domingo, 21 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 23




—Mi cuñado se olvidó de decirme que el marisco de esta región es absolutamente fantástico.


Al principio Paula creyó que le estaba hablando de su familia. Hasta que se dio cuenta de que se refería a su cuñado imaginario, el de la falsa boda de Mobile. Se preguntó si existiría alguien que conociera realmente al hombre que se escondía detrás de aquella falsa identidad. 


Siguió picando la ensalada de marisco sin molestarse en comentar nada. Se habían decidido por La Casa de las Ostras para comer. 


La comida era estupenda, y además se encontraba en el pueblo de Gulf Shores, de camino a la consulta del doctor Brown.


—¿Qué es lo que hacen las ejecutivas como tú para divertirse en Nueva Orleans? —le preguntó Pedro, en un nuevo intento por entablar conversación.


—Sexo, drogas y rock and roll, naturalmente. ¿Qué te habías creído?


—Me estás tomando el pelo.


—¿No te parezco una chica divertida?


—Sí, pero también reservada. Probablemente enérgica y exigente en el trabajo, pero con tendencia a disfrutar tranquila y relajadamente de su tiempo libre.


—Eres tan sagaz como buen actor.


—Soy hombre de muchos talentos.


—No lo dudo. Pero, para responder a tu pregunta, los fines de semana me gusta patinar en el parque Audubon, ir al teatro, escuchar conciertos de todo tipo de música…


—No me disgustaría pasar unos cuantos fines de semana así.


—Vente a Nueva Orleans.


—Ya he estado allí una vez, para el Mardi Gras. Me lo pasé genial.


—Yo vivo en las afueras, en lo que normalmente se conoce como el Distrito de las Artes. Mi calle está llena de galerías pintura, cafés y restaurantes.


—Así que posees un lujoso apartamento en una zona residencial de Nueva Orleans y una gigantesca casa de playa en el paraíso. Una vida envidiable, desde luego.


—No es tan bonita como parece. La mayor parte del tiempo me lo paso trabajando. Por eso me gusta tanto venir al Palo del Pelícano. Es el único lugar donde puedo escaparme de todo. Por desgracia, esta vez no me ha funcionado.


—Pero tienes un nuevo amante en tu vida —se burló.


Paula no podía menos que envidiar esa capacidad que tenía para adoptar a voluntad un tono ligero, distendido. Estaba segura de que, cuando antes lo llamaron por teléfono, había sido para darle una mala noticia. En aquel instante Pedro pinchó un cangrejo de su plato de marisco y se lo enseñó.


—¿Se supone que esto hay que comérselo?


—Claro que sí. Déjamelo probar y te diré si está bueno.


Pedro le arrancó una pata y se la dio.


—Mmmm. Está exquisito.


—Creía que no te la ibas a comer.


—¿Estás de broma? El cangrejo es un manjar. ¿De verdad que no lo habías probado nunca?


—No, y tendrás que admitir que es una criatura de pésimo aspecto. Vosotras, las chicas del sur, sois capaces de comer cualquier cosa.


—No te rías. Eso es solo una fantasía de los chicos del norte.


Se echaron a reír a carcajadas, lo cual la sorprendió agradablemente. No podía recordar la última vez que se había reído tanto. Pedro se atrevió a probar el cangrejo.


—Buenísimo. Si seguimos comiendo así, me temo que nunca querré volver a casa.


—¿Y dónde está esa casa?


—Muy lejos de las cálidas costas de Alabama —le hizo un guiño.


Continuaron comiendo. Paula miró a su alrededor: el restaurante estaba lleno, pero no reconoció a nadie. Cuando Pedro terminó, hizo a un lado su plato.


—Bien. ¿Estás preparada para mirarme a los ojos con expresión seductora? Recuerda que tenemos que actuar.


Paula se humedeció los labios con la lengua, lenta, sensualmente, y se inclinó luego sobre la mesa… tanto como se lo permitió su prominente vientre… para lanzarle una coqueta sonrisa. Pedro le tomó las manos entre las suyas.


Apretándole las manos, la miró intensamente a los ojos. Decidida a no pestañear, Paula le sostuvo la mirada hasta que apareció la camarera para rellenar sus copas, y entonces se echaron a reír.


