miércoles, 23 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 20

 


En su ansia por escapar mientras él aún durmiera, Paula se levantó antes del amanecer y abandonó la choza para pasear junto a la orilla. Al final sucumbió a la tentación y se metió en las cálidas aguas, donde flotó durante una eternidad, contemplando el horizonte que empezaba a clarear, y esperó la salida del sol.


Tuvo una extraña sensación y miró hacia atrás. Él se acercaba y, antes de que tuviera ninguna posibilidad de escapar, la agarró por detrás y la atrajo hacia sí.


Las grandes manos se deslizaron por la mojada camiseta hasta abarcar los pechos. Paula no pudo reprimirse y se echó hacia atrás. Una de las manos de Pedro se deslizó más abajo, más allá de la cinturilla del pantalón, hasta el punto realmente húmedo.


–Una noche no basta –susurró entre beso y beso.


Algo más de una hora después, Paula disfrutaba de un desayuno de fruta fresca y tostadas, aliviada al comprobar que Pedro se había marchado con uno de los chicos de la isla. En lugar de haberse relajado, cada vez se sentía más tensa y más alerta. Había sido increíble.


En esos momentos la playa estaba llena de turistas que leían a la sombra junto al restaurante o que tomaban el sol y ella se sentó en un sillón y observó la escena, casi mareada ante la falta de sueño de la noche anterior y aun así inquieta, deseando más. No supo cuánto tiempo había transcurrido hasta que él regresó. Le tomó una mano y la condujo en silencio hasta el agua.


El kayak parecía demasiado pequeño e inestable.


–Remaré yo –Pedro contempló su expresión y soltó una carcajada.


–¿Cómo puedes remar con este calor? –Paula se caló el sombrero y lo sintió empujar la embarcación–. Estás en una forma increíble, Pedro.


–Pues, gracias.


–Lo digo en serio.


–Me he estado ejercitando –él rió.


–¿De verdad has dejado de salir por las noches? –ella volvió la cabeza y lo miró.


–He sido el paradigma del marido fiel.


–¿En serio intentas convencerme de que te has mantenido célibe todo este tiempo?


–Yo no bromearía sobre algo así, Paula. Nunca.


–¿Y qué has estado haciendo? –balbuceó ella–. Quiero decir… vamos, Pedro.


–En realidad no me resultó tan difícil –remó con más fuerza–. He hecho multideporte.


–¿Cómo un triatlón o algo así?


–Sí, algo que me agotara –asintió él–. Algo en lo que concentrarme fuera del trabajo.


Paula se quedó en silencio escuchando el sonido del agua mientras contemplaba la arena dorada y el brillante cielo azul.


–Es increíblemente hermoso, ¿verdad? –exclamó, incapaz de contener la emoción.


–Sí, lo es.


–Ni siquiera estás mirando.


–Sí, lo estoy.


La miraba a ella.


–Dirías cualquier cosa por acostarte conmigo, ¿verdad? –Paula puso los ojos en blanco.


–¿Por qué te niegas a admitir que eres preciosa?


Porque no lo era, tal y como le había repetido su tía hasta la saciedad durante años. No encajaba en las formas pequeñas y femeninas de la familia. Era el patito feo. Estaba a punto de poner los ojos en blanco de nuevo cuando se dio cuenta de lo mucho que se habían alejado de Zanzíbar.


–Será mejor que des la vuelta, Pedro. No quiero flotar a la deriva en el mar durante días.


–No vamos a regresar –le aseguró él–. Vamos hacia allí.


–¿Qué? –ella se volvió y vio una diminuta isla a la que se iban acercando.


–¿Acaso pensaste que iba a pasar otra noche tumbado sobre el suelo o aplastado en uno de esos camastros? –Pedro le dirigió una mirada traviesa.


–Pero nuestras cosas… –ella se puso en pie tan deprisa que el kayak se bamboleó.


–Van en otra embarcación. Seguramente estarán allí ya. Hemos tomado la ruta turística.


–Eres increíble.


–Admítelo, en el fondo te encanta.


–¿Qué es eso? –Paula contempló la playa a la que estaban a punto de llegar.


–Es Mnemba, una diminuta y exclusiva isla. Tendremos nuestra propia choza de lujo, nuestra propia playa, y nuestro mayordomo.


