miércoles, 29 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 32




Al inclinarse hacia delante, sintió el roce de sus senos en su pecho. A través del vaporoso tejido de su túnica, sintió también endurecerse sus pezones en respuesta. Instintivamente se fue acercando más…


Al momento siguiente se estaba cayendo, perdido el equilibrio. Utilizando la única muleta, la del lado contrario, se tambaleó hasta que pudo apoyar una mano en la pared.


Paula parpadeó varias veces, recogió la muleta que antes Pedro había dejado caer al suelo y se la entregó. Le temblaba la mano.


—¿Estás bien?


La sangre le bombeaba en la rodilla herida y en cada uno de los moratones y rasguños. Aspiró profundamente varias veces, intentando despejarse la cabeza. El dolor estaba obrando el mismo efecto sobre sus sentidos que una ducha fría.


—Sí —agarró la muleta—. Estoy bien.


Vio que se relamía el labio superior con la lengua.


—Yo, er… me había olvidado de tu estado.


«¿Sólo de eso?», se preguntó Pedro para sus adentros.


—Yo también.


Paula bajó la mirada a su pierna vendada.


—Deberías sentarte.


—Debería marcharme.


—Sebastian todavía está durmiendo.


—Ya ha descansado lo suficiente.


—Le dijiste a Gabriel que te llamara aquí.


—Ya hablaré con él después.


—Pero…


—¿Sigues queriendo que responda a esa pregunta?


—¿Qué pregunta?


—Cuando estábamos ahí fuera, en la piscina, querías saber por qué te había besado.


—Porque te apeteció. A mí me pasó lo mismo. A veces resulta más fácil expresar los pensamientos físicamente que con palabras. Fue un natural estallido de emoción: las circunstancias eran excepcionales. Un impulso momentáneo.


—Fue más que momentáneo, Paula. Hacía días que quería besarte.


Paula bajó la mirada a su pecho.


—Creo que lo mejor será que no analicemos estas cosas…


—Tú dijiste que preferías ser sincera.


—Por supuesto.


—Entonces deberías saber que cada vez que me sonríes o me tocas, siento la tentación de besarte. Incluso cuando discutes conmigo, me quedo mirando tu boca y pensando en las maneras mucho más agradables en que podrías usarla.


Pedro


—Y lo mismo cuando pronuncias mi nombre con ese acento tuyo que suena como una caricia.


—¿Entonces por qué parece que te molesta tanto?


—¿Por qué, dices? Porque tú eres la última persona sobre la tierra a la que querría besar. ¡Tú quieres quitarme a mi hijo!


Paula volvió a recogerle la camisa del suelo.


—No es tu hijo. Es mi sobrino.


—¿Lo ves? No podemos olvidarlo, ni siquiera por un minuto. Volver a besarte es la cosa más estúpida que podía hacer —se detuvo frente a ella—. Pero ahora que ya sé a qué sabe tu boca, va a ser un verdadero infierno no poder saborearla de nuevo.


Un familiar brillo de desafío asomó a los ojos de Paula.


—Yo no te estoy pidiendo que lo hagas.


—Ya lo sé. No es eso lo que queremos el uno del otro.


—Exactamente. No es por esto por lo que estamos aquí. Ya hemos tenido esta conversación antes, Pedro.


—¿Así que estamos de acuerdo en que no sucederá otra vez, Paula?


—Efectivamente.


—Perfecto. Entonces deja de mirarme así.


—Muy bien. Y a partir de ahora… —le arrojó la camisa contra el pecho y se giró en redondo—. No vuelvas a desnudarte en mi presencia.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 31




Paula era una mujer muy emotiva, con lo que resultaba muy natural que hubiera reaccionado de aquella manera: con compasión. No debía tomarse su reacción de una manera tan personal.


—No me compadezcas.


—No lo estoy haciendo.


—Sólo quería que entendieras que no estoy condenando ni a los rusos ni a sus orfanatos.


—Lo entiendo. Y entiendo también por qué has estado tan tenso durante todo el día. Tus sospechas sobre lo que le ocurrió a Sebastián han debido de provocarte tus propias pesadillas.


