lunes, 23 de octubre de 2017

NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 20





La luz del amanecer que se coló por la ventana fue lo que despertó a Paula. Abrió los ojos despacio, se quedó mirando el techo y trató de reconocer dónde estaba.


Estaba en su casa, en su dormitorio. Pero por alguna razón todo se sentía y parecía muy diferente a como siempre había sido. Era como si no reconociera su propia habitación.


Parpadeó y se estiró. Su brazo y pierna derecha dieron contra la calidez de un fuerte cuerpo masculino que reposaba tranquilamente a su lado. Entonces recordó todo y se percató de que no era el dormitorio lo que era diferente, sino que ella misma había cambiado. Lo que había ocurrido la noche anterior y el haberse dado cuenta de sus sentimientos hacia Pedro implicaba que jamás volvería a ser la misma.


Pedro… —dijo para saborear su nombre en la lengua.


Él dormía plácidamente junto a ella. No tuvo que darse la vuelta para mirarlo ya que su mente estaba todavía llena de imágenes de la noche anterior, imágenes que tenía que absorber antes de que la presencia de aquel hombre la agobiara.


Se quedó allí tumbada durante un rato y analizó las horas que había pasado disfrutando de aquella pasión. Había perdido la cuenta de todas las veces que Pedro se había acercado a ella y de en cuántas ocasiones habían llegado juntos al orgasmo. Sólo sabía que la noche había pasado como en una nube de placer y que estaba empezando aquel nuevo día con una sonrisa.


Pero había una cosa que la entristecía: el hecho de que él jamás le diría que la amaba. Aunque lo que sí le había dicho era que la deseaba… que la necesitaba. Y se lo había dejado claro al demostrarle la fuerza de su pasión y el hambre que sentía de su cuerpo. Por el momento tenía que conformarse con aquello, ya que era todo lo que iba a obtener.


Con la sonrisa que los recuerdos de la noche anterior habían grabado en su cara, se dio la vuelta en la cálida cama.


—¿Pedro?! —gritó, horrorizada. 


Se le borró la sonrisa de los labios.


Él estaba tumbado boca abajo y tenía la cara hundida en la almohada. El edredón se le había bajado y sólo le cubría hasta la cintura, por lo que tenía expuesta toda la espalda. 


Lo que había impresionado a Paula había sido ver las cicatrices que marcaban su preciosa piel aceitunada. Tenía una en el hombro derecho y otras dos un poco más abajo, cerca de la espina dorsal. Las tres eran casi idénticas, formaban unos círculos casi perfectos y estaban claramente marcadas en la piel. Parpadeó ante la fealdad de aquello. El hecho de que obviamente eran antiguas no logró reducir la angustia que le causó verlas.


—¡Pedro! —gritó de nuevo, acercando una mano para tocarlo suavemente.


Sabía que estaba despierto y que la había oído, ya que le había visto mover levemente la cabeza. Pero él no se dio la vuelta.


—¿Qué ocurrió?


Durante varios segundos pensó que no le iba a contestar. Le dio un vuelco el corazón al esperar su respuesta. Pero finalmente él suspiró profundamente, se levantó y se sentó en la cama con la espalda apoyada en el cabecero de ésta.


—Si no quieres… —comenzó a decir Paula, repentinamente temerosa de haberse metido donde él no quería que se metiera.


—No… —contestó Pedro con la mirada pérdida—. Está bien. Ocurrió hace mucho tiempo. Hace casi treinta años.


—¿Treinta… eras un niño?


Él asintió con la cabeza pero continuó sin mirarla. Paula estaba segura de que lo que estaba haciendo era recordando. Y cualesquiera que fueran aquellos recuerdos, la tensión que reflejaba la cara de Pedro y la manera en la que estaba frunciendo el ceño dejaban claro que no eran muy felices.


—¿Recuerdas que te dije que mi madre no sabía quién era mi padre?


Ella asintió con la cabeza, temerosa de hablar, temerosa de distraerlo.


—No tenía ningún modo de saber cuál de los hombres con los que había estado en el mes adecuado era mi padre. Pero quería marcharse hacia la nueva vida que estaba segura le esperaba en Argentina… junto con la pareja que tenía en aquel momento. Alguien que no quería un niño, sobre todo no uno que fuera hijo de otro. Por lo que mi madre me dejó con mi padre.


—Pero has dicho que ella no sabía…


—Y no lo sabía —respondió Pedro—. Simplemente eligió uno al azar, el que fuera, el más cercano. Me dejó en la puerta de su casa con una nota.


