miércoles, 1 de julio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 11




Pedro estaba viendo las noticias. Sabía que, después de la información política y social, mostrarían a los famosos llegando a la entrega de premios. Y cuando vio a Paula tomar la mano de Jace Sutton para salir del coche se quedó sin respiración.


¿Había esperado que pareciese un poco perdida sin él? ¿Que lo echase de menos? Al contrario, parecía muy segura de sí misma. Y cuando se volvió hacia la cámara para tirar un beso, fue él quien se sintió perdido.


Pedro apagó el televisor cuando sonó un golpecito en la puerta de la biblioteca.


—¿Sí?


Era su ama de llaves.


—Siento molestarlo, señor Alfonso, pero hay un policía en la puerta buscando a la señora Alfonso.



***


La entrega de premios era interminable, pero al menos nadie había comentado nada sobre la ausencia de Pedro. En el egocéntrico mundo de la televisión, Jace Sutton, lleno de cotilleos y secretos sobre la industria, resultaba mucho más entretenido.


La cena, los discursos, los premios, todo era como una nebulosa para Paula. Cuando el hombre que le había dado su primera oportunidad por fin leyó la lista de nominados en su categoría, personalidad televisiva del año, y luego abrió el sobre y sonrió al leer el nombre, Paula tardó un momento en darse cuenta de que había dicho Paula Chaves.


Era ella.


Y tendría que subir al escenario para darle las gracias a todo aquél que la hubiese ayudado a tener éxito. No sabía cómo, pero consiguió llegar y se volvió hacia la audiencia, mirando el trofeo y controlando las lágrimas.


—Este premio lleva mi nombre, pero en realidad no es mío. Es de todos los que hacen de El desayuno con Paula la clase de programa que la gente quiere ver cada día. Susan, que hace maravillas con el maquillaje. No, en serio, llevo maquillaje —el público soltó una carcajada—. Es injusto elegir unos nombres y olvidar otros, pero fíjense en ellos mañana cuando aparezcan los títulos de crédito. Todos esos nombres deberían estar grabados en este premio porque es tan suyo como mío. Y de sus parejas, a las que despiertan a las cuatro de la mañana para llegar a tiempo al estudio…


—¡Qué suerte tiene Pedro Alfonso! —gritó alguien del público.


Pedro, de pie en la entrada de la sala, la vio sonreír.


—Afortunada Paula Chaves—dijo ella entonces.


Por un momento pensó que lo había visto, pero enseguida se dio cuenta de que Paula no veía a nadie. Y seguramente no estaba hablando de corazón, sino haciendo un discurso preparado.


—Oh, Paula… ¿Qué te he hecho? —murmuró.


—Algunos de vosotros sabéis que ésta será mi última semana en el programa —entre el público hubo un murmullo de sorpresa—. Es hora de seguir adelante con mi vida, pero quiero daros las gracias a todos por apoyarme durante estos años. Por favor, sed buenos con la persona que ocupe mi puesto.


Paula, incapaz de decir una palabra más, sencillamente levantó el premio para agradecer los aplausos. Delante de ella había un mar de caras, pero sólo una habría hecho aquel momento memorable.


Y como si esa necesidad, tan poderosa, lo hubiera conjurado, vio a Pedro cerca de la puerta. La única persona en la sala que no estaba sonriendo. Ni aplaudiendo.


Paula bajó los escalones del escenario y, sin hacer caso de las manos que se tendían hacia ella, fue directamente hacia su marido. No era una ilusión, no era producto de su imaginación, estaba allí, real, sólido. Pero tenía el pelo y el cuello del abrigo mojados por la lluvia… y entonces se dio cuenta de que no había ido allí para ser testigo de su gran momento. Había ido por otra razón.


—¿Qué pasa, Pedro?


—No, aquí no —contestó él, tomando su mano.


A Paula se le encogió el estómago. Fuera lo que fuera no podía ser bueno. Pedro la llevó hasta el vestíbulo, pasando delante de los fotógrafos, a los que pillaron con las lentes tapadas. El portero estaba esperando al lado del coche para abrirles la puerta.


—¿Qué pasa? —volvió a preguntar Paula una vez dentro.


—La policía ha ido a buscarte a casa.


—¿Qué?


—Bueno, en realidad están buscando a Paula Porter. Han ido a tu piso y un vecino les dijo quién eras y que seguramente estarías en casa conmigo.


—Lo siento…


—No, soy yo quien lamenta haberte estropeado la noche.


Estaba mirándola como si supiera, pensó Paula. Entonces se dio cuenta de que no estaba disculpándose por no haber ido con ella al evento, sino por sacarla de allí.


—¿Han robado en mi apartamento?


