domingo, 20 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 26

 

La ansiedad de Paula aumentaba por momentos. No tendría ningún lugar al que ir si Laura la despedía, ni prácticamente dinero para mantenerse hasta que encontrara otro trabajo. ¿Y cómo iba a buscarlo siquiera? No tenía carné de conducir, ni informes que presentar... ni siquiera una cartilla de la seguridad social.


Pedro se cruzó de brazos y la observó atentamente.


—No te preocupes por Laura. La llamaré y le contaré lo que ha sucedido. Antes de ir a su casa, pasaremos por la mía, para que pueda ducharme y cambiarme de ropa —se encogió de hombros—. Sólo vamos a llegar un poco tarde, eso es todo.


Paula inclinó la cabeza con un gesto burlón.


—¿Y cómo piensas explicarle el motivo por el que hayamos llegado tarde? ¿Vas a decirle que nos hemos quedado dormidos y hemos perdido el sentido del tiempo?


A los labios de Pedro asomó una minúscula sonrisa.


—Quizá no sea la mejor forma de explicárselo.


Paula dejó escapar un suspiro.


—Puedes decirle lo que quieras. El daño ya está hecho. Estoy segura de que me va a despedir.


Pedro contemplaba el movimiento de sus caderas mientras la joven paseaba nerviosa ante él, algo que Paula advirtió a través de uno de los espejos exteriores del coche.


—No sé por qué —replicó Pedro—. Ayer por la noche le advertí que necesitabas un par de días de descanso. La principal responsable de lo ocurrido es ella por no haber insistido en que descansaras.


—Realmente no ha sido culpa de Laura. Ella no me ha sacado a rastras de la cama —se detuvo ante él—. Yo... supongo que debería haberte hecho caso.


—Desde luego —contestó el médico, complacido por aquella admisión.


—Aunque quizá no me hubiera quedado dormida en la piscina si no hubiera sido por culpa de ese refresco de cola, Punch Cola creo que se llama.


—¿Punch Cola? ¿Te refieres a esa cafeína líquida que venden como si fuera un simple refresco?


—Pensaba que me ayudaría a permanecer despierta —avergonzada por la desaprobación que veía en su mirada, dejó de caminar y se apoyó a su lado en el coche—. Supongo que en mí ha tenido el efecto contrario.


—¿Quieres decir que te has dormido por efecto de la cafeína? —arqueó una ceja, con expresión de interés—. Humm. Me resulta raro. He leído que puede darse esa reacción en algunos casos, pero —se interrumpió un momento y frunció el ceño— si sabías que la cafeína te provocaba sueño, ¿por qué te has bebido ese refresco de cola?


Paula intentó encontrar rápidamente alguna explicación coherente.


—Había olvidado que la cafeína me producía sueño. Bueno... el caso es que no bebo ni café ni refrescos de cola muy a menudo, y nunca en grandes cantidades —lo que era cierto, por lo menos referido a las siete semanas posteriores a su accidente.


—¿Tienes veinticinco años y jamás en tu vida has bebido ni demasiado café ni demasiados refrescos de cola?


Paula desvió rápidamente la mirada.


—Sabes los años que tengo por el informe médico, ¿verdad?


—Exacto.


—¿Qué pasa? —preguntó exasperada—. ¿Qué te dedicas a memorizar hasta el último dato de tus pacientes?


—¿Y si lo hiciera que problema habría? Al fin y al cabo, es parte de mi trabajo.


—¿Recordar mi fecha de cumpleaños?


—¿La recuerdas tú, Paula? —en aquella ocasión, la joven no tenía forma de escapar a su mirada—. ¿Recuerdas la fecha que escribiste en el informe?


No, no la recordaba. La verdad era que no había prestado demasiada atención a la fecha que había escogido. Pero sí recordaba la fecha que Pedro le había dicho en la piscina.


—El quince de septiembre.


—Te equivocas. El dieciséis de septiembre.


Paula se quedó sin habla: Pedro le había tendido una trampa.


—No comprendo por qué tienes que mentir sobre una cuestión como ésa —le regañó—, o sobre cualquiera de las que aparecen en el formulario, porque supongo que casi todo lo has rellenado a base de mentiras, ¿no?