—Te dejó… —comenzó a decir Paula, que a pesar de la calidez de la habitación se estremeció de frío. Se le heló la sangre en las venas.


Trató de imaginarse a un niño pequeño, perdido y abandonado, sentado en la puerta de alguien a la espera de que un hombre que quizá fuera su padre le invitara a entrar. 


Comenzó a comprender por qué Pedro había declarado tan firmemente que no creía en el amor.


—¿Cómo pudo tu madre hacer aquello?


—Estoy seguro de que pensó que era la mejor solución —contestó él con indiferencia.


Aquello impresionó a Paula, para quien la total carencia de sentimientos por parte de Pedro hacía que todo fuera incluso peor que si hubiera gritado o maldecido.


—Pero fue muy mala suerte que el malnacido con el que me dejó no sintiera lo mismo —continuó él, apartando las sábanas y levantándose de la cama.


Mientras Pedro andaba por la habitación, ella no pudo evitar admirar la belleza de su cuerpo, la fortaleza de sus piernas, lo musculosa que era su espalda… Pensó que la noche anterior sus manos habían acariciado aquel cuerpo, lo había agarrado por los hombros y le había clavado los dedos en la espalda en la agonía del éxtasis.


Pero la noche anterior no había sabido que aquellas cicatrices estaban allí.


—¿Qué ocurrió? —insistió.


En realidad no quería saberlo, pero sabía que tenía que enterarse de lo que había pasado. Había llegado muy lejos y ya no había vuelta atrás.


—¿Qué ocurrió? —repitió él como si estuviera reconsiderando la pregunta, como si estuviera tratando de acordarse, ya que había enterrado aquellos recuerdos.


Pero Paula pensó que la verdad era precisamente lo contrario; que lo recordaba demasiado bien.


Pedro… no… —trató de decirle.


Pero él no estaba escuchando.


—Aquel hombre me mantuvo en su casa… durante un tiempo. Pensó que quizá sería de utilidad para ayudar en el hogar.


—¿Qué podrías haber hecho tú? ¿Tenías… cuántos… tres años?


—Poco más de tres años. Pero él no sabía mucho de niños. Pensaba que yo estaría mejor realizando los trabajos que él quería que hiciera. Odiaba cuando yo me comportaba de forma holgazana y torpe. Y odiaba mucho más cuando había estado bebiendo. Cuando estaba borracho se convertía en una persona impaciente y mezquina.


Pedro… ¿qué te hizo?


Él se dio la vuelta para mirarla y así ella dejó de verle las cicatrices de su espalda. Pero aun así sabía que estaban ahí.


—Cuando bebía, también fumaba mucho. Si yo pasaba por su lado… o si no trabajaba duramente…


Pedro no terminó la frase, pero no había necesidad de que lo hiciera. Paula supo que su cara debió de mostrar lo mucho que comprendió, que sabía lo que él estaba tratando de decir.


¡Oh, no, no. no!


En su mente estaba volviendo a ver aquellas cicatrices, su forma circular, y al mismo tiempo su horrorizada imaginación mostró un cigarrillo.


—¡Oh, Dios santo! ¿Y la otra cicatriz… la que tienes en la mano…?


—Sí —fue todo lo que contestó Pedro, todo lo que tenía que decir.


A ella no le extrañó que aquel hombre no creyera en el amor, que no confiara ni creyera en nadie. Se dijo a sí misma que cómo iba él a creer en algo que jamás había aprendido, algo que nadie le había mostrado que existía. Tras una experiencia como aquélla, debía de creer que nadie podía amarlo.


—¿Qué hiciste?


—Me escapé en cuanto tuve la oportunidad. Terminé en un centro de menores.


—¿No le contaste a nadie lo que te había ocurrido?


—¿Qué hubiera ganado? Aquello era el pasado… me había alejado de ello —contestó Pedro, moviéndose por la habitación. Estaba agarrando su ropa y restaurando un poco el orden—. Poco después me enteré de que aquel hombre había muerto… de una sobredosis. No iba a ganar nada recordando todo lo que ocurrió. Simplemente seguí con mi vida.


Él había seguido adelante con su vida, pero no había podido dejar atrás las cicatrices que todo aquello le había dejado. 


Cicatrices en el alma y en el cuerpo. Y, aunque decía que había dejado todo atrás, precisamente aquellas cicatrices eran las que le impedían amar y formar una relación sentimental. Pero había confiado en ella al contarle aquella terrible historia de su niñez y no sabía si sería una tonta al tratar de ver algún significado en ello.