—No.


—¿Entonces? Nadie sabe que vivo allí.


Sólo Simone y Clara. Pensó entonces en el diario perdido de Simone. Pero no había anotado la dirección de su apartamento en ese diario…


Daniela.


Paula se puso pálida.


—¿Qué ha pasado?


—No me han dado detalles. Sólo me han dicho que una persona a la que habían ingresado en Urgencias esta tarde llevaba una carta con tu nombre y tu dirección.


—¿En el hospital? Pero ella… —Paula movió los labios, pero ningún sonido salió de su garganta—. ¿Está inconsciente?


—Aparentemente se desmayó en plena calle. No me han dicho nada más.


Paula se aclaró la garganta.


—Siento que hayan ido a tu casa. Yo no quería que…


—Me molestasen —Pedro terminó la frase por ella.


—Lo siento, de verdad.


—Yo también, Paula, yo también.


No había dicho si esa persona era un hombre o una mujer, pero ella lo había sabido inmediatamente. De modo que era cierto, tenía una hija.


Esperó que se lo contara, que confiase en él, pero cuando llegaron al hospital se dio cuenta de que estaba demasiado asustada.


—Nosotros cuidaremos de ella, Paula, no te preocupes.


Por un momento le pareció ver algo en sus ojos, algo que le dio esperanzas, pero enseguida apartó la mirada.


—No hay un «nosotros», Pedro. Pero gracias por ir a buscarme —murmuró Paula, abriendo la puerta del coche—. Yo me encargo de todo a partir de ahora.


—Puede que no quieras vivir conmigo, pero sigo siendo tu marido —Pedro hacía lo imposible por disimular la angustia que le producía que lo dejase fuera—. Sigo siendo tu amigo.


—Tú y yo nunca hemos sido amigos.


Y, después de decir eso, Paula bajó del coche y corrió hacia la entrada de Urgencias, levantando la cola del vestido.


Pedro se quedó inmóvil, clavado al asiento. Sabiendo que debería ir con ella, que iba a necesitarlo dijera lo que dijera.


«Nunca hemos sido amigos».


¿Era ésa la verdad?


Pedro había deseado su cuerpo. Había querido el calor que llevaba a su vida pero, aparte de esa sensación de seguridad que ya no necesitaba, ¿qué le había dado él a cambio?


«Nunca hemos sido amigos».


Esas palabras se repetían en su mente una y otra vez y, como el ácido, se comían las capas de piel dura que habían ido creciendo con los años para protegerlo de todo. Sabía que Paula no sólo había querido seguridad económica. 


Había algo más, una profunda dimensión psicológica, una necesidad que trascendía la comodidad física; era una seguridad que había buscado en él y él no había sabido darle. Porque, a pesar de todo su dinero, en cuestiones emocionales era un cero a la izquierda.


¿Cómo se llenaba un pozo seco?


¿Dónde buscaba uno lo que no se podía comprar?


El dilema de mil cuentos de hadas. ¿Qué podía dar él a cambio del corazón de Paula Chaves?


En ese momento sonó su móvil ofreciéndole si no una respuesta, sí al menos una segunda oportunidad.



* * *


Paula no prestaba atención a las miradas curiosas de la gente mientras la enfermera la llevaba a una de las salas de Urgencias. En la camilla había una chica delgadísima y muy pálida, con unos vaqueros viejos y unas zapatillas negras llenas de barro.


—¿Daniela? —murmuró, intentando disimular el horror que le producía verla en ese estado.


La chica no respondió cuando apretó su mano, negándose a mirarla. Tenía diecinueve años, casi veinte, pero parecía mucho más joven, tan delgada, tan patética…


Había imaginado a Daniela durante todos esos años como una versión adulta de la niña a la que recordaba: rubia, sonriente, feliz. Una jovencita con una familia, alguien querido, no aquella triste criatura…


—¿Está herida? —le preguntó a la enfermera.


—El médico no ha encontrado nada, ni heridas ni magulladuras de ningún tipo.


—¿Es anoréxica?


—Está embarazada, señorita Chaves.


—¡Embarazada!


—Se ha desmayado. Ocurre a veces, aunque seguramente no habría pasado si comiera regularmente y llevase un tratamiento médico adecuado. Pero pensé que la conocía…


—Sí, la conozco.


Al menos, creía conocerla. Pero no había ninguna conexión, ni el lazo emocional que había anticipado al ver a Daniela. Pero, ¿por qué iba a haberlo?


—Hacía tiempo que no la veía —añadió—. ¿Van a dejarla ingresada?


—Esto es un hospital, no un hotel.


Paula miró a la mujer, sorprendida por el tono.


