martes, 5 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 9




Partieron inmediatamente en el coche de él hasta el hotel de dos estrellas de Paula. Pedro encontró aparcamiento delante de la puerta del hotel.


–¿El A mas del Príncipe? –preguntó.


–Armas –corrigió ella–. Falta la R.


–A este edificio parece que le faltan unas cuantas cosas –señaló él cuando salía del coche–. Tamaño, belleza de algún tipo…


–Lo dice el hombre que vive en un palacio de hielo –murmuró ella.


Pedro frunció el ceño.


–Me sorprendió que las sillas fueran tan incómodas –admitió él.


Ella se detuvo a mirarlo.


–¿No te sentaste en ellas antes de comprarlas?


–No las elegí yo, las eligió el decorador.


–Claro –ella movió la cabeza.


¿Cómo podía lidiar con un hombre que era tan rico que compraba cosas sin ni siquiera probarlas? Iba por la vida haciendo lo que quería, y si no le salía bien, probaba otra cosa. ¿Que odiaba las sillas? Las cambiaba por otras. ¿Se cansaba de ser ladrón? Hacía un trato. Para los hombres como él, no había consecuencias.


–Tú tienes sillas en las que no te sientas y paredes que están pidiendo a gritos algo de color –ella movió la cabeza–. Lo único estupendo de tu casa son las vistas.


Él frunció el ceño una vez más.


–Si crees que me importa algo lo que piense mi chantajista de mi casa, te equivocas.


Paula se encogió de hombros e intentó reprimir una punzada de culpabilidad.


Chantajista. Bonito nombre para una expolicía. ¿Pero qué otra opción tenía? Era preciso que recuperara el collar. Y no solo por Abby, sino también por ella misma. Si no lo conseguía, sería una fracasada. Peor aún, una estúpida por haberse dejado embaucar hasta bajar la guardia.


No importaba lo que tuviera que hacer para lograrlo. Se haría pasar por la prometida de Pedro y lo haría de un modo convincente. Fingiría estar loca por él e ignoraría la punzada de sensación que conocía siempre que se acercaba a él. Sería la mejor prometida falsa que había existido jamás.


Y cuando aquello acabara, volvería a Nueva York y recuperaría su vida.


Él la siguió por el vestíbulo del hotel. Su habitación estaba en el tercer piso, el último. El ascensor no funcionaba, así que se dirigió a la escalera y oyó a Pedro murmurar en italiano detrás de ella.


–¿Qué has dicho?


Él suspiró.


–He dicho que eres una mujer muy terca para tomar una habitación en la que tienes que subir escaleras como una cabra por una montaña.


–Siento no haber podido permitirme el Ritz.


–Yo también.


Paula se mordió el labio inferior y siguió subiendo las escaleras.


–Estás en el último piso, supongo.


–Sí.


–Por supuesto.


–¿En serio, Pedro? ¿Has pasado años robando en casas de dos y tres pisos y ahora te molestan unas pocas escaleras?


–No voy a admitir nada, que quede claro. Pero si eso fuera verdad, la recompensa por subir habría sido mucho más grande que la de ahora.


Ella se volvió a mirarlo. Tenía los dientes apretados y la boca tensa, pero seguía siendo el hombre más atractivo que había visto en su vida.


Paula sacó la llave de su bolso y abrió la puerta de la habitación. Esta era pequeña, solo una cama, una mesita, un armario antiguo, una televisión pequeña y una estufa eléctrica.


–Haré el equipaje en un momento –dijo.


Los dos últimos meses había ido de un sitio a otro en busca de los Alfonso y no tenía muchas cosas. Sacó su bolsa de cuero falso de debajo de la cama, la abrió y empezó a meter vaqueros, camisas y ropa interior de los estantes del armario. Guardó sus deportivas favoritas y se dirigió al baño a recoger los cosméticos. Cuando los hubo metido también en la bolsa, echó un último vistazo a la habitación y se volvió hacia Pedro, que miraba la calle por la ventana.


–Estoy lista.


Él se giró y alzó las cejas.


–Estoy impresionado –dijo–. Eres la primera mujer que conozco que puede hacer una maleta tan deprisa.


–He tenido mucha práctica en las últimas semanas –contestó ella.


–Ah, sí –asintió él–. Persiguiendo a los Alfonso.


Cruzó la pequeña habitación.


–Eres una mujer terca y decidida. Creo que serás una prometida formidable.


–¿Formidable?


Él se acercó tanto que ella se vio obligada a alzar la vista para mirarlo a los ojos. Tanto, que el calor que sentía entre ellos parecía chisporrotear de un modo tentador.


–He aprendido con los años que una mujer que tiene un plan es peligrosa.


Paula no se sentía peligrosa. Se sentía… inestable. Su plan no había funcionado como esperaba y ahora se mudaría a casa de Pedro y se haría pasar por su prometida. Eso sería permitirle asumir el control y la idea no le gustaba nada.


–¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto? –preguntó él, devolviéndola al presente.


–¿Haciendo qué exactamente?


