sábado, 2 de diciembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 28




Tenía una esposa; una esposa que dormía en su cama.


Y le parecía muy bien.


En realidad, pensó Pedro, era algo más que eso; estaba encantado.


Los primeros rayos del sol empezaban a colarse por la ventana, y la pálida luz iluminaba el rostro de su bonita esposa. Aquel ángel tan sexy que había bajado a la tierra para salvarlo de sí mismo. Y mientras Paula estuviera con él podría mimarla, protegerla, ofrecerle su lealtad y lo que quedaba de su corazón.


Ella abrió los ojos entonces y parpadeó varias veces, como intentando recordar dónde estaba. Al ver a Pedro, sus labios se abrieron en una sonrisa.


—Buenos días.


—¿Has dormido bien?


—Mejor que nunca —Paula alargó una mano para tocar su cara—. Ah, ¿mi caballero andante con armadura de Versace?


—¿Qué? —rió Pedro.


—Gracias.


—¿Por qué?


Paula sacó una pierna de entre las sábanas y rodeó con ella su cintura.


—Estuve en casa de mi madre anoche y cenamos… una de las cenas que tú has encargado.


—Ah, ya. Bah, eso no es nada. Tu madre debería tener la menor cantidad posible de problemas y tú también —sonrió Pedro, acariciando su muslo—. Se me había olvidado decirte que fui a verla el otro día. Bueno, en realidad no te lo dije para que no te sintieras mal.


—¿Por qué iba a sentirme mal?


—Porque con tu nuevo trabajo no tienes tiempo de ir a verla todos los días. Pero me gustaría seguir yendo a visitarla, si no te importa.


—¿Importarme? ¿Estás loco? —Paula se apoyó en un codo para mirarlo a los ojos—. ¿O es que eres absolutamente perfecto?


—Ninguna de esas cosas —rió él.


—Quiero estar contigo, Pedro—dijo ella entonces.


—Sí, yo también.


—No, quiero decir… que quiero seguir contigo cuando acabe el año —Paula dejó escapar un suspiro—. Ay, estas cosas se me dan fatal.


—Yo creo que lo estás haciendo muy bien —murmuró él.


—Quiero que sigamos casados.


Pedro se quedó callado, mirándola. Ella supuso que no sabía qué decir o que prefería no decir nada.


—Te he dejado de una pieza, ¿verdad?


—Sí, un poco —admitió.


—Y vas a decirme que habíamos acordado estar juntos sólo durante un año. Que aunque te gusto y te sientes atraído por mí…


—No sigas, Paula.


—Sí, claro, es verdad, debería ir a ducharme —murmuró ella. Pero cuando intentó apartarse, Pedro la sujetó.


—No, quédate. Vamos a hablar.


Muy bien, si iban a hablar, ella debía echarle valor.


—Creo que nos llevamos estupendamente —empezó a decir—. Y yo no quiero estar con nadie más, no me imagino estando con nadie más. ¿Qué te parece?


—Yo creo… —Pedro empezó a jugar con su pelo— que está muy bien.


—¿Muy bien?


Él asintió, mirándola a los ojos. Y luego buscó sus labios y la besó como si fuera a ser suya durante más de un año, para toda la eternidad.




COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 27





Paula miró el reloj de su ordenador y comprobó que eran más de las seis. Tenía una cita con una señora muy importante y, si no se daba prisa, iba a perdérsela.


Después de apagar el ordenador y arreglar un poco su escritorio, tomó el bolso y salió de la oficina. Las cosas iban muy bien en su nuevo trabajo, pensó, contenta.


Había logrado impresionar a todo el mundo en el departamento con su eficiencia y sus creativas ideas.


La mayoría de los compañeros se habían ido ya a casa, aunque algunos obsesos seguían sentados frente a sus ordenadores, y se despidió alegremente de ellos mientras iba hacia el ascensor.


Era una afortunada. Había conseguido un trabajo estupendo y tenía que agradecérselo a Pedro.


Pedro. Su marido. Su amante.


En la calle la recibió el bochorno del día y el aroma a orín tan típico de Nueva York. Mientras esperaba un taxi no dejaba de pensar en él. ¿Por qué había tenido que decirle que le quería? Sería boba…


Bueno, al menos había sido lo bastante lista como para evitar que él respondiera.


Porque si le hubiera dicho que no podía quererla…


Pedro Alfonso era amable, cariñoso y un amante fantástico, pero no parecía la clase de hombre que decía «te quiero».


Un taxi frenó en seco a su lado, como solía ocurrir en Nueva York, y después de darle la dirección, Paula se arrellanó en el asiento, pensativa. Si Pedro hubiera podido contestar la otra noche, seguramente habría dicho algo amable como: «gracias, yo creo que eres estupenda».


