sábado, 20 de enero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 5




Pedro el dinero le traía sin cuidado. Juan Goodrich tenía de sobra. Si quería ir por ahí regalándoselo a la gente, era asunto suyo.


Pero no dejaba de sorprenderle lo fácil que era dominar la voluntad de la gente sólo con dinero. Aquella chica en el bar de Spike no tenía aspecto de estar muriéndose de hambre o de necesitar nada desesperadamente. Y sin embargo, había algo en su cara que le resultaba familiar, como si tuviera un objetivo que la obsesionara.


Recordó un poema que siempre estuvo colgado, enmarcado en madera, a la cabecera de la cama de su madre:
Una mujer femenina, que en ambas manos exhibe un lustre de gracia, pureza y bondad... Que lleva la belleza impresa en el rostro.


Así era. Aquella mujer exhibía bondad y gracia en sus movimientos y en su comportamiento. Lo había visto en la forma en que había mirado a los hombres del bar, ganándose su respeto. Y en la forma en que lo había mirado, disculpándose por el champán.


Profirió una maldición. De nuevo estaba aturdido por sus encantos, olvidando su mirada llena de avaricia en cuanto él mencionó el dinero. Menos mal que tenía más experiencia que Robbie para juzgar a las mujeres.


Robbie, joven, voluble, inexperto... y vulnerable. No era capaz de ver más allá de las apariencias, y no sabría nada del dinero. Cuando supiera que se había roto su compromiso iba a sentirse dolido, muy dolido.


Pedro no sabía qué podía hacer o decir para evitar la decepción de Robbie. Pero fue su preocupación por él lo que lo indujo a ir a recibirlo al aeropuerto. Tal vez pudiera consolarlo, tal vez, mediante algunos comentarios, pudiera lograr que Robbie se diera cuenta de cómo era la señorita Divine en realidad.


Estaba en la puerta cuando Robbie desembarcó y al ver su brillante sonrisa se sintió culpable.


—¡Pedro! ¿Qué diablos estás haciendo aquí?


—He tenido que venir al aeropuerto para otro asunto y he pensado que estaría bien llevar a mi sobrino favorito a la ciudad —dijo Pedro, y urdió una mentira acerca de un billete que tenía que cambiar.


Robbie no notó nada extraño.


—Supongo que la buena suerte no me ha abandonado —dijo Robbie colgándose la bolsa al hombro.


—¿Suerte? ¿Ganaste el debate? —dijo Pedro esperando que el brillo de su mirada se refiriera al congreso de donde venía, y no a las ganas que tenía de ver a Deedee Divine.


—Sí. Viejo, delante de ti tienes al campeón del equipo campeón.


—Vaya, vaya. Felicidades.


Robbie le trazó a Pedro un entusiasta relato del congreso del que venía y le contó cómo había logrado su equipo vencer al resto.


—Está bien, te creo —dijo Pedro—. Creo que has heredado mi facilidad de palabra.


—Creo que he heredado algo más —dijo Robbie sonriendo—. Creo que también tengo tu facilidad para saber tratar a las mujeres.


—¿Ah, sí? —dijo Pedro, temiéndose que Robbie empezara a hablarle de Deedee Divine.


—Sí —dijo Robbie echando la bolsa en el maletero del coche de Pedro—. Había una preciosa rubia en el equipo de Yale. Todos estaban detrás de ella, pero yo decidí seguir tu técnica y me hice un poco el duro. Funcionó. Muy pronto era ella la que estaba detrás de mí. Imagínate, hemos hablado de pasar juntos en Florida las vacaciones de primavera.


—Comprendo —dijo Pedro sin comprender nada. Estuvo a punto de preguntarle acerca de Deedee Divine, pero recordó que se suponía que él no sabía nada de ella—. Las vacaciones de primavera. ¿eh?


Tal vez su sobrino se estuviera convirtiendo en un playboy. 


Al fin y al cabo, Juan lo había mantenido a raya durante demasiado tiempo.


—Sí. Incluso puede que pida el traslado a Berkeley.


—Comprendo —dijo Pedro otra vez, sin entender el entusiasmo de Robbie por aquella muchacha y que no mencionara a Deedee—. Y..., qué hay de... bueno, ya sabes... quiero decir, ¿no interfiere eso en ninguna otra... relación?


—Pues no. Y ésa es otra manifestación de mi buena suerte. Tenía una relación con esa bailarina del Spike's Bar. Bueno, yo pensaba que había algo entre nosotros... pensaba que ella sentía lo mismo por mí. Y entonces, justo antes de irme, me rechazó. Casi me vuelvo loco.


