sus mejillas sonrojadas y sus manos temblorosas. Ella estaba nerviosa.


Aquello resultaba lo más sexy de todo.


Ella entrelazó las manos tras su espalda y lo miró con una sonrisa sensual y un brillo travieso en la mirada.


A él se le aceleró aún más el pulso. ¿Cómo era posible que él hubiera sido el único hombre que había tocado a aquella mujer, la más deseable del mundo?


Una mujer con tanta fuerza y al tiempo tan vulnerable. Tan orgullosa y misteriosa y a la vez tan sincera.


–¿Qué hago ahora? –inquirió ella con timidez.


Era toda la invitación que él necesitaba. Se quitó el resto de su ropa y, con un gemido, la tomó en brazos.


–Ya sigo yo desde aquí.


La depositó suavemente sobre la cama y la besó en la boca mientras le acariciaba los brazos desnudos. Siguió besándole el cuello y recorriendo cada centímetro de su piel con las manos. Ella le devolvió las caricias, al principio con timidez y gradualmente con más confianza. Él se entusiasmó. Pero después de dieciocho meses de deseo frustrado quería tomarse su tiempo, disfrutar de ella al máximo. Poseerla lentamente, hasta que se sintiera completamente saciado de aquella mujer complicada, sexy y misteriosa...


¿Cuánto llevaría eso?


Ella debía acompañarle a Hawai y Tokio. La convencería, no le quedaba otra opción. Un día no iba a ser suficiente. Y se enfrentaría a cualquier hombre que intentara arrebatársela.


Continuó acariciándola y besándole los hombros y el vientre. Le acercó los senos y hundió el rostro entre ellos. Ella gimió suavemente bajo él. 


Él le quitó el sujetador de encaje negro y el liguero. Lentamente, le bajó las bragas y las
tiró al suelo. Ella cerró los ojos. Él la sintió estremecerse bajo sus manos.


Ella estaba en su poder. Aquella idea lo embriagó.


Él la había desvirgado brutalmente en Italia. En ese momento tenía una segunda oportunidad para ser el amante que ella merecía. Él le mostraría lo bueno que podía ser hacer el amor.


La besó ferozmente y ella le correspondió con igual pasión. Luego él se apartó y, tras humedecerse los dedos, los acercó a los senos de ella y comenzó a rodear los pezones hasta llegar a su centro, haciendo que ella ahogara un grito de placer. Entonces él acercó su boca y saboreó cada seno. Luego continuó hacia el vientre de ella mientras con las manos le acariciaba el interior de los muslos haciéndola estremecerse.


Pedro... –farfulló ella.


El la sujetó por la espalda y la atrajo hacia sí. Le hizo separar las piernas y hundió su lengua dentro de ella, disfrutando al verla retorcerse y jadear.


Sonrió. Entonces se puso un preservativo y se colocó sobre ella. Pero no la penetró: comenzó a juguetear. Sintió el cuerpo de ella arqueándose para unirse instintivamente al suyo, pero él se resistió. Gruesas gotas de sudor le bañaban la frente ante el esfuerzo para no penetrarla como su instinto le impelía.


Cuando ya no podía soportarlo más, se fue introduciendo en ella muy lentamente. No quiso cerrar los ojos ante la ola de placer que le invadió: quería observarla a ella. Observar la forma en que contenía el aliento, mordisqueándose el labio inferior; la forma en que parpadeaba, como en un sueño; su hermoso rostro emocionado como si oyera un coro de ángeles; su boca pronunciando en silencio el nombre de él.


La observó en cada lenta acometida, hasta que ella comenzó a tensarse y retorcerse bajo él. Y entonces él aumentó las acometidas. Cada vez más profundamente, más rápidamente. Sin apartar la vista de ella un solo instante.


Cuando ella gritó al alcanzar el orgasmo, sus miradas se encontraron y un relámpago inundó el cuerpo de Pedro, haciéndolo explotar de placer.


Su ángel. Estar con ella no se parecía a nada de lo que había conocido en su vida.


Al terminar, la abrazó y la acarició mientras ella se adormecía sobre su pecho.


Era la primera vez que él deseaba que una mujer pasara la noche en su cama.


Él mismo se vio incapaz de dormirse porque quería contemplar a la mujer con la que acababa de acostarse.


La belleza, la fuerza y la bondad de ella le retenían. Observó sus ojos cerrados y sus labios esbozando una sonrisa bajo el cálido sol del mediodía.


Ella era perfecta, pensó: la mujer perfecta; la amante perfecta; la esposa perfecta.


¿Esposa?


Él nunca se había planteado casarse, pero al mirarla en aquel momento tuvo el repentino deseo de poseerla para siempre. De quedársela para su placer y nada más que el suyo. De asegurarse de que ningún hombre la tocaría. 