—¡No eran mentiras! —se sentía inexplicablemente ofendida por aquella acusación—. Quizá la información no fuera exactamente precisa, pero...


—¿Por qué no?


Ante el obstinado silencio de Paula, Pedro tensó los labios.


—Sigue guardándote tus secretos —le reprochó con un ronco susurro—, si eso te hace sentirte a salvo. Pero quiero que comprendas una cosa —clavó en ella su mirada—. No sé en qué tipo de problemas estás metida, ni de qué estás huyendo, pero puedes confiar en mí. No haré nada sin tu consentimiento, y lo último que querría es hacerte daño.


Paula sintió un nudo de emoción en su garganta. Necesitaba llorar. ¿Debería contarle lo de su amnesia? Ante los ojos de Pedro, la verdad no iba a hacerla más sospechosa de lo que ya era.


Quería confiar en él. De hecho, confiaba en él. Pero eso la asustaba: no era la primera vez que confiaba ciegamente en alguien, y sabía que los resultados podían ser desastrosos.





EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 25

 


Un gemido interrumpió su sueño. Era agradable estar soñando con que era acariciada y abrazada por un hombre atractivo... tan agradable que no pudo resistirse a estrecharse nuevamente contra él.


—Paula.


No podía determinar si aquel ronco susurro era parte del sueño o no. Decidiendo ignorarlo, enredó su pierna con la de él, una pierna musculosa y cubierta de pelo... Humm. El contacto era increíblemente placentero.


Volvió a escuchar un gemido, pero en aquella ocasión parecía mucho más tortuoso. Los brazos se tensaron a su alrededor y alguien le susurró al oído:


—Paula, cariño, me estás matando.


¿Matando? Aquello no encajaba en absoluto con su sueño.


Abrió ligeramente los ojos. Y no le sorprendió particularmente encontrar un brazo sobre su cabeza ni descubrir su mejilla sobre un bíceps perfectamente formado. Su mano descansaba sobre el pecho de un hombre, con los dedos enredados en los rizos de vello.


Sí, aquello tenía que formar parte del sueño. ¿O quizá no?


Sintiéndose repentinamente insegura, terminó de abrir los ojos. Y se encontró con un rostro moreno, de ojos penetrantes, a sólo unos centímetros de ella. Lo reconoció inmediatamente, por supuesto. Era el del hombre que la estaba abrazando, del hombre con el que había entrelazado las piernas. Pedro Alfonso.


La había rescatado en el club y la había llevado a su coche. ¿Pero qué había ocurrido después?


Por lo revuelto que tenía el pelo Pedro y la pesadez de sus párpados, parecía que él también acababa de despertarse. En ese momento, la joven se dio cuenta de que sólo llevaba encima un traje de baño. Él también. Estaban tumbados el uno al lado del otro, prácticamente desnudos... y Pedro la miraba con un deseo que encontró un eco inmediato en su interior.


—Antes de que digas una sola palabra —susurró Pedro con voz ronca—, hay algo que tengo que hacer —posó la mano en su nuca y le hizo inclinarse hacia él.


Paula sabía lo que quería. Y ella también lo deseaba. Un beso. Sólo uno.


Pedro rozó sus labios lentamente y buscó con la punta de la lengua el interior de su boca. Un gemido de excitación escapó de la garganta de Paula mientras deslizaba las manos por los hombros de Pedro.


Pedro gimió a su vez y enmarcó su rostro con la mano mientras continuaba deleitándose en su boca.


El deseo aumentaba, corría convertido en ríos de lava por las venas de Paula. Se sentía viva, maravillosamente viva, como hacía mucho tiempo que no lo estaba. Y ansiaba más del calor que Pedro le daba, quería su boca, su cuerpo.


Pero el beso pronto terminó. Pedro se separó de ella y la miró vacilante.


—¿Paula? ¿Estás completamente despierta?


Paula asintió. Lo único que en ese momento quería era volver a hundirse en su beso.


—¿Y sabes que soy yo, Pedro?


—Sí, Pedro —admitió suavemente—. ¿Quién si no ibas a ser?