—¿Te rechazó? ¿Antes de irte? —dijo Pedro aturdido.


—Sí. Lo habíamos pasado muy bien, ¿sabes? Así que allí me presenté yo con un anillo de compromiso, y empieza a hablar como el abuelo: que si soy demasiado joven para saber lo que me conviene, que si debo darme tiempo para vivir, que si hay un montón de mujeres, y toda esa basura. Casi me vuelvo loco. Pero ¿sabes una cosa, Pedro? Creo que tenía razón. Me habría arrepentido de mi compromiso cuando Debbie... así se llama la rubia de Yale. ¿Crees que se sentirá presionada si le mando una pulsera de diamantes, Pedro?


Pedro no estaba escuchando. La señorita Divine había rechazado a Robbie antes de que éste se marchara. No había ningún matrimonio que costara cuatrocientos mil dólares impedir.


Maldijo en silencio y decidió que debía tener otra charla con la señorita Deedee Divine.







BAILARINA: CAPITULO 4





¡Había funcionado! ¡Había funcionado! Tal vez sólo bastaba rogar a Dios para que algo se hiciera realidad. Se había imaginado a sí misma contando billetes de mil dólares y sonriendo, sabiendo qué su madre lograría salvarse. No tenía billetes, pero en su bolsillo había un cheque por cuatrocientos mil dólares que no sólo serviría para pagar la operación, sino la estancia de su madre y de su tía en Seattle y seis meses de cuidados postoperatorios.


Paula sintió un gran alivio, como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Qué extraño era todo. De no haber sustituido a su madre, si no hubiera conocido a Robbie... 


Pero así eran las cosas, tal como había dicho Angie: «No tienes que pensar cómo va a ocurrir, ya lo verás cuando suceda».


Y eso había hecho. Había rogado a Dios, había imaginado y...


«¡Pero has mentido!», se decía. «No, no exactamente. No pude evitar que pensara que... ¡Pero le has ayudado a pensarlo! De acuerdo, pero si Dios o alguien allá arriba pensó que ésta era la forma de conseguir el dinero, cómo iba yo a interponerme. De todas formas» prometió, cuando el sentido de culpa perturbaba su alivio, «le devolveré todo. Hasta el último céntimo».


«¡Ja! ¿Cuatrocientos mil dólares?»


«Pero la gente paga sus casas y sus coches por mensualidades, ¿o no? Está bien, puede que me lleve la vida entera, pero lo devolveré. Lo prometo. Empezaré a pagar en cuanto mamá esté bien.»


Paula se puso manos a la obra lo más deprisa que pudo. A la mañana siguiente, depositó el cheque antes de que pudieran anularlo por alguna razón... como por ejemplo que Robbie les dijera la verdad. Pero ellos no le dirían que la habían comprado, ¿verdad? No. Alfonso no sólo le había hecho prometer que no se casaría con Robbie, sino que no le diría que había dio a verla.


Alfonso, Pedro Alfonso. La noche anterior aquel nombre le había resultado familiar, aquella mañana, con la mente más despejada, sabía por qué. Pedro Alfonso. Su columna en el Chronicle era lo primero que leía cada mañana. Escribía acerca de cualquier tema, política, economía o sociedad, y siempre llegaba al meollo de los problemas y lo explicaba con claridad. Respetaba mucho sus opiniones y había empezado a fiarse de sus juicios.


Pero, ya no, no después de la noche anterior. Era un hombre arrogante, dogmático y engreído que manipulaba a la gente con la palabra escrita, y con dinero.


Pero, ¿por qué estaba tan decepcionada? Porque al verlo pensó... Pero, ¿quién era ella para pensar nada? Tenía aspecto de hombre sincero y de una pieza. De hombre en quien se podía confiar. Sí, su apariencia era tan honesta como sus artículos, pero...


Pero, qué importaba, ¿por qué estaba pensando en él? «A caballo regalado no le mires el diente», se dijo. Llamó al médico de su madre y le dijo que llamara al hospital de Seattle para pedir una entrevista inmediata.


La dificultad estaba en qué decirle a su madre y a su tía Mariana.


—Tengo el dinero —dijo—. Un préstamo del señor Juan Goodrich.


Había anotado el nombre y la cuenta que figuraban en el cheque para poder hacer las devoluciones.


Delia se quedó mirando a su hija llena de asombro.