¿Mayordomo? Era una locura. Además, el viaje por África estaba a punto de concluir.


Pedro, se supone que mañana deberíamos regresar a Dar.


–He cambiado las reservas.


–¿Cómo?


–Aún nos quedan unos pocos días.


¿Unos pocos días? ¡Oh, no! sólo se sentía capaz de soportar una noche más.


–Pero ni siquiera me he despedido de los demás.


–Conocen mis planes, al menos Bundy. Ya se lo habrá contado al resto.


–Pero tengo que tomar un avión de regreso a Gran Bretaña.


–Dame todos los detalles y haré que te cambien el billete. Volveremos juntos.


Paula dudó un instante. Aquello no era una buena idea, pero entonces contempló al hombre que les aguardaba en la orilla y las edificaciones a su espalda. ¿Quién podría negarse?


Hamim, el mayordomo, los recibió con una gran sonrisa y le tendió la mano a Paula conduciéndola directamente a sus apartamentos.


–¿Es usted modelo?


–No –ella sacudió la cabeza y rio.


–Aquí vienen muchas modelos. Usted tiene la estatura adecuada y es igual de hermosa, o aún más. Por eso pensé… –la sonrisa de Hamim se ensanchó.


¡Por favor!


El mayordomo saludó con una inclinación de la cabeza y les dejó a solas.


–¿Cuánto le has pagado? –Paula se volvió hacia Pedro, que reía.


–Nada –él alzó las manos en ademán de inocencia.


Sí, claro.


–Venga –propuso Pedro–. Vamos a echar una ojeada.


En otras palabras, iban directos al dormitorio.




SIN TU AMOR: CAPITULO 19

 


Pedro la miró detenidamente, concentrándose en los labios. Unos labios que ella se humedecía, no para provocarle o manipularle, sino porque estaban secos e hinchados. Deslizó una mano alrededor de la fina cintura mientras la otra seguía hundida en sus cabellos, y la atrajo hacia sí.


Paula cerró los ojos y entonces lo sintió. Sintió los labios de Pedro sobre los suyos. Cálidos, salados y muy tiernos. Sintió endurecerse su cuerpo y desbordarse la pasión tanto tiempo reprimida.


Se besaron, se apartaron y se volvieron a besar. Él le sujetó la cabeza hacia atrás para poder besarle la barbilla y ella se arqueó un poco más para animarle a besarla en el cuello. La delicia de las ardientes y apresuradas caricias le hizo gemir de placer.


–Paula.


Ella casi se derritió ante la simple mención de su nombre.

 

–Dentro –suplicó ella con voz entrecortada–. Quiero… dentro –quería estar dentro de la choza, lo quería dentro de su cuerpo.


Sin soltarse, caminaron por la playa hasta la choza. Pedro cerró la puerta y corrió el pestillo.


Luego abrió el saco de dormir y lo dispuso sobre la arena, creando un espacio para ambos.


–¿Has traído preservativos? –preguntó ella con un hilillo de voz.


–Sí –él la miró impávido.


Él siempre iba preparado. Por otro lado se alegraba porque contaban con una doble protección. Jamás volvería a quedarse embarazada. Tomando la píldora y usando preservativos, no habría riesgo.


Sería sexo por puro placer. Sin peligros.


De una zancada, Pedro se colocó a su lado y la giró para leerle el rostro con detalle.


El beso fue ligero y dulce, nada que ver con la salvaje pasión que había esperado. Entre ellos siempre había sido salvaje y apresurado, pero algo había cambiado. Pedro parecía saborear cada instante.


Ella mantuvo los ojos cerrados y permaneció muy quieta mientras él exploraba sus labios con la punta de la lengua antes de cubrirlos con los suyos propios, dulces y delicados. Los dedos se deslizaron por su cuello acariciándole la sensible piel. Y la lengua se hundió en su boca mientras le sujetaba el rostro alzado contra el suyo.


Paula sintió el calor en su interior, no era sólo la piel la que ardía. Sentía el interior de su vientre ardiente, húmedo, ansioso. Mientras él le besaba el cuello y le mordisqueaba la delicada piel, ella se estremeció.


Se sentía abrumada por la sensación. La práctica desnudez de Pedro, su tamaño y la cercanía hacían que le diera vueltas la cabeza. Era increíble que estuviera allí, tocándola con tanta delicadeza. Intentó tensar los músculos para evitar el descontrolado estremecimiento de todo su cuerpo, pero las piernas apenas la sujetaban.