Y fue en ese momento cuando el engranaje de su cerebro se puso de nuevo en marcha. Por supuesto que era Pedro. ¿Pero qué estaba haciendo con él? No tenía que besarlo, ni descansar semidesnuda entre sus brazos. Abrió los ojos de par en par.


—¿Qué estamos haciendo? ¿Qué diablos estamos haciendo?


Pedro cerró los ojos, como si acabara de recibir una bofetada. Deshizo su abrazo, se tumbó de espaldas y se quedó mirando fijamente hacia el cielo.


Paula se sentó de un salto. El pánico había reemplazado ya por completo el placer que antes la había invadido.


—Por el amor de Dios, ¿dónde estamos?


—En los alrededores del lago Juneberry.


—¡El lago Juneberry! —lo miró confundida—. ¿Pero por qué? Recuerdo que me ayudaste a salir del club, y que me llevaste a tu coche... ¿Y después me has traído a este lugar tan apartado?


—No es un lugar apartado —se defendió Pedro—. Hay mucha gente en esta colina.


—Pues yo no veo a nadie —replicó Paula.


Pedro se incorporó para comprobarlo por sí mismo. El desconcierto puso finalmente fin a su deseo. Alarmado, miró el reloj.


—Es tarde, tenemos que irnos.


—¿Qué hora es? —por la posición del sol, que buscaba ya su camino tras las montaña comprendió que debían de ser por lo menos la seis. Y eso significaba que iba a llegar peligrosamente tarde a su trabajo.


—Casi las siete.


—¡Las siete!


—Debería haberte despertado antes —admitió Pedro con expresión culpable—. Pero yo también me he dormido. Últimamente tampoco a mí me está resultando nada fácil conciliar el sueño —la miró como si fuera ella la culpable. Y el calor de su mirada le recordó a Paula su beso.


Desvió la mirada, asustada por la facilidad con la que aquel hombre conseguía excitarla.


—Toma —le dijo Pedro tendiéndole su camisa—. Ponte esto, está empezando a hacer frío.


Agradeciendo poder ocultar su semidesnudez y aliviar el frío, Paula se puso la camisa. Al hacerlo se sintió rodeada de la excitante fragancia de Pedro. Éste, por su parte, se dispuso a ayudarla, ajustando la camisa, liberando la melena que había dejado atrapada y abrochándole los botones. Mientras lo hacía, su mirada vagaba por el rostro de Paula.


—Ya sigo yo —susurró ella casi sin respiración, estremecida por el roce de sus dedos. Procurando mantener la mirada lejos del rostro de Pedro, Paula terminó de abrocharse la camisa. Lo que tenía que hacer, se dijo, era concentrarse en la crisis que sin duda se avecinaba.


—Hemos estado aquí toda la tarde y ni siquiera le he dicho a Laura que iba a salir.


—La he avisado yo.


—¿Entonces sabe que estoy contigo?


—Después de nuestra espectacular salida de la piscina, no creo que haya alguien que no lo sepa —se levantó y le tendió la mano para ayudarla a incorporarse.


Paula la aceptó.


—Entonces, la única forma que tengo de salvar la cabeza es que esta noche me vea recibiendo una transfusión de sangre en tu clínica.


—Sí, es una idea —contestó Pedro sin desprenderse de su mano—. No te importaría, ¿verdad? Y supongo que ésa sería la única excusa que aceptara. Por supuesto, tendría que brindarte mi propia sangre.


Ambos sonrieron. Pedro le soltó lentamente la mano, recogió la manta y se dirigió hacia el Jaguar.


—Y se suponía que tenía que ir a buscarla a las seis.


Paula cerró los ojos angustiada. ¡El baile! ¿Cómo podía haberse olvidado? Debería estar atendiendo a los niños. Y Pedro tendría que estar ya arreglado, llevando a una elegante Laura a su lado.


No cabía duda, Laura debía de estar subiéndose por las paredes.


—Siento haber echado a perder tu cita —se disculpó, mortificada por los problemas que había causado. Aun así, una parte de su corazón casi se alegraba de lo ocurrido... lo que la mortificaba mucho más todavía.