—Pero tiene que comer algo…


—Esto no es un restaurante.


—No, claro. Lo siento, sé que estará usted muy ocupada. No se preocupe, llamaré a un coche para que venga a buscarnos —Paula miró a Daniela, pero no había ninguna reacción, ni alegría, ni rechazo, nada.


—Parece que es tu día de suerte, chica —dijo la curtida enfermera—. Te guste o no, necesito esta camilla para alguien que esté enfermo de verdad.


Daniela saltó de la camilla, tomó su cazadora y se dirigió a la puerta sin decir una palabra.


La enfermera levantó una ceja y Paula se encogió de hombros. Luego, percatándose de que estaba a punto de perder a su hermana otra vez, corrió tras ella.


—Espera… ¡Daniela, espera, por favor!


—Yo no les pedí que te llamasen —contestó su hermana.


—Lo sé, lo sé. Pero estoy aquí. Espera, tengo que llamar a un taxi… —Daniela por fin se detuvo, pero seguía sin mirarla—. Siéntate un momento. O ve a sacar una taza de chocolate de la máquina. Al menos te calentará un poco.


—No tengo dinero.


—Toma —oyó una voz masculina.


Paula se volvió. Pedro estaba tras ella, ofreciéndole unos billetes.


—Te has dejado el bolso en la entrega de premios. Jace fue a casa a dejarlo y Miranda acaba de llamar para decírmelo. Sabía que te harían falta las llaves.


—Pues… sí, gracias.


Pedro se volvió para mirar a Daniela.


—Creo que nos conocemos.


Sin molestarse en contestar, la joven se dirigió hacia la puerta.


—¿De qué la conoces? —preguntó Paula.


—La vi el otro día en la puerta de tu casa. Fue ella quien activó la alarma de tu coche.


Tan cerca. Habían estado tan cerca…


—Pero dijiste que tenía el pelo verde.


—Eso fue hace cuatro días. El azul de ayer le quedaba mejor. Hacía juego con sus ojos.


—¿Cómo?


—Nada, déjalo. ¿No deberíamos ir tras ella?






MI ERROR: CAPITULO 10




Había estado a punto de meter la pata. A punto de caer en una emboscada con una palabra cuyo significado desconocía.


Tras el rechazo inicial de Paula, Pedro había intentado que la conversación fuera más o menos mundana. Ni siquiera sabía por qué seguía allí cuando entendía perfectamente por qué Paula lo había dejado. Después de todo, había estado esperando ese momento desde el día que acortó su luna de miel, al darse cuenta de que aquel matrimonio no iba a ser lo que ellos pretendían. Pero algunos errores eran irreparables.


Paula había hecho bien dejándolo.


Pero él no podía hacerlo. Recuperarla no iba a ser fácil, lo sabía. La conocía bien y habría hecho falta algo más que un enfado para que rompiese un matrimonio que, por propia admisión, le había dado todo lo que ella quería.


No deberían haberse casado. Pero Pedro sólo podía pensar en eso y ella se lo había puesto tan fácil…


—¿Casarnos? Solo me casaría contigo por seguridad. Eres tan rico que no tendría que volver a preocuparme por el dinero durante el resto de mi vida. Nunca tendría que preocuparme por si la cadena renueva mi contrato o no…


—¿Y por qué no? —le había preguntado él—. Si quieres, puedo comprar la cadena de televisión para ti.


—¿Y el amor,Pedro?


—Somos adultos, Paula. El amor es para los adolescentes.


—Entonces ¿por qué vamos a casarnos?


—Porque… resulta conveniente de cara a Hacienda.


Había sido tan fácil… Tan fácil…


Debería haber sabido que nada realmente bueno se conseguía sin esfuerzo. Y a él se le daban tan mal las cosas del corazón…


Para Paula, sin embargo, era como una segunda naturaleza.


Ella podía emocionar a la gente con una mirada. Lo hacía con un país entero todos los días. Pedro se había interesado en ella por curiosidad, sin sospechar el peligro.


Convencido de que era inmune.


Obsesionado por ella, por el deseo de tenerla, se había comportado como el tiburón de las finanzas que era, aprovechándose de su vulnerabilidad, de su inseguridad, en lugar de indagar sobre la causa de esos miedos.


Y, durante una semana, había sido el hombre más feliz del mundo. Una felicidad que se había roto cuando, después de hacer el amor, ella había empezado a hablar de un futuro en el que Pedro no había pensado nunca. Creando la imagen de una familia feliz que él no sabía que existiera.


Debería haberle dicho la verdad entonces. Debería haberle dado la posibilidad de marcharse. Pero entonces no había querido arriesgarse a perderla. Como no podía hacerlo ahora. Pero, incapaz de mostrar emoción, no había sido capaz de evitar que lo dejase.


