viernes, 9 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 18




Él levantó esa mano y la puso en su mejilla.


Paula lo miró a los ojos. Era más fácil entre penumbras. Pedro deslizó la mano por su cuello, por la parte en la que no tenía la cicatriz, y la hizo estremecerse. Se inclinó y apretó la mejilla contra la de ella; tenía la piel caliente, áspera en la zona de la barba.


Le dio un beso en el hueco de la oreja y ella gimió sin querer. Era increíble. Nunca había sentido un placer igual.


Pedro volvió a besarla, en esa ocasión en la curva del cuello, acariciándola con la punta de la lengua. Luego levantó la cabeza y buscó sus ojos.


Paula deseó pedirle que la besase en los labios, pero, al mismo tiempo, no quiso alterar su plan. 


Quería ver qué era lo próximo que iba a hacer. 


El corazón le retumbaba en los oídos y solo podía sentir deseo.


Él volvió a besarla, esa vez en la esquina de la boca.


Le puso la mano en la cabeza y enterró los dedos en su pelo, aferrándola a él como si no quisiera dejarla marchar. A Paula le encantó ver que podía tener ese efecto en un hombre como aquel. Ver que la deseaba.


Separó los labios sin darse cuenta y se los humedeció con la lengua. Él tomó el gesto como una invitación, de lo que Paula se alegró.


No se lanzó sobre ella de manera brusca, sino muy despacio.


Primero frotó ligeramente la nariz contra la de ella, probó el sabor de sus labios con la lengua. 


Y Paula tuvo miedo a moverse, por si se despertaba de aquel sueño y se daba cuenta de que estaba sola en su apartamento de París.


Él le puso la otra mano alrededor de la cintura y Paula notó el calor y supo que no era un sueño. 


Pedro era real. Y la estaba besando.


Le devolvió el beso con entusiasmo y se estremeció al notar que le metía la lengua caliente en la boca, probándola, saboreándola como si fuese un manjar.


Levantó las manos y lo agarró de los hombros para no caerse.


Él desenredó los dedos de su pelo, le apoyó una mano en la cadera y, con la otra, le acarició los pechos.


–Necesito tocarte –le susurró, dejando de besarla en los labios para llevar su boca al escote y besarla a través de la tela.


Luego llevó una mano a la parte de atrás para bajarle la cremallera.


–Paula –le dijo, con la voz ronca de deseo.


Al oír su nombre y notar que le bajaba la cremallera, ella entró en razón de repente y sintió pánico.


Había sido un sueño. Había estado flotando, pero oír su nombre de labios de Pedro había sido como un jarro de agua fría.


No era la clase de mujer que hacía el amor con un hombre maravilloso bajo un manto de estrellas. No era la clase de mujer que despertaba ese tipo de deseo en un hombre, en ninguno, pero mucho menos en uno como Pedro. Era Paula. Una mujer desfigurada por las cicatrices. Virgen, sin experiencia e insegura. Si Pedro se acostase con ella, se daría cuenta. Vería lo peor de ella, sus miedos, su dolor. ¿Cómo iba a mostrarle aquello? ¿Cómo se lo iba a mostrar a nadie? No se trataba de las cicatrices, sino de las marcas que tenía debajo de la piel, de sus debilidades.


–No –le dijo, bajando los brazos y llevándoselos a la espalda para que no continuase bajándole la cremallera.


–¿No? 


–No puedo. Lo siento, pero no puedo –balbució, con los ojos llenos de lágrimas.


Estaba destrozada. Enfadada. Asustada. Y todavía lo deseaba más que a nada en el mundo, pero no podía tenerlo.


No quería que Pedro viese dentro de ella y conociese sus miedos e inseguridades.


Se dio la vuelta y entró en la casa. Y juró. Había huido. Era una cobarde. Pero estaba demasiado asustada como para no serlo.




ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 17




Pero Paula había reaccionado con total sinceridad. Y Pedro no estaba seguro de qué hacer al respecto. Le hacía desear decirle más. 