Sin volverse hacia ella, Pedro musitó algo ininteligible y arrojó la manta al interior del coche. Él no podía saber, por supuesto, lo que el enfado de Laura podía significar para ella. Nadie, salvo Ana, sabía lo desesperadamente que Paula necesitaba ese trabajo... y Ana todavía iba a estar fuera otro par de semanas.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 24

 


Pedro se maldijo a sí mismo repetidas veces. Se había prometido dejar de pensar en ella y estaba llevándola a su coche.


Y no porque necesitara ningún tipo de atención médica.


Había determinado ya que no corría peligro de deshidratación y tampoco iba a desmayarse. Lo único que necesitaba era dormir, disfrutar de un saludable descanso.


Pero en cuanto consiguió aplacar mínimamente su enfado, se permitió una pequeña justificación: no podía dejarla dormir bajo el sol. Además, Paula le había pedido ayuda.


Y jamás se había sentido tan agradecido por una petición de ayuda.


Se había hecho cargo inmediatamente de lo que Paula quería y les había pedido a las dos adolescentes que llevaran a Julián y a Teo con Laura. Las había observado mientras acompañaban a los niños a las pistas de tenis, donde la habían encontrado. Laura no había parecido muy contenta con la interrupción. Y tampoco de verlo marcharse con su empleada.


No eran buenas noticias.


Desde que había oído la frialdad con la que se dirigía a Paula la noche anterior, había empezado a ver a Laura bajo una nueva luz. La elegancia que había admirado en ella desde que estaban en el instituto había comenzado a parecerle una desagradable arrogancia y su supuesta amabilidad una actitud superficial. Deseaba no haberle pedido que lo acompañara a aquel baile benéfico. Lo haría, por supuesto, pero sólo porque ya se había comprometido.


Pero no quería seguir perdiendo el tiempo pensando en Laura, de modo que volvió a prestar atención a Paula. Al parecer no había dormido mucho últimamente y quería saber por qué. Quería averiguar unas cuantas cosas sobre ella.


Una ya la había aprendido: lo que se sentía al tenerla entre sus brazos. Al disfrutar de la cremosidad de su piel contra la suya, de la voluptuosa curva de su seno contra su pecho, de la tentadora suavidad de su pelo.


Había imaginado ya que sería una sensación maravillosa. Pero aquella tarde había podido averiguar cuánto.


Cuando la instaló en el asiento del jaguar, Paula intentó alzar la cabeza.


—Teo y Julián... —comenzó a decir.


—Están con su madre.


—Tengo que hablar con ella. Tengo que decirle...


—Yo la llamaré —la tranquilizó Pedro—. Tú relájate.


Paula apoyó la cabeza en el asiento y susurró una disculpa por no poder controlar su sueño. Pedro le aseguró que no importaba, le apartó con ternura un mechón de pelo que cubría sus ojos y la instó a que siguiera durmiendo.


En cuanto se colocó tras el volante, sacó el teléfono móvil y le dejó un mensaje a Laura en el contestador. Paula descansaba mientras tanto a su lado, apoyando la cabeza en su hombro y sumida en un dulce sopor.


Pedro procuró no mirarla mientras conducía. Paula había doblado sus hermosas piernas contra él y su traje de baño se moldeaba a su cuerpo como una segunda piel, dibujando sus hermosas caderas.


Tenía que obligarse a controlar el ritmo de su respiración. Y a concentrarse en la carretera.


Lo peor del caso era que no sabía a dónde llevarla.


Como no estaba enferma, no podía llevarla a la clínica. En casa de Laura era absurdo, puesto que se pondría a trabajar en cuanto se levantara. Además, si quería ser sincero consigo mismo, tenía que admitir que prefería quedarse con ella. Para asegurarse de que nadie la molestara, se justificó.


Consideró la posibilidad de llevársela a su casa. A su casa, donde podría dormir cómodamente. Al imaginársela allí, se apoderaron de él sensaciones en absoluto inocentes. Pero todavía no había perdido del todo la cabeza. Probablemente, a Paula no le hiciera ninguna gracia despertarse en su cama. Y él no podía arriesgarse a que perdiera la mínima confianza que se había atrevido a poner en él.


De manera que condujo hacia una pradera situada tras un bosquecillo, en una loma de los alrededores del lago Juneberry. Bajo ellos, descansaban una media docena de parejas.