—¿Te han prestado trescientos cincuenta mil dólares?


—Cuatrocientos mil.


—¡Alabado sea el Señor! —exclamó la tía Mariana—. Sus caminos son misteriosos y llenos de maravillas. Puede caminar sobre las aguas y cabalgar sobre las tormentas.


Delia Chaves era menos ingenua que su hermana y miraba a su hija con incredulidad y suspicacia.


—Nadie en su sano juicio te prestaría tanto dinero.


—¿No os parece increíble? —dijo Paula, sabiendo que tendría que inventar una buena historia para convencer a su madre. Pero, si había sido capaz de fingir ante Alfonso, mucho más fácil le resultaría hacerlo con su madre—. Es un filántropo, y le gusta ayudar al que lo necesita.


—¿Pero por quién me tomas? ¿Te crees que he nacido anteayer?


Delia, que había vuelto del hospital hacía pocos días, estaba un poco pálida, pero nadie diría que estaba mortalmente enferma. Pero no, no estaba tan grave. Paula sabía que el trasplante le devolvería la salud, y nada la detendría para conseguir que se lo hiciera.


— ¡El hospital, mamá! Oyó tu caso en el hospital y se puso en contacto conmigo. Es un préstamo, no un regalo. Quiere que la gente crea que es un trato de negocios, no una obra de caridad. Le pueden devolver lo que presta... cuando puedan.


Habló tan convincentemente que Delia la miró con asombro.


—Un hombre notable —dijo su madre—, y muy amable. Le escribiré una nota para agradecérselo.


—Hazlo —dijo Paula—. Yo la echaré al correo.


Una mentira más, en cuanto se empieza a mentir se ve uno envuelto en una maraña de mentiras. Al volver al despacho, le dijo a Angie la misma mentira.


Pero Angie no estaba muy sorprendida.


—Así son las cosas, Paula. Tienes un gran problema, tan grande que no puedes imaginar una salida. Pero la solución existe, todo lo que tienes que hacer es dar con ella. Es como encontrar un documento en un ordenador.


Paula sacudió la cabeza.


—Angie —dijo—, tienes aspecto de tener la cabeza en su sitio, pero algunas veces pienso que...


—Pero tu problema se ha solucionado, ¿o no?


—Bueno, sí, pero... —dijo Paula—. Nunca habría pensado.


—Ésa es la cuestión, que no tienes que pensar. Lo único que hay que hacer es teclear y llamar al documento que quieras.


—Tal vez.


Paula miró la cantidad de papeles que se habían acumulado en su mesa en el día libre que aprovechó para llevar a su madre a Seattle. Peticiones de préstamos para pequeños negocios: una librería, una escuela de danza, un taller de cerámica, etc... Gente que luchaba por abrirse camino y que necesitaba un pequeño apoyo, pero antes de que se les concediera un préstamo, tenían que demostrar que serían capaces de devolverlo.


—La gente tiene que esforzarse por conseguir lo que quiere —dijo—. No es normal pensar en algo y que aparezca de pronto la solución.


—Pero tú lo has hecho y tu madre ya está en el hospital de Seattle, ¿verdad?


Paula asintió con vacilación. Era muy pragmática y le costaba aceptar el milagro de los cuatrocientos mil dólares aparecidos de repente.


Pero Angie no tenía ninguna duda. Se apoyó sobre la mesa de Paula y la señaló con el dedo.


—Y escucha esto. Sabes lo harta que estoy de mi apartamento de Beacon Street, ¿verdad? Bueno, pues he puesto lo que quiero en el ordenador —dijo Angie pasándose la mano por su corta melena rubia—. Hay que ser exacto, no quiero algo antiguo. He decidido que quiero uno de esos pisos enormes de Coastal Green, junto al parque, para que mis gatos y yo tomemos bien el sol. Cerca del Club Náutico, donde poder encontrar un soltero y donde...


—Y donde no puedes pagar la renta, aunque sea del tipo limitado —dijo Paula.


—¿Ah, no? Escucha esto. Marge Sims, la de contabilidad, ha roto con ya sabes quién, y, consecuentemente, no puede seguir pagando el enorme piso que tiene en, ¿adivinas dónde? Coastal Green. Se va a Los Ángeles para curar su corazón roto y busca a alguien que ocupe el piso, de renta limitada. Ahí lo tienes.He conseguido lo que tenía programado o no?


—Supongo que sí. ¿Pero no será el alquiler muy aIto de todos modos?