Con suma delicadeza, Pedro la arrastró con él hasta el suelo antes de empezar a acariciarla por todo el cuerpo con ambas manos. Las puntas de los dedos se deslizaron por los hombros, siguieron por la clavícula y se juntaron en el medio antes de seguir hacia abajo. Y entonces la boca se unió a la exploración manual.


Tras desatarle el sujetador del biquini, lo arrojó a un lado y tomó los femeninos pechos con las manos ahuecadas. Paula abrió los ojos y vio la intensidad en la mirada azul mientras dibujaba círculos alrededor de los tensos pezones con los pulgares. Era bueno. Era muy bueno, y ella había intentado olvidarlo. Sin embargo, los recuerdos regresaban a toda velocidad mientras los músculos de su cuerpo se tensaban y relajaban anticipando el placer que sabía seguiría. Temblorosa, sintió cómo él introducía un endurecido pezón en su boca y lo lamía hasta que ella no pudo reprimir un ahogado gemido de placer.


Las manos de Pedro descendieron hasta la cintura, donde terminó de desnudarla.


Tomándole los pies con firmeza, le separó las piernas antes de deslizar las manos por las pantorrillas hasta las rodillas y continuar hasta las caderas de nuevo. La carnosa y sensual boca marcaba todo el camino con besos acentuados por la lengua que lamía cada punto.


A medida que se acercaba al íntimo núcleo, ella empezó a mover las caderas. Quería que llegara cuanto antes al lugar que lo aguardaba húmedo y ardiente.


Incapaz de aguantar el deseo que sentía por él, el instinto elemental y salvaje que alejaba toda cautela y razón de su mente, gimió de nuevo.


De repente él aceleró el ritmo, alzándose sobre ella y apretándose contra su cuerpo mientras ella se estremecía bajo el magnífico peso. Con la hambrienta boca abierta, Paula lo atrajo hacia sí mientras las caderas se retorcían frenéticamente bajo la maravillosa dureza.


El beso se volvió claramente erótico, íntimo y descaradamente agresivo mientras ella se lanzaba a por el botín tan decidida como él. Lo sentía estremecerse sobre ella y deslizó sus manos sobre el fornido cuerpo en un intento de abarcar tanta extensión de piel como pudiera. Ansiosa por ser tomada, apartó las piernas para maximizar el placer de ambos.


–¿Por qué sigues con los pantalones puestos? –Paula mordisqueó el labio de Pedro.


–Porque no quiero que esto acabe demasiado pronto –él rio y se apretó más contra ella.


–¿No hemos esperado ya bastante?


Sin embargo, Pedro le agarró las manos y las sujetó a los lados del cuerpo mientras se arrodillaba sobre ella, besando un pecho y luego otro, atormentando los doloridos pezones con su ardiente boca y traviesamente sexy lengua. Y de repente esa lengua empezó a descender describiendo círculos alrededor del ombligo y el decorativo piercing de plata, y luego siguió descendiendo. A la lengua le siguió una mano que separó aún más sus piernas para poder besar el sensible y secreto lugar.


Sujetándole las caderas para evitar todo movimiento, le provocó más tensión, más deseo, más necesidad.


Lo que también aumentó fue el deseo de Paula de tocarlo y, levantando los hombros del suelo tiró de los pantalones cortos hacia abajo. Él gruñó al sentirse liberado de la prenda y ella aprovechó la momentánea pausa para moverse, para explorar.


Acarició la sedosa y rígida masculinidad y le oyó soltar un juramento. Después lo besó y lo sintió estremecerse. Pedro se retorció para poder tocarla.


Acompasó sus caricias a las de ella y Paula se deleitó al poder dar rienda suelta a su deseo. Aspiró su aroma, se deleitó en el sabor salado de su piel y se apretó contra la rígida dureza. Ella también podía atormentarlo y sus movimientos se volvieron más descarados, más agresivos, más rápidos, frenéticos. Estaba desesperada por conseguir el tan ansiado placer y por el ardiente orgasmo que se aproximaba. Y, de repente, se apartó de su lado.


–Paula.


–¿Por qué has parado? –gimoteó ella mientras su cuerpo se estremecía ante la pérdida.