–Esto –él movió un brazo señalando la habitación–. Viajar por Europa hospedándote en estos sitios y siguiendo a mi familia.


–Un par de meses.


Él enarcó una ceja.


–¿Y te puedes permitir todo este… lujo? En Estados Unidos deben pagar muy bien los trabajos de seguridad.


Ella agarró su bolsa.


–No tan bien como se paga el robo, pero no me va mal.


Él le quitó la bolsa.


–Claro que la ropa que te he visto guardar ahora es inaceptable para una prometida mía.


Paula se sonrojó un poco. No tenía muchas cosas elegantes. 


De hecho, la ropa que llevaba puesta era la más femenina que tenía allí. Viajar sin parar por Europa implicaba viajar ligera de equipaje.


–Pues es una lástima, porque no tengo otra.


–En ese caso, tendremos que ir de compras mañana.


–No puedo permitirme ese tipo de compras –repuso ella.


–Eres mi prometida, pagaré yo.


–Me parece que no.


–Si te presentas en Tesoro con unos vaqueros desgastados y unas deportivas viejas, no podrás convencer a nadie de que estamos prometidos.


Aquello probablemente era verdad, pero a Paula no tenía por qué gustarle.


–Muy bien. Pero cuando esto se acabe, te quedarás la ropa.


–¡Ah, qué detalle tan generoso! –él se dirigió a la puerta–. Te la quedarás tú. Se la das a los pobres, si quieres. A mí me da igual.


Paula lo vio salir y contó hasta diez antes de seguirlo. 


Aquello iba a ser toda una prueba para su paciencia y su autocontrol.


Le parecía que lo único que le importaba a Pedro Alfonso era su familia. Cosa que a ella le parecía bien. ¿Por qué, entonces, empezaba a sentir de nuevo aquella punzada de culpabilidad? Los dos hacían lo que tenían que hacer.


Al menos tenían eso en común.




¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 8




–¿Prometida? ¿Estás loco?


–En absoluto. Si quieres acompañarme a la isla, tendrá que ser así. Mi familia no aceptaría que llevara a una desconocida a un bautizo…


–Oh, ¿pero aceptarán que te hayas prometido con una mujer de la que nunca han oído hablar?


Él se encogió de hombros.


–Mi familia no sabe nada de mi vida privada. Me creerán si les digo que me he enamorado perdidamente de ti.


Ella soltó una risita. Aquello no podía estar pasando. 


¿Prometida de Pedro Alfonso?


–No me gusta la idea de mentirle a mi familia, pero no veo otro modo de que esto funcione.


A Paula no le gustaba nada todo aquello. No porque se sintiera mal por mentir, sino porque se iba a sentir incómoda. 


Fingir un compromiso implicaba que tendrían que actuar como si estuvieran enamorados.


–¿Estás cambiando de idea? –preguntó él–. Es por tu alma de policía. Para vosotros es más difícil mentir. No tiene por qué ser así. Si prefieres esperar y que haga esto a mi modo…


–No.


Paula sabía que lo tenía pillado con la amenaza a su padre, pero si le daba ocasión, podía desaparecer y encontrar el modo de que su padre desapareciera también. No podía arriesgarse a eso. Tenía que permanecer cerca de él hasta que tuviera lo que había ido a buscar.


Respiró hondo.


–Como ya he dicho, no te perderé de vista hasta que recupere el Contessa.


–En ese caso, vamos a buscar tus cosas a tu hotel. Tendremos que empezar a practicar que nos adoramos –Pedro la miró de arriba abajo–. Esto va a requerir buenas dotes interpretativas.


–Muchas gracias.


Él sonrió y algo se movió dentro de ella. Aquello no era buena idea. Ya se sentía atraída por él. Pasar más tiempo juntos no haría que fuera fácil ignorar esa atracción. Solo tenía que recordar lo que le había hecho hacer Jean Luc. Y Pedro Alfonso era mucho más peligroso.


Pedro era guapísimo y posiblemente muy encantador cuando se lo proponía. En otras circunstancias ella quizá habría disfrutado de la farsa de ser su prometida, pero en aquella situación estaban en bandos opuestos.


–Última oportunidad para que cambies de idea –dijo él, mirándola–. Una vez que empiece esto, llegaremos hasta el final. No permitiré que mi familia tenga que preocuparse de que vayas a meter a mi padre en la cárcel.


Paula pensó que los ojos de él eran oscuros y casi sin fondo. 


Una punzada de culpabilidad la invadió, pero se disipó un momento después. Ella tampoco quería ver a Nick Alfonso en la cárcel. Era un ladrón pero había sido amable con ella. 


Se riñó. La junta directiva del hotel Wainwright había hecho bien en despedirla.


Simpatizaba con un ladrón mayor, se había dejado cortejar por otro más joven y ahora se sentía muy atraída por otro más.


–No voy a retroceder –dijo–. Estoy en esto hasta el fin.


Él asintió.


–Entonces estamos oficialmente enamorados.


A Paula le dio un vuelco el estómago cuando él bajó la cabeza hacia ella.