Le hacía desear llevársela a otra parte, donde no se sintiese tentado a seducir a aquella mujer de aspecto duro, pero, posiblemente, interior frágil.


No, Paula no era frágil. Era dura. Tenía seguridad en sí misma. Solo la había pillado en un momento bajo, uno de esos que tenían todas las mujeres.


Continuó agarrándole la mano mientras subían las escaleras y atravesaban las puertas dobles que daban a la terraza. El techo estaba salpicado de farolillos blancos, que iluminaban con suavidad la cálida noche.


Las vistas del lago eran impresionantes, la mesa, preciosa, pero nada igualaba a la belleza de su acompañante.


Paula se sentó antes de que a Pedro le diese tiempo a retirarle la silla. Se sentía fatal.


–Estás perfecta. Como siempre –le había dicho.


Nunca había sido perfecta. Ni siquiera antes del incendio. Mucho menos después. Pero Pedro había conseguido quitarle la última pieza de la armadura con aquel cumplido, porque aquello era lo que siempre había querido. Que alguien la aceptase como era. Que la amase como era.


Aunque sabía que era un sueño imposible. Ni siquiera ella se quería como era. ¿Cómo iba a quererla un hombre como Pedro? Un hombre tan perfecto físicamente, que salía con mujeres igual de perfectas.


Era imposible.


Pero su mente se había echado a volar al oír aquello.


Tomó la copa de vino que, por suerte, ya estaba llena, y le dio un pequeño trago. Cualquier cosa con tal de distraerse.


–Tiene una pinta estupenda –comentó, por decir algo. Y era cierto que el pescado y las verduras tenían una pinta deliciosa.


–Por supuesto.


–¿Porque solo contratas a los mejores profesionales del mundo? –le preguntó, arqueando una ceja.


–Me traje a los mejores del mundo para que enseñasen a los nativos. Todas las personas que trabajan aquí son de Malawi.


Paula sintió todavía más ternura. Casi podía notar cómo se le estaba derritiendo el corazón.


–¿Cuántos años tenías cuando viniste? –le preguntó, a pesar de saber que no debía hacerlo.


–Ocho años. Pero no viví en la isla, sino en tierra firme, a las afueras de Mzuza. Mi madre trabajaba en un banco. No éramos pobres, como tantas otras personas en este país.


–¿Por qué te trajo aquí tu madre? 


Paula sabía que su hermano se había quedado en Francia con su padre.


–Formó parte del trato –le contó Pedro con voz ronca–. Si se marchaba de Europa, podía llevarme. Si no, jamás volvería a vernos.


–¿Por qué… hizo eso tu padre? 


Él pasó los dedos por la copa de vino y apretó la mandíbula antes de contestar.


–Creo que se sentía herido y quería hacerle daño a mi madre. Supongo que pensó que ella no se marcharía. También tengo entendido que tuvo una aventura, pero yo nunca se lo recriminé. Pienso que, cuando se enamoraron, tal vez fueron un poco idealistas. Ellos fueron capaces de superar las diferencias culturales y de color de piel, pero otros, no. Y hubo mucha tensión.


Pedro se echó hacia atrás y soltó la copa.


–Pensaron que con amarse sería suficiente, pero no fue así. Ahora han cambiado las cosas, claro está. Ya no hay los mismos problemas. Yo nunca los he tenido, y he salido con todo tipo de mujeres, pero por aquel entonces… 


–Así que viniste con tu madre.


–Quería hacerlo. Nunca me he arrepentido de ello.


–¿Y cuando volviste… odiaste a tu padre por lo que había hecho? ¿Por… haberte desterrado? 


–Mi padre es un hombre duro. Exige la perfección y el control en todos los ámbitos de la vida. Así que no lamento que no me educase él, pero tampoco lo odio. Todos actuamos mal en ocasiones, sobre todo, cuando hay pasión de por medio –le respondió con cierta amargura.


Paula se preguntó si estaría pensando en sí mismo, si se arrepentía de la relación que había tenido con la prometida de su hermano. Aunque no quería preguntárselo.