Ahora tendría que usar lo que sabía, las técnicas que había aprendido en los consejos de administración para salvar su matrimonio. No era tan diferente a planear una fusión comercial, aunque fuera una fusión hostil.


El primer requerimiento era información. Tenía que saber qué estaba pensando, qué quería, qué buscaba.


¿Por qué se había sentido él tan amenazado por ese viaje al Himalaya? ¿Por qué, desde la primera vez que ella lo había mencionado, se había comportado como un marido Victoriano, exigiendo obediencia de su mujer?


Se había dado cuenta demasiado tarde de que debería haber ido con ella y ahora lo único que podía hacer era estar allí, demostrarle que lo necesitaba, lo supiera ella o no.


Decorando, por ejemplo. ¿Qué sabía Paula sobre decoración?


Sin embargo, cuando le ofreció su ayuda ella pareció aceptarla casi por compasión, para hacerle un favor.


Otro error por su parte. Había esperado que agradeciese su ayuda…


Los directores de una empresa tenían que ser cortejados, tenía que ganárselos para que comprasen lo que él ofrecía. 


Y él nunca había cortejado a Paula. Lo que había ocurrido entre ellos había sido un incendio instantáneo.


Ahora tenía que volver al principio, hacer lo que debería haber hecho antes: ser paciente, cortejarla, pronunciar una palabra que parecía haber sido borrada de su diccionario personal. Una palabra que no estaba seguro de entender. Pero si el dolor que sentía, si el vacío que había en su vida tenía una palabra, sólo podía ponerla Paula.


Era más fácil decirlo que hacerlo, claro. Había tenido que hacer un esfuerzo para no tocarla, para no detener sus protestas con un beso mientras la acariciaba, viendo cómo sus ojos se oscurecían hasta que lo único que hubiera en su mente fuese él, enterrado en ella como tantas otras veces.


Pero no esa vez.


Paciencia.


Después de lo que le pareció un año pero seguramente no serían más que unos segundos, Paula apartó la mirada y dio un paso atrás. Pero antes de que pudiera decir lo que estaba pensando, que debería irse,Pedro le preguntó:
—¿Sabes cómo poner el suelo?


—¿El suelo? Supongo que habrá que fregarlo antes, lijarlo, poner una capa de barniz…


—Siempre se te han dado bien los preparativos.


La gente pensaba que en el programa se lo daban todo hecho, pero él sabía que no era así. Él sabía cuántas horas dedicaba a su trabajo, estudiando a la gente a la que iba a
entrevistar, los temas que iban a cubrir…


—La mujer de la tienda me ha dado un folleto de instrucciones en el que explican cómo hacerlo.


—Muy bien. Entonces, será mejor que me marche.


—Gracias por venir, Pedro. Mi manicura te estará eternamente agradecida.


—Si necesitas algo…


—Me las arreglaré.


—Ya lo veo. ¿No tienes una entrega de premios el martes?


—Sí —Paula hizo una mueca—. ¿Te has acordado?


—Está en mi agenda —contestó Pedro—. Le he dicho a Miranda que irías a buscar algún vestido. ¿O te has comprado algo nuevo?


—Ya había pensado en uno viejo —sonrió Paula—. Iré a buscarlo el lunes por la tarde, si no hay inconveniente.


—Miranda estará en casa, supongo. Si no, tú tienes tu llave. ¿Vas a ir con alguien a la entrega de premios?


—Jace se ha ofrecido a acompañarme…


Pedro asintió con la cabeza.


—Paul está libre el martes si quieres ir en el coche…


—No —dijo ella—. Gracias.


Tan formal. Tan distante. Tanto que, unos segundos después, estaba frente a la furgoneta que le había dejado el jefe del almacén.


Pedro miró el descapotable de Paula. Era una declaración de independencia.


Había pensado volver al día siguiente para ofrecerle su ayuda de nuevo. Pero quizá debiera esperar a que ella lo llamase.


Cuando iba a subir a la furgoneta vio que una chica delgadísima, con el pelo rubio manchado de verde y ropa que un comedor de caridad no aceptaría, estaba mirando el descapotable. Sin duda representaba todo lo que ella no podía tener y se preguntó si estaría pensando robarlo o vengarse en la inmaculada carrocería.


—¿Qué miras? —le gritó la chica.


—El coche de mi mujer.


Pedro se dio cuenta de lo posesivo que había sonado eso. 


Paula no era suya. No le pertenecía.


Estaba transfiriendo sus sentimientos protectores hacia el coche.


—Si estás pensando en robarlo, te aconsejo que no lo hagas.