—No se trata de mí.


—¿Cómo puedes decir eso? Por supuesto que se trata de ti. Todo eso explica quién eres. Por eso te muestras tan protector con Sebastian, y por eso crees tanto en la adopción. Seguramente por eso mismo también te hiciste profesor.


Desnudar su cuerpo era una cosa, pero aquello era mucho más de lo que había pretendido. Se sentía… vulnerable.


—Paula, ¿podrías devolverme la camisa?


Pero ella no hizo ningún intento por recogerla del suelo.


—Tu profesor, el hombre que te rescató…


—¿Qué pasa con él?


—Se llama Alfonso, ¿verdad?


—Sí.


Oyó que se le cortaba el aliento, como si estuviera reprimiendo un sollozo.


—Maldito seas, Pedro —dijo mientras se apresuraba a recogerle la camisa.


—¿Por qué?


—Porque te escondes detrás de esa fría fachada de profesor y te esfuerzas por mostrarte desagradable conmigo cuando al mismo tiempo me dices cosas que hacen que me olvide de… —sacudió la cabeza.


—¿De qué?


—Quizá no sea una buena idea que ahora te comprenda tan bien.


—¿Por qué no?


Con la camisa en la mano, se volvió para mirarlo y alzó la mirada. Le brillaban los ojos por las lágrimas. Pedro ya la había visto llorar antes por Sebastián, pero esa vez sabía que aquellas lágrimas no eran por su sobrino. Lo estaba mirando como lo había mirado el día anterior en el centro médico del barco, justo antes de besarlo.


Ningún hombre habría sido capaz de resistir esa mirada. En esa ocasión no esperó a que ella tomara la iniciativa. Apoyando todo su peso sobre su pierna sana, soltó una muleta y la tomó de la nuca para besarla.


Paula recibió el beso con un suspiro. Pedro procuró acallar la voz de alarma que resonaba en su cabeza. Sabía qué era lo que lo estaba haciendo olvidar, porque a él le ocurría lo mismo. Porque él también quería olvidar. En aquel momento, no estaba besando a su enemigo. Estaba besando a Paula.


Ladeó la cabeza como había hecho el día anterior, embebido de su delicioso aroma. Podía sentir el temblor de sus labios mientras se fundían con los suyos.


Besaba como nadie: apasionadamente, completamente desinhibida. Una vez que empezó, ya no volvió a vacilar. Soltó su camisa y apoyó ambas manos sobre su pecho para sostenerse. Luego se puso de puntillas y entreabrió los labios.


Ante aquella tácita invitación, el deseo empezó a bombear por las venas de Pedro. Aun así, no deslizo de inmediato la lengua en el dulce interior de su boca. Se condujo lentamente, con cuidado, disfrutando de aquel momento de intimidad, paladeando su sabor.


Y a ella pareció gustarle. Pedro podía sentirlo por la forma en que le devolvió el beso y por el movimiento de sus manos sobre su pecho. 


Deslizaba las palmas por su fino vello, siguiendo el contorno de sus músculos, acariciándolo con un atrevimiento que no había usado con su espalda.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 30





—Dígale al señor Dayan que me llame cuando pueda —dijo Pedro. Dio el número del camarote de Paula, colgó el teléfono y volvió a agarrar la muleta.


Paula se pasó una mano por el pelo mientras se dirigía hacia la mesa. Se había cambiado el traje de baño por una túnica amarillo limón con pantalones a juego, pero seguía descalza.


—Supongo que el jefe de seguridad estará ocupado.


—O eso o no quiere hablar conmigo.


—Ahora que he tenido oportunidad de pensar detenidamente en ello, no puedo menos que preguntarme si no habrá sido todo una coincidencia… —le confesó Paula, poniéndole una mano en la espalda—. Que Sebastian haya soñado con un hombre con una cicatriz no significa que se trate precisamente de ese tipo.


—La cicatriz tiene la misma forma.


—Sólo sabemos que tiene una forma curva, eso es todo. Probablemente no sea más que un simple taxista de Nápoles que…


—Vamos, Paula. Era alto. Vestía de negro. Son demasiadas coincidencias.