—Me gustaría ducharme —comentó Pedro.


Mientras ella había estado pensando en todo lo que él había dicho, éste había retomado el control de su vida. Había colocado tanto su ropa como la de ella sobre la cama para que no molestara en el suelo y quería darse una ducha.


—Por supuesto…


Si Paula hubiera seguido sintiéndose como al despertarse, le hubiera sugerido que se ducharan juntos y que continuaran disfrutando del sensual placer que habían disfrutado la noche anterior. Pero en aquel momento no se atrevía a hacerlo. La sensualidad que había existido entre ambos se había evaporado y parecía como si nunca hubiera existido. 


Pedro ni siquiera le había sonreído. De hecho, ni siquiera la miró mientras agarraba su ropa y se dirigía al cuarto de baño. Unos segundos después oyó cómo empezaba a correr el agua en la ducha y le resultó imposible no preguntarse si él estaba tratando de borrar cualquier rastro que hubiera podido dejar en su cuerpo la noche anterior.






NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 19





Todo lo que deseaba en aquel momento era regresar a su casa y encerrarse dentro con Pedro.


Mientras se dirigían hacia su hogar, él la abrazó muy estrechamente y, cuando finalmente entraron en la vivienda, comenzó a besarla. Entonces la tomó en brazos y se dirigió hacia las escaleras.


—La primera a la izquierda… —logró decir Paula, chupándole el cuello.


—Está bien…


La habitación de ella estaba a oscuras, pero las cortinas estaban todavía abiertas, por lo que la luz de la luna le ofreció a Pedro suficiente iluminación como para acercarse a la cama y dejar a Paula sobre el colchón. Pero cuando ella se acercó para agarrarlo y tumbarlo a su lado, él se apartó.


—¡Pedro! —gritó a modo de protesta. Estaba muy angustiada. La pérdida del calor y de la fuerza del cuerpo de él era demasiado que perder—. ¿Qué…?


—Estaba buscando una toalla… —contestó Pedro de forma brusca, dejando claro que también estaba luchando para mantener su autocontrol—. Tienes que secarte…


—¡No necesito secarme nada! ¡Todo lo que necesito es tenerte a ti! ¡Tú me puedes calentar mejor! 


Durante un momento pensó que iba a tener que levantarse y arrastrarlo a la cama, pero antes de que pudiera siquiera moverse, él se había quitado el abrigo y lo había tirado al suelo. Entonces se acercó a ella y la tomó de nuevo en brazos.


Si alguna vez había sentido frío, no podía recordarlo. Todo su cuerpo estaba alterado, la sangre le quemaba en las venas debido a la necesidad y excitación que se había apoderado de ella. Y esa sensación de calor no se disipó al quitarle él el jersey y el sujetador. La verdad era que con sólo sentir los dedos de Pedro sobre su piel se le aceleraba el pulso. Sintió una intensa humedad y necesidad en su entrepierna.


Besándolo, le desabrochó la camisa y suspiró de satisfacción al ver que él se la quitó. Por fin podía acariciarle su aterciopelada piel…


—Te deseo… —murmuró en su pecho, permitiéndose a sí misma sacar la lengua y saborearlo. Tomó uno de sus pezones y lo besó—. Oh. cielos, Pedro, cómo…


Tuvo que dejar de hablar al sentirse embriagada de placer debido a que él tomó sus pechos en las manos y comenzó a acariciarlos. Se llevó primero uno y después el otro a la boca. Chupó sus sensibles pezones y sopló después sobre ellos… alterándola por completo.


Paula sintió sus pantalones vaqueros muy apretados.


Entonces comenzó a restregar su entrepierna contra la evidencia de la excitación de él, que no pudo evitar gemir de placer.


—¡Bruja! —masculló—. Tentadora… torturadora… —añadió, comenzando a liberarla de la opresión que suponían sus pantalones y sus braguitas. Le acarició los suaves rizos que cubrían su intimidad y a continuación bajó la mano hacia el centro de su feminidad…


Pedro… —dijo ella, suspirando y rindiéndose ante él. Abrió las piernas y arqueó la espalda.


Pero aquello no era suficiente. Necesitaba más. Necesitaba todo de él, necesitaba que la poseyera por completo. Pero la hebilla del cinturón de aquel hombre parecía agonizantemente dura y se resistió a sus intentos de desabrocharlo. Desesperada, estaba a punto de llorar cuando él le puso una mano sobre la suya.