–¿Sellamos el trato con un beso?


–Sí –murmuró ella, con la vista fija en los labios de él, que se acercaban cada vez más. Retrocedió un paso–. No es necesario.


Él sonrió.


–Querida –dijo, fingiendo sentirse dolido–. ¿Crees que ese es modo de tratar al hombre que amas?


Paula casi se atragantó con la saliva.


Él dejó de sonreír. Hizo una mueca.


–Este es el único modo de que podamos hacer lo que quieres. Acostúmbrate.


–En público sí –dijo ella, con más seguridad de la que sentía.


–Y en privado. Mi familia esperará ver a una mujer que está loca por mí.


Desafortunadamente, no tendría que fingir mucho para interpretar a una mujer que lo deseaba profundamente. 


Fingir amor sería más difícil, pero podría lograrlo.


–He trabajado como policía infiltrada. Puedo arreglármelas.


–Eso lo veremos, ¿no crees? –él la tomó de la mano y tiró de ella hasta la sala de estar–. Vamos a instalarte en nuestro nido de amor para que podamos empezar a practicar nuestra adoración mutua.




¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 7




Pedro tomó un sorbo de té. Le habría gustado que fuera whisky. Estaba atrapado y lo sabía. Una furia fría le recorría las venas como si fuera agua helada.


En primer lugar, no le gustaban los intrusos. En segundo lugar, odiaba enterarse de que ella lo había seguido y odiaba todavía más no haberse dado cuenta. Pero lo que más odiaba era que ella tenía razón. Su papel de ciudadano respetuoso con la ley era tan nuevo que la policía de Londres e incluso la Interpol lo mirarían con dudas si Paula Chaves los contactaba. Últimamente había pasado mucho tiempo en las joyerías más prestigiosas de la ciudad y la policía creería que estaba vigilando las tiendas, investigando los sistemas de seguridad y planeando un golpe. Cuando en realidad buscaba un regalo para su hermana.


Pero la policía no se creería eso. Miró a Paula intentando buscar una salida, pero no la había. Si no hacía lo que decía aquella mujer, su padre podía acabar en la cárcel. Nick Alfonso no sobreviviría a una condena de cárcel. Era un hombre acostumbrado a las comodidades, a la compañía de mujeres, a la libertad de ir cuando y adonde quería. Estar encerrado le mataría el espíritu y Pedro no iba a permitir que ocurriera eso.


–Lo haré –dijo–. Recuperaré ese collar y, cuando lo tenga, me pondré en contacto contigo.


–Me parece que no –ella negó con la cabeza y su maravilloso cabello pareció bailar alrededor de su rostro en una masa de rizos fieros–. No te perderé de vista hasta que tenga el collar en mis manos.


–¿Vienes a pedirme ayuda pero no te fías de mí? –él hizo un gesto de burla.


–¿Esperas que confíe en ti cuando he tenido que chantajearte para que me ayudes? –ella sonrió y tomó otro sorbo de té–. Recuerda que he sido policía.


Pedro la miró irritado.


–Oye, dentro de unos días tengo que asistir a una reunión familiar en Isla Tesoro. No podré ir detrás de Jean Luc hasta después de eso.


Ella enarcó las cejas, sorprendida.


–Muy bien. Iré contigo.


Él tragó aire e intentó controlar la furia que empezaba a sentir en la boca del estómago. Una cosa era que lo chantajeara y otra que esperara que le presentara a su familia.


–Es el bautizo del niño de mi hermana. No puedo llevar a una extraña.


El rostro de ella no se alteró.


–Tendrás que encontrar un modo.


Pedro fijó la vista en la pared de cristal que había detrás de ella. En la distancia se veían las luces del Ojo de Londres. 


No podía eludir ir a Tesoro. Teresa, su hermana, no le perdonaría nunca que se perdiera el bautizo de su hijo. 


Además, esa semana habría una gran exposición de joyas en la isla y la Interpol lo quería allí.


Tomó otro sorbo de té y acabó por aceptar lo inevitable.


–Como quieras. Vendrás a Tesoro conmigo y después iremos a Mónaco a recuperar tu maldito collar.


–Me parece bien –ella se levantó y se colgó el bolso al hombro–. ¿Cuándo nos vamos?


Pedro se levantó a su vez.


–Dentro de tres días.


–¿Tres días? –ella se mordió el labio inferior y él adivinó lo que estaba pensando. Cómo lo iba a vigilar desde su hotel, dondequiera que estuviera, e impedir que se largara solo.


–Te quedarás aquí –dijo.


–¿Cómo dices?


–Necesitaremos los tres días para practicar.


–¿Para practicar qué?


Pedro la miró. Por fin veía dudas y preguntas en sus ojos. 


Por alguna razón, eso hizo que se sintiera algo mejor.


–Que somos pareja.


–¿Pareja de qué?


–Mi familia jamás aceptará que lleve a una extraña al bautizo de mi sobrino –hizo una pausa y observó la reacción de ella–. Así que, durante la próxima semana, serás mi prometida.