La chica lo miró, desafiante, antes de poner una mano en la puerta para hacer que saltase la alarma. Y luego salió corriendo.


Paula se asomó a la ventana y dijo algo, pero Pedro no podía oírla. Le indicó por señas que le tirase las llaves para desconectar la alarma y cuando ella bajó, Pedro ya lo había hecho.


—Espero que esto no pase cada vez que alguien se acerque al coche.


—No. Una chica de pelo verde quería gastarte una broma —contestó él, devolviéndole las llaves—. Cuídate, Paula.


Estuvo dando vueltas un rato, con la esperanza de ver a la chica del pelo verde. Había algo en aquella absurda escena que parecía… deliberado. Y no se lo creía, como no creía en el supuesto documental de Paula.


El nerviosismo de Paula cuando lo había visto mirando el ordenador, cómo prácticamente había saltado cuando llegó un correo… Todo sugería algo completamente diferente.


Algo que podría explicarlo todo. Que podría darle cierta esperanza.


Paula estaba mirando la página de una agencia de adopciones. Si había tenido un hijo cuando era una adolescente y lo había dado en adopción, el niño o niña podría estar en edad de buscar a su madre biológica.


¿Sería eso? ¿Estaría esperando la llamada del hijo que había entregado a otra familia? Entonces recordó esas llamadas…


¿La habrían echado sus padres de casa por quedarse embarazada siendo tan joven? Eso explicaría que nunca le hubiese hablado de ellos.


Y explicaría mucho más.


Pero sus razones para casarse con él no eran lo más importante en aquel momento. Lo realmente doloroso era que Paula hubiera pensado que también él la despreciaría al saber la verdad, que no hubiera confiado en él lo suficiente como para hablarle de su secreto, de su tragedia.



****


Las entregas de premios no eran una experiencia nueva para Paula. La habían nominado antes, pero llegar sola y recorrer la alfombra roja rodeada de cámaras sin tener a Pedro a su lado sí era una experiencia nueva y muy… solitaria. 


Una que la presencia de su representante no podía mitigar.


Afortunadamente, llevaba un vestido fantástico. De seda de color crema y escote palabra de honor, con un chal de encaje que caía hasta el suelo; provocó murmullos de admiración en la gente que esperaba detrás de las vallas para ver a los famosos.


En el cuello llevaba una gargantilla de perlas engarzadas en oro y diamantes que Pedro le había regalado por su cumpleaños el año anterior. Era una joya increíblemente moderna y eterna a la vez, como el vestido.


Había olvidado recoger las joyas de la mansión de Belgravia, pero Pedro había enviado a su chófer el lunes por la noche con el contenido de la caja fuerte. Evidentemente, esperaba que se las quedase, pero Paula decidió elegir lo que necesitaba para la entrega de premios y envió el resto de vuelta… por cuestiones de seguridad, le había dicho a Paul.


Pero ni el vestido ni las joyas eran suficientes como para que se sintiera en su elemento.


Delante de las cámaras se encontraba cómoda. Pero en público, delante de gente de verdad, siempre esperaba que alguien gritase: «¡Farsante!».


Sin la protectora mano de Pedro en su cintura, Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no salir corriendo, obligándose a sí misma a sonreír, a saludar a los conocidos, a contestar a las preguntas de los fotógrafos…


Incluso consiguió tirar un beso a la cámara de su propia cadena.


Se decía a sí misma que Daniela podría estar viendo el programa.


Pedro no lo vería, seguro. Además de las noticias económicas o políticas, no tenía interés alguno en la televisión.


Pero le había enviado un ramo de rosas con una nota en la que sencillamente firmaba con su nombre.
No «con amor», ni «pensando en ti». No era su estilo. Pero era su firma, de modo que había debido de ir personalmente a la floristería.


Pedro le había enviado rosas después de su primera noche juntos, cuando habían hecho el amor como si el mundo estuviera a punto de terminarse. No era un gesto romántico, sino el gesto de un hombre que quería algo y se tomaba alguna molestia para conseguirlo. Pedro sabía cómo hacer que una rendición fuera un triunfo.


Y, al final, siempre lo conseguía. Paula había vuelto corriendo a casa el lunes, no para comprobar si tenía algún mensaje de Daniela, sino esperando que Pedro fuera por allí con el correo. Y fue una desilusión ver a Paul con las joyas.


 Tanto como que Daniela no se hubiera puesto en contacto con ella.