—¿Sabes? —le dijo Pedro cuando la camarera se hubo retirado—. Me gusta tu risa.


—A mí también. Lo que pasa es que no me rio a menudo —admitió.


—¿Por qué no?


—No lo sé. Quizá me inhiba el hecho de tener un asesino detrás de mí. O quizá se deba a lo cerca que estuve anoche de no volver a reír nunca más.


—Eso no es tan extraño. La sensación de peligro afecta a la gente de muchas formas distintas. Con algunas hace aflorar lo mejor de sus personas, haciéndolas mucho más fuertes y resistentes. Otras se derrumban.


—Dime, ¿no te cansas de tratar con asesinos y criminales día tras día?


—Sí, todo el tiempo, pero no me veo a mí mismo haciendo otra clase de trabajo. ¿Y tú?


—A mí me encanta mi trabajo. Nunca hay un momento de aburrimiento. Es tenso y agotador, pero jamás aburrido. También viajo mucho por motivos de negocios. De pequeña era un ratón de biblioteca, y ahora me gusta viajar a los lugares sobre los que he leído y fantaseado.


—No te imagino como un ratón de biblioteca —le acarició suavemente una mejilla—. Pareces demasiado entusiasmada con la vida para contentarte con los libros.


—Es que no tenía otra opción. Mi madre era bailarina y viajábamos de ciudad en ciudad, de espectáculo en espectáculo. Nunca nos quedábamos en un solo lugar el tiempo suficiente para que hiciera muchos amigos, pero siempre que abría un libro, ya no me sentía sola.


—¿Seguro que ya no te sentías sola?


Ya lo había hecho otra vez: ver a través de la imagen que quería proyectar.


—¿Te dedicas a leer la buenaventura o simplemente tienes telepatía?


—Ni una cosa ni otra. Lo que pasa es que mientes muy mal.


—Nadie es perfecto.


—Debiste de llevar una vida bastante poco convencional, como hija de una bailarina.


—No solo bailarina, sino ex Miss Alabama. Todavía hoy es una mujer espectacularmente bella.


—¿Os llevabais bien?


—En aquel entonces no discutíamos, pero siempre fui consciente de que el hecho de mi existencia le amargaba su estilo de vida.


—¿Entonces por qué te tuvo?


—No quiso tenerme. Fui un error, el fruto de una breve aventura con un hombre que se marchó nada más enterarse de que estaba embarazada. Por eso me apellido Chaves.


—¿Alguna vez sentiste curiosidad por conocer a tu padre o intentaste localizarlo?


—Últimamente no. Ya tengo suficientes problemas con mi madre. Además, él no me conoce ni quiere conocerme. Por lo que a mí respecta, es como si no hubiera tenido padre. ¿Por qué ese súbito interés por mi familia?


—Simple curiosidad.


Paula lo dudaba. Aquello solo era un trabajo para él. Ella era un trabajo para él, y necesitaba tenerlo bien presente. Alzó la mirada cuando un hombre extremadamente atractivo entró en el restaurante, solo. Llevaba vaqueros y una camisa de algodón con el cuello abierto. Barrió con la vista la sala hasta que se fijó en Paula. 


Luego siguió a la camarera hasta una mesa situada a unos cuantos metros de la suya.


—¿Has visto a ese hombre? —le preguntó a Pedro, nerviosa.


—Sí. ¿Qué le pasa?


—Nunca lo había visto antes por aquí. No sé por qué, pero me hace sentirme incómoda.


—No te preocupes por él.


Pero estaba preocupada. Estaba segura de que se había fijado en ella nada más entrar, y que luego, al pasar al lado de su mesa, había evitado deliberadamente mirarla.


—Podría tratarse del hombre que intentó matarme, Pedro. Fíjate bien.


—No es él.


—No puedes estar seguro de eso. Tú mismo dijiste que la otra noche no pudiste verlo bien. Venga, vámonos de aquí —sabía que estaba exagerando, pero no podía evitarlo. Era como si estuviese sintiendo de nuevo sus manos en la cabeza, intentando ahogarla en el mar.


—Relájate, Paula. No es ese tipo.


—Te repito que tú no lo sabes, y no utilices ese arrogante tono de FBI conmigo.