—Déjame a mí… —dijo entre dientes. Su voz reflejó una gran necesidad.


En aquel momento ella se dio cuenta de que aquélla era la primera vez que hacían el amor. Habían estado juntos en la cama con anterioridad, pero aquello había sido sólo lujuria. 


Se percató de que, cuando había visto el accidentado coche de Pedro en la carretera, se había alterado muchísimo y había sido incapaz de imaginarse que a él le hubiera ocurrido algo. Y todo aquello era debido a una sola razón; se había enamorado del Forajido. Lo amaba tanto que prefería imaginarse que le ocurría algo malo a ella antes que a él.


Estaba enamorada del hombre que había tenido un impacto tan grande en ella, del hombre a quien le había entregado su corazón… aunque él no lo supiera. Y precisamente fue aquélla la razón, el hecho de que él no lo supiera, que quizá jamás fuera a saberlo, lo que le hizo vacilar.


Pedro jamás querría saber sus sentimientos. Ni él mismo creía en el amor.


Pero incluso mientras lo estaba pensando, supo que no le importaba.


El no podía entregarle amor, pero sí podía entregarle aquello… la pasión de su cuerpo. Y aquello era todo lo que le daría, por lo que quería tomarse su tiempo, saborearlo, disfrutar de cada momento y grabarlo en su memoria para que un día, cuando todo lo que tuviera fueran recuerdos…


—¿Paula?


Pedro se había percatado de que había estado ausente, de que había desaparecido en sus propios pensamientos. 


Levantó la cabeza y la miró a los ojos.


—¿Qué ocurre? ¿Lo estás pensando mejor?


—Oh, no…


¡No, no. no! Eso jamás. Pero al ver que él estaba frunciendo el ceño supo que debía decir algo para explicarse.


—Es sólo que… ¿tienes… algún tipo de protección? —preguntó, logrando distraerlo.


—Desde luego… —contestó Pedro, acercándose a tomar su chaqueta. Sacó una cartera del bolsillo y de ésta un preservativo—. Eres tan sensata, belleza… —añadió, besándole la frente.


Pero en realidad ella no quería ser sensata, sino que deseaba entregarse a él sin la necesidad de ninguna protección.


Cerró los ojos y volvió a pensar que para Pedro aquello no era hacer el amor, sino que era simplemente sexo. Nada más. Por lo que siempre debía tener cuidado, ya que no quería ninguna consecuencia de lo que para él era simplemente placer. El simple hecho de que llevara preservativos consigo era evidencia de ello.


Al oír cómo él abría el envoltorio del preservativo y ser consciente de que se había quitado los pantalones y los calzoncillos para ponérselo, agradeció el hecho de haber cerrado los ojos, ya que se podía esconder durante un momento en la oscuridad que ello le otorgaba. Sabía que la decepción que sentía no se mostraría en su cara cuando él la mirara. Tras sus párpados podía esconder las lágrimas que amenazaban a sus ojos y tratar de tranquilizarse, de aceptar que las cosas eran de aquella manera.


Pero no podía tranquilizarse. Deseaba que aquel hombre la poseyera tanto física como mentalmente. No había nada que pudiera hacer para paliar el dolor mental que estaba sintiendo, pero sí que podía apaciguar el hambre que su cuerpo tenía, podía entregarse a Pedro y disfrutar de su posesión física… aunque no de nada más. Si aquélla era la única forma de amor en la que él creía, tendría que ser suficiente. Podía hacerlo por él.


Abrió los ojos, agarró a Pedro de los brazos y lo atrajo hacia ella. Entonces lo besó con una gran pasión. Abrió la boca y permitió que sus lenguas juguetearan la una con la otra. 


Cuando él se colocó sobre ella y le separó las piernas con uno de sus muslos, se abrió ante aquel hombre con una nueva clase de alegría que provocó que todo su cuerpo se alterara.


Al sentir que por fin él la penetró con una controlada fuerza, sintió cómo la necesidad y el hambre se apoderaban de nuevo de sus sentidos. Acarició la suave piel de Pedro y apretó los dedos en su musculosa espalda.


—Necesitaba esto —dijo él entre dientes—. Te necesitaba a ti…


No había duda de que aquellas palabras eran sinceras… la expresión de los ojos de Pedro lo demostraba.


—Ahora ya me tienes —contestó Paula, besándole los labios—. Me tienes toda… cada poro de mi cuerpo es tuyo…


Tuvo que dejar de hablar al sentir un certero movimiento que realizó Pedro dentro de ella, movimiento que la llevó al límite del placer y la mantuvo allí. Todo su cuerpo estaba concentrado en las intensas sensaciones que estaba experimentando.