—Ya me estoy ocupando de eso —dijo Angie cerrando los ojos, como si visualizara algo—. Busco una compañera con quien compartirlo... alguien que no me quite la ropa ni me robe los novios, alguien que... — abrió los ojos y miró fijamente a Paula—. ¡Tú! Eres nnás delgada que yo y no te sentaría bien mi ropa, y eres demasiado honesta para robarme los novios. ,,Qué te parece?


Paula vaciló.


—No sé...


—Mira, también para ti es perfecto. Tu madre va a pasar en Seattle más de seis meses. Pero es que, además, el piso tiene tres habitaciones, y creo que para su recuperación es un lugar perfecto. Seguiríamos pagando la renta al cincuenta por ciento.


No era mala idea, dijo Paula. La mitad de la renta sería más de lo que estaba pagando por su piso de dos habitaciones, pero no mucho más. Y tal vez fuera una buena ocasión para mudarse. Odiaba la idea de tener que volver a ver a Robbie si volvía para buscarla al bar o a su apartamento. Él no sabía cómo se llamaba realmente, así que, si se mudaba, no volvería a verlo. Ya había acordado con Spike que sólo estaría en el bar otra semana, pero esperaba que no regresara tan pronto. Incluso aunque nunca supiera lo que había hecho, odiaba la idea de tener que verlo de nuevo, porque le importaba lo que pudiera pensar de ella.


Por el contrario, lo que su engreído tío creyera no le importaba lo más mínimo. Por él, se alegraba de haber tomado el dinero.



BAILARINA: CAPITULO 3




Pedro la condujo a un reservado. Instintivamente, quería protegerla, darle amparo. Pero ¿de qué? Era ella la que estaba acostumbrada a aquel ambiente, ¿o no? La verdad era que observaba en ella cierto distanciamiento, pero no estaba seguro de la razón. Había entrado con graciosa dignidad, con la cabeza erguida, como si se sintiera muy cómoda en aquel lugar. Pero con aquel vestido blanco tan sencillo, con la melena morena cayéndole por la espalda, tenía un aspecto de pureza e inocencia. Y, si bien su sonrisa mostraba recelo, también tenía una calidez y una dulzura que le hicieron sentir envidia. Robbie la había visto primero.


¡Dios! Sería mejor que se tranquilizara.


Se dio cuenta de las miradas suspicaces de algunos hombres. Como si ellos también sintieran el mismo instinto protector. Pero con respecto a él. Estaba empezando a ponerse nervioso.


—Sería mejor —sugirió a pesar de que estaban sentándose— que tuviéramos esta conversación en otro lugar.


Paula hizo un gesto de asombro, o tal vez de desconfianza. Pedro no podía precisarlo.


—Lo siento, pero tengo menos de una hora de descanso.


—Lo que deseo decirle es privado. Quizá sería mejor que quedásemos en otra ocasión y en otro lugar. Puedo llamarla a su casa, o, si lo prefiere, podemos vernos en...


— ¡No! No puedo quedar con los clientes fuera de las horas de trabajo.


Definitivamente, lo que tenía era desconfianza. Y eso lo irritaba.


También estaba irritado por la repentina aparición de una camarera con una botella de champán metida en una cubitera llena de hielo. ¿Es que no iban a tener ninguna intimidad?


—¡No he pedido champán! —le espetó con un gesto, pero la señorita Divine carraspeó ligeramente y él carraspeó a su vez—. Aunque tal vez la señorita Divine... —dijo mirándola.


—Sí, es lo que tomo normalmente. Gracias, Vashti —dijo Paula, y esperó a que la camarera desapareciera. Luego, en tono de disculpa, dijo—: Les gusta que durante las horas de trabajo me relacione con clientes, si los clientes piden algo de beber.


Pedro apretó los dientes. Aquel lugar empezaba a parecerle uno de los peores antros en los que había estado en su vida, y ella estaba metida en el negocio hasta el fondo, lo que no le afectaba lo más mínimo.


No importaba. Podía ir directo al grano.


—Creo que mi sobrino es uno de sus clientes habituales.


Paula se encogió de hombros.


—También creo que tiene usted una relación muy estrecha con él.


—¿Cómo?


—Una relación que no se limita a las horas de trabajo.


—Está usted equivocado —dijo Paula con una mirada desafiante—. No me relaciono con los clientes más que según las premisas que ya le he dicho.


—¿Ni siquiera con su prometido?


—¿De qué está usted hablando?


—Estoy hablando de Roberto Goodrich, el joven con quien está prometida.