Paula dejó caer los hombros.


O tal vez le hubiese dado una larga charla sobre sí mismo y lo que quería y no quería de la vida. Le habría dicho que, aunque ella le caía muy bien, habían hecho un trato de un año y, por el momento, no podía pensar en nada más que eso.


De repente, se sintió mareada. El aire dentro del taxi no era mucho más fresco que en la calle.


Era un asco estar enamorada.


O a lo mejor era un asco cuando una estaba enamorada de un hombre que no sentía lo mismo, pensó, deprimida.


Unos minutos después entraba en casa de su madre y saludaba a Wanda en la cocina.


—¿Cómo va todo?


—Todo satisfactorio —anunció la cuidadora, usando una nueva palabra porque después de un tiempo usando «bien» o «regular» empezaba a resultar aburrido.


Wanda vivía con su madre ahora, algo que Paula quería desde el principio pero no había podido permitirse hasta ese momento. Raquel necesitaba cuidados las veinticuatro horas al día y, gracias a Dios y a su matrimonio con Pedro, no iba a estar sola ni un minuto.


—He pensado que podríamos pedir la cena por teléfono.


—Ya está pedida —dijo Wanda, sacando platos y vasos del armario—. Llegará enseguida.


—Ah, genial. ¿Qué has pedido?


—No la he pedido yo.


—¿Eh?


—La cena llega cada noche a las ocho en punto.


—No te entiendo.


—La envía el señor Alfonso… Bueno, él se encarga de que la envíen. Según él, como yo tengo que cuidar de Raquel no debería tener que hacer tres comidas al día. Yo le dije que no me importaba, pero él insistió.


Paula no podía creer lo que estaba oyendo.


—¿Cuándo te dijo eso?


—Hace unos días. Pasó por aquí para ver a tu madre a la hora del almuerzo.


—No me había dicho nada…


—A lo mejor quería darte una sorpresa.


—Pues lo ha conseguido, desde luego.


¿Pedro había ido a ver a su madre sin decirle nada? ¿Por qué?


—Tu madre está despierta, por cierto.


—Gracias, Wanda.


Lo primero que vio al entrar en la habitación fue el rostro de su madre, pálido, pero tan juvenil… y le pareció que estaba lúcida aquel día. O tal vez veía lo que quería ver.


—Hola, mamá.


—¿Paula?


Sus ojos se llenaron de lágrimas. Aquellos momentos eran más raros cada día.


—Sí, soy yo. Mi marido ha pedido la cena para las tres. ¿Quieres charlar mientras cenamos?


—Paula, cariño…


—¿Sí, mamá?


—Tengo algo…


—¿Qué?


—Un dolor.


—¿Dónde? Dime dónde te duele.


Raquel señaló su corazón.


—¿Te duele mucho? —preguntó Paula, asustada.


—Es porque tu padre se fue.


—Lo sé, mamá, pero eso fue hace mucho tiempo.


—Se marchó por mi culpa.


—No deberías pensar esas cosas —suspiró ella, asustada. En ese momento sonó el timbre—. Ah, la cena ya está aquí. A lo mejor ha pedido ese pan de ajo que tanto te gusta y…


Raquel apretó su mano con fuerza.


—Tengo que pensar ahora. Tengo que hablar ahora…


A Paula se le hizo un nudo en la garganta. Temía otro episodio como el del otro día, pero entendía el deseo de su madre de hablar. Tenía que decir lo que quería de inmediato porque unos minutos después podría ser demasiado tarde.


—Dime.


—Yo le pedí que se fuera, hija. Estaba tan cansada de sus amenazas… pero sobre todo de ver tu carita de pena cada vez que decía que iba a marcharse. No podía dejar que te hiciera eso. Una noche le dije: «vete, vete ahora mismo» —Raquel levantó la mirada; tenía los ojos llenos de lágrimas—. Y se marchó.


—Me alegro de que lo hicieras, mamá.


—Pero no se despidió de ti. Nunca me perdonaré a mí misma por eso.


—Tienes que perdonarte, mamá. Como yo tuve que perdonarme a mí misma por desear que se fuera.


Raquel la miró, sorprendida.


—¿Tú también querías que se fuera?


—Yo tampoco podía soportarlo más. Rezaba cada noche para que no estuviera en casa por la mañana y aquel día, cuando me desperté y no estaba allí… fue como empezar una nueva vida. Lo eché un poco de menos al principio, claro, pero según pasaban los años mis recuerdos eran mejores que la realidad. ¿Lo entiendes?


Su madre asintió.


—Sí, claro.