MI ERROR: CAPITULO 9






El correo que había estado esperando llegó al día siguiente: Daniela Porter, registrada en la agencia, había sido informada de que un miembro de su familia estaba buscándola. Si quería enviar una carta, ellos se la harían llegar…


Paula, nerviosa, escribió una docena de cartas. Largas, cortas, de todos los tamaños. Por fin, llamó a un mensajero y envió una que contenía los detalles más básicos. Sin disculpas, pidiéndole que le escribiera o la llamase. Dando su dirección, su número de teléfono y el de su móvil. Pero antes de guardarla en el sobre, incluyó una fotografía de las que se había hecho mientras estaba de compras.


Y, como la espera era insoportable y tenía que hacer algo, se dedicó a quitar el papel pintado del salón.


Cuando llegó el fin de semana no estaba quitando el papel pintado de las paredes, estaba subiéndose por ellas. 


Encaramada a una escalera, estaba pintando la escayola que decoraba los altos techos cuando sonó el teléfono.


Había esperado una respuesta inmediata de Daniela, pero después de bajar corriendo cada vez que sonaba el teléfono se obligó a sí misma a tranquilizarse. Subir y bajar de una escalera a esa velocidad era un peligro.


Seguramente sería alguien de la prensa que, por fin, la había localizado, se dijo.


Por el momento, la cadena no había hecho público que no iba a renovar su contrato. Que, en dos semanas, a menos que pudieran convencerla para que se quedara, habría un nuevo rostro por las mañanas. Y las revistas de cotilleos, totalmente obsesionadas con su nueva imagen, no parecían haberse enterado aún de que había roto con su marido, que la sonrisa no era verdadera, que el maquillador había tenido que aplicarse para disimular sus ojeras y que la máscara de pestañas tenía que ser resistente al agua.


Pero eso no podía durar y, cuando todo se supiera, el teléfono sería su enemigo.


Debería haberle dado a Daniela sólo el número de su móvil.


 O haber comprado otro cuyo número sólo supiera ella. 


Demasiado tarde…


El contestador saltó. Solía tener el mensaje pregrabado de la compañía telefónica, pero cuando descubrió que Daniela estaba buscándola había grabado un mensaje con su propia voz. Un error porque, si era algún periodista, descubriría que ya no vivía en Belgravia.


Quien fuera colgó sin decir nada y Paula metió la brocha en el bote. Tenía las manos llenas de pintura. Más trabajo para la manicura, pensó.


Pero el teléfono volvió a sonar y, sin poder contenerse, soltó la brocha y bajó de un salto.


—¿Sí?


De nuevo, quien fuera colgó.


Paula se pasó una mano por el brazo porque se le había puesto la piel de gallina. Pero era lógico, estaba trabajando con las ventanas abiertas en pleno mes de noviembre. Lo que necesitaba era un buen chocolate caliente.


Estaba poniendo agua a calentar cuando el teléfono sonó por tercera vez.


—¡Por favor, no cuelgues! —gritó mientras levantaba el auricular.


—¿Paula?


Pedro.


—Ah,Pedro. Eres tú.


—No soy quien esperabas, evidentemente.


—No… sí —Paula sacudió la cabeza, un gesto inútil ya que él no podía verla.


Debería haber imaginado que iba a llamar.


Pedro había ido al apartamento antes, pero Paula había visto su BMW aparcado en la puerta y había decidido no abrir.


Aquello era suficientemente difícil sin los constantes recordatorios de lo que se estaba perdiendo. No sólo el olor a Pedro, que no parecía capaz de erradicar, sino cómo se aflojaba la corbata, cómo se desabrochaba el primer botón de la camisa sin darse cuenta de lo que hacía. Y ver cómo un mechón rebelde caía sobre su frente le recordaba su pelo mojado en la ducha…


—¿Sigues ahí?


—Sí, perdona. Es que estaba esperando otra llamada…


—¿Qué te pasa? Parece como si hubieras corrido una maratón.


—Ojalá, pero no es eso —suspiró Paula—. ¿Qué querías, Pedro?


—No es nada importante, no quiero interrumpirte. Si no te importa abrir el portal cuando tengas un momento…


—¿Abrir el portal? ¿Dónde estás?


—Delante de tu casa.


Paula se acercó a la ventana, pero no vio el BMW aparcado en la puerta, detrás de su llamante descapotable. Sólo una furgoneta.


Seguramente habría aparcado en otro sitio para que no viera su coche. Qué listo.


—Estoy muy ocupada, Pedro. ¿No puedes dejar las cartas en el buzón?


—Lo que traigo no cabe en el buzón.


Y era por eso por lo que había vuelto, por nada más. Como no podía poner ninguna excusa, Paula pulsó el botón del portero automático.


—¡Puedes dejarlo en el portal! —le gritó desde arriba.


—Es que tengo otra carga.


¿Otra carga? ¿Otra carga de qué?, se preguntó mientras lo oía subir los escalones de dos en dos.