—Tiene que haber muchos hombres así. Fue eso lo que aterrorizó a Sebastián en Dubrovnik, ¿lo recuerdas?


De repente Pedro se sintió como si la habitación se cerrara en torno suyo. Apartándose de Paula, se dirigió al salón.


—Debió de haber sido el mismo hombre. Nos está siguiendo de puerto en puerto.


—¿Qué? No, Pedro, eso es una locura.


—Le preocupa que Sebastián pueda decirnos algo. Debe de habernos estado siguiendo desde que salí con él del orfanato.


Pedro


—Ariana dijo que no aminoró la velocidad. Debió de habernos espiado a la espera de la oportunidad adecuada… —se detuvo en seco y se asomó al dormitorio de Paula, donde Sebastián estaba echándose una siesta. Por un instante pensó en lo pequeño que parecía en aquella inmensa cama. Pequeño e indefenso—. Está claro —apoyó una muleta y se giró en redondo—. Iba a por Sebastian, no a por mí.


—¡No digas eso! —Paula se plantó frente a él y lo agarró por los hombros—. Ni siquiera lo pienses. Nada malo le sucederá a ese niño. ¡Nada!


Le hizo daño en uno de los rasguños, pero Pedro no se quejó. Reprimió el dolor: era algo que se le daba bien. Había tenido mucha práctica. Ésa era una de las primeras lecciones que había aprendido en la vida.


—Tienes razón. Nadie conseguirá hacerle el menor daño. Yo me aseguraré de ello.


—Ambos lo haremos. Pero lo que estás diciendo no puede ser cierto. Sebastián confía en nosotros. Si alguien lo hubiera maltratado en uno de aquellos orfanatos, nos lo hubiera dicho…


—Pudo haber reprimido el recuerdo, al igual que reprimió el del accidente en el que murieron sus padres.


—No puedo creer que seas tú quien esté exagerando, y no yo. Sé razonable —lo sacudió suavemente.


—Paula…


—Por favor. Tenemos que arreglar esto antes de que se despierte Sebastian.


Por lo que a Pedro se refería, todo estaba ya aclarado, aunque casi había sido demasiado tarde. El atropello no había sido ningún accidente. Sebastián tenía todas las razones del mundo para temer al hombre de la cicatriz. 


Aquello era mucho peor de lo que había sospechado.


Paula le acunó entonces el rostro entre las manos.


Pedro, piensa. Por muy aterrador que parezca, puede que se trate de una coincidencia. ¿Es que no te das cuenta?


—No tengo por qué esperar a Gabriel —desvió la mirada hacia el teléfono—. Yo mismo llamaré al orfanato. Tú me traducirás. Les describiremos a ese hombre y averiguaremos quién es.


—Yo fui seis veces al orfanato de Murmansk cuando estuve buscando a Sebastian. Hablé hasta con el último trabajador y nunca vi a nadie que se pareciera ni remotamente al monstruo de Sebastian.


—Entonces tiene que estar en San Petersburgo.


Paula abrió los brazos y se hizo a un lado, murmurando lo que parecía una maldición.


—Hay muchas otras razones por las que Sebastián pudo haber tenido pesadillas. Cualquiera podría darse cuenta de ello. ¿Por qué estás tan obsesionado con que Sebastián ha sufrido algún tipo de maltrato? ¿Es porque los orfanatos son rusos?


—Eso no tiene nada que ver.


—¿Ah, no? Estás tan decidido a demostrar lo buen padre que eres, y la maravillosa vida que piensas darle a Sebastián en América, mucho mejor que la que yo podría darle en Rusia…Tú crees que los rusos no aman tanto a los niños como tus compatriotas.


—Eso es absurdo.


—¿Lo es? ¿Habrías sospechado tan rápidamente un posible maltrato si el orfanato hubiera estado en Estados Unidos?


Pedro sostuvo las muletas con las axilas y empezó a desabrocharse la camisa.


—¿Qué estás haciendo?


—Demostrarte que estás equivocada —le temblaban los dedos.


—Pero… ¿desnudándote?