Aquel lugar era el más indicado, se dijo. No iban a estar completamente solos, pero podían contar con cierta privacidad. Nadie los molestaría. El lago Juneberry era un lugar para amantes.


Así que aparcó el coche, extendió sobre la hierba la manta que llevaba en el coche, y colocó a Paula encima, cubriéndola lo mejor que pudo con su camisa, principalmente para conservar la escasa cordura que a aquellas alturas le quedaba. Era imposible mirar a Paula y no desear besarla.


¿Pero sabría ella hasta qué punto lo afectaba? Pedro jamás olvidaría lo que había supuesto para él encontrarla en la piscina, con aquel bañador que dejaba al descubierto sus magníficas piernas. Había tenido que hacer un condenado esfuerzo para mantener los ojos apartados de ella. Cuando la había visto refrescarse había alcanzado un estado que sólo podía ser descrito como lujurioso. Se le había quedado la boca seca. Y al final, cuando sobre la tela húmeda del bañador habían despuntado sus pezones erguidos, había estado a punto de levantarse de la tumbona. Aquella mujer era más sexy que pecar, incendiaba su sangre sin siquiera proponérselo. Porque eso era lo más excitante. Era absolutamente inocente de lo que hacía. Mostraba una dulce ingenuidad que la hacía todavía más deseable.


Pero no era inteligente desearla de aquella manera.


Paula se volvió hacia él, dejando al descubierto sus hombros. El sol los había teñido de un suave dorado y Pedro casi tuvo que sujetarse la mano para no tocarla.


De pronto, la joven se tensó. Sus hermosas cejas estaban fruncidas. Un gemido escapó de su garganta. ¿Tendría una pesadilla?


Respiraba agitadamente. Profundizó su ceño.


—No —gimió, apretando los ojos con fuerza—. Nooo...


Pedro le frotó el brazo, intentando tranquilizarla.


—Chsss. Estás bien, Paula, no pasa nada.


Paula continuó agitada y terminó sollozando. Estremecido de angustia, Pedro la acurrucó firmemente en sus brazos, susurrando palabras de consuelo.


Al parecer, había algo que la asustaba. Algo que posiblemente la había hecho llegar hasta aquel recóndito lugar, alejado de todo el mundo, aceptar un trabajo que estaba muy por debajo de sus posibilidades y mentir incluso a los médicos.


Pedro deseaba que pudiera confiar en él. Porque quería ayudarla. Y protegerla. Y alejarla del miedo que, estaba seguro, era al menos parcialmente responsable de su actitud.


—¡Mauro! —gritó Paula con un angustiado susurro—. ¡Mauro!


Pedro se quedó completamente helado. Su corazón parecía haber dejado de latir. ¿Mauro? Tragó saliva, intentando deshacer el nudo que repentinamente se había formado en su garganta y le acarició lentamente la cabeza. La tensión fue abandonándola lentamente y los temblores cesaron.


Mauro. Aquel nombre había sido como un puñetazo en la boca del estómago. ¿Quién era Mauro y por qué estaría Paula soñando con él? ¿Y qué estaría soñando? No podía asegurar si lo que había percibido en su voz era miedo, tristeza o ansiedad. ¿Sería alguien a quien estaba buscando, o alguien a quien echaba desesperadamente de menos?


Aquellas preguntas se hundieron en lo más profundo de sus entrañas, recordándole las razones por las que había decidido mantenerse alejado de ella.


En cualquier caso, continuó abrazándola. Acarició su pelo, sus hombros y la esbelta línea de su espalda, saboreando la sedosa textura de su piel.


Paula se acurrucaba contra él moldeando su cuerpo con la relajación de una amante. ¿Estaría pensando en otro hombre? Pero ni siquiera cuando se lo preguntaba podía dejar de sentir el excitante calor que irradiaba aquel cuerpo.


Deseaba deslizar las manos por todos sus rincones, despertarla cubriendo su rostro de besos, quitarle el bañador y hacer el amor con ella.


¿Pero quién diablos sería ese Mauro?


Quien quiera que fuera no estaba allí en ese momento. Y nadie, absolutamente nadie, podía impedir que continuara abrazándola.