Pedro tenía ropa para los fines de semana; ropa informal, pero del mejor algodón, del mejor cachemir. Trabajaba los fines de semana, pero no se sentía en la obligación de ponerse un traje de chaqueta.


Sin embargo, lo que llevaba aquel día no lo había visto nunca: unos vaqueros gastados y, bajo una cazadora de cuero, una camiseta que una vez había sido negra con el logo de una banda de rock de los ochenta.


Paula miró la caja que había dejado en el suelo. No contenía correo ni ropa, sino brochas y botes de pintura.


—¿Se puede saber qué estás haciendo?


—Tardaremos la mitad del tiempo en pintar el techo si lo hacemos entre los dos —contestó él—. He traído mi propia escalera.


Antes de que ella pudiera replicar bajó al portal y volvió con una escalera que colocó al otro lado del salón.


—No —dijo Paula cuando recuperó el habla—. No hagas eso.


Aquello era demasiado extraño. Pedro no hacía esas cosas. Si había que arreglar algo, Miranda llamaba a un profesional de confianza.


—¿Por qué?


—¿No tienes nada más importante que hacer? ¿Comprar una empresa, cargarte otra?


—Sí, pero puedo tomarme un par de horas libres para echarte un mano —contestó Pedro, sin dejar de sonreír.


—No —repitió Paula.


No quería que fuera a su casa, no quería que tomase el control de su vida. Aquello era como lo del coche. La trataba como si no supiera lo que estaba haciendo.


—Si tienes un par de horas libres, a la paz mundial le vendría bien un poco de atención. ¿Y cómo sabías que estaba pintando?


—Te he visto desde abajo subida en la escalera.


—Pero podría estar… no sé, esperando a los pintores.


—Alfonso y Chaves. Ningún encargo es demasiado pequeño —bromeó Pedro.


Que fácil sería dejarlo estar. Callarse y dejar que se pusiera a pintar con ella, como un equipo. Eso era, después de todo, lo que siempre había querido.


—Si quieres dedicarte a la decoración de interiores tendrás que buscarte otro socio, lo siento.


Pedro, que se apoyaba en la rapidez y la determinación, habilidades que siempre le habían servido en el pasado, por fin se detuvo para escucharla.


—Lo dices en serio, ¿verdad?


—Sí.


—¿No quieres mi ayuda?


—No quiero la ayuda de nadie. Quiero… necesito hacer esto yo sola.


Él entendió que no estaba rechazándolo, sólo quería hacerlo sola. Para demostrar algo.


Y fue una revelación.


—Lo lamentarás —le advirtió. También lo lamentaba él, pero había algo en la nueva determinación de Paula, en su nueva independencia, que lo hacía sentirse orgulloso de ella—. Este salón es muy bonito. Tiene unas proporciones estupendas.


—Lo será cuando esté terminado. Cuando ponga el suelo nuevo.


Pedro miró la vieja moqueta.


—Habrá que quitar esto.


—Está en mi lista.


—¿Quieres que deje aquí las herramientas?


Paula vio algo en los ojos grises de su marido. ¿Necesitaba que le dijera que sí? ¿Sería eso posible?


No podía estar segura. Sin embargo, lamentó haberle dicho que no. Que él la necesitase era lo que siempre había deseado.


Pero había dejado claro que, si se quedaba, sería en sus propios términos, no porque no pudiera hacerlo sola.


—Por otro lado, sospecho que va a ser un trabajo tedioso y aburrido. Arrancar la moqueta y limpiar el suelo que hay debajo…


—Pintar techos es aburrido también —sonrió Pedro—. Pero podemos cambiar cuando te apetezca.


El teléfono sonó tres veces más mientras estaban trabajando.


La primera vez, Pedro levantó la mirada pero no dijo nada. Y quien fuera colgó sin dejar un mensaje.


La segunda vez preguntó:
—¿Quieres que conteste?


—No, gracias.


De nuevo, la persona que llamaba colgó después de escuchar el mensaje.


La tercera vez ninguno de los dos hizo caso.


Cuando terminó, Paula bajó de la escalera. Le dolían tantos los dedos que no podía moverlos. Él no dijo una palabra, sencillamente le quitó la brocha y la puso bajo el grifo. Paula no protestó, ya que la alternativa era estar a su lado en la cocina. Y fue entonces cuando el teléfono sonó por cuarta vez.


—¿Te pasa a menudo eso de que llamen y cuelguen?


—Llamaré a la compañía telefónica. Debe de ser algún pesado.


—Y debe de gustarle tu voz, porque no cuelga hasta después de haber oído el mensaje.