Nunca.


Él nunca había deseado a ninguna mujer así. Y siempre había defendido que se mantendría libre. Pero, al encontrarse por primera vez con una mujer que no quería comprometerse con él, lo único que deseaba era conseguirla.


Intentó apartar esos pensamientos. Él no podía casarse, no era de ese tipo de hombres. Y aunque lo fuera, ella no querría casarse con él.


Ella deseaba un hogar, hijos, amor. ¿Qué podía ofrecerle él para compensarla por todo lo que no podía darle?


–Paula –susurró, acariciándole los brazos desnudos.


Ella abrió los ojos y sonrió al verlo. Pedro sintió que el corazón se le aceleraba.


«Cásate conmigo», pensó él. «Renuncia a tu deseo de un hogar, una familia y amor. Entrégate a mí».


–¿Sí? –preguntó ella acariciándole la mejilla y mirándolo con ternura.


Pero él no lograba pronunciar las palabras. 


¿Casarse, él? Era una idea ridícula.


Llevaba toda su vida adulta evitando el compromiso y los lazos emocionales.


No renunciaría a eso por cierta lujuria momentánea.


Pedirle a Paula que le acompañara en sus viajes era más de lo que le había pedido nunca a una mujer. Eso sería suficiente. Tenía que serlo.



OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 30




De pronto la atmósfera entre los dos cambió. Se cargó de electricidad. Él paseó un dedo sobre el labio inferior de ella.


–Ven a mi hotel –le susurró–. Ya no puedo esperar más. Te necesito ahora.


«Sí», pensó ella desesperada. Pero entonces se acordó de Rosario y se apartó.


–No puedo.


–Acuéstate conmigo una vez porque tú quieres –le pidió él–. Después de eso, si decides que no me deseas, dejaré de perseguirte. Pero dame una oportunidad para convencerte, para mostrarte cómo podría ser una vida juntos.


Ella lo miró embelesada por sus seductoras caricias. Se sentía mareada, superada. Y sabía que no podría soportar que él se marchara. 


Todavía no. No podría soportar la idea de volver a quedarse sola en el frío invierno. 


Antes necesitaba sentir aquella calidez una vez más...


–Si me acuesto contigo, ¿me dejarás marchar?


–Sí –aseguró él con un hilo de voz–. Si es tu verdadero deseo. Pero voy a hacer todo lo posible para convencerte de que te quedes conmigo, que seas mi amante.


–¿Tu amante? –repitió ella suavemente.


–No te ofrezco amor, Paula. Ni matrimonio. Sé que este fuego entre nosotros no puede durar –añadió él tomándola en sus brazos–. Simplemente, disfrutemos de cada momento que tengamos.


Ella cerró los ojos y apoyó el rostro sobre el abrigo de él. Sentía el viento frío contra su cara, pero el resto de su cuerpo estaba ardiendo.


Él quería placer a largo plazo. Sin compromisos. 


Sin enredos emocionales.


Pero eso no era lo que ella quería de un hombre. No de un marido y menos aún del padre de su hija.


Y a pesar de todo...


Una tarde en la cama con él. Luego él regresaría a Asia y Rosario estaría a salvo para siempre. Él no tenía por qué saber que tenía una hija. Así nunca sentiría la carga de una responsabilidad que no deseaba, ni interferiría en su vida ni en la de su hija. Él podría continuar sus interminables viajes sin volverse a mirar atrás. No tendría la oportunidad de fallar a Rosario como padre. Y ella no se vería obligada a ver cómo él la reemplazaba en su vida con una sucesión de nuevas amantes cuando se cansara de ella.


No estaban hechos el uno para el otro, eso era evidente. Ella quería una familia y un hogar. 


Quería un hombre que la amara a ella y a sus hijos para siempre.


Ella quería una vida como la de Emilia. Pero dado que no podía tener eso...


Una tarde en la cama con Pedro. Una oportunidad para saciar sus ansias de él
y luego ella le olvidaría y comenzaría una vida nueva con su hija. Ella le olvidaría.


El corazón le latía desbocado cuando elevó el rostro y miró a Pedro a los ojos. Él la embriagaba, su poder y belleza masculinos la cegaban. Y se oyó susurrar:
–Necesito estar en casa hacia las dos.


Él inspiró hondo y la abrazó con fuerza mientras le besaba la frente y el cabello.


–No te arrepentirás –le prometió–. Voy a asegurarme de ello.


«Sólo serán unas pocas horas», se dijo Paula. Y cuando él la besó apasionadamente ella supo que grabaría cada caricia en su memoria. 


Aquellas pocas horas le durarían para siempre.


Y luego... ella le dejaría marchar.