— Yo no estoy prometida con...


Paula se interrumpió. Empezaba a comprender. Roberto Goodrich, Roberto, Robbie, su sobrino. Aquel hombre arrogante era uno de los orgullosos parientes de los que Robbie no paraba de hablar. Uno de los que le decían que era un cabeza hueca incapaz de tomar ninguna decisión. Y habían hecho un gran trabajo con el chico, logrando destruir por completo la confianza en sí mismo. Pero siempre había pensado que se trataba de gente mayor: su abuelo, su tía abuela. Aquel hombre educado, con un traje elegante, no podía tener más de treinta años. Debía saber lo malo que era tratar a Robbie como a un niño.


— Usted es...


—Alfonso, Pedro Alfonso. Como le he dicho, soy tío de Robbie y he venido a hablar con usted de su parte.


—¿Oh? Creía que Robbie era capaz de hablar por sí mismo.


Pedro frunció el ceño.


—En ciertas circunstancias, tal vez, pero el matrimonio es un paso muy importante y debe prevalecer el consejo de los más experimentados.


¿Matrimonio? Así que Robbie no les había dicho que lo había rechazado, pensó Paula. «Probablemente estaba demasiado dolido y avergonzado para hacerlo.»


—Robbie es joven —dijo Pedro—, demasiado joven para pensar en casarse.


—Pero hace tiempo que es mayor de edad.


No podía traicionar a Robbie, él mismo les diría la verdad, a su debido tiempo y a su manera.


—Cierto. Pero Robbie es más joven de los años que tiene. No puedo imaginar que pueda resultarle atractivo a una mujer de su... —dijo Pedro, e hizo una mueca, buscando la palabra correcta—, una mujer de muy vasta experiencia.


Paula sabía lo que aquella afirmación implicaba y se sintió dolida. Pero estaba dispuesta a llevar el juego hasta el final.


—Supongo que no se puede luchar contra la madre naturaleza —dijo, haciendo un gesto de condescendencia—. Cada vez que Robbie me mira se me pone carne de gallina —dijo, y, entre dientes, añadió—: ¿Qué le parece eso a usted que parece tan estirado?


Pedro la miró con asombro, sin creer lo que estaba oyendo.


—Señorita Divine, ésa no me parece la señal de un gran afecto. Se lo digo en serio.


—Pues lo es. Desde la primera vez que vi a Robbie ,surgieron chispas entre nosotros, así de sencillo. Supongo que puedo llamarlo química —dijo tomando un sorbo de champán. Le dieron ganas de reírse, pero se las arregló para esbozar una sonrisa llena de coquetería.


Pedro la miró fijamente.


—Hace falta algo más que química para sostener un matrimonio. Creo que debe saber que la familia de Robbie no vacila en oponerse a esta unión.


—Es su problema, no el mío —dijo Paula dejando la copa sobre la mesa. Si bebía demasiado, no podría bailar.


—A lo mejor le interesa saber que sin el apoyo de su familia, Robbie es prácticamente pobre.


—¡Oh!


Se lo quedó mirando. Se había cansado de aquel juego. 


Prácticamente pobre, ése era su estatus, pensando en lo que su madre necesitaba. ¿Qué podía hacer? Ni ella ni sus primas llevaban trabajando el tiempo suficiente como para que un banco accediera a concederles un crédito, y mucho menos por una suma tan importante de dinero. No tenía ninguna propiedad, ninguna casa, y ya no le quedaban ahorros. Sus dos trabajos no le daban el dinero suficiente, lo que pudiera ganar era insignificante comparado con los trescientos cincuenta mil dólares que le hacían falta. Suspiró, se sentía muy cansada.


—¡Ajá! Veo que empieza a darse cuenta de adónde voy a parar.


Paula era vagamente consciente de las palabras de Alfonso.


—No es sólo que Robbie no tenga trabajo, sino que todavía no ha terminado la universidad, no ha trabajado en toda su vida y no tiene dinero.


Paula, absorta en sus pensamientos, no estaba escuchando, pero las dos últimas palabras, que Pedro enfatizó, recuperaron su atención.


¡No tiene dinero! ¡No tiene dinero! El pensamiento le golpeó la cabeza, pero se negaba a pensar negativamente.


—El dinero está ahí, ya lo conseguiremos. De alguna manera, lo conseguiremos.


No se dio cuenta de que había dicho aquellas palabras en voz alta, pero Alfonso sí. Se irguió y dejó la copa de champán sobre la mesa con un golpe que la hizo volver en sí.