—¿Qué estás diciendo?


—Nada. Sólo que deberías cambiar de número.


—No puedo… —empezó a decir Paula—. Es un problema tener que dar un nuevo número de teléfono a todo el mundo.


—Mientras dejen de molestarte… ¿sabe alguien que vives sola aquí?


Paula se encogió de hombros.


—Mi representante, tú…


Daniela…


¿Podría ser Daniela llamando para oír su voz?, se preguntó. 


Quizá intentara encontrar valor para hablar con ella…


—He estado esperando leer algo sobre nosotros en alguna revista.


—Sí, bueno, mi nueva imagen los ha distraído por el momento.


Eso y el hecho de que su separación hubiera sido tan fácil. 


No había habido dramas, ni lágrimas. Ningún triángulo sórdido, nada que llamase la atención sobre lo que había pasado.


Era como si la idea de que dejase a Pedro fuera tan increíble que el mundo debía de ver lo que estaba pasado, pero se negaba a creerlo.


—No te preocupes, ya hablarán de nosotros —suspiró—. Pero, con un poco de suerte, la otra noticia te ahorrará muchos quebraderos de cabeza.


—¿Qué otra noticia?


—Que dejo la cadena.


—¿Qué?


—Bienvenido al club —sonrió Paula—. Llevo varios días oyendo ese «¿qué?» en todas partes. Pero, por el momento los miembros del club son pocos: el director de la cadena, el productor el programa, mi representante… Cuando salte la noticia, los paparazzi se volverán locos.


—Y la hora del desayuno no volverá a ser la misma —dijo él—. ¿Ya han encontrado a alguien que ocupe tu puesto?


—Por el momento se niegan a creer que me voy. Creen que quiero más dinero.


—¿Y te lo han ofrecido?


—Tengo la impresión de que podría pedir lo que quisiera —sonrió Paula—. Lo cual es ridículo. Nadie es indispensable.


—¿Tú crees? —sonrió Pedro—. ¿Y qué vas a hacer ahora, irte a otra cadena?


—No, voy a tomarme un descanso. Aunque no me faltan ofertas —contestó Paula. También ella tenía su orgullo—. Incluyendo un adelanto de seis cifras para escribir mi biografía.


No la escribiría ella, sino un «negro», le había asegurado Jace Sutton, su representante, creyendo que su horrorizada expresión era porque había pensado que tendría que tomar papel y pluma ella misma.


—Ese dinero te vendría bien a la hora de la jubilación —bromeó su marido.


—No me hará falta. Y no te preocupes, no tengo la menor intención de sacar mis trapos sucios en público.


—¿Qué trapos sucios tienes tú?


—Ninguno —contestó ella rápidamente—. Sólo era una expresión.


—¿Y el proyecto en el que estabas trabajando?


—¿Qué proyecto?


—El de las adopciones —contestó Pedro, mirándola con una expresión que la hizo temblar.


¿Cómo lo sabía?


—Ah, ése…


—El otro día estabas mirando una página sobre adopciones en Internet.


—Sí, es verdad —Paula se aclaró la garganta—. Pero por ahora sólo es una idea.


En realidad, no tan mala idea, pensó, recordando las historias que había leído. Las alegres reuniones, los corazones rotos ante un segundo rechazo… A lo mejor podía hacer algo que ayudase a gente como ella, como Daniela.


Percatándose de que Pedro estaba esperando, siguió:
—Quizá debería poner como condición para quedarme que me dejasen producir un documental. Eso sí que pondría a prueba la resolución de la cadena.


Pedro arrugó el ceño.


—Lo dirás en broma.


—Sí, bueno, claro…


—A menos que sean tontos de remate, darían saltos de alegría ante una propuesta así.


¿Pedro pensaba eso? ¿De verdad?


—Pero ¿para qué vas a molestarte? —siguió él.


No, evidentemente no lo pensaba.


—Si es algo que te apasiona de verdad, deberías crear tu propia productora.


—¿Mi propia productora?


—Es el paso más lógico. Podrías hacer lo que quieras sin tener que obedecer al director de una cadena. Si estás interesada, seguro que Jace sabe cómo encontrar financiación.


—No.


Ella no era una ejecutiva con tres títulos en la universidad de Oxford.


—Hacer programas de televisión es muy caro —insistió Pedro, malinterpretando su respuesta.


—Ya lo sé. ¿Y quién arriesgaría su dinero conmigo?


—La gente confía en ti, Paula. El público te adora y yo…


Pedro no terminó la frase. En un segundo, la atmósfera de sana camaradería se había vuelto tan asfixiante como si alguien hubiese abierto la puerta de un horno.


—¿Tú… qué?


—Debería irme.