Entonces él volvió a moverse dentro de ella, pero lo hizo con tanta pasión que la hizo caer por el abismo del placer, provocó que se sintiera embargada por un océano de sensaciones. Un momento después él mismo no pudo contenerse más y se perdió en el cálido abrazo del cuerpo de ella.









NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 18




Paula colgó el teléfono y suspiró. Era la segunda vez que le saltaba el contestador automático en casa de su padre. 


Aquél era un asunto demasiado importante y tenían que hablar de ello directamente. Lo mejor que podía hacer era dejarle un mensaje pidiéndole que la telefoneara en cuanto llegara a casa.


Esperó que eso ocurriera pronto, ya que no creía que Pedro fuera a estar fuera durante mucho tiempo. Pero en aquel preciso momento la puerta principal de su casa se abrió de manera salvaje y Pedro Alfonso entró en el vestíbulo como si hubiera sido conjurado por sus reflexiones.


—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, irritada ante el caso omiso que había hecho él de su exigencia de que no regresara hasta que ella no se lo dijera.


Pero al mismo tiempo no pudo evitar el vuelco que le dio el corazón al volver a verlo.


—Protegiéndome de la lluvia y el viento —contestó él de manera lacónica, pasándose una mano por el pelo.


El vendaval había alborotado el normalmente impecablemente peinado pelo de Pedro, al cual le brillaban mucho los ojos. Jamás lo había visto con un aspecto tan vivo, tan vibrante. La sangre se le revolucionó en las venas y recordó cómo se había sentido al estar en sus brazos, cómo habían sido sus besos y sus caricias. Se ruborizó y esperó que él supusiera que era debido al enfado de volver a verlo allí.


—Te dije que no regresaras a no ser que te telefoneara. Y no lo he hecho.


—Ya lo sé… —comenzó a decir él.


Pero Paula, que prefería sentirse indignada a alterada sexualmente, lo interrumpió.


—¿Que qué estás haciendo aquí? Entras en mi casa como si fuera tuya. Pensaba que tenías cosas que hacer…


—¡A sí es! —espetó Pedro, exasperado—. Y créeme; me hubiera marchado si hubiera podido. Volver aquí bajo este vendaval no habría sido mi primera elección.


—¿Entonces por qué…?


—¡No he tenido otra opción, Paula! —contestó él fríamente—. ¡No he podido hacer otra cosa!


—¿Nada más? ¿Crees que me voy a creer eso?  Seguramente has regresado aquí con algún otro plan para llevarme a la cama. ¿Crees que no te conozco? Oh, venga ya…


Impresionada, Paula dejó de hablar al observar cómo Pedro se acercó a ella y le agarró el brazo.


—¡No, venga ya tú!


Antes de percatarse siquiera de lo que estaba ocurriendo, ella observó cómo Pedro tomó su abrigo del perchero que había en la pared y se lo puso por encima.


—¿Tienes los zapatos puestos? —preguntó él, mirándole los pies a continuación—. Bien.


—Pedro…


Paula trató de soltarse, pero él la agarró con más fuerza y la sacó de la casa.


—¡Pedro! —protestó al sentir el helado viento golpeándole la cara.


Entonces él evitó que el viento le diera, ya que con su cuerpo creó como una barrera para protegerla de los peores elementos de aquella tormenta. También la tapó con su abrigo. Ella se sintió cómoda y segura, como si estuviera en un capullo especial, uno en el cual el calor del cuerpo de aquel musculoso hombre le llegaba incluso a través de la ropa. El aroma de su piel la embargó, un aroma cálido y con olor a almizcle.


En un segundo Paula se olvidó de su enfado, se olvidó de todo salvo de la maravillosa sensación de sentirse segura en los brazos de él. Pedro la guió carretera abajo, por el mismo lugar en el que él se había marchado en su vehículo momentos atrás.


En poco tiempo aquel sentimiento de seguridad dio paso a uno nuevo y completamente diferente. A pesar del tiempo, ella estaba incluso demasiado cálida en su capullo. Recordó la fuerza que había tenido la erección de Pedro cuando habían estado juntos y se le secó la boca. Las ganas de detenerse y besarlo eran casi agobiantes, por lo que, cuando la lluvia le dio de lleno en la cara, incluso estuvo agradecida, ya que la obligó a regresar a la realidad…


—Ahí tienes —dijo Pedro, parándose de repente. Indicó con la mano la escena que había delante de ellos—. Mira…


—¿Qué hay ahí… qué…? ¡Oh!