Wanda entró entonces con la cena y Paula le dio las gracias a Pedro en silencio por hacerles la vida un poco más fácil.


—¿Podemos ver una película? —preguntó Raquel.


—Por supuesto. Tú eliges, mamá.


—¿Rebelión en las aulas?


Riendo, Paula se levantó para sacar el DVD del armario.


—Bueno, Wanda, prepárate para estar dos horas oyendo a mi madre decir lo guapo que es Sidney Poitier.


—Ah, yo estoy de acuerdo —anunció la mujer.


Raquel sonrió.


—No te preocupes, hija, dos horas pasan volando cuando ese hombre está en la pantalla.


Demasiado rápido, pensó Paula mientras ponía la película en el reproductor. En dos horas, Sidney habría desaparecido, Wanda estaría en su cama, ella se iría a casa y Raquel volvería a hundirse un poco más en ese abismo en el que se había convertido su cerebro.





COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 26





Pedro seguía en el pasillo, donde diez segundos antes había estado haciendo el amor con su mujer. No le gustaba nada la mirada acusadora de Paula, pero intentó hablar con calma:
—Han llamado a varias personas del edificio, no soy el único.


—A mí no me han llamado.


—Porque tú no la conocías.


—Y tú sí.


—Así es.


—Saliste con ella, ¿verdad?


Pedro levantó las manos al cielo.


—Nos vimos dos veces, nada más —contestó, harto del tema.


Pero, evidentemente, Paula no pensaba dejarlo.


—Si no fuera nada importante, no tendrías que ir a la comisaría a medianoche.


Pedro empezaba a impacientarse. ¿Por qué no le contaba lo de la nota amenazadora?


Tal vez porque nada era sencillo cuando se trataba de las mujeres, sobre todo aquella mujer en particular. Y sospechaba que no iba a creerlo dijera lo que dijera.


—Querían preguntarme si yo sabía por qué se había quitado la vida.


—¿Y lo sabías?


—No.


—No me lo estás contando todo, ¿verdad?


—Mira, déjalo, estoy harto del asunto…


—Espera un momento. Marie dejó una nota antes de suicidarse…


—Buenas noches, Paula.


—¿Adónde vas?


—Me voy a dormir.


—¡Estamos teniendo una conversación!


—Esto no es una conversación, es un interrogatorio.


—Bueno, pues imagino que ya estarás acostumbrado a esas cosas.


—¿Cómo dices? —exclamó Pedro, atónito—. Pero bueno, ¿se puede saber qué te pasa? Hablas como…


—¿Como qué, como tu mujer?


—No, como si hubieras perdido la cabeza —replicó él.


Paula dio un paso atrás y, cuando levantó la mirada, Pedro vio que sus ojos se habían empañado.


—Bueno, a lo mejor he perdido la cabeza al pensar que el nuestro podría ser un matrimonio de verdad. Que tú y yo podríamos compartirlo todo…


—¿Como tú has compartido los problemas de tu familia conmigo, por ejemplo? —le espetó él, airado.


—Mira, déjalo, estoy cansada —murmuró Paula.


—Sí, yo también.


Paula se sentó al borde de la cama, sintiéndose como una tonta, como una cría de dos años que no quería compartir sus juguetes pero esperaba que los demás niños los compartiesen con ella.


¿Qué había pasado? Nunca en su vida había reaccionado de una manera tan poco sensata ni había tratado a nadie con tan poco respeto.


Pedro tenía razón: había perdido la cabeza.


Estaba locamente enamorada de él. ¿Por qué si no habría reaccionado así?


Al otro lado de la ventana, las luces de Nueva York iluminaban el oscuro cielo. Había querido que le contase la verdad, pero si era sincera consigo misma debía admitir que había querido que le confesase algo tan sucio, tan horrible, que tuviera que dejarlo.


Paula enterró la cara entre las manos. ¿Era eso lo que estaba haciendo, buscar una excusa para dejarlo antes de que la dejase Pedro?


Tenía que hablar con él, pensó. Si no lo hacía, aquella discusión quedaría entre ellos para siempre. Y su relación podría no durar un año siquiera.


Tomando el cepillo del pelo y unas braguitas blancas del cajón, Paula salió del dormitorio. Pedro estaba en el salón viendo un partido de béisbol y, colocando las braguitas en el mango del cepillo, las puso delante de su cara, moviéndolas como si fuera una bandera blanca.


Él miró por encima de su hombro.


—¿Es una forma de flirtear o una perversa manera de ofrecer una tregua?


—Lo que tú quieras —suspiró ella—. Perdona por lo de antes. Me he puesto un poco histérica, lo reconozco.


—Yo también lo siento.