–Es verdad –le dijo, aunque no lo supiese por experiencia.


Su vida siempre había estado desprovista de pasión.


Siempre la había canalizado en el trabajo. 


Aunque en los últimos tiempos le hubiese costado hacerlo.


Era extraño, sentir que ya no estaba volcada solo en su profesión.


En esos momentos, era capaz de apreciar la belleza del lugar en el que estaba, de saborear la comida. Su piel estaba más sensible. Era como si una parte de ella que hubiese estado dormida acabase de despertar.


Había ampliado sus perspectivas, lo mismo que sus deseos.


Pedro la estaba mirando con el mismo brillo en los ojos color miel que en el Baile del Corazón. 


Notó que se le aceleraba el pulso, que le sudaban las palmas de las manos y se le encogía el estómago.


Se levantó de la silla y fue hacia el final de la terraza para observar el lago bajo la luz de la luna. Era precioso, una maravilla de la naturaleza. La hacía sentirse vacía.


Porque, de repente, se había dado cuenta de que no había disfrutado nunca de la belleza de las cosas que la rodeaban. Siempre había vivido con la desesperación de ser mejor, de tener más éxito.


Pedro se colocó a su lado y agarró la barandilla de hierro con su enorme mano. Antes de conocerlo, Paula nunca se había fijado en las diferencias entre la mano de un hombre y la de una mujer. Nunca se había detenido a apreciar el efecto que esa diferencia tenía en ella.



ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 16




Paula no había imaginado un complejo turístico tan lujoso, aunque debía haberlo hecho, teniendo en cuenta que era de Pedro y que este no hacía nada a medias.


Estaba escondido del árido sol por una espesa bóveda de árboles. Era de piedra y estaba cubierto de parras y parecía haber crecido solo en aquel bello paisaje. Era un lugar fresco, tranquilo y muy agradable.


–Nos alojaremos en mi casa –anunció Pedro.


–¿Qué? 


–He pensado que sería lo mejor, después del revuelo que levantamos entre la prensa en el Baile del Corazón. Les encantó poder hacernos fotografías más… íntimas.


–¿Y? 


–Que quiero darles más.


–Pero aquí no hay prensa, ¿no? 


–Paula, va a haber modelos, estilistas, periodistas, fotógrafos y un director de la sesión fotográfica. Seguro que alguien habla. Además, estoy seguro de que esta mañana nos han fotografiado subiendo juntos en el avión.


–¿Tú crees? 


–Si no se han tomado el día libre, seguro que sí. Yo tampoco he intentado ser discreto. Nuestra supuesta relación amorosa le está dando mucha publicidad a tu marca. Además, en el último artículo mencionaron que vestías uno de tus propios diseños y que fuiste la más elegante de la noche.


–Sí… ya lo he visto.


Era cierto que el artículo había sido maravilloso y que, al día siguiente de la fiesta de disfraces, dos mujeres habían ido a la tienda preguntando por el vestido de encaje rojo.


Así que Pedro tenía razón. Los medios de comunicación estaban pendientes de ellos, lo mismo que el público. Pero la idea de convivir con él una semana le resultaba un poco desconcertante.


–¿Tendré mi propia habitación, verdad? 


–Es una casa grande. Ni siquiera tendrás que verme si no quieres.


Lo que le preocupaba no era verlo, sino lo que sentía cuando lo veía, las cosas que deseaba cuando lo tenía cerca.


El coche pasó por delante del edificio principal del complejo y se dirigió hacia la orilla. La casa lindaba con los árboles y la puerta principal daba casi a una playa de arena blanca.


Estaba hecha de piedra, como el edificio principal, y el tejado era como de hierba trenzada. Era como un sueño. Como si ambos hubiesen naufragado y Pedro fuese un pirata… 


Ya soñaría con ello más tarde, cuando estuviese sola en la cama.


Intentó apartar sus pensamientos de aquella idea y centrarse en el paisaje.