—Lo siento por el tono, pero lo sé —le susurró—. Es uno de los nuestros.


—¿Otro agente?


—Sí. Y ahora que has accedido a una información confidencial, no hagas nada para ahuyentarlo, por favor.


—¿Cuántos más hay en el pueblo?


—En total somos tres.


Paula se alarmó. Tres agentes del FBI estaban allí para protegerla a ella y a su bebé.


—En esta historia hay más cosas de las que me has contado, ¿verdad? El objetivo de todo esto no es protegerme a mí —había levantado la voz, pero no le importaba. La estaban manipulando, y quería conocer todos los hechos. 


Inmediatamente.


—Este no es lugar adecuado para hablar de esto, Paula. Déjame pagar la cuenta y salgamos de aquí.


—Pues entonces hablaremos en el coche, porque si no tienes una muy buena razón para haberme mentido, para retenerme aquí y jugar al escondite con un asesino, te juro que me vuelvo a Nueva Orleans.




A TODO RIESGO: CAPITULO 22




Pedro permaneció por unos instantes contemplando bajo la luz de sol aquel mundo que tanto se parecía al paraíso, mientras reflexionaba sobre aquella pregunta.


—No tengo hijos, ni esposa. Estoy divorciado, pero no soy un robot. Cuando me corto, sangro. Pero desempeño mi trabajo de la mejor manera que sé, y eso significa cumplir órdenes. Para el caso, soy Pedro Alfonso, vendedor de coches de Nashville, Tennessee.


En ese momento sonó su teléfono móvil: un afortunado respiro en la tensión del ambiente, que se había incrementado durante los últimos minutos.


—Alfonso. ¿Qué pasa?


—Tengo noticias frescas.


—Espera un momento —se retiró hacia la cocina, bajando la voz—. ¿Has visto a Caraway?


—No. No he tenido esa suerte. Ni tampoco Pablo, y eso que hemos estado peinando concienzudamente la zona de Orange Beach. Pero dicen que un informante lo vio anoche en un bar de San Luis.


—Marcos Caraway no podía estar anoche en San Luis. En nuestra última conversación ya te dije que atacó a Paula en la playa, intentando ahogarla.


—Si no fue Caraway, esa agresión cae bajo la jurisdicción de la policía local. Nuestro trabajo consiste en seguirle el rastro a Marcos Caraway y devolverlo a prisión antes de que cumpla con las amenazas que hizo hace ocho años.


—Sea o no de confianza el informante, no encontrarán a Marcos Caraway en San Luis. Él estuvo detrás del ataque de anoche, y tú lo sabes tan bien como yo.


—No te enfades conmigo. Solo te llamaba para contarte lo que he oído. No soy yo quien toma las decisiones, sino Lucas Powell.


—Nuestro hombre está aquí, delante de nuestras narices. Estoy seguro.


—A mí me pareció un trabajo demasiado frío para ser de Caraway. Te repito que si está aquí, lo encontraremos. Pero si está en San Luis, quizá tu dama embarazada tenga su propio enemigo.


Pedro volvió a la terraza. Paula seguía apoyada en la barandilla, disfrutando de la caricia del sol. El viento hacía ondear su cabello. Así, erguida, con la cabeza alta, parecía una princesa.


—Perdona por la interrupción.


—¿Buenas noticias?


—Más bien ninguna noticia. ¿Tienes hambre?


—Podría comer.


—Entonces vayamos a uno de esos agradables y acogedores restaurantes donde podamos sentarnos en una mesa apartada, para continuar con nuestra actuación.


—¿EL FBI te dio alguna vez un Óscar por tus actuaciones como agente?


—Sí, tengo la casa llena de ellos. ¿Dejamos que Leo continúe solo su trabajo?


—Sí, no será la primera vez. Su madre es quien cuida la casa durante mi ausencia, y él trabaja para mí cuando estoy en Nueva Orleans.


—¿Cuánta gente posee llave de esta casa?


—Aparentemente medio pueblo, pero no te preocupes. Este es un pueblo pequeño. Confiamos los unos en los otros.


Pero de camino hacia el restaurante hicieron una breve parada: en la ferretería, para comprar una cerradura nueva.