–Porque quiero más –rasgó el envoltorio del preservativo y se lo colocó con un rápido y brusco movimiento–. Lo quiero todo –él se alzó nuevamente sobre ella y la miró a los ojos. Entrelazó los dedos con los suyos y ella al fin pudo sentirlo, grueso y pesado, sobre ella.


Desde luego había más. Intimidad. La desnudez no sólo del cuerpo sino también del alma, y la vulnerabilidad que la acompañaba.


Se hundió profundamente, con seguridad y dureza. Ella cerró los ojos e intentó absorber las sensaciones cada vez que sus cuerpos se unían, pero no podía. La respiración abandonó sus pulmones, atrapando su grito. Y en esos breves instantes él recuperó el control mientras ella lo perdió. Llevaba demasiado tiempo necesitando aquello.


–Por favor, por favor –las uñas de Paula se hundieron en los fuertes músculos mientras alzaba las caderas para forzar el ritmo que tan desesperadamente ansiaba, deseando que se hundiera en su interior.


Y él la complació, embistiendo una y otra vez.


Las femeninas manos se deslizaron por los anchos hombros, deleitándose en la musculatura, saboreando la increíble dureza del cuerpo que la mecía a un ritmo frenético. Aquello no podía estar mal. Tenía que estar bien. Nada le había parecido nunca tan bien.


No necesitó mucho tiempo, no podía después de sentir tanto deseo por él. Jadeó de forma más audible e histérica hasta que, demasiado pronto, él atrapó su boca con la suya y recogió con ella el grito, al que se sumó el suyo propio mientras se sacudían al alcanzar la cima y experimentaban la caída libre inmersos en las sensaciones.




SIN TU AMOR: CAPITULO 18

 


Paula atravesó la estrecha franja de arena y contempló el horizonte. El color del agua resultaba hipnótico y le flaqueaban las piernas. Se sentía irremediablemente atraída de nuevo por él, pero en aquella ocasión no iba a permitir que la fuerza arrolladora de Pedro Alfonso la derribara. En aquella ocasión iba a ser ella la que llevara las riendas.


Contempló el infinito mar azul y supo lo que deseaba.


Regresó sobre sus pasos. Pedro había organizado un partido entre los chicos sobre la arena.


Se enfrentaban dos equipos: los pasajeros de la camioneta contra los locales. Paula se sentó a la sombra y contempló un rato el partido hasta que su cuerpo ya no soportó más la quietud y dirigió su atención hacia una red suspendida entre un árbol y un palo. Voleibol playero, ésa sí que era una manera de quemar energías. No podía seguir mirando a Pedro mientras jugaba descalzo y vestido únicamente con unos pantalones cortos. Su bronceado cuerpo brillaba bajo el ardiente sol.


Tomó un balón de detrás de la barra del bar y se dirigió a la red llamándolo a su paso por el improvisado campo de fútbol. Pedro abandonó el partido de inmediato y la siguió.


–¿Te apetece jugar? –él contempló la red.


–Debo advertirte: soy bastante buena –Paula sonrió mientras giraba el balón en la mano.


–Yo sólo juego para ganar, Paula –Pedro aceptó el desafío y apostó–. La cuestión es saber qué nos estamos jugando…


–Eso no –ella respiró hondo.


–Entonces, ¿para qué? –la masculina sonrisa lo decía todo.


–No importa porque te voy a dar una paliza –Paula se quitó la camiseta quedándose en biquini y pantalones cortos y contempló divertida la expresión en el rostro de Pedro. Había pasado de seductora a tórrida.


Pasó por debajo de la red y sacó el balón. Le irritó comprobar que casi le igualaba en el juego. ¿Acaso no había ningún deporte que ese hombre no dominara? Sin embargo, el ejercicio no consumió el exceso de energía que se había acumulado en su cuerpo. A medida que el duelo continuaba, sintió aflorar su agresividad. La frustración era cada vez mayor y Pedro se convirtió en su diana. Ya no pretendía que el balón tocara el suelo en su campo, lo que quería era golpearle con él. Quería provocar, comprobar si el pirata seguía vivo. Con un contundente golpe proyectó el balón al otro lado de la red.


Pedro ya no sonreía. Los juegos se prolongaban, volviéndose cada vez más intensos. Paula no tenía ni idea de cuál era el tanteo. No le bastaba con ganar, quería conquistar.