—Nunca le había hablado a nadie de esa manera.


—Bueno, entonces me siento honrado de ser el primero —bromeó Pedro.


Paula se dejó caer a su lado en el sofá.


—Tenía nueve años cuando mi padre se marchó —empezó a decir—. Llevaba años advirtiéndonos que lo haría. Solía decir: «un día de éstos no me tendréis aquí para traer comida a casa» o «un día de éstos no estaré aquí para llevarte al colegio»… y un buen día desapareció. En realidad, fue un gran alivio, pero creo que eso ha hecho que desconfíe de los hombres. Aunque la verdad es que no me había dado cuenta hasta ahora —Paula se encogió de hombros—. Siempre he roto mis relaciones sentimentales antes de que se convirtieran en algo serio, ¿entiendes?


—Sí, creo que sí.


—¿Tú también has estado protegiéndote a ti mismo?


—Sí, pero por una razón muy diferente.


Paula no le preguntó. Era su momento de contar la verdad.


—No te conté lo de mi padre porque, si quieres que te sea sincera, aún no sé si puedo confiar en ti del todo.


Pedro tomó su mano para llevársela a los labios.


—Lo entiendo y lo respeto.


—Pero quiero confiar en ti… —Paula hizo una pausa porque estaba a punto de decir las palabras más importantes que le había dicho nunca a un hombre—. Quiero confiar en ti porque te quiero, Pedro.


Esperó que reaccionase, que la mirase con cara de susto o algo peor, pero no fue así. No pudo leer nada en su expresión y eso la asustó tanto que, cuando Pedro por fin abrió la boca, decidió interrumpirlo:
—No, por favor. No tienes que contestar nada. Sólo quería decirlo en voz alta.


Los ojos azules se oscurecieron, pero había algo muy tierno en su mirada.


—Muy bien. Lo dejaremos así.


—Gracias.


—Por el momento. Pero ahora es mi turno.


—De acuerdo —murmuró Paula.


—Salí dos veces con Marie Endicott. Era una chica agradable, divertida, pero no teníamos nada en común y después de la segunda cita decidimos que no habría una tercera. Me encontré con ella un par de veces en el ascensor, nos decíamos hola… y nada más. Luego leí en el periódico que se había suicidado y me quedé atónito, como todo el mundo —Pedro dejó escapar un suspiro—. Hace unas semanas recibí una nota en la que me pedían que ingresara un millón de dólares en una cuenta en las islas Caimán si no quería que revelasen secretos de mi pasado, pero como yo no tengo nada que ocultar no le presté ninguna atención y la tiré a la basura. Unos días después me llamó un policía para preguntarme por mi relación con ella y me dijo que otra persona del edificio había recibido una nota similar.


—¿Quién? —preguntó Paula.


—No lo sé, no quiso decírmelo. Pero la última vez que estuve en comisaría me enseñó esa nota y era muy parecida a la que yo había recibido.


—¿A quién se la enviarían? —murmuró ella, pensativa.


Tal vez Julia o Amanda sabrían algo porque vivían en el mismo edificio, pero no podía preguntarles.


—Una cosa más —dijo Pedro—. Cuando estaba en la comisaría, el capitán, que es amigo de mi familia, me comentó que estaban barajando la posibilidad de que la muerte de Marie no fuera un suicidio.


—¿Y eso es todo?


—Sí.


—¿No me escondes nada? —insistió ella mirándolo fijamente.


—No —contestó él, tirando de Paula para sentarla en sus rodillas.


—¿Esta ha sido nuestra primera pelea?


—Supongo que sí —respondió Pedro—. Y después de esa desagradable pelea, creo que deberíamos hacer las paces como es debido.


—¿Estás pensando lo mismo que yo? —rió Paula.


—Sí, pero no aquí —contestó él, empujándola suavemente para que se levantara y tirando de su mano.


—¿Adónde vamos?


—A empezar otra vez. Si no recuerdo mal, volvíamos de la fiesta muy felices, jugueteando en el ascensor.


—¿Y los vecinos? No podrán usarlo…


Las puertas metálicas se cerraron tras ellos y Pedro capturó su boca mientras con una mano pulsaba el botón de parada.


—Pero…


—Lo haremos rápido —dijo él, levantando su vestido.


—No demasiado rápido —le advirtió Paula.


—Lo suficiente para darte placer —murmuró Pedro, acariciándola entre las piernas hasta que Paula tuvo que agarrarse a la barandilla de metal.


—Sí, me temo que podría ser muy rápido —suspiró ella—. Oh, Pedro


Diez minutos después, el conserje había cancelado la llamada de emergencia para reparar el ascensor y los irritados residentes volvían a sus respectivos apartamentos.