A TODO RIESGO: CAPITULO 21



En esa ocasión condujo Paula y regresaron al Palo del Pelícano, ya que necesitaban guardar la carne congelada en la nevera. Había una camioneta de color verde oscuro aparcada en la puerta, sucia de barro.


—Parece que tienes compañía —le comentó Pedro—. ¿Reconoces la camioneta?


—No.


—Entonces aparca el coche justo detrás —se sacó un arma de debajo de la chaqueta.


El hecho de ver aquella negra pistola la deprimió, pero hizo lo que le pedía. Antes de que pudiera apagar el motor, Leonardo Shelby apareció de pronto por un lateral de la casa, descalzo y sin camisa.


—No pasa nada. Es Leonardo Shelby, el hijo del ama de llaves —le explicó—. Por favor, que no vea la pistola —salió del coche—. Leo, ¿qué estás haciendo aquí?


—He venido a arreglarte el grifo roto del que te hablé. Siento haber tardado tanto.


El grifo roto. Paula se había olvidado por completo.


—No reconocí tu camioneta.


—El otro día vine en el coche de mi madre. La camioneta solo la uso de cuando en cuando.


Paula presentó a Leo a Pedro, que lo observó con detenimiento.


—¿Conseguiste arreglar el grifo?


—Lo habría hecho, pero alguien cambió de lugar la llave que estaba debajo del tercer escalón de la entrada.


—Yo la quité de ahí. A partir de ahora tendrás que pedirle la llave a tu madre antes de venir.


—No hay problema.


Pedro tomó entonces a Paula de un brazo.


—Y dado que Pedro y yo nos vamos a quedar aquí por un tiempo, creo que sería mejor que llamaras también antes.


—Como quieras.


Paula ya se estaba imaginando lo que diría Florencia cuando recibiera esa información. 


Probablemente pensaría que Paula había decidido cumplir con sus deberes maternales.


Pedro estuvo charlando con Leo mientras se dirigían hacia el porche, y para cuando llegaron a la puerta ya estaban riendo juntos como si fueran dos viejos amigos. Paula pensó en la engañosa identidad de Pedro Alfonso: aquel hombre solo existía hasta que terminaba su trabajo. Luego se convertía en una persona distinta en una ciudad distinta, con una mujer diferente del brazo. Pobre de la mujer que se enamorara de él, al confundir su aparente preocupación y solicitud con un sentimiento real, genuino.


—Ahora sí que me apetece de verdad ese refresco —le dijo Pedro cuando Leo fue a arreglar el grifo—. Si preparas dos sillas en la terraza, yo me encargaré de prepararlo. ¿Zumo de frutas, leche o agua?


—Zumo de manzana con hielo.


—Hecho —abrió un armario y sacó un vaso.


—¿Sabes? Una mujer podría llegar a sentirse realmente mimada si te quedaras demasiado tiempo a su lado.


—Creo que ninguna mujer me había dicho eso antes —echó dos hielos en el vaso y lo llenó de zumo—. O tú te dejas mimar demasiado fácilmente o estás descubriendo una insospechada faceta de mi personalidad.


—Supongo que será el embarazo —repuso Paula, manteniendo un tono ligero—. Es probable que te sientas en la obligación de atenderme constantemente.


Le puso el vaso de zumo en la mano. Se rozaron los dedos, pero ninguno de los dos rompió el contacto. Cuando Paula alzó la vista y sus miradas se encontraron, se vio asaltada por un traicionero estremecimiento de ternura.


—El hecho es que tu embarazo me afecta, Paula. Eso no voy a negarlo, pero si crees que funciona como una especie de escudo o defensa para convertirte en una mujer menos deseable, te equivocas.


Sus palabras le evocaban sensaciones que no quería ni podía permitirse experimentar. 


Finalmente Pedro retiró la mano, pero no desapareció la sensual tensión que había reverberado entre ellos.


Paula se acercó a la barandilla de la terraza y quedó contemplando el mar. Solo que en esa ocasión el mar no conservaba sus poderes terapéuticos. Seguía allí, de pie, cuando Pedro volvió a reunirse con ella, con un refresco en la mano.


—Cuando no eres Pedro Alfonso, cuando eres la persona que figura en tu partida de nacimiento… ¿tienes una esposa?