Hubo cierto barullo al llegar otro grupo de turistas y Pedro se volvió hacia ellos en el preciso instante en que Paula se preparaba para servir. Aprovechándose de su despiste, golpeó el balón con todas sus fuerzas.


Se estrelló con un ruido sordo contra el pecho de Pedro, que dio un paso atrás y soltó un juramento.


Paula no pudo evitar echarse a reír.


Un segundo después, él corría tras ella.


–El voleibol no es un deporte de contacto –gritó Paula.


A consecuencia del placaje de Pedro, acabó tumbada boca abajo antes de que él la levantara en vilo, echándosela sobre el hombro.


–Necesitas refrescarte.


Un instante después, la arrojó a las olas. Paula se hundió y se giró, buceando en las cálidas aguas, que aliviaron la tensión y la sedujeron con su sabor salado. Abrió los ojos y siguió la estela del sol sobre el fondo arenoso del mar. Permaneció sumergida hasta que los pulmones pidieron aire a gritos y no pudo ignorar el dolor que sentía en todo el cuerpo.


Posando los pies en el suelo, salió del agua y lo buscó.


Pedro apareció repentinamente a su lado. Alto, rápido, musculoso, atento. Sus miradas se fundieron mientras permanecían de pie con el agua a la altura de la cintura.


Las gotas de agua resplandecían mientras resbalaban por la dorada piel. Los músculos estaban tensos y la mandíbula encajada. Las pupilas desproporcionadamente grandes.


Y entonces lo supo. Era una locura, pero ya no había ningún motivo para luchar, no había elección. Paula supo lo que quería y dio un paso al frente, y luego otro.


Pedro la contemplaba inmóvil, salvo por el pecho que se movía frenético mientras jadeaba audiblemente, más que cuando jugaba al fútbol a pleno sol. Pero no dijo nada.


Ella dio dos pasos más hasta que sólo les separaron dos o tres centímetros. Buscó su mirada, pero él bajó la vista como si no quisiera leerle el pensamiento. Se acercó un poco más hasta sentir el masculino aliento en la mejilla y acercó la boca a la dorada piel.


–Esto no es buena idea –murmuró él.


–Es una idea muy mala –admitió ella deslizando los labios sobre sus hombros, saboreando la deliciosa sal y saboreando el pequeño gemido que escapó de los masculinos labios.


–Es una locura –Pedro le acarició la frente con la boca.


–Una estupidez –ella deslizó la lengua por el fuerte cuello.


–Una tontería –él respiraba entrecortadamente.


–Una chaladura –ella apoyó las manos en el pecho y sintió el galopar de su corazón.


–Absolutamente descabellado –susurró él junto al oído.


–Irresistible –Paula cerró los ojos e inclinó la cabeza–. Inevitable.


Se quedaron paralizados. Habían llegado al momento. Había que tomar una decisión.


–«Inevitable» –Pedro la miró a los ojos–. ¿Estás segura?


–¿Acaso hay elección? –preguntó ella.


–Siempre hay elección –él deslizó los dedos entre sus cabellos y le levantó la cabeza.


Paula echó la cabeza un poco más atrás, permitiendo que sus pechos se apretaran contra el fornido torso y abriendo ligeramente la boca.


–Sólo una vez.


–¿Por los viejos tiempos?


–No soy la misma persona que hace un año –ella sacudió la cabeza.


–Yo tampoco –contestó él en tono serio, aunque sin dejar de devorarla con la mirada–. ¿Una aventura de una noche?


–No debería haber pasado de ahí.


–Casarnos fue un error –él asintió.


–Un error enorme.


–No volveré a hacerlo. No puedo ofrecerte más que…


–Eres un tipo para divertirse un rato. Lo entiendo –interrumpió ella–. No busco nada más.


–Pero la última vez…


–Yo era muy ingenua. Confundí la lujuria con amor. Pero ahora lo tengo claro.


Aun así, él dudó.


La última vez él había estado al mando, pero en esos momentos se reprimía. La rigidez, el control, no hacía más que aumentar su deseo por él. Tenía que forzar la situación.


–Te deseo, Pedro. Como amante. Para una noche. Nada más.


Una noche para deleitarse y para expurgar la atracción. Quizás entonces sería realmente libre para seguir su camino. En esos momentos no quería pensar, sólo quería sentir.