La tosquedad del ambiente desapareció en cuanto entraron en la casa. Los techos eran altos y estaban enyesados, lo que demostraba que la hierba trenzada del tejado era solo de adorno. Los suelos de piedra blanca y los muebles de estilo provenzal le daban un aspecto intemporal, de cara elegancia. La escalera que llevaba al piso de arriba le daba un toque palaciego.


Y, por un momento, Paula se sintió como una princesa. Fue una sensación tan extraña que pensó que estaba soñando.


Y luego estaba Pedro y los sentimientos que este le provocaba. Eso sí que era complicado. Y estaba el deseo, el deseo que había estado presente desde el primer día y una ternura que iba creciendo cada vez más. Se había abierto una grieta en el muro que rodeaba su corazón, una grieta que se estaba haciendo cada vez mayor.


Aquel viaje había cambiado su manera de verlo. 


No era solo un hombre que quisiese hacer dinero. Estaba segura. Podía sentirlo. También quería crear empleo en aquella zona.


Eso la obligaba a verlo desde una nueva perspectiva.


Incluso cuando pensaba que era solo un hombre frío y despiadado que no se detendría ante nada para conseguir lo que creía que era suyo, un hombre que no había dudado en traicionar a su hermano, no podía evitar fantasear con él.


Si a eso añadía aquella recién descubierta humanidad, podía estar metida en un buen lío.


–Pediré que nos sirvan la cena temprano –comentó Pedro.


–Puedo buscar cualquier cosa en la cocina –contestó ella, ya que le daba pánico pensar en pasar una velada íntima con él.


–¿Siempre eres así de testaruda? 


–Supongo que sí.


–Pues esta noche no lo voy a permitir. Quiero que disfrutes.


–De acuerdo.


Tenía el corazón acelerado porque no había nada que la asustase más que dejarse llevar y disfrutar. Porque, si lo hacía, no solo tendría que enfrentarse a la posibilidad del rechazo, sino también a que Pedro se diese cuenta de lo débil que era en realidad.


Era una escena de seducción. Y nunca había visto a una mujer más preparada para ser seducida. Pedro observó cómo Paula bajaba por las escaleras para reunirse con él en el descansillo de la casa.


Paula, con la melena rubia rizada y suelta, adornada con una bonita flor rosa. Paula, con el pintalabios y el vestido a juego. Con un escote demasiado alto para su gusto, pero de un tejido que se ceñía a todas las curvas de su cuerpo. Y corto, dejando al descubierto sus larguísimas piernas.


Era la primera vez que la veía con unas sencillas sandalias planas e imaginó que no se había puesto tacones a causa de la arena.


Pedro no se había dado cuenta de lo baja que era.


Parecía más delicada así. Y eso hizo que se le encogiese el estómago. Quería protegerla, aunque no sabía de qué. Quería hacerla suya.


Eso sí que lo entendía. Sabía cuál era la clase de posesión que deseaba. La más básica y elemental.


Quería sentir su cuerpo suave debajo del de él, quería disfrutar de ella y darle placer.


Hacía mucho tiempo que no sentía nada tan fuerte.


De hecho, no recordaba haberlo sentido nunca. 


Después de Marie, se había encerrado en sí mismo porque sabía lo que ocurría cuando daba rienda suelta a sus emociones.


–Van a servir la cena en la terraza.


–Ah, qué bien –respondió ella con poco entusiasmo.


–¿Esperabas otra cosa? 


–No sé… tal vez un restaurante.


–¿Te da miedo estar a solas conmigo? 


Ella parpadeó rápidamente.


–¿Por qué iba a darme miedo? 


Pedro le tomó la mano con suavidad.


–No lo sé –le respondió, acariciándole el dorso con el pulgar.


–Pues no, es solo que había imaginado que íbamos a salir. Me he arreglado demasiado.


–Estás perfecta. Como siempre.


Vio que le temblaban los labios rosas solo un instante, antes de volver a apretarlos con firmeza. Sus ojos azules brillaban más de lo habitual, y lo estaban mirando con suspicacia.


–Acepto el cumplido –le dijo.


¿Cómo podía afectarla tanto un comentario tan simple? No se había preparado la frase.