Se apoyó sobre una muleta para sacar el brazo de una manga, vendado.


—Es la única manera que tengo de conseguir que me creas.


Pedro


—Los monstruos pueden estar en cualquier parte, Paula. En Nápoles o en Murmansk, en Burlington o en Vermont —terminó de sacar el otro brazo—. Echa un vistazo a mi espalda.


Paula no se movió. Seguía mirándolo a los ojos, sin bajar la mirada. Pedro dejó caer la camisa al suelo y se volvió.


—Los niños no saben cómo decirles a los adultos lo que está mal. A veces lo intentan, pero nadie los cree.


Aunque no dijo nada, Pedro pudo sentir su estupor. Sintió una mano en su espalda, con la palma descansando sobre sus omóplatos. La única zona que no tenía marcas.


—Oh, Pedro… —murmuró al fin—. Dios mío, ¿qué te pasó?


—Después de que me abandonara mi madre, fui a parar a una casa de acogida en vez de a un orfanato. La primera estaba bien, pero estaba llena, así que me trasladaron a otra, y luego a otra más. La cuarta parecía ideal. Pasé a vivir con una pareja de mediana edad que regentaba una zapatería y que iba a misa cada domingo. No vestían de negro ni tenían cicatrices en la cara. De hecho, no daban ningún miedo. Excepto cuando bebían.


Paula pronunció algo en ruso, pero esa vez no parecía una maldición. Le temblaron los dedos mientras acariciaba aquellas marcas que había llevado durante casi treinta años.


Pedro podía sentir la fuerza de su mirada tan claramente como el roce de sus dedos. Era consciente del aspecto que presentaba. Las líneas y agujeros componían un dibujo macabro. 


La mayor parte se habían borrado, las más gruesas apenas resultaban visibles, pero el efecto general era desagradable. Tan desagradable como podía serlo una cicatriz.


—¿Me estás diciendo que tu familia de acogida te hizo esto? —le preguntó.


—Sólo él. Usaba el cinturón. Tenía una púa de bronce en la hebilla que a veces dejaba marca. Duró casi un año. Lo llamaba «disciplina».


—¿Cómo…? Dios mío… ¿cómo es que tu madre adoptiva no lo impidió?


—Por vergüenza. Todo el mundo los tenía por unas bellísimas personas.


—Pero eso de aquí no pudo hacértelo un cinturón —deslizó un dedo por una de las cuatro marcas que le atravesaban las costillas—. Te dieron puntos.


—La última noche que pasé allí, me golpeó y, al caer, le tiré una botella de whisky y se rompió. Agarró el cuello de la botella y lo utilizó en lugar del cinturón.


—¡Oh, Dios mío!


—Ésa fue la última vez que me tocó. Mi madre adoptiva me curó tan mal que al día siguiente no quise quitarme el abrigo en clase para que no me vieran la sangre. Mi profesor se dio cuenta y me llevó al hospital.


—¿Tu profesor?


—Sí. Él me escuchó, Paula. Fue la primera persona que me creyó. Se aseguró de que nunca más volviera con aquella gente —procuró desterrar aquellos recuerdos para volver al tema que le importaba—. Tú dijiste que estaba obsesionado con mis sospechas sobre el maltrato infantil. Tienes razón, quizá lo esté. Incluso la más remota posibilidad activa todas mis alarmas.


—Ahora entiendo por qué.


—Me alegro. Y si estoy exagerando, pues bien, tampoco me importa. Daría cualquier cosa por estar equivocado respecto al monstruo de Sebastian, pero jamás me perdonaría a mí mismo si yo tuviera razón y no hiciera nada…


Se interrumpió, y no porque no supiera qué decir. Seguía decidido a investigar el orfanato de San Petersburgo, tanto si ella lo ayudaba como si no. Se quedó callado porque de repente sintió el aliento de Paula en la espalda.


—Lo siento, Pedro —susurró—. Lo siento.


Apretó los dientes, consciente de lo cerca que estaban aquellos labios de su piel. Al menor movimiento por su parte, entrarían en contacto. 


Le molestaba lo mucho que deseaba que eso sucediera.