—Veo que Robbie le ha mencionado sus diez millones de dólares en bonos del tesoro.


Paula se quedó boquiabierta. Diez millones. ¿Robbie tenía diez millones de dólares? Él le prestaría el dinero para la operación, sabía que lo haría, tanto si se casaba con él como si no. Oh, Dios, ¿adónde había dicho que se iba? Se pondría en contacto con él y...


—¡Olvídelo! Robbie no puedo tocarlos. Juan Goodrich se encargó de que así sea. Robbie no puede disponer de ese dinero hasta que no tenga treinta años, y, si se casa con usted, ni siquiera entonces. ¿Comprende?


Era asombroso. Diez millones de dólares invertidos en alguna parte, sin que nadie pudiera tocarlos, cuando todo lo que se necesitaba para que su madre viviera eran trescientos cincuenta mil.


—No es justo —dijo en alto sin darse cuenta


No es justo.


—Justo o no, así es. Y hablando de justicia, ¿qué hay de ser justo con Robbie? ¿Quiere que pierda toda su herencia?


—¿Perder su herencia? ¿Qué quiere decir?


—Quiero decir que su abuelo ha dejado bien claro que si Robbie se casa con usted, se quedará sin un céntimo. Le cortará su asignación, perderá los bonos, lo perderá todo... —dijo Pedro, e hizo un gesto con la mano para dar énfasis a sus palabras.


Paula estaba demasiado aturdida para hablar. Entre la rabia y la consternación. ¿Cómo podía alguien ser tan dictatorial y diabólico? ¿Y si ella y Robbie estuvieran realmente enamorados?


El hombre que había ante ella sonrió y asintió.


—Veo que empieza a comprender. Ahora piense en lo siguiente: ¿está siendo justa consigo misma?


—¿Justa conmigo misma?


—Piénselo. Bajo estas circunstancias, creo que encontrará a Robbie, como marido, más como una carga que como una ventaja. Por otro lado...


Pedro se interrumpió al ver aparecer a Vashti, a quien miró con evidente enfado. Aquello le dio a Paula algún tiempo para pensar. Robbie era rico, pero su familia se oponía a que se casara con ella. Si lo hacía, perdería todo lo que tenía. No sabía si Robbie era lo bastante terco como para seguir con sus intenciones de casarse con ella o si, sencillamente, no había tenido oportunidad de decirle a su familia que no habría boda. Tal vez, sí había hablado con ellos, pero, incapaces de convencerlo, se dirigían a ella. Suspiró. No sabía si decirle a aquel hombre la verdad o dejar que Robbie...


—Ahora, señorita Divine, no somos gentes sin compasión.


Vashti había desaparecido, y Alfonso volvía a hablar con aquella especie de... ¿sarcasmo?


—La familia quiere compensarla por su pérdida.


—¿Compensarme por mi pérdida?


—Nos damos cuenta de que es una decisión difícil para usted. Pero si decide dejar libre a Robbie, nos gustaría hacerle un regalo de... digamos, unos cien mil dólares.


Paula dio un respingo. ¿Cien mil dólares por no hacer lo que de todas formas no iba a hacer? ¡Cien mil dólares! Claro que eso no era más que una pequeña suma comparada con diez millones... y eso era lo que Robbie tenía, él solo. Estaban deseando pagarle casi un tercio de lo que le hacía falta. Pero ¿y si renunciaba? Su mentalidad financiera afloró en aquel momento y empezó a hacer cálculos. Si jugaba bien sus cartas... Parpadeó varias veces, con la intención de humedecer sus ojos.


—No puedo creerlo. Me está pidiendo que deje a Robbie... olvidar lo que tenemos... ¿por dinero? — dijo, se tapó la boca con la mano y sacudió la cabeza—. No podría... no puedo, no puedo hacer eso.


Pedro Alfonso sabía reconocer a un mentiroso cuando lo tenía delante. ¿Acaso no había visto aquel brillo calculador en la mirada de aquella mujer antes de que se le llenaran los ojos de lágrimas? Esa chica no sólo era una profesional del baile. Maldijo en silencio, no se podía juzgar a nadie por su apariencia. Aquella belleza inocente y fresca había atrapado a Robbie. ¿A Robbie? No, esa dulzura que parecía emanar de ella también había estado a punto de hacerle caer a él.


El tío Juan tenía razón. Nada excepto el dinero haría que aquella mujer se apartara de Robbie. La cuestión era, ¿cuánto?