Paula se quedó muy impresionada al ver lo que tenían delante, lo que él quería que ella viera.


El vehículo que había estado conduciendo Pedro estaba posicionado en un ángulo muy peligroso, con la mitad apoyada en la carretera y la otra mitad suspendida en el precipicio que había junto a ésta. Obviamente había tenido que girar bruscamente para evitar chocar contra algo. Y fue ese «algo» lo que angustió a Paula… un enorme tronco de árbol que había caído sobre la carretera y que estaba taponando el paso completamente. Había ramas esparcidas por todas partes. Una se había introducido por la ventanilla del acompañante del coche y había roto el cristal.


—Ésta es la razón por la que… no podías irte… porque tuviste un accidente —comentó ella con la voz temblorosa.
Pero no sólo le temblaba la voz, sino todo el cuerpo. Y no era de frío.


Mirando el vehículo, se percató de que Pedro había escapado de milagro. No le había caído el árbol encima por cuestión de uno o dos metros. El peso del enorme tronco hubiera aplastado el coche… y a su conductor. Con sólo pensarlo se puso enferma.


—¿Estás bien?—le preguntó.


En la oscura noche se dio la vuelta hacia él y trató de recordar el aspecto que había tenido cuando había regresado a su casa. Había estado despeinado y mojado… pero no había mostrado ninguna herida.


Había salido ileso del accidente… ¿o no? Pensó que había estado tan irritada al verlo de nuevo en su casa que no se había parado a mirar detenidamente. No se habría percatado de si él hubiera tenido algún problema.


Pedro… ¿estás herido? ¿El árbol…?


El horror de lo que podía haber ocurrido se apoderó de nuevo de su mente y las lágrimas se agolparon en sus ojos.


Tuvo que parpadear con fuerza para tratar de ver la bella cara de él. Instintivamente levantó una mano y le acarició la mejilla, ya que necesitaba sentir su calidez. Quería asegurarse de que no le había ocurrido nada terrible.


—Dime que no estás herido.


—Estoy bien… De verdad… salí del coche justo a tiempo. Paula…


Pedro levantó una mano y cubrió la que ella tenía en su mejilla con la suya propia.


Paula sintió que necesitaba tocarlo… sentir su fuerza bajo sus manos, piel contra piel. El pensar que podía haberlo perdido antes siquiera de saber lo que él podía significar para ella era terrible. Era tan aterrador que ni siquiera podía controlar su reacción ante ello.


—¿Paula? —dijo Pedro con dulzura—. Estoy bien… no ha ocurrido nada.


Quizá si él no hubiera sido tan amable, si aquella mano que cubría la suya no la hubiera apretado, ella se habría mantenido entera. Pero la dulzura de aquel hombre era demasiado y rompió las frágiles barreras de su autocontrol… las destruyó completamente. Se le llenaron los ojos de lágrimas y sintió la necesidad de mostrar sus sentimientos, por lo que se acercó a su cara y comenzó a darle unos hambrientos besos en los labios.


—¡Paula! —exclamó él con dureza.


Durante un segundo ella sintió cómo Pedro se ponía tenso y temió que fuera a echarse para atrás, a apartarla de él. Pero a continuación su humor cambió. La abrazó estrechamente y le devolvió beso a beso mientras le sujetaba la cabeza para mantenerla en la posición deseada… donde su hambrienta boca pudiera tener el efecto más devastador.


Durante largo rato fueron ajenos a la tormenta que les rodeaba… sólo fueron conscientes de la tormenta que se estaba formando dentro de sus cuerpos. Pero finalmente comenzó a granizar y Pedro se apartó de ella a regañadientes.


—No… —protestó Paula, agarrándolo de nuevo con los ojos medio cerrados.


—Paula… —le reprendió él— si nos quedamos aquí, vamos a congelarnos.


Ella cuestionó aquello en silencio. No creyó posible que se fueran a congelar, ya que nunca antes se había sentido tan caliente ni tan apasionada.


—No… —murmuró de nuevo.


—Sí, querida… estás empapada… debemos regresar a la casa.


Paula se percató de que, aunque él ya se había referido a ella con anterioridad como «querida», la manera en la que lo dijo en aquel momento fue como si realmente lo dijera en serio, como si lo sintiera de verdad. Se emocionó.


—Entonces vamos —concedió de manera provocadora—. Y calentémonos.